26 de julio de 2015

¡Alemania, Alemania!, Felipe Polleri

Sinceramente: desconozco hasta dónde puede llegar el delirio narrativo de Felipe Polleri. En ¡Alemania, Alemania! (Casa Editorial HUM, 2013) hay un tipo llamado Christopher Marlowe Shakespeare que dice haber ejecutado «al Fantasma de Marte» porque su sangre era un remedio estupendo para curarse una demartitis algo rebelde y que, sanado de sus ampollas, se pone en pareja con una sirena, con la que tiene un par de hijos. Hay otro, un tal... Parsifal, que dice ver pájaros invisibles y que sostiene haber asesinado, entre otras personas, a su madre, que al parecer era «la esposa del Dr. Mengele». Y hay un tercero, un señor llamado Antoine, que asegura tener implantada una Máquina de Ideas Negras «cerca del parietal izquierdo». En serio: ¿quién da más?

De hecho, a veces pienso que el loco, el demente o el paranoico es Felipe Polleri, y no alguno de sus narradores. Tanta imaginación desbordante, tanto narrador tullido, pobre y atormentadamente artístico, tanto delirio en formato nouvelle-collage empieza a parecerme sospechoso... Porque qué manera de desbarrar y de someter a «la Alta Cultura» al yugo de «la ordinariez de los patanes como yo que solo hablamos alemán de clase baja».

Y no es que sea un invento mío lo de que Polleri tiene una imaginación monstruosa; es que hasta lo menciona el propio autor a través del bávaro Parsifal, el segundo narrador de la novela:
Al fin de cuentas, no tengo la culpa si nací con esta imaginación tan... asquerosa. Nací escritor. Sé que no debía haber nacido, como no debió haber nacido la tristeza. Pero nací, sin haberlo pedido, y mi cabeza nació conmigo. Mi cabeza, mi imaginación: ese monstruo que soy. Sí. Mi imaginación es un monstruo repugnante, lo acepto, y mi trabajo no es otro que limpiar los excrementos de su jaula con estos papeles (y firmarlos como si yo mismo los hubiera escrito).

La novela como manicomio

¡Alemania, Alemania! es una novela compuesta por tres nouvelles típicamente pollerianas (las dos últimas incluyen fotos de cuadros y dibujos a mano). Si entre las tres forman o no una novela, es un debate tan estéril como ajeno a la estética entre surrealista y art brut del autor. Objetivamente, lo que encontramos en el libro son tres novelas cortas con tres narradores distintos: uno inglés (Christopher), otro alemán (Parsifal) y un tercero francés (Antoine), quienes, además de compartir vocación artística, resultan ser —o estar considerados— como enfermos mentales. A su manera, y con la Segunda Guerra Mundial como excusa, cada uno nos da un fogonazo sobre la locura y sus (incestuosas) relaciones con el arte.

Así, Chistopher ha estado internado montones de veces en el conandoylesco Doctor Watson Hospital y presenta una disociación de la identidad bastante curiosa: unos ratos dice ser Marlowe, otros Shakespeare y en ocasiones los dos. El wagneriano Parsifal tiene por psiquiatra a Hans Prinzhorn, famoso por la colección de arte que lleva su apellido, y que llegó a constar de 5000 obras elaboradas por 450 pacientes suyos, amén de influir notablemente en las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Según Parsifal, él ha escrito un libro titulado Observaciones sobre la escritura paranoica, cuyo prólogo se lo ha encargado... al propio Prinzhorn. Ahí es nada.

Por último, está Antoine, un tipo que asegura que le «instalaron la timidez en un quirófano clandestino y oxidado» y que se autodefine como «un artista famoso que se cree lleno de máquinas (del Insomnio, de las Ideas Negras, etcétera, etcétera), ubicadas por los altos círculos del Poder en su cabeza, en su vientre, en su mano derecha (la que escribe, pinta y recorta), en su mismísima vejiga, etcétera, etcétera)». Según él, y si yo he entendido bien, está —o se siente— encerrado en su cuerpo y a este ha decidido llamarlo Charenton, en honor a la prisión en que fue encerrado el marqués de Sade. 

Si algún lector busca buenos modales literarios, una relación complaciente con el lenguaje o con la trama, orden y concierto sentimental, etcétera, etcétera, ya puede ir buscando otro libro (o leer este y dejar que su aburrida vida literaria cambie por fin). ¡Alemania, Alemania!, como las otras dos novelas que he leído de Polleri —Los sillones marchitos y La inocencia—, son para valientes de las emociones estéticas. Las tres son un puro ¡vamos a destrozarlo todo, carajo!


