30 de agosto de 2015

Ignacio Echevarría vs. Damián Tabarovsky

Para terminar con la sobredosis de Tabarovksy, copio y pego algunos fragmentos de este intercambio epistolar entre él y el crítico español Ignacio Echevarría. Proceden de un artículo que leí mientras escribía las tres entradas (1, 2 y 3) sobre Literatura de izquierda (Editorial Periférica, 2010). El intercambio es de 2013 y permite sacar algunas conclusiones sobre cómo son las relaciones editoriales entre Hispanoamérica y España, y de paso comprender mejor cómo funciona el mercado literario español. También deja claro que, por estúpido que parezca, hablar una misma lengua es todavía un problema (y cuánto tenemos que evolucionar al respecto, claro).

Los créditos de este intercambio pertenecen a la editorial Traviesa, que tiene por editores al escritor guatemalteco Rodrigo Fuentes y al boliviano Rodrigo Hasbún, y que solo publica libros electrónicos. Este artículo del diario argentino Página/12 recoge cómo surgió la editorial, parte del catálogo o qué se proponen sus impulsores. Algo destacable, me parece, es que hay gente de todas partes; están por ahí, el mexicano Yury Herrera, la española Elvira Navarro, el argentino Federico Falco, la chilena Alejandra Costamagna... Echadle un vistazo, en particular a su zona de Archivo.

El intercambio completo entre Ignacio Echevarría y Damián Tabarovsky está aquí.


*


01 | El mercado español se hunde... ¡Intentemos vender libros en América!

Ignacio Echevarría:
[...] el sistema editorial español hace aguas por todas partes. La caída vertical de las ventas agudiza las inquietudes que sobre el futuro de la industria del libro siembran las perspectivas de una transformación radical de las dinámicas y de los márgenes del negocio, motivada por las nuevas tecnologías y los cambios en los hábitos de consumo y de lectura.

[...] El caso es que los grandes grupos editoriales españoles miran cada vez más hacia Latinoamérica como tabla de salvación. Lo siguen haciendo, sin embargo, con mentalidad metropolitana, sin diseñar estrategias de conjunto. Se perpetúa de este modo una política editorial que no trabaja casi nunca contando con el horizonte de la lengua sino ciñéndose al horizonte particular de cada país. Las pequeñas editoriales, por su parte, carecen de recursos para desarrollar políticas editoriales ambiciosas, expansivas. Y en estas circunstancias España sigue ocupando una posición estratégica, tanto en los circuitos de distribución como en los de consagración, que se corresponde cada vez menos con su cuota de mercado y con su peso cultural

Damián Tabarovsky:
[...] Ahora es evidente que la crisis económica, política y moral que atraviesa España (y Europa) vuelve apetecibles estos pequeños mercaditos de ultramar, pensados como una especie de ejercito de reserva de consumidores disponibles. Hubo un momento en que el mercado español descubrió que no podía funcionar solo importando best–sellers, y que tenía que crear los propios (dos Alatriste por cada Umberto Eco…) y ahora vemos las librerías de Buenos Aires inundadas de paupérrimas novelas españolas sobre la Guerra Civil… No se si esto va a prosperar, no lo creo (efecto de cierta influencia trotskista, a veces pienso que “cuanto peor, mejor”: irónicamente prefiero que se llene de novelones españoles, antes de seguir soportando los bodrios locales…).

Ignacio Echevarría:
Aciertas a describir muy bien, querido Damián, la actitud del sistema editorial español respecto a Latinoamérica: "una especie de ejército de reserva de consumidores disponibles". Y también de escritores disponibles, diría yo.

02 | Por increíble que parezca, el problema es la lengua...

Damián Tabarovksy:
[...] Nosotros, en Argentina, estamos acostumbrados —aunque las odiamos— a leer traducciones al español de España, a un español de España que exagera con los localismos, las marcas de la última moda catalana; pero en España no se tolera leer traducciones al castellano de Argentina, ni del resto de América Latina. Si una editorial latinoamericana pretende entrar al mercado de España, debe, casi necesariamente, traducir de un modo bastante más “neutro” a como lo haría para su mercado local. Digo esto bajo dos precauciones: una, la del riesgo del nacionalismo (no hay espacio aquí para desarrollarlo, pero dejo constancia de mi distancia frente al coloquialismo, el regionalismo, el costumbrismo, y cualquier otro tipo de nacionalismo). Segundo, sobre todo, lo dicho no debe leerse como una queja, un llanto, una victimización; sino como el resultado de complejas relaciones de dominación cultural, económica, política. Entonces, ¿qué política editorial y literaria es posible pensar para la lengua, para la lengua castellana como horizonte?

03 | Editores españoles buscan escritores americanos baratos...  para público indiferente

Ignacio Echevarría:
Durante los años ochenta la industria editorial española se consolida y crece espectacularmente, dando lugar a grandes estructuras que hay que alimentar a toda costa. Pasada la euforia narcisista que en esos años hizo pensar a los españoles que eran una gran potencia cultural, pronto hubo que proveerse de materias primas en otros lugares, con tanta más razón en cuanto la competencia mutua y la intromisión de los agentes literarios habían elevado por las nubes los adelantos por cualquier autor español mínimamente prometedor. La apertura del mercado español a los autores latinoamericanos, que comienza a producirse hacia finales de los noventa (después de más de dos décadas de resaca del boom y de las consecuencias catastróficas de la crisis arancelaria, en los setenta), obedece a esta dinámica.

En este marco, la irrupción de Bolaño tuvo un efecto detonante parecido al que en los sesenta tuvieron la irrupción de Vargas Llosa y García Márquez. Pero las condiciones son muy otras, por no decir de signo completamente inverso. El boom se produjo en un momento de gran efervescencia cultural, sobre un horizonte de utopía en el que las nociones de vanguardia y de revolución (dos asuntos que Bolaño tematiza recurrentemente en su obra) tenían todavía plena validez. En los noventa, la mencionada apertura del mercado español a los autores latinoamericanos es producto, como ya he dicho, de su necesidad de proveerse tanto de autores baratos y novedosos como de una nueva franja de lectores. Pero no hay una verdadera expectativa de renovación y recambio.
De ahí mis reservas hacia tu diagnóstico de 2008 de que el mercado español estaba dando "gran lugar, quizá como nunca antes, a la más insolente tradición literaria latinoamericana" (y prometo que es la última vez que te recuerda esta frase). Nunca fue así, en realidad. Se publicó a autores como Fogwill o Aira, o como Sada y Bellatín, por razones estratégicas, y de prestigio; y sobre todo por ver si con alguno de ellos –Piglia, por ejemplo– sonaba la flauta.
Pero, a diferencia de lo ocurrido en los sesenta, el sistema literario español ha permanecido casi impermeable a las propuestas de esa "tradición insolente" a la que tú aludías, y reacio, en general, a las novedades procedentes de Latinoamérica. A comienzos de este año publiqué una columna ("Impugnación", se titulaba) en la que, entre otras cosas, llamaba la atención sobre el hecho de que en las listas de los mejores títulos del año 2012 apenas figurasen autores latinoamericanos.[...]

