26 de junio de 2016

Los animales de Montevideo, Felipe Polleri

01 | Ante todo, pongamos esta exégesis en cuestión. Casi todo en la estética literaria de Polleri, salvo su cuidada y bien cincelada prosa, remite al caos, a lo antisimétrico, a la mugre y a la mierda. De hecho, en Los animales de Montevideo (Casa Editorial Hum, 2015), Polleri se burla de los cretinos como yo, que sacamos sextante, compás y hasta tabla ouija si hace falta con tal de elaborar algún tipo de explicación o teorema que aclare lo que él escribe. Como el mismo libro da a entender, lo de Polleri es «un teorema que nadie ha podido resolver del todo, excepto Todo». Es decir: quizá alguna deidad —diabólica, por supuesto— del polimorfo polleriano tenga la respuesta... De momento, los simples mortales debemos conformarnos con el contundente apunte n. º 2  de la pág. 31 (véase la foto de más abajo). Quiero decir: todo lo que he escrito de aquí en adelante puede ser un disparate. Ahora bien, es tan lindo escribir disparates...

02 | ¿De qué van las novelas de Polleri?
No lo sé con exactitud, y no sé quiero saberlo (con milimétrica exactitud, digo). Es más: juraría que tampoco sirve de mucho saberlo, que eso sería como preguntarle a un cuadro de Málevich por su argumento. Uno entrevé algunas cuestiones y especifidades realistas, claro que sí; con todo, hasta cierto punto, la obra cuenta aquello que quien lee quiere que le cuente. Los textos de Polleri combinan tal riqueza simbólica, libertinaje y, a la vez, precisión en su prosa que suelen prestarse a construir sentidos... y más sentidos. La mayoría remiten al delirio narrativo y vienen impregnados de una violenta ebriedad alucinatoria; casi todos, intentan ser un atentado contra la razón y un canto a la locura que nos habita. Por tanto, cuanto escribo sobre Los animales de Montevideo, insisto, es un delirio mío, un delirio de un enfebrecido lector polleriano.

03 | El loco del autor y sus máscaras en forma de personajes. En esta novela hay más o menos lo de siempre, pues, ya se sabe, Polleri escribe una y otra vez el mismo libro; por tanto, nos encontramos con un narrador que es escritor, que dice estar loco y que tiene múltiples personalidades (en concreto, refiere 13 mutaciones de sí mismo en una nota a pie de página). Además, ese narrador nos asegura que puede estar en 13 o 18 sitios a la vez y que, si debido a ese don de la ubicuidad dos de sus personalidades se encuentran al doblar la esquina, se detienen y hablan de literatura. Así es la voz que cuenta las historias de Polleri: ahora es Batman y, dos páginas más allá, la Hormiga Atómica, y por en medio puede encarnarse en Gabriel, Bruno o Carlos. En cualquier caso, por mucho cambio de avatar que encontremos, todo emana de la misma fuente oscura, del mismo holograma: Felipe Polleri, suma sincrética de esas 13 —o más— maneras de convivir con la locura.

04 | Un viejo de mierda que habla sin filtro. El punto de vista —al menos de las nouvelles 1, 2 y 4 que componen el libro— es, en palabras del narrador, el de un viejo de mierda, solitario, tímido, malvado, entre bajito y enano, moralista peligroso, que prefiere el jiu jitsu al yoga y la literatura de Lautrémont o Sebald a la mierda de la autoayuda que lee su esposa. También el de alguien que está harto de que los jóvenes se quejen de que Uruguay está lleno de viejos, en vez de indignarse por que está repleto de jovencitos descerebrados (y también... de mierda). ¿Y de qué nos habla esa voz polimórfica y en primera persona? Además de dos clásicos pollerianos —la salud mental y lo horrible que es Montevideo—, esta voz dedica una parte apreciable de su tiempo a detallarnos lo asquerosa que es la vejez y lo infame que es divorciarse a los 60 años, en particular si uno debe hacerlo de una señora de carácter algo nazi y que, por mucha autoayuda que lea, lo que busca es una pareja con menos vida interior y con más «dinerrro» («—¡Nein eskribirr! ¡Trabajarrrrr! ¡Dinerrrro! —crujía la nazi»). Los escritores, esos bichos solitarios e incomprendidos a los que es mejor leer que tenerlos como animales domésticos en casa.

El teorema de la página 31.
05 | Un viejo (de mierda) con un zoológico por cabeza. Como anuncia el título de la novela, los animales funcionan como uno de los hilos conductores. De hecho, el narrador muda de animal en función de su estado de ánimo, de sus «emociones contradictorias, locas». La decisión la toma su «cabeza, sola y lejos, como decapitada», que, sin consultarle, unos días le elige cuerpo de «gorila, pantera, cocodrilo, papagayo, chimpancé, toro» y otros, de «ballena o elefante, o ratón o cocodrilo». Toda esa parafernalia simbólica envuelve, nos dice el narrador, a «ese tipo bajito y tímido y loco» que es él cuando se mira en las fotografías. Y eso es Polleri: la suma del pobre tipo que vive encerrado escribiendo de noche con la megalomanía de sus 13 personalidades a la hora de narrar y el amplio bestiario emocional que lo habita. ¿El resultado? Un gran unicornio literario. Y no es lo que lo diga yo; lo dice él: «Soy, resumiendo, un animal utópico».

