30 de abril de 2016

El comensal, Gabriela Ybarra

A pesar de que solo consta de dos partes, hay al menos tres planos narrativos en El comensal (Caballo de Troya, 2015), de Gabriela Ybarra. El primero es «la reconstrucción libre» de una parte muy concreta de la historia de la familia Ybarra: el secuestro y asesinato en 1977 del abuelo de la autora, Javier Ybarra, presidente de la Diputación de Vizcaya (1947-1950), alcalde de Bilbao (1963-1969), empresario, «referente intelectual de Neguri» y «símbolo del poder españolista». Por tanto, es el punto de vista de un familiar de una víctima del terrorismo, si bien esa mirada está tamizada por un hecho concreto: la autora nació 6 años después de que su abuelo hubiera sido asesinado.

El segundo plano narrativo también aborda la muerte de un familiar, pero en este caso por enfermedad. La madre de la autora falleció en 2012 debido a un repentino cáncer de colon que terminó con ella en apenas 6 meses, y Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983) narra cómo fue el proceso de acompañamiento y la elaboración del duelo posterior. De ahí que esta parte del libro esté orientada, sobre todo, a construir un relato que permita llenar —al menos en parte— ese hueco afectivo y físico enorme que nos dejan como herencia los seres queridos cuando se mueren. También es el momento de constatar lo aprendido: «Antes de la muerte de mi madre yo vivía como si lo normal fuera morirse de viejo».

Estos dos planos narrativos se reparten el protagonismo en el libro. Así, a través del primero, vemos a la autora indagando en Internet para encontrar fotos o vídeos de etarras y saber de sus vidas, qué piensan, por qué actúan como actúan; o sabemos de Kepa, un compañero de colegio a quien encuentra a través de Facebook y al que su familia no le dejaba hablar con ella; o leemos, en una suerte de juego intertextual, una noticia de El País publicada en 1981 sobre las torturas policiales al etarra Javier Arriegui o la opinión de Esteban Beltrán, profesor de Derechos Humanos y director de Amnistía Internacional en 2009.

Quiero decir: en este plano sobre el conflicto vasco —llamémoslo así para entendernos— hay mucho más que la narración de la impotencia familiar ante la violencia terrorista, el paquete bomba que le mandó Txeroki al padre de la autora o el hallazgo de su abuelo, muerto de un tiro, en un bosque del alto de Barazar... O incluso de la manifestación que hubo a favor de que ETA matase a su abuelo. En términos de contenido y de aproximación a ese conflicto, digo, El comensal es todo un acto de valentía y de altura de miras (basta recordar la que se ha liado con la última entrevista de Jordi Evolé a Arnaldo Otegi, lo sucedido con Arantza Quiroga o lo que pasó con el concejal Chema Herzog —véanse 1 y 2—).

En el segundo plano, a través de la muerte de la madre, el libro intenta no morir fagocitado por ETA —algo casi imposible dado lo tenso que sigue resultando hablar de ello— y accedemos a otras muertes de familiares de la narradora. Así, la novela da cuenta del fallecimiento de los abuelos maternos, que también murieron de cáncer; del tío Cosme, que se suicidó; o de la muerte de un gran amigo. También aparece una relación algo distante con el padre y un vínculo cercano con la literatura, en particular con Robert Walser, autor que encontró la muerte un día de Navidad mientras paseaba por un bosque repleto de nieve.


El peso del apellido (o la clase social)

El tercer plano se corresponde, por así decirlo, con todo lo que emana del apellido Ybarra. A decir de la autora en la novela, la suya es una de las típicas familias de la burguesía industrial que dio fama y esplendor al barrio de Neguri. También una de las «diez o doce familias» que tradicionalmente se han repartido «los cargos de poder de Vizcaya». A juzgar por el tono y el modo en que lo cuenta, no introduce esa información para vanagloriarse de ella, sino más bien para asumirla en público. Para que el lector sepa desde dónde habla la voz narradora.

Para entender el rico y arraigado abolengo de esta familia, alcanza con leer esta entrevista con Juan Antonio de Ybarra e Ybarra que publicó El Mundo y que él mismo reproduce en su web. O echar un vistazo al currículum del padre de la autora, Enrique Ybarra. Es decir: hablar de esta familia es hablar de gentes relevantes en el BBVA o el grupo de comunicación Vocento. Conviene tener eso en mente, por ejemplo, para calibrar una frase, en apariencia tan inocente, como esta: «Yo pertenezco a esa familia». Esa pertenencia es... mucha pertenencia, digo.