 04 |  Mundillo literario argentino: «En España lo único que hay es plata...»

Damián Tabarovsky:
Es extraño, pero podría decirse que, desde América Latina, la situación es especular, con la diferencia (no menor, sino clave) de que España tiene el poder económico del habla hispana. Quiero decir: por aquí tampoco se aprecian mucho a los autores españoles, que ni siquiera funcionan a escala de cierto prestigio decorativo, como insinuás que ocurrió en España con nosotros. Fuera de los tanques mediáticos, son pocos los escritores españoles que se conocen. Por dar un ejemplo, no se cuántos leyeron en Buenos Aires a Gopegui, Magrinyà o Marta Sanz. Varios autores más jóvenes publicaron aquí algún libro, gracias a dineros del estado español, y por lo general pasaron desapercibidos. Creo que, entre otras cosas, se retoma la larga sombra de Borges que, casi, despreciaba a la literatura española.

Nuestro amigo Fogwill es también deudor de ese prejuicio: suponía que lo único que había en España era plata (me acuerdo que cuando yo lo contradecía, me trataba de “empleado de Claudio López”). Ese combo de anticipo alto, una famita breve, la nota en Babelia y, en el mejor de los casos, una invitación a Barcelona, forma parte de las razones del interés de muchos escritores por publicar en España. [...]

05 | La vaca española ya no da más leche...

Ignacio Echevarría:
Empecemos por decirles a esos escritores que, hoy por hoy, los anticipos son —como bien te consta— miserables; la "famita", imperceptible; que, por amplio que sea su prestigio en Latinoamérica (indicio inequívoco de la naturaleza metropolitana del espacio cultural hispánico), hoy nadie con dos dedos de frente se toma en serio a Babelia, en España o fuera de ella; y que desde "el año de la crisis", 2008, los viajecitos de promoción a Barcelona, o a la Casa América de Madrid, se administran con cuentagotas.

Lo siguiente es aconsejar a esos escritores que no suscriban sin las debidas garantías contratos mediante los cuales cedan los derechos de explotación de su obra en todo el ámbito de la lengua: la mayor parte de las veces, esos contratos defraudan la expectativa de que la obra en cuestión circule por distintos países de Latinoamérica (aun cuando se trata de una multinacional), y se pierde la oportunidad de ediciones locales.
Toco de paso un asunto de importante gravedad y trascendencia: para muchos editores españoles, y no sólo los grandes sellos, editar a un escritor latinoamericano sólo parece rentable si, además de en España, se puede vender en su país de origen y quizás en otros países. Pero muy pocos de esos editores están en condiciones de cumplir su propósito, y con su codicioso acaparamiento de derechos han conseguido "atrofiar" la circulación de un buen número de obras que, de no estar "enjauladas" por contrato, quizás hubieran corrido otra fortuna. Nos hallamos ante otro indicio de la desconfianza de los editores españoles en la resonancia y rentabilidad de publicar escritores latinoamericanos.

06 | El español neutro (o con qué lengua escribir)

Ignacio Echevarría:
Ya hace mucho, a propósito de una antología del cuento latinoamericano que se publicó en España con mucho ruido, llamaba yo la atención sobre la ausencia de colorido idiomático, de contrastes lingüísticos, que se observaba en esa antología. No se trata sólo (que también) de que los editores españoles tiendan a obviar aquellas propuestas literarias que trabajan en la superficie del idioma; se trata de que lo propios escritores españoles y latinoamericanos, todos, tienden a emplear una lengua estandarizada, una especie de "latín" escriturario o de koiné, que tiene circulación internacional, y que apenas registra variantes locales, como ese "vos" que dices tú emplear en tus novelas. En el empleo de ese castellano "extraterritorial" reside, a mi juicio, una de las claves del éxito de Bolaño, por ejemplo. Y eso que, en la actualidad, los editores españoles ya no pasan el "rodilllo" estilístico sobre los textos procedentes de Latinoamérica, como hacían antes.

El asunto, como ya te digo, es amplísimo, y para mí fascinante. Lo cierto, en cualquier caso, es que el escritor latinoamericano que trabaja en el nivel de la lengua, de su lengua local, está condenado al aislamiento. Y que de la pretensión de acceder a un público potencial de cuatrocientos millones de hablantes (de los que se presume ingenuamente que comparten una misma lengua) surge esa lengua escrita por la que instintivamente optan la mayoría de los escritores.

Esta idea del español neutro como herramienta para abrir mercado la desarrolla Ignacio Echevarría en su libro Desvíos. En su día, en Teína publicamos el texto que allí está incluido.

23 de agosto de 2015

Literatura de izquierda (y 3), Damián Tabarovsky

Esta entrada concluye la serie de tres dedicada al ensayo Literatura de izquierda (Periférica, 2010), de Damián Tabarovsky. Por aquí se accede a la primera y a la segunda parte de este texto.

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Flaubert, capitán del nuevo surf izquierdista (parte 1)

Dejo la polémica en la recepción del libro. Vuelvo sobre mi lectura, sobre mis idas y vueltas con él.

Algo que me ha generado extrañeza las dos veces que he leído Literatura de izquierda es la presencia de Flaubert como referencia central de la vanguardia surf tabarovskyana (no menos de 30 páginas se lleva en este ensayo). Visto el aire despreocupado y festivo con que escribe Tabarovsky, y visto que eso mismo es lo que parece pedirle a la literatura de vanguardia, me ha costado entender el porqué de su fijación con el autor de Madame Bovary, un artesano y orfebre del lenguaje que limaba obsesivamente las oraciones hasta conseguir la melodía perfecta. Y, sobre todo, un autor al que me cuesta ver aceptando el programa tabarovskyano de una literatura que sea «un descanso, un pasatiempo, un extravío».

Flaubert era algo tremendista con la literatura. Lo explica, por ejemplo, Roland Barthes en su —plomizo— ensayo «Flaubert y la frase», donde nos dice que este clásico universal entendía la escritura como un «sufrimiento indecible» y «casi expiatorio» o que escribir le exigía «un irrevocable adiós a la vida». No hay medias tintas ni tiempo para la relajación con Flaubert: hoy te cuenta que «escribir es vivir» y mañana —siempre siguiendo a Barthes—  que «la escritura, no su publicación, es el fin mismo de la obra». Quizá el punto culminante de esta suerte de congoja mística que experimenta el gradocerista Barthes con su compatriota sea este:
[...] a los ojos de Flaubert desaparece la oposición misma de fondo y forma: escribir y pensar son una sola cosa, la escritura es un ser total. 
En fin, leído de este modo, me cuesta ver a Flaubert como presidente del club de surfistas tabarovskyanos.

