27 de septiembre de 2015

Estilo rico, estilo pobre, Luis Magrinyà (1)

Estilo rico, estilo pobre (Debate, 2015), de Luis Magrinyà, viene a sumarse a una tradición muy sana en la divulgación de la lengua: la de reflexionar sobre ella con sentido del humor, visión autocrítica y ánimo pedagógico. Para ello, el autor se apoya en su trayectoria como escritor,  director editorial de varias colecciones en Alba, traductor del inglés y filólogo. Esa variada experiencia laboral como profesional de la lengua le ha permitido, como señala en la introducción, escribir un texto que se ajusta muy bien a eso de que «cada maestrillo tiene su librillo». Este es el librillo de Magrinyà, entre otras cosas, capaz de conjugar un premio Herralde con 9 años trabajados para la RAE.

Una de las cualidades de Estilo rico, estilo pobre que más agradezco es su tono desenfadado. Muchos libros sobre cómo hablar y escribir mejor en español son aburridísimamente académicos, carecen de espíritu divulgador y están pensados más como un código penal que como un contenido didáctico y entretenido que quizá uno lea en el metro, en una cafetería o mientras se hace la hora de cenar. Lo digo en serio: son tan aburridos que dan ganas de aprender inglés, ruso o japonés. Se agradece, por tanto, que Magrinyà escriba de manera distendida, que recurra al humor como herramienta para comunicar.

Otra cosa que me gusta de este libro es que separa con claridad lo que es lingüístico de lo que es estilístico. O dicho de otro modo: lo que es inobjetable —o casi— de lo que puede considerarse una decisión creativa y, por tanto, debatible. Además, y como saludable muestra de autocrítica, Magrinyà incluye ejemplos de errores que ha cometido en sus novelas, es decir, se sitúa a la par de otros autores y autoras damnificados por sus comentarios (ya se sabe: a nadie le gusta aparecer mencionado en este tipo de obras...).

Por último, alabaría el espíritu que transmite Estilo rico, estilo pobre: la perplejidad de un profesional que observa con curiosidad ciertos cambios en su instrumento de trabajo y necesita explicarse —explicarnos— por qué suceden. Magrinyà no se dedica, como otros, a clamar flamígeramente contra la invasión cultural anglosajona, sino que adopta una posición casi detectivesca a la hora de reflexionar por qué han proliferado expresiones como no importa y eso es todo, a qué se debe la omnipresencia del adjetivo adecuado o qué consecuencias ha acarreado la traducción literal del adjetivo heavy. Que sí, que la sombra del inglés es más alargada de lo que pensamos, pero que se puede explicar sin caer en el «Santiago y cierra, España».


El desplazamiento semántico

Si bien el libro no acomete de manera sistemática la influencia de las malas traducciones —recopila artículos periodísticos publicados en El País y El Diario—, este es uno de los ejes que lo vertebran. Ojo, también es el que más útil me ha resultado a mí, pues carezco del entrenado ojo de un traductor para detectar ciertas sutilidades. De hecho, he descubierto un error que llevo años cometiendo: estaba convencido de que las conversaciones se mantienen y de que eso era más preciso —expresivo— que tenerlas... Sin embargo, Magrinyà me ha convencido de que ese uso procede de los muy ingleses verbos keep/stay, cuyas traducciones literales, a fuerza de mantenerlo todo, han desplazado semánticamente a opciones como guardar, permanecer, retener, sostener o tener. 

En serio, me he quedado, como dice el tópico, de piedra... Eso sí, me ha gustado saberlo: me ha servido para entender cabalmente a qué se refiere Magrinyà cuando habla del estado de «abducción mental» que a veces nos aqueja y del mecanismo que la genera. Con frecuencia,  escuchamos/leemos frases construidas con estructuras lingüísticas extranjeras y, de manera acrítica, nos las apropiamos y difundimos sin darnos cuenta de que no son genuinamente españolas, de que en buena lid serían errores. Sin embargo, la estructura se afianza en la comunidad hablante y, tiempo después, desplaza semánticamente a la autóctona. Es más: terminamos pensando que la nueva estructura es la correcta o de mejor estilo.