De hecho, la autora no la oculta, sino que la muestra con normalidad, sin estridencias. De ahí que la vemos a ella y a su familia yendo y viniendo de Nueva York como quien va a Parla en el cercanías, jugando hoy con la madre al golf en Cádiz y mañana entrando con ella en la sala de urgencias de un hospital en Estados Unidos, dudando si comprar o no un piso en Brooklyn, etc. En fin, haciendo esas cosas que van asociadas con pertenecer a la clase alta y un pasar económico bastante alejado del precariado que constituye la normalidad que vivimos la mayoría.

De ahí que, en ese contexto, haya un párrafo que llame mucho la atención:
Hasta que nos mudamos a Madrid, mi padre fantaseaba con desclasarse, con ser hijo de cocinera o de aña y correr por los prados de Kanala. De adolescente, yo también tenía el mismo deseo, creía que lo que ocurría en otros barrios era mucho más interesante que lo que pasaba en el nuestro. Caminaba por la calle General Ricardos de Carabanchel e imaginaba que ahí vivía la gente que leía los mismos libros y escuchaba la misma música que yo. Cuando mi padre imaginaba la vida de campo, anhelaba su libertad y su sencillez.
Aparecen ahí el peso del apellido y el desclasamiento hacia abajo como deseo, como fantasía (ojo: no como realidad económica...). También como sofisticado coqueteo cultural; de repente, bajar peldaños en la escalera social se convierte en conmoverse leyendo a Robert Walser o apreciar las Variaciones del enigma, de Edward Elgar; y no, como el personaje de Manuela de El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui, en emular a Simone Weil y trabajar de obrera. Me pregunto qué opinará de un párrafo así esa suerte de metáfora carabanchelera que es Rosendo.
 
En cualquier caso, a la autora le honra esta otra reflexión:
Ahora, después de haber leído durante meses la historia de mi abuelo en las hemerotecas, comprendo que el símbolo de Neguri y de mi apellido aún perduran. Mi intimidad aún es política. La muerte de mi madre también. El lenguaje, los silencios, las casas, la convivencia, los sentimientos... Todo es política. Incluso la literatura. 
Es decir: esta novela admite una lectura política, no solo sentimental.

Un conflicto entre personas

Por todo ello, merece la pena leer El comensal, pese al insidioso marbete de novela de moda que le cayó el año pasado. Es más: diría que merece la pena leer aunque solo sea para discutir con ella, y con sus reseñistas, pues donde unos ven una novela de duelo, con una prosa exacta y un contenido sin cursilerías ni culpa de clase, otros atisban, en cambio —1 y 2—, un libro confesional, desapasionado, con exceso de laconismo o que «elude juicios, balances, tal vez aprendizajes». En cualquier caso, no está nada mal el lío organizado para ser un primera novela de alguien que nació en 1983, ¿no?

Por mi parte, encuentro que El comensal aporta algo relevante al debate: un familiar de una víctima de ETA se posiciona de manera clara y sincera en favor del diálogo. Lo hace en la novela —que incluye citas de las torturas a los terroristas— y lo hace fuera de esta; en ABC, la autora sostiene que no cree que los etarras «sean monstruos» y, en El Mundo, que prefiere «reconocer a los etarras como personas para estar más abierta a comprender sus motivaciones». Y lo hace apoyada en ese apellido que pesa tanto, especialmente en el País Vasco.

No es una novela tan brillante como quiere hacernos creer la faja publicitaria, y tiene sus defectos, por supuesto; pero a mí me parece digna de estar, entre otras, al lado de Escarnio, de Coradino Vega, que habla del asesinato de Francisco Tomás y Valiente; de Los peces de la amargura, la colección de cuentos de Fernando Aramburu; o de Twist, de Harkaitz Cano, que habla sobre el caso de Lasa y Zabala (y a la que le debo lectura, pero de la que tengo buenas referencias). En ese sentido, El comensal añade una tesela más al escaso mosaico artístico que tenemos sobre lo que significó ETA, y eso resulta loable. Un mosaico, recordémoslo, del que casi sale eyectado el cineasta Julio Médem cuando rodó La pelota vasca. La piel contra la piedra.

