27 de abril de 2017

Amores enanos, Federico Jeanmaire

El absurdo es la manera que encuentra el arte para mostrarnos el mundo desde lugares imposibles o escondidos. Me gusta como herramienta. Sobre todo por la posibilidad que tiene el lector de significar por sí­ mismo, sin la tutela del autor. Más trabajo, pero también más libertad para apropiarse de la novela. Me gusta esa literatura, no la que da todo servido para ser consumida.
Esas palabras de Federico Jeanmaire en una entrevista con la agencia Télam resumen cabalmente el espíritu cervantino que envuelve su literatura. Dicho así, a lo bruto, las novelas son ingenios construidos con palabras que significan aquello que el industrioso lector o la no menos industriosa lectora quieran que signifique. Al menos en parte, claro. En cualquier caso, así, la lectura del libro se convierte en plural, en colectiva. En un intento, como diría el gran Milagros León, narrador de Amores enanos (Anagrama, 2016), de ser uno y los demás al mismo tiempo.

A alguien le podría sonar inquietante algo así... Sin embargo, como señala el propio Milagros, «la gente ve solo aquello que quiere ver» y «solo encuentra aquello que está predispuesta a encontrar»; por tanto, parece sugerir Jeanmaire, ¿por qué oponerse a ese ejercicio de libertad lectora? Es más: ¿por qué no aprovecharse de él y potenciarlo en lo posible? Visto así, el libro funciona como una suerte de espejo mágico al que, como la madrastra de Blancanieves, le preguntamos lo que de un modo u otro pretendemos ver. Y, como el personaje del cuento de los hermanos Grimm —a quienes Jeanmaire dedica esta novela—, cada quien se empeña en encontrar aquello que le obsesiona.

En su novela anterior, Tacos altos (Anagrama, 2016), este escritor argentino nos contaba algo parecido: leemos la realidad encerrados en nuestro mundo de ideas. Es más: gozosos presos como nos sentimos de él, nos cuesta infinitamente dialogar con los demás, quienes también suelen andar encerrados a cal y canto en su no menos gozoso mundo de ideas (otras ideas, claro, diferentes de las nuestras). Ni unos ni otros mostramos excesiva predisposición a abrir esas cárceles mentales, y pensarnos así desde la perspectiva ajena. Esa es la clave de la incomunicación, uno de los temas recurrentes en la obra de este narrador con casi una veintena de novelas a su espalda. Una incomunicación, todo sea dicho, que tiene mucho de incomprensión construida sobre el exceso de certezas (y la consiguiente falta de perplejidad).

Jeanmaire asume que el autor no tiene mucho control sobre la significación del texto una vez que el libro es libro. De hecho, considera que el control está en manos de ese desocupado y benevolente lector que Cervantes imaginó en su prólogo para el Quijote y al que, literalmente, le dijo: «... y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella». Por tanto, ante la disyuntiva de si abrir o cerrar el significado de lo narrado, Jeanmaire opta por lo primero, es decir, por componer un texto que sea favorable a la polisemia, a que el lector pueda aplicar su imaginación y completarlo como mejor le parezca. Por utilizar la metáfora de Tacos altos, el texto es un «cerezo pelado» y el lector es quien se encarga de «que comience la primavera».

Contra la seriedad y a favor del Quijote

Además, hay una posible segunda razón para abrir significados: Jeanmaire no se lleva bien con la autoridad. Tampoco con la seriedad. Son dos cosas que están, por completo, fuera de su temperamento novelesco. Jeanmaire reniega de la llamada literatura seria y, en general, diría yo, de cualquier escritura o persona que se tome demasiado en serio a sí misma. Él responde más bien a la figura de esos niños grandes que encuentran en la literatura un espacio lúdico donde jugar con la lengua. En su caso, eso significa cumplir con el mayor celo posible el mandato cervantino de evitar al lector la «innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados» procedimientos narrativos con que tantos libros suelen componerse.

También significa un compromiso con la duda: prefiere narrar desde la perplejidad y evitar la postura del autor que sabe, y dejar así que sea el lector quien tome partido y se coloque en una posición de certidumbre. Jeanmaire prefiere otorgarse toda la libertad a la hora de construir una lengua literaria inspirada en el registro coloquial que constreñirse a programas cerrados de antemano o a la obligación de decir algo importante, sesudo, trascendente. O, como explica en esta entrevista para La Nación, el suyo es el taller literario que nos legó ese monstruo del juego, el humor y el lenguaje llamado Cervantes:
—¿No te parece que la literatura del siglo XIX y del siglo XX "atrasa" respecto, por lo menos, de la segunda parte del Quijote?
—Por supuesto. Yo creo que el siglo XX se llenó de ideología, de política. Aparecieron libros muy unívocos. Libros que si leemos los dos, no podemos discutir de nada porque vamos a pensar lo mismo, que es lo que pensaba el autor. A mí me gusta una literatura mucho más pegada al Quijote. Una literatura en la cual dos de mis lectores se puedan pelear entre sí. A mí no me gusta Saramago, por ejemplo, porque todo lo que él piensa está escrito. Yo prefiero libros en los que tengo que significar, que trabajar. Yo quisiera estar más cerca del Quijote que de Saramago.
Entendida así, la relación del lector con la novela es metáfora del interminable y quimérico diálogo entre Quijote y Sancho; un diálogo que, según Jeanmaire, Cervantes construye «a partir de sus respectivos monólogos». (Esto está contado con amplitud y tino en Una lectura del Quijote [Seix Barral, 2004], brillante guía de lectura cervantina donde las haya y libro útil y divertido como pocos para cualquier practicante de la ahora llamada escritura creativa).