Eso sí, el ensayo de Barthes aporta un par de pistas relevantes a la hora de entender algunos aspectos de la literatura que defiende Tabarovksy. La primera es que el semiólogo francés dedica medio ensayo a perorar sobre cómo corrigen los escritores; según él, el conjunto de correcciones que estos introducen en una frase puede agruparse en tres categorías: sustitutivas, supresivas y aumentativas. Pues bien, dado que el «ideal clásico del estilo» lo representan las cualidades de la claridad y de la concisión, quienes, como Flaubert, buscan la perfección, usan casi toda su energía en las dos primeras operaciones y casi nunca la tercera. Las obsesiones típicas de estos escritores son evitar la repetición de palabras, encontrar la palabra exacta o cómo enlazar de manera fluida una idea con otra. De algún modo, puede decirse que para ellos corregir es reducir.

Y esta última es una convención muy extendida en los talleres literarios y amplificada por escritores y escritoras de todo pelaje (hasta Stephen King habla de ello en Mientras escribo...). David Foster Wallace llamaba a eso algo así como raymondcarverización de la literatura, y juzgó que ese discurso era tan dominante en la literatura que debía pelear contra él escribiendo novelas de mil páginas. A tenor de lo que explica Tabarovksy en esta entrevista, él corrige sus textos aumentándolos —o al menos agregando más texto del que suprime— y le parece que la digresión es consustancial a la literatura. Es decir: como Foster Wallace, parte del respeto flaubertiano por la frase, pero se rebela contra la estandarización procedimental que aqueja a la literatura desde su enseñanza hasta su comercialización.

Vale, lo reconozco: es una manera enrevesada de llegar desde Flaubert a Tabarovksy por la autopista de Barthes... Pero, bueno, es una manera.


Flaubert, capitán del nuevo surf izquierdista (parte 2)

La segunda puerta de acceso está en la conclusión del ensayo de Barthes. Dice así:
[tras Flaubert y Mallarmé] el hermano y guía del escritor no será más el retórico, sino el lingüista, aquel que pone en evidencia no las figuras del discurso sino las categorías fundamentales de la lengua.
Es decir: Flaubert es el punto de partida de una evolución que ha permitido que apareciesen escrituras vanguardistas como las de Mallarmé, Joyce, Robbe-Grillet, Sarraute, Roussel o Becket. Lo que dice Barthes es que, de algún modo, el avance por la vía retórica está ya agotado y que a partir de ahora menos hacerte el Juan Madero en Los detectives salvajes preguntándote qué es un polipote, una hipálage o una epaniplosis y más saber qué es el grado cero de la escritura o un rizoma antes de sentarte a escribir un poema, un cuento o una novela.

Tabarovsky más o menos viene a decirnos que por esa vía barthesiana se llega hasta la escrituras abstractas de Copi, Héctor Libertella, Osvaldo Lamborghini o César Aira. Y que, para continuar por ese camino, además de una erudición abrumadora para justificar en público el porqué de tu sintaxis alocada, tu vocación por lo absurdo o decir cosas como que tus personajes son las ideas, estaría bien añadir una dosis de actitud polémica en el ágora y otra de ligereza surf a la hora de escribir... En algún momento, la literatura fue algo palpitante y festivo, y estaría bien que volviese a serlo.

A pesar de mi esfuerzo, me sigue costando ver a Flaubert sentado a la misma mesa que Copi o Aira (quien incluso alardea de no corregir y que, como mucho, deja que una novela corrija a la siguiente...).

Asimismo,  me cuesta horrores ver a Flaubert como paradigma de ese arte peligroso que pretende fomentar Tabarovsky. Vale, quizá don Gustav inventara el «monstruo del lenguaje»; quizá el juicio al que lo sometieron explique su capacidad para romper algunas convenciones; quizá sin él la literatura hubiera avanzado más despacio... Quizá, quizá, quizá. Ahora bien: su discípulo Guy de Maupassant nos dejó explicado bien clarito que, en todo caso, el arte de Flaubert fue más peligroso para él y su familia que para los burgueses (por quienes decía sentir horror, pero con quienes compartía el gusto por los manjares delicados).

En Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert (Periférica, 2009), Maupassant nos detalla que la única pasión de su amigo eran las letras, que «prefirió amar completamente solo, lejos de su amada, y escribirle, rodeado de sus libros, entre dos páginas de prosa», que padecía de una «misantropía triste» o que «casi todas sus aventuras fueron mentales». También, por supuesto, que Flaubert vivió buena parte su vida con su madre (quién si no le iba a cocinar, cuidar, etcétera).

Por tanto, vender a Flaubert, que a duras penas vivía en comunidad y vivía por escrito, como alguien peligroso para el Sistema me parece... mucho vender. De hecho, me causa admiración tanto énfasis revolucionario-tabarovksyano en la lucha sin cuartel contra el lenguaje sin pararse a pensar ni siquiera por un momento de qué sirve, como en el caso de Flaubert, romper unas convenciones literarias si estás perpetuando las sociales... O si ni siquiera eres capaz de empatizar demasiado con el prójimo.

Habría que preguntarle, digo, su opinión a Louis Colet, quien debió de terminar bastante harta de que el aspirante a clásico universal, además de distante en lo físico, fuera un neurótico egocéntrico que solía escribirle sobre sí mismo y que cada dos por tres le endilgaba pensamientos como «La frase me embriaga y pierdo de vista la idea», «Nadie está más alterado, atormentado, agitado, destrozado [que yo]» o «Me agoto en la realización de un ideal absurdo». O pasajes monumentales, como este:
Me dices que lea no sé qué número de la Revue des deus mondes. «No tengo tiempo de estar al corriente» (frase de mi querido profesor de historia, Chéruel). Dos horas para las lenguas, ocho para el estilo y por la tarde, en la cama, una hora para la lectura de un clásico cualquiera. Me parece razonable. ¡Ay, cómo me gustaría tener tiempo para leer! ¡Cómo me gustaría dedicarme un poco a la historia, que suelo devorar tan bien, y un poco a la filosofía, que me divierte tanto! Pero la lectura es una sima; de ella no se sale. Me vuelvo ignorante como un cubo. ¡Qué importa! Hay que rasgar la guitarra, y es duro, es lento.
Nótese que Flaubert no contempla ni el sexo ni cualquier otra actividad que implique relacionarse con humanos.

En fin, la obra de Flaubert transformó... la literatura. Y si me fío de Roland Barthes, Guy de Maupassant o de la propia correspondencia del autor, en todo caso, si alteró la vida de alguien, fue la de las personas cercanas que tuvieron que soportarlo y aprender a convivir con él. Y si alteró algo más allá de la literatura, debió de ser bastante poco porque ni siquiera el propio Tabarovsky lo menciona en su ensayo.

Vamos, que no veo al Poder preocupado por un país lleno de émulos de Flaubert trabajando para, como le gusta argumentar a Tabarovsky, generar cortes en la cadena lingüística, extender esa anomalía al resto de su comunidad y estar así un paso más cerca de la revolución. Más bien, veo a las élites frotándose las manos de tener que enfrentarse con artistas cuya mayor preocupación es hacerle morder el polvo al lenguaje y doblegar su sintaxis.

A mí es que lo de la autonomía del arte, ya lo dije al inicio, no me pone.