Por último, copio y pego la respuesta de Gabriela Ybarra a la pregunta «¿Qué le diría al asesino de su abuelo si lo tuviera delante?»:
Ante todo me gustaría que me contara cómo había sido su vida, cómo vivió su infancia y su juventud y qué le llevó a matar. Es muy difícil de entender que, durante tantos años, chavales normales que se divertían por ahí o se disfrazaban en Carnaval estuvieran tomando txikitos, [y que] de ahí se fueran al zulo de un secuestrado y luego fueran capaces de apretar el gatillo contra él.
Me da la sensación de que en esa respuesta hay una clave de lectura válida para El comensal... En el fondo, esta es la narración de alguien que confía en el poder esclarecedor y reparador de los relatos honestos, que elige mostrarse tal cual es, y que está pidiendo a gritos no tanto que reseñemos su libro como que alguien escriba una novela parecida desde el otro lado, desde el punto de vista etarra. Quizá así todos, empezando por ella, comprenderíamos mejor qué pasó.

3 de abril de 2016

Los misterios dolorosos, Lalo Barrubia

Los misterios dolorosos (Casa Editorial HUM, 2013), de la escritora uruguaya Lalo Barrubia, cuenta muchas historias. Por un lado, la novela funciona como un gran crisol de las experiencias biográficas de María, la narradora, quien entiende que la literatura es algo que tiene que ver con «mostrar las heridas» y contar lo que hay que contar por doloroso que esto sea. También que no merece la pena «esforzarse en contar una historia más coherente que la realidad», pues «la literatura mejor que la vida» ya no le interesa.

Por otro, la novela busca funcionar como una caja de resonancia de historias ajenas que merecen ser rescatadas del olvido. Según nos explica la propia María, en vez de poner su talento al servicio de una multinacional o de legitimar discursos políticos contrarios a su ideología, ella prefiere utilizarlo en favor de otras personas cuyas historias de injusticia la conmueven y de las que casi nadie se hace eco o hace tiempo que se olvidaron. Si algo caracteriza a esta narradora es su claridad a la hora de explicar sobre qué escribe, desde dónde lo hace o para quién.

Así, María reivindica que la novela que está escribiendo, además de para su propia catarsis y autoevaluación personal, debe servirle para reclamar que se aclare el asesinato del cura Guarino durante la dictadura uruguaya; para recordar la violación y muerte por estrangulamiento de la hija de Juanita, una vecina suya de aquella época; para agradecerle a Oskar, un amigo gay, que se casara con ella y así poder vivir legalmente en Noruega; o para contar la historia migratoria de una mujer peruana, compañera de trabajo en una residencia de ancianos. Alguien, parece decirnos esta narradora, tiene que hacer la labor de recordar lo importante, de impedir que los discursos se llenen de chismes privados, ironía autocomplaciente o datos intrascendentes.

A decir de la propia María, este es el libro de alguien «enojada hasta los huesos con la vida, con el gobierno, con la iglesia, con las asociaciones de estudiantes ideologizadas al servicio de las estructuras solapadas de poder, con las mujeres por estropear la feminidad repitiendo modelos aprendidos, con los hombres que estaban siempre dispuestos a acostarse con ella». María es alguien que vive y escribe con el espíritu de lucha siempre en guardia y con el deseo presto a erizarse y a transformarla en una depredadora sexual. También es alguien que se dice incapaz de tener pareja y de cultivar eso que llamamos amor, pero que necesita el contacto físico con los amigos. Lo íntimamente excesivo, poliédrico y arrebatado de su voz me recuerda, por momentos, algunas canciones de Liliana Felipe (Mujer inconveniente, Teledictadura, Las histéricas, etc.).


La formación de una conciencia social

María procede de una familia proletaria, con un padre que es obrero portuario y una madre que trabaja de auxiliar administrativa en una oficina de correos. Ella es la hermana más pequeña de tres, es de apariencia y actitud más bien «machona», y por ello choca con frecuencia contra todo tipo de convencionalismos —sociales, familiares, femeninos, etc.—: le gusta jugar al fútbol, corre fantásticamente los 60 metros vallas, disfruta con las matemáticas, le encanta competir con los varones a la hora de transgredir normas... Pero, sobre todo, tiene un agudo sentido de lo justo y de lo injusto.