De mayor, quiero ser niño-monstruo

En algún lugar leí que Polleri siempre escribe la misma novela. Y es cierto: las novelas de Polleri se parecen mucho entre sí, y uno no sabe si entre todas forman un gran mosaico sobre el poder destructor de este mundo tan inhumano en nuestra psique o si cada una es un intento por conseguir el artefacto textual perfecto que permita arrojarlo a la sociedad y hacerla saltar por los aires. El caso es que las novelas se parecen entre sí, y sin embargo uno siente que está bien que así sea, que ese es el camino correcto para un autor cuyo destino parece ser legarnos una suerte de furiosas, divertidas y libérrimas Variaciones Goldberg de la locura artística.

La narrativa de Polleri, de hecho, está escrita con la misma libertad con que un niño inventa historias. Un «niño-monstruo», aclararía Antoine. Un niño que, como dice algún verso por ahí, en realidad, es el padre del «adulto-monstruo» en el que nos convertimos. El «niño-monstruo» es el que hace rato que perdió la inocencia y sabe que «este es un mundo malvado y, en consecuencia, los malvados son los dueños de este mundo», y que por tanto lo mejor que puede hacer es cagarse en el mercado, la academia y el reseñismo —algo que hacen literalmente los tres narradores de ¡Alemania, Alemania!—, y entregarse al delirio narrativo más furibundo, al intento de recuperar «la euforia de vivir» que alguien nos extirpó sin que nos diéramos cuenta.

Parsifal, en pleno acceso de esplín baudeleriano, nos lo aclara en estos términos: 
Suelo estar triste, excepto cuando escribo. Escribir me hace feliz, no sé si me entienden. Imagínense que ganaron mucho dinero: así.
Y Christopher, por su parte, nos da el ingrediente secreto —una directriz estética digna del surrealismo— para experimentar semejante éxtasis:
¿Divago? No importa. Los muertos, a falta de un mundo concreto que nos ancle, volamos de un lado a otro como las cenizas del gueto de Varsovia.
Sin embargo, el niño-monstruo es, valga el juego de palabras, monstruo por algo. Es porque convive con el hombre-monstruo, que es quien le enseña «a pagar las facturas, o entender los instructivos, a hablar de los grandes temas con esa voz oscura, peligrosa, etcétera, que aterroriza a los charlatanes, y sobre todo a los visitantes». El niño-monstruo es quien divaga y vuela sin ancla mientras coquetea con lo absurdo, lo abstracto o lo surrealista; el hombre-monstruo es quien envenena esas divagaciones con sus negras preocupaciones y las hace aterrizar, en el momento más inesperado, sobre un mundo bien concreto, bien cotidiano:
No puedo respetar, ni entender o soportar, a quienes nunca hayan llorado sobre una factura. Esos hijos de mamá, esos cobardes, que nunca serán hombres, porque solo los hombres, y más los artistas, lloran sobre las facturas, como papá, que era un hombre y un artista, hasta que las facturas y la Máquina de las Lágrimas lo asesinaron, poco a poco, como asesinan las facturas, mes a mes, lenta e inexorablemente, con ayuda de la Máquina del Cáncer y la Máquina de la Angustia, para no hablar de la Máquina de la Humillación porque tenía que rogar (sinónimos: arrodillarse, mendigar) a sus amigos y parientes sabiendo que le dirían que no, una y otra vez, mendigar para que te humillen, y finjan apiadarse, o directamente se rían a tus espaldas, como se ríen de mí (y de mi nerviosismo, de mi timidez, etcétera, etcétera) y de mi locura, aunque yo jamás le pedí nada a nadie, salvo una o dos veces para que se rieran a mis espaldas o fingieran apiadarse de mi "pobre familia", esos cobardes, sí, cobardes, nacidos para la avaricia y la mezquindad, nacidos para todos los meses del año pagar sus facturas, cómodamente, desde la cuna, mis enemigos.

¡Contra los altos círculos del Poder!