Flaubert, capitán del nuevo surf izquierdista (parte 3)

A pesar de todo, estoy algo más cerca de entender cómo es el apaño de Tabarovksy con el autor de Madame Bovary. La clave está en el dosier sobre literatura argentina que publicó en Letras Libres. Allí dice cosas menos surferas y que, sin perder frescura, complementan a lo dicho en Literatura de izquierda. ¿Por ejemplo? Algo que me parece fundamental para que su propuesta adquiera más consistencia: lo político está en preguntarse por la frase, por qué unas palabras se llaman a otras para intentar construir sentido. Él lo explica así en este largo y algo monolítico párrafo:
Esa tradición argentina aúna, en un solo movimiento, una dimensión política y otra de excentricidad. Es una tradición loca, rara, inclasificable, y que a la vez se plantea —de un modo erudito— las preguntas más radicales sobre el estado de la frase, sobre el estado de la prosa. Excéntrica y política, lo que la vuelve política es precisamente su excentricidad. No hay que entender aquí a excentricidad como sinónimo de frivolidad, esnobismo, arbitrariedad o superficialidad, sino todo lo contrario. Excéntrica es la topografía, el lugar en el mapa de la más radical literatura argentina, y ese lugar lateral, descentrado, menor, es el que le permite leer en clave política el estado de la frase. Porque de eso se trata. De la pregunta por la frase. De la pregunta acerca de qué palabra sigue a qué palabra, y qué otras palabras se descartan. Y cómo esas palabras forman una frase. Y qué frase continúa a esa frase, y cómo las frases producen sentido. Esas preguntas —las preguntas fundantes de la literatura moderna— reaparecen de una u otra forma en esta tradición, y es en particular esa pregunta la que vuelve política a la literatura. Una novela no es política porque hable de dictadores, ni social porque hable de narcotraficantes, ni filosófica porque aparezca Heidegger como personaje. Esa sí es la solución sencilla, trivial. Insignificante. Es la literatura que viene preparada para ser reproducida, publicitada por el mercado (¡La gran novela sobre Argentina!, solo porque figura el dictador Videla o un desaparecido.) Lo que vuelve política a la literatura es la pregunta por la frase. La decisión sobre qué palabras y qué frases es lo que vuelve político a un texto. Esa pregunta, y esa tradición, por supuesto, abarcan muchas literaturas. Pero en esta tradición de excentricidad argentina está presente, y es especialmente productiva.

Ese fragmento, escrito en 2014 —o al menos publicado en esa fecha—, dialoga plenamente con el ensayo de 2004 —publicado en España en 2010— y lo coloca, como gustan decir los anglosajones, en otro nivel. Ahí es mucho más clara la conexión con la obsesión flaubertiana por la frase. Ahí sí.

Lento que es uno al entendimiento, qué va a ser.


Hacia el punto final (prometido)

Tengo una vida y debo continuar con ella... Quiero decir: dejo fuera de esta reseña otros asuntos, pero no es por pereza; este blog y este libro se están merendando el tiempo que debería usar para trabajar, tomar unas cañas con los amigos, leer otros libros, etcétera. Además, he citado 5 artículos donde ampliar cuestiones que otros explican mejor que yo, y si con esos artículos no alcanza hay muchos más en la red; solo es cuestión de buscar. Por mi parte, es hora de cerrar este chiringuito.

Dejo fuera, por ejemplo, conversar sobre esa comunidad imaginaria que Tabarovsky coloca tan afuera de todo —ni siquiera en el margen— que no sé dónde ubicarla... (¿Es que alguien puede estar fuera del capitalismo o de la cultura de masas, esto es, ocupar un punto en el espacio donde no llegue su radiación?) También dejo para otro momento la insistencia en que no se puede narrar, en la irreparable fractura o en «la pérdida de la inocencia narrativa». (Si no se puede narrar, ¿para qué molestarnos en narrar entonces?, ¿para decirle a los demás que no se puede narrar?) Y, en fin, dejo otras dudas e inquietudes para el siguiente asalto con este ensayo.

Porque eso es lo mejor que puede decirse de Literatura de izquierda: es un libro para fajarse con él, frase por frase, página por página, libra por libra, como sostiene Quintín
Ese libro trazó un mapa de la literatura argentina y esbozó su historia reciente, propuso un canon y dividió a los escritores en grupos. Es un libro estimulante, divertido, audaz, con el que es imposible no pelearse (ya lo hice, y supongo que lo seguiré haciendo), pero imposible no reconocerle que representa una manera de pensar la literatura nacional que nunca se había expresado tan claramente por escrito. Hay un antes y un después del libro de Tabarovsky. Al menos periodísticamente. Quiero decir, que la noticia es la publicación de Literatura de izquierda, un libro único en su tipo
Por suerte, no solo sirve para pensar la literatura argentina, sino cualquiera. De hecho, la polémica desatada por el ensayo de Tabarovsky en su país nos da una segunda definición sobre qué es la literatura de izquierda: aquella que polemiza con el lector y lo obliga a pelearse con el texto, esto es, aquella que entiende la lectura como el choque entre dos inteligencias que, a través del conflicto intelectual, consiguen generar pensamiento nuevo. O dicho de otro modo: es una literatura que evita la complacencia consigo misma, con el lector y con los valores que estandariza el mercado. Es una literatura que te (se) calza los guantes de boxeo.

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Actualización  (24/09/15): Esta serie de tres entradas sobre Literatura de izquierda terminó con una cuarta dedicada a un intercambio epistolar entre Damián Tabarovksy e Ignacio Echevarría.

16 de agosto de 2015

Literatura de izquierda (2), Damián Tabarovsky

Esta es la segunda parte de la reseña que empecé a publicar la semana pasada... Había prometido que la terminaba con esta entrada; pero, una vez más, me toca desdecirme y reconocer que prometí en vano: la reseña termina la semana que viene (menos mal que, cuando retomé el blog, me había prometido a mí mismo ser más breve, menos mal...). Paciencia, digo, si es que hay está leyendo este serial.

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Mediáticos y serios: los jóvenes argentinos

En su crítica, Tabarovsky parece seguir la llamada «revelación de Sturgeon»: el 90 % de todo es mierda. Así, bajo la crítica contra la «literatura de lo bello y lo agradable», casi nadie se salva de la lluvia de golpes. Desde Harold Robins y la pléyade bestselleariana a Paul Auter, pasando por Milan Kundera, Saramago, Tabucchi o Franzen, la conclusión tabarovskyana es la misma: literatura biempensante y que no molesta a nadie. Son novelas que halagan al lector o que, en todo caso, buscan su complacencia.

Y en clave argentina, el reparto de mamporros es tan amplio que poca gente sale ilesa. En esencia, hay dos grupos: los «jóvenes mediaticos» y los «jóvenes serios». Los mediáticos son Rodrigo Fresán, Juan Forn y Cristina Civale, que se postularon en los 90, a decir de Tabarovksy, para desbancar vía márketing y estética pop el canon que integraban Manuel Puig, Osvaldo Lamborghini, Néstor Sánchez, Héctor Libertella, Fogwill, César Aira y Daniel Guebel. En comparación con los serios, los jóvenes mediáticos salen bien librados; lo suyo termina con que son meros oportunistas y arribistas.