Así, María refiere en la novela varias experiencias que considera claves en su formación personal, pero también en la génesis de su conciencia política. Entre ellas destaca su educación en una familia con conciencia de clase y que participaba en actos contra la dictadura militar, pero que reproducía el machismo imperante y cuya estricta moral chocaba de pleno con cualquier concepción hedonista de la vida. Si María sacaba un sobresaliente en una redacción, en vez de celebrarlo, la madre iba al colegio a hablar con la profesora para que le bajara la nota y que así la niña cultivara la humildad. Si María se divertía bailando y disfrazándose con su abuela para imitar a Libertad Lamarque, sus padres no lo consideraban apropiado.

Entre las influencias extrafamiliares que forjan la conciencia política de María destacan al menos cuatro. La primera es la negativa de sus padres a dejarla correr un campeonato de atletismo; temen que si gana su prueba, ellos deban estrechar la mano de algún militar. La segunda es una conversación donde su profesora le explica que ella merecería ser la abanderada —máximo honor para un escolar rioplatense—, pero que la Dirección la obliga a elegir como mejor alumna de 5.º curso a la hija del presidente de la Liga de Fomento. La tercera es la sensación de indefensión cuando un chico, en mitad de la algarabía del carnaval, le toca el pubis y, más adelante, la acosa sexualmente. Por último, la hipocresía social, incluida la de las monjas que le dan clase, tras el asesinato y violación de una niña con síndrome de Down cerca de las vías del tren.

Con todo, el momento clave lo vive en un instituto elitista al que debe asistir porque la han expulsado del anterior. Allí se topa con el clasismo, pues ella viene de un familia obrera y sus compañeras de estudios eran chicas que «venían de familias de cinco u ocho hermanos que vivían en casas antiguas, grandes y un poco desordenadas en el Prado, o por los alrededores». Unas chicas que, a diferencia de ella, «tenían padres abogados con aspecto deportivo y madres que atendían la casa y la familia con una sonrisa y que daban la impresión de no haber gritado nunca». En definitiva, uno de esos centros educativos cuyo valor reside más en las conexiones sociales que proporciona que en la formación que ofrece (algo similar a lo visto en el programa «Pilaristas», de Salvados).

Allí se produce uno de los momentos epifánicos de su vida —y culminantes de la novela—; en clase de Literatura, María reacciona ante el análisis del sermón de la montaña de Jesucristo que hace su profesora:
En aquel colegio se vio a sí misma diferente a quien había sido. Se dio cuenta de que ya no era el mundo que no la entendía, de que ya no era casi rubia, ni tan linda ni tan inteligente, ni tan buena en los deportes, ni siquiera podía tener una fe tan intensa. Aunque ella era la única que entendía el sermón de la montaña. Ella no estaba dispuesta a aceptar que «bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos» pudiera interpretarse como que los ricos podrían también salvarse a si tenían espíritu de pobre. Ella decía que no, que ser rico debía ser concebido como un pecado en sí, según las bienaventuranzas. Por alguna razón, en Lucas 6:20 dice solo «bienaventurados los pobres». La profesora le dijo que esto no era una clase de catequesis sino de literatura y que no estaban estudiando Lucas 6:20 sino Mateo 5:3. Pero se suponía que se podía hacer referencia a otro texto, fue lo que ella refutó. Y la profesora le dijo que sí, que ella podía interpretarlo de esa manera, pero que su interpretación no estaba basada en el texto. María se sintió enojada, defraudada, sintió que el texto la traicionaba, que su Dios la traicionaba. Los demás no entendían qué tenía de malo ser rico, la miraban como si fuera un extraterrestre.
De ahí en adelante, convertirse en una joven problemática será lo más sencillo del mundo. El alcohol, el sexo o la manera de vestirse aparecerán como la manera de significar que se siente diferente, incomprendida. Y, como en todo drama que se precie, la cosa terminará en la ruptura con la familia, con la cultura del país —empezando por la izquierda y la literatura que representaba Mario Benedetti— y hasta con los amigos. Al final, un pasaje aéreo para Europa será la solución de urgencia para intentar poner la vida bajo control.