Polleri compone novelas cuyo destino es no ser entendidas (o al menos malentendidas en un 64,33 %). De hecho, son textos que se resisten, como gato panza arriba, a ser ordenados por inteligencias convencionales, es decir, por aquellas acostumbradas a redactar manuales de instrucciones para «ensamblar un avioncito o una central nuclear o un Estado: parlamentario, monárquico, etcétera, etcétera». O dicho de otro modo: las novelas de Polleri se oponen a toda fuerza civilizadora, humanista y racional. De hecho, ni terminan —en el sentido clásico del término— ni resuelven los problemas que atraviesan a los personajes ni nada de nada; están concebidas como si el efecto buscado fuera que una recua de caballos salvajes pasara al galope por encima del lector. Lo que queda después de todo eso, la resonancia de lo leído, es lo que te quiere contar Polleri.

Y si hubiera que buscarle algún porqué a su escritura, en mi humilde opinión, recurriría a lo que nos dice el bueno de Antoine: esta es una literatura diseñada para hackear y desinstalar «todas las Máquinas que los carniceros nos instalaron en el cuerpo y, especialmente, en la cabeza». Las novelas de Polleri sirven para eso: para desinstruir, para deseducar, para desautomatizar los resortes y convenciones; para combatir, en definitiva, la programación cultural que nos inocularon —y nos siguen inoculando— los «altos círculos del Poder»:
¿Quién soy esta mañana? ¿Quién soy mañana? ¿Quién soy ayer? ¿Quién soy ahora, esta noche? La identidad es como un manual o instructivo, etcétera, que repasamos todos los días para hacer lo mismo todos los días y creer, y hacerle creer a los demás, que somos los mismos, idénticos al de ayer y al de mañana, etcétera, etcétera. Pero alguien, seguramente un enemigo, o cuatro o cinco, quemó mi instructivo o manual, porque tengo enemigos muy poderosos en los altos círculos del Poder, enemigos poderosos, muy poderosos, y cada día pierdo medio día o tres cuartos en saber quién soy, lo que me destroza los nervios, soy muy nervioso, y tímido, y cuando empiezo a sospechar quién soy o, mejor dicho, qué cosa soy, ya me siento tan cansado, agotado, exhausto, etcétera, etcétera, que se me cierran los ojos, si tengo ojos, y mi cuerpo, si tengo cuerpo, rebota contra la camilla y sueño con un hotel blanco a orillas del mar que una noche el mar sumergió y llenó de delfines atrapados en las ventanas.
Eso sí, a pesar de la pertinencia de la desinstalación de máquinas como la de la Angustia, la de la Humillación o la de las Facturas, la que más nos tienta a algunos —por razones obvias— es esta otra:
Se puede romper la Máquina de Escribir, que nos instalaron al nacer, usándola. Después de diez o veinte años o generalmente treinta años de uso ininterrumpido, insisto, ininterrumpido, sus tornillos y engranajes empiezan a desgastarse, aflojarse, fisurarse, etcétera, etcétera. Todo está en escribir estupideces, mentiras, instructivos, etcétera, treinta o cuarenta o cincuenta años seguidos; rota la Máquina de Escribir, uno ya puede escribir con la infinita libertad de un recién nacido sobre las otras máquinas, porque las otras máquinas siguen funcionando como siempre para que la vida sea tan espantosa como antes de romper la Máquina de Escribir.

*

PD 01. En estos dos vídeos (1 y 2), Felipe Polleri explica, por ejemplo, su teoría sobre el enfriamiento y calentamiento en una novela y divaga un rato sobre cuestiones de su técnica narrativa. El videotráiler de ¡Alemania, Alemania! tiene su cosita; merece la pena verlo.

PD 02. Este artículo, publicado a principios de 2015 en 20 Minutos, y este otro del psiquiatra Adrián Gramary dan buena cuenta de la influencia de la Colección Prinzhorn en Jean Dubufett (creador del art brut), los surrealistas o los expresionistas. De hecho, la colección —o parte de ella— tuvo el honor de ser considerado arte depravado por los nazis y formó parte de la Entartete Kunst.

2 comentarios:

  1. Interesante autor, Arribas. Gracias de nuevo y ahora una pregunta: ¿ha leido algo de Franzen? ¿que le parece? Un saludo y buen verano, que seguro que usted anda en alguna playa atestada del Mediterráneo.

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  2. Muchas gracias por la lectura, Anónimo. Y no, no he leído a Franzen. Es más: no sé si llegaré a hacerlo algún día: según mi sistema de prejuicios, es un autor que habla de la clase media estadounidense... Y a mí, honestamente, me interesa poco ese asunto, tantas veces contado, desde tantas perspectivas, por el que siento tan poca afinidad vital. Tú dirás lo mucho o poco que me pierdo por no leerlo.

    PD. Yo soy más, como se ve en el blog, de perderme por Uruguay, Argentina o España.

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