06 | El encierro y el odio.
En Los animales de Montevideo todo el mundo odia, persigue y trata de humillar al narrador, y lo acusan de todo tipo de perversiones y obscenidades. La cosa es tan intensa que casi tiene un punto paranoide: «Toda la ciudad es un animal repugnante parido con el único propósito de echarme», «El Uruguay está resuelto a matarme de un susto, de frío y de hambre» o «Todos me odian y se reúnen para verme caer del trapecio». Hasta ahí nada nuevo en comparación con La inocencia o ¡Alemania, Alemania!; sin embargo, juraría que aquí la cosa va un poco más allá; según el narrador, lo que más le molesta es que lo tomen por imbécil, y no por loco. La distinción casi parece una evaluación estética: con la imbecilidad no se construye una obra artística; con la locura, sí. Por eso: imbécil, no; loco y algo infantil, sí.

07 | El discípulo uruguayo de Artaud. Como en otras obras, Polleri nos traslada una creencia: todos estamos enfermos, locos. Y procura hacerlo de la manera más apasionada, impactante y violenta que puede, como si siguiera al pie de la letra el credo artaudiano del teatro de la crueldad. La locura es lo que encontramos latente bajo el ser humano si le arrancamos todas las máscaras, sostiene Polleri en esta entrevista. Ahí están Auschwitz o las dictaduras —o los refugiados que buscan asilo en Europa, añado yo— para mostrarnos quiénes somos (y no quiénes creemos ser). Probablemente, por esa razón sus narradores zoomórficos invocan su aura negra y dicen escribir alentados por el aullido de Lucifer, ese orgulloso ángel caído que, según Milton, prefiere mandar en el infierno que obedecer en el cielo. Solo él no tiene miedo de volverse loco ante la canción de la locura; solo él puede cantarla con tal fuerza que algo de esta realidad putrefacta estalle.

08 | El mundo como dictadura antiartística. Uruguay es una cárcel artística, un pudridero de escritores. Todo conspira contra el Arte en Uruguay, un país que aparece adjetivado en la novela como gris, mediocre, mesocrático. «Históricamente, este país toleró y hasta premió a los seudoartistas, gentecilla inofensiva. A los artistas, nunca. Si al pueblo no le interesan, a los políticos tampoco». Los artistas molestan tanto, dice, que hay una policía que se dedica a la «perezosa obligación de librar a la población» de semejantes fanáticos, quienes solo pueden ser considerados como «una molestia, una pequeña molestia, pero molestia al fin». Polleri, a través de su narrador, reclama para sí el último sitio en una lista que incluye nombres como Meyerhold, Ajmátova, Málevich o Mayakovsky. Uruguay, dice, no es país para «que un ruiseñor cante a la hora de la siesta» su canción de la locura.

09 | Lo francés (pequeño brindis por el surrealismo). De las 13 personalidades —o más— en las que Polleri se encarna en Los animales de Montevideo, una de ellas es de lo más afrancesada. Y no solo por el delirio fulgurante de Artaud, sino por algo de aroma más típicamente bretoniano. Al menos así lo sugiere el fragmento número 27:
A veces consiguen que los animales se yergan sobre las patas traseras y posen... Hoy mismo, en una pieza del fondo, vi una cebra levantando un hacha y un tigre ofreciéndole un ramo de violetas. Estaban inmóviles desde las 7, como estatuas de carne; pero un parpadeo o el latido de un músculo demasiado tenso mostraba que formaban uno de esos "cuadros vivientes" tan populares en el siglo XVIII. Chasqueó los dedos y la magia se rompió: la cebra quedó en cuatro patas y relinchó y huyó escaleras arriba y el tigre destrozó el ramo a zarpazos y (furioso por no haber podido comerse a la cebra, confundido por no haber sido transformado en un tigre de papel de El Niño) se dejó caer y cerró los ojos y perdió el sentido, como si un elefante le hubiera dado un hachazo en la cabeza.
10 | Más afrancesamiento (o digresión simbolista que remite a otra obra de Polleri, pero que trata de explicar algo sobre la actual).  En Gran ensayo sobre Baudelaire, un ensayo-novela sobre el autor de Las flores del mal, Polleri da algunas claves sobre cómo leer —descifrar— su propia literatura. En clave simbolista, la obra artística aparece en este libro como una «cerradura moderna» capaz de sortear las «trampas rectangulares y negras» del mecanismo narrativo y la lectura emerge como «una llave imaginaria» capaz de abrir la valija de los espantos allí encerrados por el autor. O dicho de otro modo: el libro es una golosina mugrienta, hedionda e insalubre; el autor, «un títere con los hilos cortados por el Demonio» y «la cabeza mal unida al resto del cuerpo»; y la lectura o la escritura, sendos actos donde levantarse la tapa del cráneo y dejar que se vean las serpientes que allí habitan. En fin, con esto en la cabeza —decapitada y en manos de sierpes luciferinas—, es con lo que yo he leído Los animales de Montevideo (y así me está yendo mientras escribo un disparate tras otro, claro...).