De hecho, al leer Estilo rico, estilo pobre he recordado algo que aprendí en El dardo en la palabra hace no menos de diez años. En un artículo clamaba Lázaro Carreter contra quienes decían jugar un papel —feo calco de to play a role— y sostenía nuestro afamado guardián de las esencias del idioma que, en buen español, aquello se decía desempeñar un papel... En aquel momento, rara vez había escuchado o leído yo lo de jugar un papel; hoy, sin embargo, no paro de hacerlo —aquí va el último texto donde lo he visto—, por muchos libros de estilo que dicen seguir los medios de comunicación. Tanto es así que bastantes personas me han porfiado que si no se dice así entonces se dice... ¡jugar un rol! En fin, que debo de ser el antepenúltimo o penúltimo romántico del verbo desempeñar gracias a Lázaro Carreter.


Camino del from lost to the river...

Sin querer ser exhaustivo, listo algunas de las expresiones inglesas de las que se ocupa Magrinyà; como digo, esas malas traducciones se han difundido de manera tan masiva que en unos años puede que desplacen del todo a la traducción genuina:
  • that's all
  • no problem
  • it doesn't matter
  • do the right thing
  • too good to be true
  • it makes/marks no difference
  • as/so much/many as + must/can/need/want 
  • keep/stay + adjetivo 
Un caso particular de estos desplazamientos es el relativo a las malas traducciones de los hiperónimos. Así, según explica Magrinyà, palabras como place, room o clothes no funcionan exactamente igual que sus manidas equivalencias lugar, habitación y ropa. Y eso termina generando textos donde se repiten palabras de manera innecesaria o se usa un genérico cuando podría usarse algo más específico.

O por decirlo de otro modo: hay diferencia estilística —para quien sepa apreciarla, claro— entre escribir «por favor, mantenga limpio el lugar» y «por favor, no ensucie la biblioteca»; entre «Todo lo que necesitas es amor» y «Lo único que necesitas es amor»; entre «te compraré tantos perros como quieras» y «te compraré todos los perros que quieras». La diferencia suele estar en que las primeras opciones de esos binomios proceden de traducciones literales del inglés; las segundas, claro está, son más genuinas y responden mejor al espíritu del español.

Para entendernos: las primeras opciones equivalen, permítaseme la exageración, a cuando tomamos una españolísima frase como «de perdidos al río» y la traducimos al inglés como «from lost to the river». Algo así, pero a la inversa, es lo que favorecemos muchas veces sin darnos cuenta. Y, claro, de tanto leer textos —periodísticos, empresariales, literarios, científicos, etc.— traducidos en plan if, if, between, between, al final, terminamos viendo la estructura extranjera incluso más correcta que la autóctona.

Talese, mejor en inglés

De hecho, ni siquiera las editoriales nos ponen ya a salvo de ese tipo de abducciones. Sin ir más lejos, Magrinyà me ha convencido, por ejemplo, de que es mejor leer Honrarás a tu padre, de Gay Talese, en inglés; la traducción española publicada por Alfaguara contiene errores notables. Transcribo solo algunos de ellos:
  • Usó una escopeta para destrozar el enorme ventanal [mejor: «Destrozó el ventanal de un escopetazo» o «Destrozó el ventanal de un tiro de escopeta»].
  • ... las calles que conocía tan bien y que tanto había usado en los últimos años para sacudirse de encima a la policía [Magrinyà se declara incapaz de solucionarlo, pero es evidente que usar no es el verbo más preciso en un contexto así].
  • ... cubriendo con dos pesados manteles de lino un par de mesas grandes y plegables de aluminio [mejor: «... cubriendo con dos gruesos manteles de lino...»].
  • Bill Bonnano, un hombre alto y pesado, de pelo negro y treinta y un años [mejor: «... un hombre alto y corpulento»].
  • —Le dije tres veces esta semana que quería que ordenara este lugar —dijo Bill [unas líneas antes, el narrador había aclarado que se trabaja de un jardín; por tanto, lo mejor es «... que ordenara este jardín» o «... que lo ordenara»].
  • —¿Ustedes saben qué hacen en este lugar? [y el lugar resulta ser una fábrica abandonada].
No es una cuestión de escarnecer a nadie —habría que preguntar a Alfaguara cuánto le pagaba a sus traductores, qué tiempo les daba o quién supervisaba su trabajo—; con todo, lo de Talese y algunos otros ejemplos que aporta Magrinyà resultan indicativos de lo mal que está el patio editorial. Quiero decir: el error es humano y una mala tarde la tiene cualquiera; ahora bien: otra cosa es el error sistemático y observable en libros de casi cualquier editorial. Las empresas han convertido a los correctores de estilo en una especie en extinción —ya lo explicaba José Antonio Millán en 2005 en el prólogo de Perdón imposible— y han precarizado tanto casi cualquier trabajo relacionado con el libro —véase el artículo «¿Por qué seguimos traduciendo?»— que resulta complicado incluso tomar algún autor/a o editorial como referencia. Lo increíble es que el público lector todavía cree que los libros pasan 700 filtros de calidad.                                                                       

