9 de agosto de 2015

Literatura de izquierda (1), Damián Tabarovsky

Vayamos, primero, con una advertencia sobre el autor de Literatura de izquierda (Periférica, 2010): Damián Tabarovsky es un tío que va a un museo, ve uno de los experimentos monocromo —dicromo, tricromo, todocromo, como se llamen— de Rothko, te da un codazo en las costillas y, extático perdido, te dice: «Esto sí es que es arte, chaval: conceptual, refinado, inteligente...». Luego ve un Velázquez y te dice: «Mierda, pura mierda; mierda muy bien hecha, pero mierda figurativa al fin y al cabo». Y se queda tan ancho.

Lo digo por dejar claro desde un inicio desde dónde habla este escritor, editor, traductor y agitador cultural argentino. También cuál es mi urdimbre estética: la de un tipo que lo ha intentado varias veces con Rothko —y con algunos de sus abstractos secuaces— y que, salvo porque entiende intelectualmente la importancia de aquella ruptura estética, esos cuadros no le dicen gran cosa. En todo caso, suelen hacerle recordar una línea de la canción El museo, de Vainica Doble: «Me quiero ir a un mesón, pedir un tinto y una de jamón. / Oír las voces en la barra /  pedir, si acaso, una de gambas». Quiero decir: en materia de arte, necesito algún asidero más que la mera inteligencia intelectual.

Hasta ahí, digo, me da la materia gris, la educación estética, la paciencia pictórica o como quiera que se llame eso que te hace apreciar el arte abstracto... Algo que parece imprescindible para confraternizar con los postulados literarios de Tabarovsky.

Y hasta aquí este pequeño rodeo para explicar —hipérbole mediante— que Damián Tabarovsky, en la discusión entre el arte como medio o el arte como algo autónomo, apuesta de manera radical por lo segundo. De hecho, considera que la vanguardia literaria del siglo XXI debería profundizar en experiencias de escritura abstracta análogas a las pictóricas y radicalizarse en su investigación sobre el lenguaje (y sus límites). Para ello, se incardina en una tradición literaria que ve en Flaubert y en su trabajo con el lenguaje el punto de inflexión que permitió que aparecieran después escrituras como las de Mallarmé, Joyce, Robbe-Grillet, Sarraute, Ashbery, Roussel o Becket. Desde allí la línea llegaría hasta Copi, Libertella o Lamborghini, tres referentes de la literatura argentina más radical, extraña y marginal.


El mercado y la academia mataron a la estrella de la vanguardia

A la vista de que la vanguardia ha sido absorbida por el museo, la publicidad y la industria cultural, un vehemente autonomista del arte como Tabarovsky se pregunta si se puede hacer algo respecto. Es más: ¿estamos todavía a tiempo de hacerlo? Y en caso de que aún se pueda hacer algo, ¿qué?

En una suerte de movimiento gramsciano, Tabarovsky va del pesimismo de la inteligencia en su feroz diagnóstico de la situación al optimismo en la voluntad por ponerse manos a la obra y hacer. Así, responde de manera afirmativa a la primera pregunta —sí, todavía hay tiempo para revanguardizar la literatura— y plantea que la manera que tiene el arte de hacerlo —de oponerse al capitalismo— es radicalizarse, profundizar en su autonomía:
[...] Ahora la plástica se revela contra la figuración, la novela contra la narración, la poesía contra el sentido. Pero a diferencia de las vanguardias históricas no hay un tono festivo. El arte contemporáneo cuenta que ya no se puede contar el relato.

Eliminar lo real, a eso llamo abstracción. Eliminar lo real conduce a profundizar la autonomía del arte. Implica romper con cualquier dejo de mimetismo. Lamborghini es un escritor abstracto. Néstor Sánchez también. Son escrituras abstractas porque suspenden la creencia: no hay efecto de creencia en la producción, ya que no hay creencia en la representación del lenguaje; no hay creencia en la recepción, ya que hay un quiebre en los códigos de la narración naturalizada.

Quiero decir: profundizar la suspensión de la creencia, del mito, superar por fin toda metafísica y toda trascendencia, sin por ello sucumbir a la dominación técnica, a la academia y al mercado. Las experiencias radicales del arte y de la literatura ocupan esta posición.
En paralelo, añade que el arte que le interesa es aquel que combate cualquier canon. Y dado que su marco de referencia es la literatura argentina, centra su —excéntrico— discurso sobre él:
[...] allí donde hay un canon, hay que cargar contra él, cualquiera que sea el canon. No se trata de cambiar un paradigma por otro, sino de derribar la idea misma de paradigma. Si para mía algo tiene de interesante la literatura, es que permite derribar jerarquías. El asunto reside en de qué manera se carga contra un canon, con qué valores, desde qué lugar. Se puede hacer crítica del terror revolucionario desde el interior del propio deseo de la revolución, o puede uno volverse un De Maistre. La carga contra el nuevo canon, contra sus propiciadores y contra su herencia reciente es aceptable (y hasta imprescindible), lamentable en cambio es de qué forma se llevó a cabo, defendiendo qué valores literarios, qué idea de la escritura. Para ir al grano: se buscó salir de Puig-Lamborghini-Néstor Sáchez-Libertella-Fogwill-Aira-Guebel para reinstalar el café con leche. Increíble pero real.
El asunto del «café con leche» es un chiste que abre el ensayo y que funciona como metáfora del adocenamiento de la literatura argentina actual. Al parecer, una vez le preguntaron a la poeta Alejandra Pizarnik por qué nunca había escrito una novela y ella, muy sublime-sin-interrupción, contestó:
Porque en toda novela siempre hay un diálogo como este: 'Hola, cómo estás. ¿Querés una taza de café con leche?'.
Su respuesta le sirve a Tabarovsky para explicar el estado actual de la literatura argentina: ha renunciado, sin ni siquiera intentarlo —y ahí está el delito—, a cualquier atisbo experimental. Es una literatura cobarde, conformista, entregada de antemano al enemigo. El chiste también sirve para ilustrar algo de la propia estética tabarovskyana: según señala en esta entrevista en Eterna Cadencia, apenas ha escrito alguna línea de diálogo en sus novelas.