Escribir para decir lo que hay que decir

El programa literario de esta novela es simple como el de una canción punk: conectar con los instintos primarios, lanzar el mensaje directo y golpear. Unos golpes van mejor colocados y son más eficaces que otros, pero lo importante es el movimiento, ahondar en eso que cuesta contar y contarlo, hallar los misterios dolorosos y hacerlos aflorar. De lo que se trata es de construir una narración honesta, no de entregarse al vano hacer literatura:
Ella no quería ser la autora del mejor cuento de la historia, no quería demostrarle nada al mundo ni trascender hacia ningún lado. Lo que quería era no olvidarse, en una de esas para poder escribir esta novela alguna vez. Lo que quería era que ese sudor que le corrió por el cuerpo frente a cada jugada no se evaporara en el aire hasta convertirse en nada. Que ni esa, ni ninguna de las cosas vividas que comprometieron los órganos de tal manera que la vida y la muerte se tocaron las puntas desaparecieran hasta volverse una pelotita de papel arrugado y fueran a parar a algún lugar del universo donde nadie lo ve. Le parecía tan injusto vivir para eso, acumular coágulos de saliva endurecida que irían a parar a los ríos, a fundirse en una especie de anónima totalidad. No le importaba escribir buena literatura, sino decir lo que había que decir.
Su propósito estético es convertir la experiencia del fracaso personal en algo más que exhibicionismo privado y autocomplaciente. En algo más que otro capítulo de los infinitos que se publican dedicados al paisajismo interiorista y que tanto gustan entre el público de clase media. A decir de María, ella sabe que «cada fracaso privado podría explicarse a través de cadenas estúpidas de decisiones privadas de las que no se podrá acusar a la sociedad», pero también sabe que muchos de esos fracasos están relacionados con las estructuras sociales, con «las barreras invisibles, callejones sin salida, pozos que te hacen saltar en bicicleta» que ella ha padecido. En otras palabras, gran parte de lo que narra no ocurrió en el vacío, sino en un contexto bien delimitado: mientras «el Uruguay atravesaba la peor crisis de su historia», algo que «afectaba más o menos a todas las capas de la sociedad».

De hecho, «ella lo que intenta es escarbar en las conexiones entre el comportamiento humano y las estructuras de poder». Y lo hace con la duda de si solo consigue ahondar en las relaciones entre el deseo y el comportamiento, y con «el miedo a descubrir, ya tan tarde, que la culpa no está en las estructuras de poder sino en ella misma». Cada lector o lectora decidirá cuánto hay de lo uno y de lo otro.

En quiénes nos hemos convertido

Otra de las líneas argumentales fecundas de la novela es la reflexión sobre la amistad. María le dedica muchas páginas y el mejor de sus esfuerzos a esos 3 o 4 amigos —el Mancha, Daniel, Cristina y alguno más— cuya trayectoria vital, de algún modo, también explica la suya porque lo compartido es mucho, intenso y profundo. Los amigos son un espejo donde confrontar las miserias y virtudes, donde contrastar en quiénes nos hemos convertido todos. O dicho de otro modo: en qué grado nos hemos traicionado o mantenido fieles a lo que decíamos que íbamos a ser.

Los misterios dolorosos muestra muy bien que, con los años, cada uno nos vamos colocando allí donde nos corresponde. Al tiempo no le importan las palabras, sino los hechos, y esos hechos son los que dictaminan en qué dirección hemos evolucionado. Así, María, reflexiona sobre varios tipos de parejas: las que se eligen porque son funcionales a un plan de vida —y no por amor o deseo—, las que se mantienen unidas gracias a la inseguridad y miedo a la soledad de uno de los miembros o las sellan un pacto «de solidaridad justo y afectuoso» para sobrevivir en mejores condiciones a la hostilidad de la sociedad capitalista. También dedica bastante tiempo a pensar sobre quienes, como ella y su pseudomarido Oskar, no tienen necesidad de formar parejas estables ni de convivir con ellas.

