29 de mayo de 2016

El lado vacío del corazón, Erich Hackl (parte I)

En la presentación madrileña de El lado vacío del corazón (Periférica, 2016), el escritor austriaco Erich Hackl dijo que su manera de escribir reflejaba el modo que había encontrado para conciliar literatura y compromiso político. A saber: él escribe novelas que hablan de injusticias y donde todo lo que cuenta es veraz, está documentado y apenas tiene sitio la ficción.

Como entonces yo no había leído el libro, no me animé a preguntar aquella tarde en la librería Alberti lo siguiente: ¿qué diferencia hay entre la novela de no ficción a  lo Truman Capote en A sangre fría, por ejemplo, y este tipo de novela a lo Erich Hackl? Personalmente, me preocupa poco el asunto de los géneros literarios; sin embargo, con este autor me ha picado la curiosidad porque las reseñas y entrevistas que he leído parecen compartir mis dudas a la hora de clasificarlo.

Así, en esta entrevista de 2003, Hackl dice sentirse cómodo con la etiqueta de «cronista» y en esta de 2016 acepta la de «literatura documental». Es más: el titular de esta última, publicada por ABC, es así de rotundo: «Yo no invento, investigo. Trabajo como un policía o un detective». Además, si uno se fija en que ha traducido al alemán a Rodolfo Walsh, Eduardo Galeano, Juan José Saer o Rodrigo Rey Rosa, clasificarlo se vuelve más resbaladizo aún.

Eso sí, por paradójico que parezca, según nos contó aquella tarde, su principal fuente de lecturas es la literatura (algo que me recordó, por ejemplo, a dos cronistas que admiro: Leila Guerriero y Martín Caparrós). Salvo por los informes, expedientes, cartas, ensayos y demás documentación que se ve obligado a deglutir para sus libros, como lector, Hackl prefiere la literatura al periodismo o al ensayo. Sin embargo, cuando se sienta a escribir, prefiere —elige— la incomodidad y las servidumbres de ceñirse a la realidad de lo investigado que lanzarse a ficcionar. Por tanto, su ecuación literaria, a grandes rasgos, podría resumirse en alimentarse de literatura para alumbrar libros documentales.

En su ensayo «Teorema para Erich Hackl», Belén Gopegui —fervorosa lectora suya— acota así la importancia que el autor le concede a la veracidad como valor estético:
A él le has oído decir que rechaza la palabra novelar cuando se trata de sucesos reales, cuando comporta que se introduzcan las propias ocurrencias y, so pretexto del verbo   novelar,   el   autor   se   conceda   libertad   para   alterar   lo   ocurrido.   Por   el contrario, con respecto a cada una de sus historias él está dispuesto a sostener que lo   que   ocurrió   así,   ocurrió   efectivamente   así.

Documentarse como método de aprendizaje y de construir amistades


En Madrid, ante las preguntas del público, Hackl dijo incluso que él adquiría un «compromiso cívico y jurídico» con las personas que le contaban su historia y que aparecían en sus libros. De hecho, en un momento de la presentación alguien quiso terciar con su experiencia personal en un debate algo literario —y árido— sobre ficción y realidad que se había organizado. Esta persona había tenido un familiar en Auschwitz y su historia aparecía en uno de los libros de Hackl; según ella, todo lo que allí había contando este era verdad. También añadió un detalle que solo supe valorar más tarde: desde entonces tenía una relación de amistad con el autor.

Esto último tiene un valor extra si nos fijamos en los temas que abordan los libros de Hackl. En Sara y Simón. Una historia sin fin, da cuenta del robo del hijo de una militante uruguaya de izquierdas durante la dictadura argentina; en Los motivos de Aurora, cuenta la historia de Hildegart, quien murió a manos de su madre, Aurora Rodríguez; o en Adiós a Sidonie, habla de la vida y muerte de una niña gitana de diez años en pleno fascismo austriaco.

Otro detalle relevante es que Hackl asume con gran naturalidad que sus obras apenas tengan repercusión en la opinión pública. Por ejemplo, a pesar de que El lado vacío del corazón denuncia el acoso laboral por parte de unos neonazis y el despido improcedente de la víctima de ese acoso, Hanno Salzmann, cuando le preguntaron por las reacciones de los afectados, Hackl explicó que estas habían sido muy locales y dio a entender que aquello era lo normal y que no le importaba demasiado, que él pone el foco en otra parte. De hecho, enfatizó lo mucho que había aprendido y la cantidad de amistades que le habían deparado sus libros; la de Hanno Salzmann, entre ellas.