O dicho de otro modo: Quijote y Sancho observan la misma realidad, pero cada quien ve lo que quiere ver, entre otras razones, porque se escuchan más a sí mismos que al otro. De ahí que uno vea gigantes donde otro solo aprecia molinos (o que Sancho crea haber volado a lomos de Clavileño mientras que don Quijote no lo tenga tan claro...). Ese ardid del diálogo como monólogos complementarios le permite a Cervantes «construir diálogos absolutamente espontáneos, frescos» y donde jamás podemos imaginar lo que Sancho le contestará a don Quijote y viceversa. Bien mirado, ese diálogo fresco y espontáneo es el que busca Jeanmaire con sus lectores a través de sus novelas.

De cárceles y autoridades

En Amores enanos, Milagros León no se lleva bien con la autoridad, es decir, con la seriedad. De hecho, se las ve y se las desea para responder con la concisión debida a «las autoridades», quienes lo han encarcelado y le han pedido que relate su implicación en un incidente sucedido en el barrio privado de enanos que su amigo Perico y él han fundado. Milagros es muy consciente de la gravedad de su situación y de la importancia de su testimonio, y así se lo transmite al lector: «... estos papeles, me lo ha asegurado mi abogado, serán leídos por autoridades que ejercen un gran poder sobre los usos y las costumbres de la sociedad toda». Salir o permanecer en la cárcel depende de ese texto.

Milagros no lo dice explícitamente, pero nos da a entender que las autoridades le exigen o esperan de él que vaya al grano, que evite cualquier reflexión personal y que se ciña a la estricta realidad de los hechos. También que adopte un lenguaje aséptico, que solo aporte detalles relevantes para entender lo sucedido o que organice su relato de una manera estándar, esto es, previsible. Ya se sabe: las convenciones narrativas, en particular las policiales o judiciales —tan férreas ellas—, están para ser cumplidas.

Sin embargo, Milagros no hace sino empezar una y otra vez su relato, irse por las ramas, «comenzar por los costados de la idea y no por la idea en sí», entretenerse en cuestiones menores, jugar con las palabras... Es decir: en vez de escribir una exposición de motivos al uso —dirigida a intentar salir de la cárcel—, se dedica, entre otras cosas, a «reflexionar acerca» de sus «modos de recordar» o a relatarnos cuánto sufre por que esos modos no se ajustan a lo que esperan las autoridades de él. De algún manera, terminamos por comprender que su anomalía física tiene también mucho de narrativa.

Así, en la página 50, Milagros dice «necesitar otro comienzo»; un poco más adelante, que necesita avanzar o no terminará «nunca de contar aquello que las autoridades» le pidieron que cuente; y, en la página 162, a falta de veinte para terminar la novela, sin pudor alguno, afirma: «Y voy al grano de una buena vez».

En fin, cada quien tiene su manera de hacerle saber sus ideas a los demás, de poner en liza sus claves de representación de la realidad y, en definitiva, de narrar. La de Milagros León tiene mucho que ver con salirse del cauce de lo previsible y cotidiano, y dejar que una idea se vaya concretando en otra, así hasta que el texto se convierte en una catarata de historias, a cada cual más disparatada que la anterior. De ahí que en Amores enanos resulte tan verosímil leer sobre enanos que se ganan la vida trabajando como estrípers y deciden construir un barrio privado para gente de su estatura como asistir a la votación sobre si ese barrio debe reconvertirse en un parque temático de enanos gauchos o en uno de superhéroes. La catarata cervantina todo lo puede.

Cada lector, sostiene Jeanmaire, ve lo que quiere ver en sus novelas... En mi caso, entre otras muchas cosas, veo un calculado juego de fondo y forma que esconde una metáfora sobre el estado de la literatura actual, tan presa ella de las modas y las convenciones que fijan esas autoridades llamadas mercado, academia y crítica, y que tienen a tanto escritor y escritora dispuestos a someterse a ellas con tal de prosperar. En consecuencia, veo también en Amores enanos la reafirmación de una trayectoria literaria de más de treinta años y, por ende, la reivindicación de una manera genuina y personal de hacer literatura. Una forma que, pese a su raigambre cervantina y a contar con una enorme y fecunda tradición literaria —Javier Tomeo, Fernando Iwasaki, Antonio Orejudo, Bryce Echenique...—, hoy es tan minoritaria y poco comprendida como la comunidad de enanos de esta novela.


P.D.: enlazo un par de entrevistas que publiqué en su día con Federico Jeanmaire:
También reseñé hace algún tiempo Tacos altos. A quienes quieran conocer mejor el argumento de Amores enanos, les recomiendo que lean la contratapa del libro en la web de la editorial. No hay mucho más que contar.

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