El segundo grupo, los jóvenes serios, son los que reciben las críticas más urticantes. Esta facción estaría compuesta por Guillermo Martínez, Pablo de Santis, Leopoldo Brizuela, Marcelo Birmajer y Diego Paszkowski. (Como se ve, este ensayo tiene mucha testosterona...). A estos últimos, Tabarovsky los acusa de haber pactado con el mercado producir una literatura convencional, sin riesgo y vendible como seria a cambio de una estabilidad económica (medible en términos de márketing editorial, columnas propias en los diarios, un puesto como jurado en un concurso cada tanto o ser portada en las revistas).

Y, puesto a acelerar, como le gusta decir a él, Tabarovsky va hasta el extremo y argumenta que ese pacto espurio y algo mefistofélico supone algo así como el nacimiento de la decadencia —conservadurismo— de la literatura argentina actual:
Allí reside la calamidad estética de su éxito cultural: en proponer la reinstalación de lo más retrógrado de la tradición literaria argentina: por aquí, una vuelta al neoclasicismo (de Sara Gallardo a Bioy Casares), por allá, al cuento mecánico escrito bajo el modelo vulgar de iniciación-desarrollo-desenlace (de Abelardo Castillo a Liliana Heker); más allá un toque de compromiso social vacuo (de Mempo Giardinelli a Cortázar); más lejos, un recurso a la novela histórica ejemplar (de Andrés Rivera al Saer de Las nubes); más cerca, un homenaje a la novela policial vaciada de su tragedia (de Soriano a Vicente Battista).
Ya lo dije nada más empezar (véase la 1.ª parte de esta reseña): Tabarovsky es más de Rothko que de Velázquez... Eso sí, no todo son ajusticiamientos en este ensayo; también hay unos pocos supervivientes o héroes de la literatura vanguardista. En concreto, al final de esta historia se salva un power trio conformado por Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Sergio Chejfec. (Los tres, por cierto, publicados en España, con escasa repercusión, como casi cualquier otro escritor argentino que se precie...).


4 artículos para contextualizar la polémica

Eso sí, para medir cuánto hay de realidad y de pose —hipérbole— en la andanada tabarovskyana recomiendo cuatro lecturas. Una es el artículo que Raquel Garzón escribió en Ñ, donde recogió lo más pluralmente que pudo y le dejaron varias opiniones sobre la fantástica trifulca que ocasionó la publicación de este libro en la Argentina (y la subsiguiente contestación del novelista Guillermo Martínez a través de su ensayo «Una ejercicio de esgrima»). Por supuesto, entre los participantes, no faltan anonimatos cobardes y lecturas que solo apelan a la pelea de egos, a que los contendientes buscan autopromocionarse o a que se disputan poderosas sillas vacías... En fin, lo de siempre. Sin embargo, aparecen otras voces más interesantes, como las de Martín Kohan, Quintín o Carlos Gamerro, y más relevantes a la hora de contextualizar sobre qué se discute —y qué no—, por qué o desde dónde.

El segundo artículo es la amplia reseña que escribió Quintín sobre Literatura de izquierda cuando el libro salió (y antes de que llegara la contestación de Guillermo Martínez). Además de opinar a favor y en contra del ensayo de Tabarovsky, aporta dos enfoques enriquecedores. Por un lado, cuenta cómo ha sido su experiencia en el trato con renombrados escritores como Arturo Carrera —un traficante de influencias nato— y Fogwill —un matón—, y con otros no tan visibles pero que estaban en la brecha en su momento: Guillermo Saccomanno o Sergio Olguín. Por otro lado, pone la arenga pro-Aira de Tabarovsky frente al espejo del discurso «Derivas de la pesada», de Roberto Bolaño, donde ni Aira ni Lamborghini ni Piglia ni ningún escritor argentino pos-Borges resiste ante la mirada del chileno.

En tercer lugar conviene leer el dosier que publicó Tabarovsky el año pasado en Letras Libres sobre la literatura argentina reciente. Allí este «vanguardista demodé», como se autoproclama, profundiza en el eje estético-político del discurso que defiende en Literatura de izquierda y agranda el número de escritores que salva de la quema (eso sí, imagino que por obligaciones del artículo, solo en un sentido descendente en lo generacional...). Es más: incluso abre ese listado a escritoras, algo que, como bien señalaba Carlos Gamerro en el artículo de Ñ, era un notable agujero en su ensayo. Así, aparecen los nombres de Selva Almada y Ariana Harwicz —ambas publicadas en España—, junto a los de Hernán Ronsino y de Pablo Katchadjian —aún por publicar—, como garantes de una literatura saludable (en términos tabarovskyanos).

Por último, también recomiendo leer «Un ejercicio de esgrima», esto es, el capítulo que Guillermo Martínez incluyó en su libro La fórmula de la inmortalidad. La referencia a Martínez, ganador del Premio Planeta Argetina en 2003, en Literatura de izquierda es lateral, tangente; de hecho, ni siquiera es el escritor que más palos recibe (salvo porque su exprofesora de taller literario, Liliana Heker, también recibe alguno y eso puntúe doble...). Pero, vamos, que si saltó al ruedo fue porque quiso, no por obligación. Su ensayo merecería una doble entrada como esta... De momento, me conformo con hablar de él en la siguiente sección.


Digresión sobre la esgrima, lo esgrimido y los esgrimistas

En «Un ejercicio de esgrima», Guillermo Martínez se pasa de principio a fin, como buen joven serio que es, preocupado por mostrarse como un escritor serio que se toma muy en serio la literatura. Y ahí estriba lo bueno y lo malo de su texto: en su aburrida seriedad.

Lo bueno es que se nota que ha dedicado mucho tiempo a estudiar y desmenuzar los temas que aborda. Eso le permite conectar golpes precisos contra la mandíbula de César Aira —el único dios vivo del canon de Tabarovsky— o contra el peligro de la trivialidad formalista encerrada tras la propuesta  tabarovskyana. También lo ayuda a reflexionar de manera atinada sobre si hay viaje posible más allá del suprematismo de Malévich y su Cuadrado sobre fondo negro, o para invocar a Barthes y mostrar dónde se apoya su contrincante cuando dice querer pelearse con la lengua dominante. 

Con todo, su mejor momento es la crítica de Las hernias, en aquel momento la última novela de Tabarovsky. Como buen ensayo afrancesado —rollo Deleuze, Foucault, Barthes y otros habituales del asunto—, más de la mitad de las páginas de Literatura de izquierda abundan en grandilocuentes giros en torno al lenguaje: que si no hay que mantener una relación complaciente con él, que si hay que desafiarlo, que si hay que perforarlo, que si no hay que dejarse doblegar por el peso de la sintaxis... Y así tirabuzón tras tirabuzón hasta terminar —de tanto perforamiento, se ve—, por desgracia, en la metáfora trillada: «... hay que hacerle morder el polvo».