Una literatura que acompaña a las víctimas

Creí entender entonces que Hackl escribía para transformar lo microestructural, lo cercano, sin preocuparse mucho de lo macro. De ahí que rescatara historias de personas anónimas, en general, militantes políticos, que han padecido injusticias flagrantes y vidas desgraciadas. El mero hecho de contar lo mejor posible y de la manera más veraz esas historias, con su correspondiente contexto histórico, le alcanza para justificar el hecho de escribir. El pago son el aprendizaje y la amistad; lo que venga después —el éxito comercial, la cobertura mediática, la reparación de la injusticia, etc.— es algo que ya no depende de él.

Al respecto, me pareció significativa la respuesta que dio en esta entrevista cuando fue preguntado por la reacción de Hanno Salzmann ante el libro:
Quedó muy contento, porque el libro fue lo único que le hizo justicia. Al cabo de los años, sigue teniendo secuelas por lo que ocurrió, aún toma psicofármacos. Yo no puedo eliminar el daño que sufrió, pero siento que mi literatura, la literatura que defiendo, sirve para hacerle compañía y que no se sienta solo. Cuando Hugo, su padre, me buscó y me pidió que escribiera esta historia, lo hizo, creo, para romper la soledad, el aislamiento en el que vivía su hijo tras el acoso. Hanno no tenía ni siquiera fuerzas para buscar apoyo.
Lo cual me llevó a este fragmento de esta otra entrevista, donde habla sobre los sentimientos:
[...] no busco la historia, sino que ella viene a mí e intento escribirla con toda la sobriedad posible. Todo depende de la representación literaria que debe ser contenida en cualquier caso. Más no puedo hacer. Aparte de eso, creo que vivimos una época en la que el peligro no es el sentimentalismo, sino la ausencia total de sentimientos, también en literatura.
Con todo ello, la apuesta de Hackl —géneros literarios aparte— me queda más clara: una literatura que busca hacer compañía a las víctimas de injusticias y que trata de rescatarlas de la soledad en que suelen encontrarse; una literatura que documenta los hechos de manera escueta, veraz y sin aspavientos, y que no teme apelar a los sentimientos; una literatura que entiende el compromiso político como algo relacionado, sobre todo, con la cercanía y con el afecto por los demás (y no con esos potenciadores del ego que suelen ser los premios, el mercado, el autoanálisis o la ambición por forjarse una carrera profesional). Y, por supuesto, también una literatura que cuida y honra lo estético («historias tristes bien contadas», titularon en Letras Libres en 2005 una reseña sobre una obra suya).

En fin, tras haberlo escuchado aquella tarde y de haber leído El lado vacío del corazón, tengo la sensación de que Hackl redimensiona lo que significa y lo que podemos esperar de un escritor político en el siglo XXI. También diría que el epígrafe de Günther Weisenborn, escritor de la resistencia antinazi, que abre el libro aporta una clave indispensable de lectura:
Uno busca algo que atañe a los demás. O a todos.
De eso se trata con Hackl: de contar historias ajenas que nos interpelen como colectivo, no solo de manera individual.

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[ A la segunda parte de esta reseña, se accede por aquí y a la tercera, por acá]

11 de mayo de 2016

Íntima, Roberto Appratto

Íntima (Amuleto, Montevideo 2008), de Roberto Appratto, es una novela corta, intensa y llena de músculo intelectual. Es decir: una obra en sintonía con las otras tres novelas que ha publicado hasta ahora este autor uruguayo, Se hizo de noche (Amuleto, 2007), donde da su punto de vista sobre cómo se enfrentó la izquierda a la última dictadura; 18 y Yaguarón (Amuleto, 2008), donde, con la mirada fija en una esquina del centro de Montevideo, reflexiona sobre la estructura del pensamiento y su manera de narrar; y Como si fuera poco (Irrrupciones, Montevideo 2014), donde escribe sobre el momento más complicado de su vida, unos meses en que su madre se muere, él se divorcia y los hijos se le van a vivir a Israel.

Las cuatro narraciones son autobiográficas y trabajan con la escritura del yo. Las cuatro dan la sensación de ser pequeños artefactos narrativos diseñados a conciencia para ser formalmente muy compactos y condensar así la máxima potencia intelectual. Cualquiera de estas pequeñas novelas, de hecho, da para escribir reseñas dos o tres veces más largas incluso que las mías. La obra de Roberto Appratto, digo, es la demostración fehaciente de que para escribir buena literatura no se necesita alumbrar mamotretos, sino tener algo que decir y afilar al máximo cada línea que se escribe. A este profesor de literatura, crítico, poeta y narrador le alcanza con poco más de 70 páginas para ponerte a pensar 7 años.


Libertad, énfasis y silbidos tangueros

En Íntima, Appratto aborda la compleja relación que se dio entre su padre y él. Para explorarla se vale, entre otros puntos de partida, de la experiencia que le supuso su muerte tras una enfermedad. Mientras lo acompaña en el hospital, se da cuenta de que no encuentra la manera de aminorar la distancia que existe entre ambos, de resolver el bloqueo afectivo que los atenaza desde hace tiempo. Es más: constata que, por triste que le parezca, esa distancia se ha convertido en algo «sólido», en algo que ocupa «un lugar», en un hueco ancho y profundo que resulta ya insalvable.