11 | La maniobra «Amanecer en Lisboa».
Desde el punto de vista estructural, Polleri ejecuta una maniobra de lo más cervantinamente impertinente: intercala una nouvelle que ya había publicado en 1994, «Amanecer en Lisboa», a modo de tercer capítulo. Si el lector no lo sabe, la asume como una sección o capítulo más; y si lo sabe, le da vueltas al porqué de esa acción (a tal efecto, léase por ejemplo la recomendable reseña de Ramiro Sanchiz para La Diaria). Personalmente, encuentro admirable la valentía de Polleri, y la celebro; ahora bien, si atendemos al efecto global del libro, considero que la novela se resiente, que decae y que, por intensidad y ritmo, preferiría Los animales de Montevideo sin esa digresión lisboeta de 40 páginas. Es decir: opino lo contrario que Alicia Torres en su no menos recomendable reseña para Brecha. Y, dicho lo anterior, paso a contradecirme (o algo parecido a eso) en el siguiente bloque.

12 | Sigamos amaneciendo en Portugal. «Amanecer en Lisboa» comparte el imaginario alucinatorio y psicozoológico de las otras tres nouvelles o capítulos del libro. Es más: contiene algunas claves de lectura que permiten conceptualizar mejor algunos aspectos; a saber: lo monstruoso, el escritor como ventrílocuo, la belleza de la fealdad o el delirio paranoide. Sin embargo, los hallazgos surgen de manera aislada y no alcanzan para sostener la altísima temperatura de ebriedad y delirio que previamente han marcado «El zoo de papel» y «El viejo» (al mejor nivel del Polleri de ¡Alemania, Alemania!). Con todo, en esas 40 páginas, aparecen ideas tan relevantes que me hacen dudar sobre lo beneficioso de la amputación. Algunas de esas ideas ya ha aparecido en la reseña —la kafkiana del trapecio o la artaudiana de la canción de la locura—; otras, ahora que las reflexiono y escribo, me dejan aún más dubitativo si cabe... Al fin y al cabo, «Amanecer en Lisboa» nos cuenta algo fundamental: «... el alma más corrompida, esa cosa marchita en agua podrida, puede ser para otra alma el regalo más bello del Universo». O dicho de otro modo (en modo parafraseador y lisboeta, digo): inexplicablemente, la basura es tan hermosa en los libros de Polleri.


13 | Apéndice de conclusiones irrelevantes y algo deshilvanadas. Después de tres largas reseñas sobre tres novelas de Polleri, para mi desgracia —soy una persona con más ocupaciones que un maldito blog—, me siguen quedando ideas que desarrollar. Planteo algunas aquí por si le sirven a alguien y quiere ahorrarme el esfuerzo de tener que escribir sobre ellas. Ahí voy: 1) Damián Tabarovksy no puede seguir publicando arengas vanguardistas rioplatenses estilo Literatura de izquierda sin antes leer o posicionarse respecto a Felipe Polleri; 2) entre César Aira y Felipe Polleri, me quedo con Felipe Polleri; 3) Polleri me da ganas de escuchar a mi banda favorita durante años, El Niño Gusano, encabezada por el muy surrealista y ya difunto Sergio Algora; 4) unido con lo anterior: dejaría en manos de Oscar Sanmartín Vargas la ilustración de un libro polleriano;  5) ¿habría que leer a Polleri con los cuadros de El Bosco —y no con los de Málevich— en mente?; y 6) por el prólogo que escribió Polleri para Irrupciones, de Mario Levrero, supe que los dos eran amigos; de aquel libro saqué la conclusión de que Levrero veía el mundo como un teatro construido para que sus habitantes lo divirtieran a él; en Los animales de Montevideo, en cambio, he llegado a la conclusión de que para Polleri el mundo es un gran zoológico lleno de animales que, en el fondo, están locos... Tendré que leer más sobre teatros y zoológicos, digo, a ver si esta cabeza decapitada hilvana alguna nueva conclusión disparatada sobre ellos.

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P. D.:  por si pasó inadvertida a lo largo del texto, rescato aquí también esta entrevista de 1 hora en el programa Café Literario, que permite comprobar que Felipe Polleri es un tipo tranquilo, sociable y encantador.

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