Y aquí, obviamente, Guillermo Martínez encuentra el hueco perfecto en la guardia de su rival para endilgarle un zurriagazo de lo más acertado:
[...] Es una lástima, sin embargo, que no proporcione ningún ejemplo de novelas escritas con lenguajes perforados. En busca de alguna pista leo el principio de su última novela Las hernias, que publicó a la par de su manifiesto. En la escena de apertura Luciano, el protagonista, se mira la panza y reflexiona sobre su gordura:
“¿Esta gordura es mía? ¿Son míos estos rollos?” Sentía que se le había estirado el cuerpo, que se le había vuelto algo exterior a él, algo con vida propia; pliegues, estrías, marcas ajenas que apenas conocía.
Como se ve, tenemos aquí la muy noble pero viejísima convención del estilo indirecto libre, con oraciones claras y respetuosas de la gramática. La cuestión de la gordura, por otra parte, parece inscripta dócilmente en la lengua del poder, porque le inspira al personaje principal la misma clase de angustias que a cualquier chica de nuestra sociedad televisiva y cristiana que debe probarse la malla antes de las vacaciones.
El problema de Tabarovsky es el habitual con estos libros: prometen y aventuran más de lo que pueden cumplir (algo que se ve venir desde las primeras páginas...). O dicho de otro modo: el lector siente que Tabarovsky se postula para Frank Zappa de la literatura —«Para mí, el absurdo es la única realidad», dijo alguna vez Zappa— y luego, cuando lo escuchas tocar, cuando vas a sus novelas, resulta que no logra ir mucho más allá del modesto Ace Frehley, el guitarrista de Kiss (con cuya camiseta aparece en varias fotos).

Moraleja: tiene toda la pinta de que es más divertido y enjundioso leer los ensayos y artículos de Tabarovksy que sus novelas (no he leído ninguna, y no sé si quiero leerlas: estoy convencido de que estarán por debajo de su ensayo...).

En la parte negativa, a Guillermo Martínez cabe criticarle varias cuestiones. Quintín, en una segunda entrada de su blog, a propósito de la publicación de la polémica en Ñ, resumió así algunos de los fallos:
El texto de Martínez lleva el anodino título “Un ejercicio de esgrima”, un nombre en principio curioso para responder a otro que se llama Literatura de izquierda. Es como si Tabarovsky escribiera El manifiesto comunista y Martínez le contestara no con el Anti-Tabarovsky sino con Juguemos en el parque. Pero el tomar todo como un deporte es, como veremos, uno de los problemas de la escritura de Martínez [...]

Si el texto de Tabarovsky es ágil, general y preciso, el de Martínez acumula pesadamente argumentos puntuales de toda índole, incluyendo el chisme y el agravio personal, coloca a David Lodge como juez supremo en materia literaria y afirma, al mejor estilo [José Pablo] Feinmann, ser víctima de la conspiración de la academia. [...]
Y podría ahondarse, segun lo veo yo, en esos argumentos utilizando dos nombres propios y dos conceptos que usa Martínez en su plúmbea acumulación de «argumentos puntuales de toda índole»: Nabokov y sus «detalles, detalles, detalles», y Susan Sontag y la «erótica de la obra».

A ver, una perogrullada: si un escritor cita en un justa literaria como esta a don Vladimiro Nabokov, debería ser, entre otras razones, porque ha conseguido impregnarse del swing del gran entomólogo ruso, porque ha entendido —o de algún modo comparte— que la escritura es finta y baile sobre el cuadrilátero, es decir, estilo, ritmo, aceleración (y deceleración digresiva). O dicho de otro modo: escribir tiene algo del boxeo de Mohamed Alí, Floyd Mayweather Jr. o Sergio Maravilla Martínez. Apoyarse —argumentalmente— en el autor de Lolita cuando tu prosa no contiene ninguno de esos elementos, es lanzar golpes al vacío; en particular si tu oponente juega —boxea— con el lenguaje mejor que tú. Y eso sucede a lo largo de muchas partes del ensayo: mucha cita, mucho dato, mucho argumento; pero poco saber convertir todo eso en el grácil y sugerente revoloteo de una seductora mariposa rusa.

Corolario: no hay mucha erótica, al menos en la prosa ensayística —la única que conozco—, de Guillermo Martínez. Tomarse tan en serio a uno mismo —un error que Tabarovsky no comete— enfría la libido literaria.

Por último, cuando Martínez habla sobre el público, el mercado o el capitalismo dice cosas muy tremendas. Y lo hace a la par que omite otras que son relevantes, como que él ganó el Premio Planeta en 2003, convocado por una multinacional que domina buena parte del mercado hispanoamericano, muy bien dotado económicamente y que está orientado hacia la literatura comercial. Como sostiene un amigo editor, conviene recordar siempre que los discursos suelen tener una pata —o las dos— en la cuenta bancaria, esto es, en los beneficios y privilegios que no queremos perder. Quienes escriben, por muy románticamente letraheridos que se presenten, también.

Por eso, da vergüenza ajena que Martínez —un tipo inteligente— enarbole un discurso populista basado en alabar la existencia de un «público informado», que se cuenta por «miles de lectores», que «tiene su propio criterio  formado y que no deja pasar tan fácilmente gato por liebre» —cuando se trata de preferir la literatura suya a la que defiende Tabarovsky, claro— y que son «tan “entendidos” en literatura como cualquiera». El departamento de márketing de Planeta hubiera dicho lo mismo, pero sin tanto circunloquio: la legitimación literaria la da el ránking de los más vendidos (aunque esos más vendidos no sean Ken Follett, Ruiz Zafón o Isabel Allende).

De hecho, ese ha sido uno de los grandes movimientos del capitalismo: transferir el criterio de autoridad de la crítica y la academia a la lista de lo más vendidos (con la subvariante de los que más presencia mediática consiguen). De lo subjetivo, cualitativo y polemizable a lo objetivo, cuantitativo e inobjetable (dados los intereses comerciales en juego). Realizada la transferencia, los actores y actrices beneficiados construyen un discurso que justifique que eso era lo correcto y que el público así lo avala.

Eso sí, por suerte, el punto de vista de Martínez blanquea algo que otros se empecinan en negar: existe una literatura capitalista. O en otras palabras: existe una literatura que convive pacíficamente con este sistema económico y escribe a favor de su perpetuación. A las pruebas me remito:
Por todas estas fatigantes obviedades digo que la cuestión del mercado es para el verdadero escritor una no cuestión: el escritor compra una resma de hojas nuevas y se sienta a librar una batalla privada con su obra. [...] Durante todo el proceso de la escritura la cuestión del mercado, de un supuesto público y de si realmente podrá venderle a alguien su novela es algo que ni siquiera se le cruza. Verdaderamente no le importa. Es decir, la cuestión del mercado no interfiere en el momento de creación de la obra, no la contamina, no la limita, no la desvía, no la determina. Es un ruido que aparece después, cuando su obra se pone en circulación bajo la forma de libro
Si no das el contexto, te podría parecer que eso del «verdadero escritor» lo ha dicho Roberto Bolaño; sin embargo, resulta que lo dice ¡todo un ganador del Premio Planeta con libros traducidos a no sé cuántos idiomas! Es decir, de nuevo, Martínez omite algo relevante: él ocupa una posición muy favorable en el entramado de la industria editorial, y eso le permite despreocuparse del mercado. Pero ¿cuántos escritores y escritoras hay con 3 o 4 novelas  —incluso más— que ven que su carrera literaria no termina de despegar y se preguntan tantas y tantas cosas cuando se sientan a escribir el siguiente libro? ¿Y a cuánta gente del gremio le fue más o menos bien con sus 2 o 3 primeros libros, creyó que podría vivir de lo que escribía, contrajo las deudas habituales —coche, hipoteca, hijos...—, luego sus ventas decayeron y ha terminado vendiendo su alma al diablo con tal de llegar a final de mes?