Un segundo punto de partida es el hiato entre la figura del médico y la del padre, entre la esfera pública y la privada. Desde fuera, los clientes ricos del doctor Appratto, por ejemplo, lo ven como una eminencia médica, como una persona carismática o como alguien tan comprometido con su trabajo que siempre pueden «contar con él en cualquier circunstancia». Su hijo, en cambio, debe lidiar con un padre de personalidad tirana y dado al exabrupto y la vehemencia característicos del inmigrante napolitano; pero, sobre todo, con alguien que considera que lo familiar y lo profesional deben ser compartimentos aislados, estancos, que no deben tocarse. Toda esta situación, claro está, hace que el plano afectivo se resienta.

Por su puesto, como hijo, Appratto sabe apreciar también las cualidades de su padre: su talante seductor y entusiasta, su buen gusto musical o su capacidad para silbar tangos de manera precisa y afinada. Es más: con el tiempo, incluso será capaz de valorar de qué modo ese tipo de sensibilidad tan singular ha permeado en él y ha modelado su manera de narrar. Sin embargo, Appratto lo que se propone no es idealizar a su padre, sino analizar por qué este ocupa el «centro afectivo e intelectual» de su vida y sacar conclusiones de ello. Eso implica ahondar en aquello que no es tan fácil de contar.

Así, nos muestra que su padre era alguien sin gran interés por la cultura y, en particular, por el cine o por lo literario (las dos pasiones de Appratto). También alguien que lanzaba «fervorosos ataques al comunismo», que acudía a reuniones en el bar Expreso todos los fines de semana «con jerarcas y figurones de la dictadura» o que se sentía decepcionado con su hijo porque este quisiera ser profesor de literatura en vez de abogado. De algún modo, parte del conflicto de Appratto se resume en esta frase: «Mi padre era de derechas, y yo no».

Con todo, el enfrentamiento no se agota en lo político, sino que ese es un escenario más del choque virulento entre dos sensibilidades muy diferentes. De un lado, el padre y su «peculiar inteligencia crítica y lúdica», «vivida pasionalmente» y que «para bien o para mal» se derramaba de manera abrumadora sobre casi cada aspecto de la vida. Del otro lado, un hijo «hosco y desviado de su destino», considerado frío por muchas personas y que buscaba en el lenguaje el instrumento crítico ideal para diseccionar con espíritu científico todo aquello que le pasaba, incluida la relación con su padre (y, por extensión, consigo mismo).

De esa pelea, nos da a entender Appratto, nacieron al menos varios aspectos de su mirada literaria: la exactitud en el fraseo, el tono antisolemne, el gusto por las estructuras no lineales o, en particular, la búsqueda de construir «un punto de vista muy fuerte», capaz de levantar «en peso toda una tradición» y de silbar lo que se le ocurra cuando se le ocurra. Una manera de escribir donde todo —o casi— es «cuestión de libertad y énfasis» y que, de algún modo, está relacionada con el concepto estético que regía la vida de su padre.

La autobiográfico como material narrativo

Appratto no busca novelar su historia personal, es decir, detenerse en los pormenores dramáticos al uso y entregarse a alguno de los vicios bien remunerados de la literatura autobiográfica: confesionalismo, mistificación poética, complacencia idealizadora, ironía facilona, etc. Al contrario, utiliza lo autobiográfico como un elemento más de la realidad que le permite tomar conciencia de lo vivido. Por eso, además de componer una pieza artística, su objetivo último es apoyarse en la escritura para conocer mejor los mecanismos narrativos propios, esto es, aquellos que utiliza cuando explica quién era su padre para él o quién es él, Roberto Appratto, para sí mismo.

Por decirlo en otros términos: la literatura —lo que leemos, lo que escribimos— sirve para afinar la manera en que construimos nuestro relato vital. La vida como una novela, sí. Y la literatura como un espejo semántico en el que observarnos para tomar conciencia de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, pero también cómo nos contamos (y por qué nos contamos como nos contamos). De hecho, yo diría que la literatura de Appratto explora justamente eso: los vasos comunicantes entre los mecanismos narrativos literarios y los mecanismos narrativos vitales.