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Continuará. No sé si la semana que viene, pero la entrada continuará algún día de estos y tendrá 2.ª parte.

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Actualización (5/10/15): Hubo segunda entrada; se accede por aquí. 

Actualización (27/10/15): En la versión periodística del capítulo «Dos verbos comodín», Luis Magrinyà da su visión de eso que yo, coloquialmente, he llamado «cómo está el patio». Merece la pena leerlo (son los dos últimos párrafos). 

20 de septiembre de 2015

Olivo roto. Escenas de la ocupación, Teresa Aranguren

Mi pasaje favorito de Olivo roto. Escenas de la ocupación (Ediciones Barataria, 2014), de Teresa Aranguren, gira alrededor de un pañuelo. Está en el cuento «Milenio» y reproduce la conversación entre una mujer palestina —culta, de buena familia y comprometida con las tesis de la OLP— y su sobrina favorita, Amina, una chica a quien ella inició en su día en el placer de la literatura y a quien ha inculcado siempre valores progresistas. Sin embargo, un buen día, Amina visita a su tía con la cabeza cubierta por un pañuelo islámico y discuten.

La tía reproduce así en su diario el resultado de la disputa:

No fue una buena conversación, Amina se puso a la defensiva, no quería herirme pero lo hizo. Empezó a hablar de que la burguesía palestina nunca había entendido lo que había pretendido Occidente, que nos habíamos equivocado tratando de imitarles y que nos habíamos alejado de lo que siente el pueblo y que al final parecía que andábamos mendigando la aprobación de los europeos y hasta de los americanos, como si no fuera evidente que los europeos y los americanos son lo mismo, y que para hacerles frente hay que apoyarse en la gente del pueblo, y que el islam es lo único que nos puede dar fuerza para resistir, y que todo lo otro ha sido un error, que lo de las negociaciones y lo de Oslo solo ha servido para desmovilizar a la gente y acabar con la Intifada, que es lo que los israelíes querían, y que nunca van a irse si no es por la fuerza, y que lo del pañuelo es una manera de decir al mundo que los palestinos no estamos acabados y que vamos a seguir luchando, que no habrá otro 48 aunque nos maten a todos...

No encontré las palabras. Quería decirle que tenía razón, pero que estaba equivocada. Porque se puede tener razón y equivocarse. Hubiera querido decirle que, cuando se es la parte débil y el otro es inmensamente fuerte, lo que parece una equivocación puede que sea necesidad, que nada hay más urgente que evitar que te aplasten, y que no es que nosotros no supiésemos lo que Occidente pretendía, cómo no vamos a saberlo si lo hemos padecido una y otra vez, si una y otra vez han incumplido sus promesas y al final siempre nos han abandonado, pero qué podíamos hacer, qué podemos hacer...

Solo supe decirle: pero el pañuelo es un retroceso, que fue como no decir nada. A veces no queda más remedio que admitir la propia impotencia. Rara vez podemos cambiar el curso de las cosas.
Dos mujeres, dos generaciones y un montón de cambios en la geopolítica internacional entre los 70 y nuestros días. Ayer: el pañuelo como símbolo de la opresión y de los recortes de libertades que la religión implica para muchas mujeres árabes. Hoy: una forma de lucha para algunas de esas mujeres y una manera de mostrar orgullosas sus raíces ante la humillación de su pueblo. Entre una generación y otra, un Nobel de la Paz para Arafat, Peres y Rabin en 1994, que fue de tanta utilidad para resolver el conflicto como el de Obama para lo de Irak o Afganistán o el de la Unión Europea para la actual acogida de refugiados sirios.