El mercado es lo más parecido al lado oscuro de la Fuerza.

Y lo es para quienes escriben, pero también para quienes venden pasteles, fabrican bicicletas o dan clases de ruso. El mercado, de hecho, es lo más parecido a la fuerza de la gravedad. ¿Por qué esta obsesión por presentar la literatura como una suerte de burbuja capaz de vivir al margen de la influencia de una fuerza tan omnímoda, tan capaz de deformarlo todo?

El «verdadero escritor», hay que joderse.

Por favor...

Y, por si faltara algo, con tal de justificar haber recibido premios —eso que no nombra—, Martínez dice lo siguiente ante las acusaciones de otros:
Paso por alto la ignorancia algo alarmante de esta licenciada [se refiere a Florencia Abbate], que parece desconocer que escritores como Abelardo Castillo, Isidoro Blaisten, David Viñas, Haroldo Conti o Marco Denevi surgieron o se consagraron a partir de certámenes literarios. También Borges y Cortázar participaron con humildad y mejor o peor suerte en certámenes en su época, antes de convertirse a su vez en jurados de muchos otros concursos
De repente, es como si toda esa gente que enumera hubiera vivido también, como nosotros, en la era de las multinacionales, los premios amañados y dotados de importes sustanciosos, los jefes de compra de manuscritos, los nichos de mercado, los márgenes de beneficio por encima del 15%, los adelantos en previsión de que vendas traducciones al macedonio o al eslovaco..., y demás poética del márketing. ¿No es alucinante? Tiene especial demérito, por lo demás, citar a Haroldo Conti en esa serie, un tipo que militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, que fue secuestrado por el Ejército y que es un desaparecido más de la última dictadura argentina... De repente, como quien no quiere la cosa, si el «público informado» se descuida, un escritor capitalista y uno revolucionario quedan en el mismo plano por la vía de los premios. ¿No resulta curioso?

*

Continuará... y terminará el próximo domingo, salvo que el texto vuelva a crecer de manera descontrolada, claro (cosa que intentaré que no suceda). 

*
Actualización (24/09/15): Finalmente, la reseña continuó y tuvo parte 3. Incluso fue coronada con un bonus track de un intercambio epistolar entre Tabarovsky e Ignacio Echevarría. A la parte 1, se accede por aquí.

9 de agosto de 2015

Literatura de izquierda (1), Damián Tabarovsky

Vayamos, primero, con una advertencia sobre el autor de Literatura de izquierda (Periférica, 2010): Damián Tabarovsky es un tío que va a un museo, ve uno de los experimentos monocromo —dicromo, tricromo, todocromo, como se llamen— de Rothko, te da un codazo en las costillas y, extático perdido, te dice: «Esto sí es que es arte, chaval: conceptual, refinado, inteligente...». Luego ve un Velázquez y te dice: «Mierda, pura mierda; mierda muy bien hecha, pero mierda figurativa al fin y al cabo». Y se queda tan ancho.

Lo digo por dejar claro desde un inicio desde dónde habla este escritor, editor, traductor y agitador cultural argentino. También cuál es mi urdimbre estética: la de un tipo que lo ha intentado varias veces con Rothko —y con algunos de sus abstractos secuaces— y que, salvo porque entiende intelectualmente la importancia de aquella ruptura estética, esos cuadros no le dicen gran cosa. En todo caso, suelen hacerle recordar una línea de la canción El museo, de Vainica Doble: «Me quiero ir a un mesón, pedir un tinto y una de jamón. / Oír las voces en la barra /  pedir, si acaso, una de gambas». Quiero decir: en materia de arte, necesito algún asidero más que la mera inteligencia intelectual.

Hasta ahí, digo, me da la materia gris, la educación estética, la paciencia pictórica o como quiera que se llame eso que te hace apreciar el arte abstracto... Algo que parece imprescindible para confraternizar con los postulados literarios de Tabarovsky.

Y hasta aquí este pequeño rodeo para explicar —hipérbole mediante— que Damián Tabarovsky, en la discusión entre el arte como medio o el arte como algo autónomo, apuesta de manera radical por lo segundo. De hecho, considera que la vanguardia literaria del siglo XXI debería profundizar en experiencias de escritura abstracta análogas a las pictóricas y radicalizarse en su investigación sobre el lenguaje (y sus límites). Para ello, se incardina en una tradición literaria que ve en Flaubert y en su trabajo con el lenguaje el punto de inflexión que permitió que aparecieran después escrituras como las de Mallarmé, Joyce, Robbe-Grillet, Sarraute, Ashbery, Roussel o Becket. Desde allí la línea llegaría hasta Copi, Libertella o Lamborghini, tres referentes de la literatura argentina más radical, extraña y marginal.


El mercado y la academia mataron a la estrella de la vanguardia

A la vista de que la vanguardia ha sido absorbida por el museo, la publicidad y la industria cultural, un vehemente autonomista del arte como Tabarovsky se pregunta si se puede hacer algo respecto. Es más: ¿estamos todavía a tiempo de hacerlo? Y en caso de que aún se pueda hacer algo, ¿qué?

En una suerte de movimiento gramsciano, Tabarovsky va del pesimismo de la inteligencia en su feroz diagnóstico de la situación al optimismo en la voluntad por ponerse manos a la obra y hacer. Así, responde de manera afirmativa a la primera pregunta —sí, todavía hay tiempo para revanguardizar la literatura— y plantea que la manera que tiene el arte de hacerlo —de oponerse al capitalismo— es radicalizarse, profundizar en su autonomía:
[...] Ahora la plástica se revela contra la figuración, la novela contra la narración, la poesía contra el sentido. Pero a diferencia de las vanguardias históricas no hay un tono festivo. El arte contemporáneo cuenta que ya no se puede contar el relato.

Eliminar lo real, a eso llamo abstracción. Eliminar lo real conduce a profundizar la autonomía del arte. Implica romper con cualquier dejo de mimetismo. Lamborghini es un escritor abstracto. Néstor Sánchez también. Son escrituras abstractas porque suspenden la creencia: no hay efecto de creencia en la producción, ya que no hay creencia en la representación del lenguaje; no hay creencia en la recepción, ya que hay un quiebre en los códigos de la narración naturalizada.