De ahí que su narración no se agote en lo meramente autobiográfico, sino que sea capaz de desencadenar algo que va más allá, que intenta encontrar algún tipo de verdad. Por ejemplo, en Íntima capta de manera nítida y lúcida un instante singular que puede ser compartido por cualquier lector: ese en que nos sorprendemos sintiendo  —o al menos eso creemos— como nuestro padre; ese momento en que encontramos un espacio de afinidad tan sólido y cristalino como esos otros espacios donde antagonizamos y que tantos bloqueos afectivos nos generan.
Escribir sobre él, si uno se serena, si contempla la circunstancia con una relativa claridad, es un trabajo lento, difícil, ramificado, sin salidas a la vista, pero que, de a poco, va reconstituyendo el clima general de mi vida y mi perspectiva, y de la vida y de la perspectiva de mi padre, como si las dos cosas fueran lo mismo o casi lo mismo. Esos momentos en los cuales siento realmente como él, o como me parece que él sentiría, confirman eso. Por ejemplo, en los tangos que aparecen en mi cabeza y que canto o silbo o tarareo en cualquier parte (tangos buenos, por supuesto: de Piazzolla o de Salgán o de Troilo o de Federico o de Demare o de De Caro o de Cobián, o poco más), que son emergencias de un discurso suyo, más allá de lo verbal, de reconocimiento: como si dijera, simultáneamente, yo era así y somos lo mismo.
En el caso de Appratto, este es el momento en que es posible unir al médico eximio con el profesor vocacional, al hombre que silba tangos clásicos con el joven que escribe poemas crípticos, al padre cómodo con la dictadura con el hijo que escora su pensamiento hacia la izquierda. Es el momento en que ambos, por fin, pueden reconocerse como «lo mismo».

Un Thomas Bernhard montevideano

Otro elemento que saca a Íntima de lo estrictamente autobiográfico es su enfrentamiento con la cultura uruguaya. O mejor dicho: con el modo de ser culto que predomina en el país. Appratto escribe desde el disgusto intelectual y arremete de manera feroz contra lo que considera establecido, hegemónico, bien visto: «Sigue molestándome esa manera sensiblera, casi hervida, de ser culto en Uruguay», dice. Una manera de pensar y de intervenir en la cultura patria que personifica en Carlos Maggi, a quien señala como paradigma del «ingenio culto que da por sentada su propia celebración, sin comprometerse demasiado con nada».

La intensidad de su enfado es tal que el paralelismo con Thomas Bernhard —quien no dejaba títere con cabeza en Austria— surge de inmediato. De hecho, incluso formalmente, la novela remite al iracundo y formalista Bernhard: la narración de Íntima se levanta sobre un solo párrafo de 78 páginas, la sostiene una estructura dramática no lineal y se alimenta de una prosa exacta, limpia —sin manierismos ni florituras— y capaz de condensar una gran cantidad de información en un espacio minúsculo. Como el autor austríaco en algunas de sus obras, Appratto avanza sin haber fijado previamente más que 4 o 5 nodos narrativos, pero confiado de que su dominio del lenguaje y de la técnica le permitirán encauzar su pensamiento arborescente y feraz, y convertir esos puntos, en principio algo dispersos, en una constelación de sentido.

La de Appratto es una literatura discursiva, muy atenta a lo formal y que trabaja de manera profunda con el lenguaje. Como en una buena improvisación de jazz, este autor uruguayo fía todo a la intuición del oído y a la exactitud del fraseo para construir un camino melódico donde alternen libremente los fragmentos narrativos con otros de carácter reflexivo y otros más digresivos. Todo, sin restricción de género o de tema, por lateral o periférico que pueda parecer en un inicio, cabe en la canción si la canción así lo pide. El objetivo último no es narrar por narrar, sino que lo narrado desemboque en una epifanía que justifique la senda recorrida.

De hecho, si algo contagia Íntima es libertad; esa admirable sensación de que, cuando se domina la técnica, se tiene algo que decir y se dispone de la valentía necesaria para decirlo, uno puede escribir sin preocuparse demasiado sobre el asunto. Aunque se trate de hablar sobre algo tan personal y conflictivo como la relación con un padre, lo principal es dejar que aflore el pensamiento, desmadejarlo sin urgencia gracias a la escritura, traducirlo en un fraseo sostenido, sereno, y acumular unas capas sensitivas encima de otras hasta conseguir que esa superposición de estratos se constituya en una estructura orgánica. Por eso, Íntima, además de como un retrato intelectual, afectivo y estético de dos personas, puede leerse como el intento genuino de un hijo por comprender a su padre. Un intento que implica narrar y ser narrado con tal de entenderse mejor a uno mismo, es decir, con plena autoconciencia, con pleno sentido autocrítico.

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P.D.: A principios de año, reseñé otro libro de este mismo autor: Como si fuera poco (Grupo Editor Irrupciones, 2014). Y, por si alguien se quedó con ganas de más, enlazo también esta entrevista que publicaron en La Diaria, donde dice cosas como «el arte es enseñar a pensar, a ver qué ganás si aprendés a pensar como [Mark] Strand o como [David] Foster Wallace; qué mundo se te abre, qué otras posibilidades le ves a tu propio lenguaje, al lenguaje que utilizás todo el día».