El desconocimiento mutuo

Otro fragmento que me ha gustado está en el cuento «Olivos», que ilustra muy bien una de las razones por las que resulta tan complicado resolver lo de Israel y Palestina: apenas existe contacto personal entre ambos pueblos.

O mejor dicho: la mayor parte del intercambio entre ambos está fiscalizado por el ejército israelí y por las órdenes que le dicta su Gobierno, esto es, está mediatizado por un lenguaje hecho de vallas electrificadas, muros, puestos de control militar, excavadoras, sintagmas como cierre de los territorios... Y casi nunca por un lenguaje más cercano a iniciativas como la West-Eastern Divan —la orquesta que montaron Daniel Baremboim y Edward Said— o el proyecto pacifista de Gush Shalom, fundado por Uri Avnery, quien en su día fuera integrante de la milicia sionista Irgún.

Todo eso, que tan bien explica Aranguren en otro libro suyo, Palestina. El hilo de la memoria, lo condensa en «Olivos» en tres párrafos. Amira, una mujer palestina, acude junto a su marido a una reunión en el Ayuntamiento de su pueblo con unos abogados israelíes que les van a echar una mano con la expropiación de terrenos que ejecutará el Gobierno para hacer pasar por ahí una valla electrificada. A esa reunión, en teoría, iba a asistir una abogada israelí.
[Los abogados palestinos que trabajaban en un despacho de Jerusalén] Nada más entrar pidieron excusas por el retraso aunque ninguno de los que estaba allí se lo hubiera reprochado; todos sabían lo que era pasar el puesto de control de Salem. El que parecía más joven dijo que su oficina central estaba en Jerusalén y que en ella trabajaban también con colegas, dijo colegas y a ella le sorprendió el término, israelíes y que uno de ellos, una mujer que por lo visto era una abogada muy famosa, había ido con ellos y hubiera debido estar también allí, pero que los soldados del puesto de Salem no la habían dejado pasar porque últimamente no dejaban entrar a civiles israelíes en los territorios, sobre todo si eran amigos de los palestinos.

[Amira] Nunca había estado cerca de una mujer israelí. En realidad, los únicos israelíes de los que había estado cerca eran los soldados que estaban en los check-point o los que habían entrado en su casa a culatazos y nunca les había mirado a la cara porque era peligroso mirar a los soldados a la cara.

Nunca había hablado con un israelí, pero había imaginado esa conversación miles de veces. Se veía a sí misma frente a un interlocutor a quien nunca puso rostro, porque no era un israelí sino la idea de lo israelí con quien hablaba y las ideas no necesitan rostro, desgranando las palabras, los datos, las fechas, los argumentos con que contaban su historia, que era la suya y la de todos ellos; se imaginaba a sí misma explicando a un israelí sin rostro lo que les habían hecho, porque quizá no lo sabían, no podían saber que lo supieran, y quizá porque no lo sabían les seguían persiguiendo cuando ya les habían despojado de casi todo, que no les bastaba con haberles echado, que ya tenían su país para ellos, y por qué no les dejaban en paz de una vez, que no les bastaba con borrar su pasado, que también querían borrarle el futuro.
Me gusta que Amira teme y a la vez siente fascinación por esa mujer israelí, y no porque sea abogada sino, simplemente, porque es una mujer israelí y nunca ha estado con ninguna... Tu vecino como alguien exótico, desconocido, como alguien sin rostro sobre quien tienes una idea preconcebida y a quien quieres soltarle tu retahíla aprendida. He ahí, me parece a mí, una manera muy expresiva de mostrar el efecto colateral de los discursos políticos polarizantes y simplistas: despersonalizan al prójimo; lo reducen a una mera idea. Como diría Ryszard Kapuscinski, levantan fronteras en nuestro encuentro con el Otro.

Sería bonito, claro está, leer también el espejo: un cuento donde una mujer israelí nos haga algunas confidencias sobre qué siente antes de encontrarse con una mujer palestina. Seguro que hay varios escritos por ahí... Aún no he llegado a ellos. Todo se andará.