Pero, volviendo estrictamente al asunto de la amistad, quiero cerrar la reseña con un pasaje de la novela que me parece fantástico. Se trata del momento en que María vuelve la vista atrás y hace balance de qué ha pasado con sus amigos y con ella después de 20 o 30 años:
[Ella y sus amigos] Leían todas las revistas subterráneas e iban a todos los eventos relacionados con ellas, mesas redondas y conferencias organizadas para analizar la nueva juventud y sus infladas derivas sociológicas. Ellos eran la nueva juventud, pero tenían la extravagante impresión de haberlo aprendido todo, de entender todo mejor que el resto del mundo. La sociología los creó, creó todos sus sueños en esos años infames de los que la gran mayoría desconoce la existencia. Se mandaban la parte de fumar porro y tomar pastillas más de lo que en realidad hacían. Se dormían en las clases de latín. Y se reían de todos los barbudos que pretendían convencerlos de ir a votar algo a alguna asamblea. Y cuando viajaba de regreso en los los ómnibus a la madrugada, o encerrada en su agujero de la casa, o mientras tomaba un desayuno rápido, en cualquier momento posible María escribía todo lo que iba pasando, todo lo que ella y sus amigos hacían y decían y pensaban.

No se sabe muy bien por qué unos siguieron siendo amigos y otros no, pero es inútil buscar explicaciones. Sabido es que los pactos colectivos no tienen buenas chances de sobrevivir cuando la vida adulta empuja a la gente contra las cuerdas. Ellos mismos no hablaron nunca de eso. De cómo se fueron corriendo de lugar y pasando de largo ciertas esquinas escabrosas. De cómo el único de ellos que era lo bastante cínico como para haberse convertido en el Lars von Trier del lado de abajo del mundo, se dejó tentar por los brillos de cabaret antes de haber aprendido lo suficiente. De cómo Cecilia se fue abriendo por puro temor a perder lo que le pertenecía. De cómo Pepe se dedicó a drogarse un año entero con una novia loca que tenía y un montón de panquis, después escribió la novela más sucia de la literatura uruguaya y por último se fue del país sin decir nada ni ser reconocido por nadie. De cómo otro se  ensimismó en el mundo académico eligiendo campos de investigación que no le interesaban ni a él mismo ni a nadie por aquello de abrirse el nicho propio y deshacerse de la competencia. Son sus propios mundos, sus propios misterios dolorosos. El misterio de cómo Cristina se metió sin proponérselo en el largo y tedioso camino de las ediciones pequeñas en las ediciones alternativas y de juntarse con poetas extravagantes que morirían de sida, y seguir adelante sin respuestas inmediatas, sin respuestas, con terquedad y sin brillos aparentes; y el misterio de si consiguió lo que quería o se fue haciendo a sí misma a tono con lo que conseguía. El misterio de cómo Daniel empezó a escribir en la prensa y se pasó a la nueva carrera de Comunicación cuando la abrieron, y se volvió un nombre sonado cuando alguien descubrió aquel artículo sobre la censura a Larroca publicada en alguna revista fotocopiada que en su momento nadie había leído; y el misterio de cómo rimaba eso con cultivar una cierta amistad con el director municipal de cultura. El misterio de cómo el Mancha se convirtió en un escritor. De cómo María siguió siendo María.

En el fondo, toda la novela lo que hace es contar precisamente eso último: cómo María siguió siendo María mientras los demás se iban convirtiendo en otra cosa. Unos porque fueron derrotados pronto por obstáculos que no supieron salvar; algunos porque, con la edad, fueron desertando y eligiendo caminos más sencillos; otros porque intentaron mantenerse en la brecha, pero las obligaciones familiares o laborales no les dejaron más salidas que concentrarse en sobrevivir. En ese sentido Los misterios dolorosos puede leerse como una novela de aprendizaje sobre el desencanto, como el libro de alguien que ya solo atisba a su alrededor briznas de aquella exultante rebeldía juvenil de hace 20 o 30 años, y que se planta en el presente con una pregunta generacional a la hora de escribir: «¿Por qué cantarle a la revolución que no vamos a  hacer?». La respuesta está en la actitud de María ante la vida y la literatura, ante la escritura de este libro.

*

P.D.: Por aquí se va a la reseña que escribí de Pegame que me gusta (Criatura Editora, 2013). Allí, además, dejé algo de información extra sobre la autora.

P.D.: Juraría que el último fragmento que he transcrito dialoga con las otras dos novelas de Lalo Barrubia, Arena y Pegame que me gusta. De hecho, diría que el tal Pepe que menciona es el narrador de Arena, novela repleta de sexo, drogas y alcohol donde las haya. También, como dice allí el propio Pepe, de vibra autodestructiva.