Quiero decir: profundizar la suspensión de la creencia, del mito, superar por fin toda metafísica y toda trascendencia, sin por ello sucumbir a la dominación técnica, a la academia y al mercado. Las experiencias radicales del arte y de la literatura ocupan esta posición.
En paralelo, añade que el arte que le interesa es aquel que combate cualquier canon. Y dado que su marco de referencia es la literatura argentina, centra su —excéntrico— discurso sobre él:
[...] allí donde hay un canon, hay que cargar contra él, cualquiera que sea el canon. No se trata de cambiar un paradigma por otro, sino de derribar la idea misma de paradigma. Si para mía algo tiene de interesante la literatura, es que permite derribar jerarquías. El asunto reside en de qué manera se carga contra un canon, con qué valores, desde qué lugar. Se puede hacer crítica del terror revolucionario desde el interior del propio deseo de la revolución, o puede uno volverse un De Maistre. La carga contra el nuevo canon, contra sus propiciadores y contra su herencia reciente es aceptable (y hasta imprescindible), lamentable en cambio es de qué forma se llevó a cabo, defendiendo qué valores literarios, qué idea de la escritura. Para ir al grano: se buscó salir de Puig-Lamborghini-Néstor Sáchez-Libertella-Fogwill-Aira-Guebel para reinstalar el café con leche. Increíble pero real.
El asunto del «café con leche» es un chiste que abre el ensayo y que funciona como metáfora del adocenamiento de la literatura argentina actual. Al parecer, una vez le preguntaron a la poeta Alejandra Pizarnik por qué nunca había escrito una novela y ella, muy sublime-sin-interrupción, contestó:
Porque en toda novela siempre hay un diálogo como este: 'Hola, cómo estás. ¿Querés una taza de café con leche?'.
Su respuesta le sirve a Tabarovsky para explicar el estado actual de la literatura argentina: ha renunciado, sin ni siquiera intentarlo —y ahí está el delito—, a cualquier atisbo experimental. Es una literatura cobarde, conformista, entregada de antemano al enemigo. El chiste también sirve para ilustrar algo de la propia estética tabarovskyana: según señala en esta entrevista en Eterna Cadencia, apenas ha escrito alguna línea de diálogo en sus novelas.

El origen de la renuncia de la literatura argentina a experimentar hay que buscarlo en la asfixiante presencia de dos grandes polos atractores: el mercado y la academia. Entre los dos han quebrado el campo literario. Ambos polos, cada uno en su terreno, han urdido un complejo entramado de intereses económicos, de convenciones estéticas y de consensos publicitarios que, a la postre, han devenido en un sofisticado «sistema de creencias» que oficia como vector director del gusto del público. La implantación de este credo mercantil y académico es tan grande, sus dogmas tienen tanta capacidad de irradiación y de penetración en la sociedad, que resulta muy complicado escribir al margen de él.

Para alumbrar ese nuevo canon, el capitalismo ha vaciado «de identidad y perspectiva» la tradición literaria de lo nuevo —aquello que suponía una ruptura estética con lo anterior— y la ha reformulado de acuerdo con su omnímoda visión economicista: ahora lo nuevo es «la mercancía más reciente». Por su parte, la academia, consciente de esa maniobra capitalista, se ha autoconvencido de que «el cambio, la ruptura y la novedad» ya no existen y de que cualquier producción literaria actual es una mera combinación lineal de las tradiciones anteriores. De algún modo, lo que intenta ser nuevo hoy nace ya siendo viejo. Eso nos lleva, según el autor, a una situación harto peculiar: la pulsión de lo nuevo en quienes escriben produce «efectos de escritura —novelas y poemas reales— que ni la academia ni el mercado logran asimilar».


La literatura de izquierda... según Tabarovsky

Quizá la maniobra más osada de este ensayo sea el robo y resignificación del sintagma «literatura de izquierda» al que asistimos. Tabarovsky coloca primero esa suerte de fuego prometeico en las cátedras universitarias —en su mayoría compuestas por intelectuales con militancia política en los 60 y 70—, para luego sacarlo de ahí y, sin despolitizarlo, resituarlo en un lugar cuyas coordenadas estén más relacionadas con las estéticas rupturistas. En su opinión, aquel profesorado universitario se adscribió de manera integrista al realismo social, Bertolt Brecht, el realismo mágico o el teatro sartreano, y fomentó así «su insensibilidad para con las escrituras más radicales». Es más: vivió divorciado de las vanguardias estéticas.

A eso, hay que unir el desinterés de las nuevas generaciones académicas por la vanguardia, algo que conlleva la desaparición del tono festivo en la literatura y la irrupción del tedio y la previsibilidad. También, claro, la instauración de un neoconservadurismo de tinte muy intelectual, enarbolado por los «brillantes profesores jóvenes, que no pueden pronunciar una frase sin citar a Osvaldo Lamborghini o a [Manuel] Puig» y cuya neolengua se caracteriza por expresiones tan curiosas como que «están "trabajando" tal autor, lo están "pensando", etc.». Su aportación a la literatura es haberla convertido en algo plúmbeo, sin vida, gracias a que sus libros suelen ser un aburrido intento por mostrarle a los demás académicos que saben ser intertextuales, desubjetivizados o lo que sea que diga su teoría literaria favorita.

Ante unos y otros, Tabarovsky aboga por una la literatura lúdica, esto es, que sea «un descanso, un pasatiempo, un extravío». También por una literatura que no piense ni dé sentido; al contrario, que lo congele y lo ponga en suspenso. «Es el mundo quien da sentido, y la literatura se opone al mundo», subraya. Y agrega: «La gracia de la literatura está en volcar: estaba haciendo surf y una ola me atrapó».

Eso sí, esa tabla de surf tiene trampa... No es tan hey, ho, let's go en plan punk simple y directo de los Ramones. Suena a eso y Tabarovksy, por momentos, parece querer venderlo así. Sin embargo, como es fácil contrastar a lo largo del ensayo, esa ola está alimentada por una gran erudición académica, incesantes plegarias para rebelarse contra la sintaxis o el hábito de polemizar como una manera de servirse del conflicto para construir el discurso literario. Es una ola muy culta, digo. Ultraintelectualizante. Que a veces parece querer hacer surf sin tabla, sin mar y gente en la playa, solo con la idea de querer hacer surf.

Por tanto, en este ensayo, la literatura de izquierda no tiene que ver con a qué partido votas, si escribes artículos en Diagonal, Píkara o Mundo Obrero o si tu literatura habla de lo social. En todo caso, tiene que ver con la radicalidad de tu actitud experimental, de tu propuesta estética. De hecho, el anatema tabarovskyano es la propensión actual a conformarse con escribir buenos libros —en el sentido de correctos, como salidos de un burocrático taller de corte y confección de escritura creativa—. El anatema son los libros limpios, pulcros, aseados, que no traen noticias de terra incognita alguna.

*

Intentaré que continúe la semana que viene... Pero vaya usted a saber qué desastres paranormales me esperan a la vuelta de este fin de semana. 

Actualización (24/09/15): Finalmente, la reseña continuó en dos entradas más: la 2 y la 3. Y fue coronada con un bonus track de un intercambio epistolar entre Tabarovsky e Ignacio Echevarría.