El tanque como metáfora

Por último, destaco un tercer detalle narrativo, bastante al hilo de los dos primeros. Se trata de una expresiva y vivencial definición —Teresa Aranguren vivió muchos años en Oriente Próximo y cubrió varios conflictos armados allí desde que Israel invadiera el Líbano en 1982— de lo que es un tanque.
El tanque es como un animal ciego, como esos monstruos prehistóricos de las películas de terror japonesas que avanzan indiferentes a aquello que aplastan; el tanque simboliza la fuerza aterradora de lo que no es humano y nada humano lo detiene.
Por suerte, nunca he tenido que huir, campo a través, perseguido por uno... Sin embargo, después de leer estas palabras, tengo la sensación de que debe ser algo así como que Godzilla o algún velocirráptor salgan corriendo detrás de ti. Algo terrible, vaya. Quizá lo bastante terrible e inhumano como para que, un buen día, cansado de sentirte humillado por un gigante militar, te parezca razonable, como se ve en la película Paradise now, convertirte en un terrorista suicida y, en vez de alcanzar el paraíso que te promete la religión, someter a tu familia y a tus amigos a un infierno mayor del que ya viven.

Teresa Aranguren nunca ha ocultado que ella toma partido y que no es neutral (véase 1, 2 y 3, por ejemplo): defiende la causa palestina y aquellas opciones israelíes que buscan una salida pacífica al conflicto (a través de sus libros he conocido a Uri Avnery o Ilan Halevi). Sin embargo, no por ello su literatura cae en el panfletarismo o en lo obvio; antes bien, sus relatos incluyen alguna sana dosis de autocrítica sobre el periodismo —profesión que ha ejercido— o incluso reflejan algunas contradicciones de las que adolece el discurso árabe. También hay un intento por construir una mirada más compleja sobre los palestinos, libaneses o iraquíes que pueblan las páginas de Olivo roto.

Por eso, como señala Santiago Alba Rico, quizá lo más relevante de este libro sea que Teresa Aranguren escribe alimentada por una sana querencia y respeto por la cultura árabe. Escribe con la voluntad de ponerle cara, cuerpo y biografía a los árabes, de construirlos como personas, y de hacerlo para que otros no las conviertan —no las convirtamos— en pólvora indiscriminada con la que disparar discursos polarizantes, dirigidos a interlocutores sin rostro y que no buscan el encuentro con el Otro. Olivo roto, sin ser un libro de cuentos brillante desde el punto de vista técnico, consigue lo que otra literatura mejor escrita ni siquiera roza: ráfagas de claridad para entender mejor en qué mundo vivimos.

6 de septiembre de 2015

Canje, Víctor Sombra Macarrón


¿Cómo de capitalistas son las relaciones que mantienen dos países, en teoría, comunistas, como Angola y China? ¿Tiene algún poder de negociación un país africano rico en petróleo y metales valiosos para la industria frente a una superpotencia mundial? ¿Qué papel desempeñan el discurso ecologista, el machista o el de las ONG verdes en los llamados proyectos chinos de «petróleo por infraestructuras»? ¿El funcionario africano nace corrupto... o lo corrompen los empresarios europeos que le enseñan las ventajas de vender la honestidad por un precio apropiado?

He ahí algunas de las preguntas que se plantea Canje (Caballo de Troya, 2014), de Víctor Sombra, una novela con sabor a thriller político. Y ahí radica lo mejor de ella: habla de esa nueva realidad que se está gestando sin que nos demos cuenta, atentos cómo nos estamos —en el mejor de los casos— a nuestras propias tramas de corrupción (Gürtel, Púnica, etc.), al tercer rescate griego o a los atentados en Túnez y Tailandia. Canje nos pone sobre la pista de algunos movimientos geopolíticos de China, aspirante a emperador del mundo.
Además, por encima de toda esa actualidad política, la novela se plantea a través de su personaje Durry una pregunta de calado en términos ideológicos: «Adónde ir. A defender qué». Durry es un tipo bastante peculiar: nacionalidad australiana, unos 50 años, aspecto de chino mestizo, militante comunista casi desde la infancia, ortodoxo en sus convicciones, devorador de libros sobre la historia del comunismo, algo solitario y bastante trotamundos a causa de todo lo anterior. Con todo, quizá el rasgo que mejor lo define es ser un comunista que, a golpe de momento histórico, se ha quedado sin comunismo. O mejor dicho: sin un país donde profesarlo con las garantías debidas.