El origen de la renuncia de la literatura argentina a experimentar hay que buscarlo en la asfixiante presencia de dos grandes polos atractores: el mercado y la academia. Entre los dos han quebrado el campo literario. Ambos polos, cada uno en su terreno, han urdido un complejo entramado de intereses económicos, de convenciones estéticas y de consensos publicitarios que, a la postre, han devenido en un sofisticado «sistema de creencias» que oficia como vector director del gusto del público. La implantación de este credo mercantil y académico es tan grande, sus dogmas tienen tanta capacidad de irradiación y de penetración en la sociedad, que resulta muy complicado escribir al margen de él.

Para alumbrar ese nuevo canon, el capitalismo ha vaciado «de identidad y perspectiva» la tradición literaria de lo nuevo —aquello que suponía una ruptura estética con lo anterior— y la ha reformulado de acuerdo con su omnímoda visión economicista: ahora lo nuevo es «la mercancía más reciente». Por su parte, la academia, consciente de esa maniobra capitalista, se ha autoconvencido de que «el cambio, la ruptura y la novedad» ya no existen y de que cualquier producción literaria actual es una mera combinación lineal de las tradiciones anteriores. De algún modo, lo que intenta ser nuevo hoy nace ya siendo viejo. Eso nos lleva, según el autor, a una situación harto peculiar: la pulsión de lo nuevo en quienes escriben produce «efectos de escritura —novelas y poemas reales— que ni la academia ni el mercado logran asimilar».


La literatura de izquierda... según Tabarovsky

Quizá la maniobra más osada de este ensayo sea el robo y resignificación del sintagma «literatura de izquierda» al que asistimos. Tabarovsky coloca primero esa suerte de fuego prometeico en las cátedras universitarias —en su mayoría compuestas por intelectuales con militancia política en los 60 y 70—, para luego sacarlo de ahí y, sin despolitizarlo, resituarlo en un lugar cuyas coordenadas estén más relacionadas con las estéticas rupturistas. En su opinión, aquel profesorado universitario se adscribió de manera integrista al realismo social, Bertolt Brecht, el realismo mágico o el teatro sartreano, y fomentó así «su insensibilidad para con las escrituras más radicales». Es más: vivió divorciado de las vanguardias estéticas.

A eso, hay que unir el desinterés de las nuevas generaciones académicas por la vanguardia, algo que conlleva la desaparición del tono festivo en la literatura y la irrupción del tedio y la previsibilidad. También, claro, la instauración de un neoconservadurismo de tinte muy intelectual, enarbolado por los «brillantes profesores jóvenes, que no pueden pronunciar una frase sin citar a Osvaldo Lamborghini o a [Manuel] Puig» y cuya neolengua se caracteriza por expresiones tan curiosas como que «están "trabajando" tal autor, lo están "pensando", etc.». Su aportación a la literatura es haberla convertido en algo plúmbeo, sin vida, gracias a que sus libros suelen ser un aburrido intento por mostrarle a los demás académicos que saben ser intertextuales, desubjetivizados o lo que sea que diga su teoría literaria favorita.

Ante unos y otros, Tabarovsky aboga por una la literatura lúdica, esto es, que sea «un descanso, un pasatiempo, un extravío». También por una literatura que no piense ni dé sentido; al contrario, que lo congele y lo ponga en suspenso. «Es el mundo quien da sentido, y la literatura se opone al mundo», subraya. Y agrega: «La gracia de la literatura está en volcar: estaba haciendo surf y una ola me atrapó».

Eso sí, esa tabla de surf tiene trampa... No es tan hey, ho, let's go en plan punk simple y directo de los Ramones. Suena a eso y Tabarovksy, por momentos, parece querer venderlo así. Sin embargo, como es fácil contrastar a lo largo del ensayo, esa ola está alimentada por una gran erudición académica, incesantes plegarias para rebelarse contra la sintaxis o el hábito de polemizar como una manera de servirse del conflicto para construir el discurso literario. Es una ola muy culta, digo. Ultraintelectualizante. Que a veces parece querer hacer surf sin tabla, sin mar y gente en la playa, solo con la idea de querer hacer surf.

Por tanto, en este ensayo, la literatura de izquierda no tiene que ver con a qué partido votas, si escribes artículos en Diagonal, Píkara o Mundo Obrero o si tu literatura habla de lo social. En todo caso, tiene que ver con la radicalidad de tu actitud experimental, de tu propuesta estética. De hecho, el anatema tabarovskyano es la propensión actual a conformarse con escribir buenos libros —en el sentido de correctos, como salidos de un burocrático taller de corte y confección de escritura creativa—. El anatema son los libros limpios, pulcros, aseados, que no traen noticias de terra incognita alguna.

*

Intentaré que continúe la semana que viene... Pero vaya usted a saber qué desastres paranormales me esperan a la vuelta de este fin de semana. 

Actualización (24/09/15): Finalmente, la reseña continuó en dos entradas más: la 2 y la 3. Y fue coronada con un bonus track de un intercambio epistolar entre Tabarovsky e Ignacio Echevarría.

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