Eso último merece una explicación. O al menos un intento.

Los padres de Durry fueron asesinados por Suharto en la matanza de 1965. Él sobrevivió y fue adoptado al año siguiente «en el marco de un programa de los sindicatos australianos para acoger a huérfanos indonesios». Hizo vida australiana, adquirió la nacionalidad y fue comunista canguro —o kiwi, como se prefiera— en los 80. Después un buen día, de algún modo, aquello le pareció que de comunismo tenía poco y aceptó una oferta de la RDA para ser agente de inteligencia en la HVA. Mientras está trabajando como espía en China, se cae —derriban— el Muro y su vida comienza a peligrar: a nadie le gusta que le espíen, y mucho menos a los chinos... Desaparecida la RDA, Durry, comunista convencido, mira el globo terráqueo, evalúa sus posibilidades y se hace la gran pregunta: ¿adónde ir, a defender qué?

Su respuesta, en terminos ideológicos, es inquietante: se convierte en una especie de sicario a sueldo de una organización clandestina del Gobierno chino para, como sostiene la contratapa, realizar labores de desrratización y desinfección ideológica... Quizá por eso su editor afima que la novela es «posestalinista, posmaoísta y poscapitalista». Durry no es un bruto que quiere ejercer la violencia y ya está, no; es alguien cultivado que, como el Dragomiloff de Jack London en Asesinatos S.L., sabe muy bien lo que hace.

Canje empezó gustándome por lo que plantea, esto es, por esa combinación de thriller político y novela de ideas. Sin embargo, al menos en el plano formal, pasadas unas 200 páginas, pesa más el enfoque novela-policial-que-compras-en-el-aeropuerto que lo político relativo a la novela ideas y, al menos para este lector, estalla ahí el desencanto. Para entendernos: Durry es un personaje fascinante; sin embargo, sus compañeros de reparto no están a su altura. De hecho, me aburre el largo y algo vacuo folletín amoroso que hay entre un portugués medio mustio que dirige una ONG ecologista en África y una ministra coja angoleña que no puede desenamorarse de él. Es más: me suena a típico recurso de best-seller —o de cine comercial— para enganchar lectores poco exigentes, poco dados al vértigo estético.

(Lo que más odio, con diferencia, de series comerciales como Isabel o El ministerio del tiempo es la ingente cantidad de minutos que dedican al romanceo entre personajes... Y no por el amor —contra el que no tengo nada en contra y el cual practico siempre que puedo—, sino porque suelen ser pasajes llenos de lugares comunes, situaciones previsibles y análisis epidérmico sobre lo que supone construir una relación).
 
El otro problema que tiene la novela, es que trata de abarcar mucho —de contarlo todo— y, como diría Sancho Panza, termina apretando poco. El texto abre tantos planos narrativos en tantos sitios —uno policial en Ginebra, otro de espías en China, otro geopolítico sobre África, el del comunismo...— y al autor le gusta tanto la digresión wikipedística o enredarse en dar explicaciones irrelevantes que, conforme avanzan las páginas, la narración se diluye, pierde peso.

Y es una lástima: Canje tiene un potencial apreciable; a diferencia de otras novelas, esta es la de alguien que tiene algo que contar (y que sabe mucho sobre ello). Un trabajo más a fondo —paciente— con la carpintería textual —ay, ese narrador que nunca sabe callarse a tiempo— hubiera ayudado a Víctor Sombra a conseguir una novela más compacta, con un mejor equilibrio entre los núcleos narrativos que pone en liza. Mucho más potente, en definitiva.

Con todo, quienes gusten de la escritura tipo best-seller pasarán por alto esos detalles de este lector tiquismiquis y disfrutarán de una lectura agradable, centrada en el intríngulis argumental y llena del conocimiento que da —a decir de la solapa— ser consultor en un fondo de inversión libre en Ginebra, haber trabajado para Naciones Unidas o haber vendido maquinaria de precisión en los cinco continentes. En fin, tengo curiosidad por ver cómo será la siguiente novela, la tercera, de este autor; ahí se verá si despega o no.