26 de julio de 2015

¡Alemania, Alemania!, Felipe Polleri

Sinceramente: desconozco hasta dónde puede llegar el delirio narrativo de Felipe Polleri. En ¡Alemania, Alemania! (Casa Editorial HUM, 2013) hay un tipo llamado Christopher Marlowe Shakespeare que dice haber ejecutado «al Fantasma de Marte» porque su sangre era un remedio estupendo para curarse una demartitis algo rebelde y que, sanado de sus ampollas, se pone en pareja con una sirena, con la que tiene un par de hijos. Hay otro, un tal... Parsifal, que dice ver pájaros invisibles y que sostiene haber asesinado, entre otras personas, a su madre, que al parecer era «la esposa del Dr. Mengele». Y hay un tercero, un señor llamado Antoine, que asegura tener implantada una Máquina de Ideas Negras «cerca del parietal izquierdo». En serio: ¿quién da más?

De hecho, a veces pienso que el loco, el demente o el paranoico es Felipe Polleri, y no alguno de sus narradores. Tanta imaginación desbordante, tanto narrador tullido, pobre y atormentadamente artístico, tanto delirio en formato nouvelle-collage empieza a parecerme sospechoso... Porque qué manera de desbarrar y de someter a «la Alta Cultura» al yugo de «la ordinariez de los patanes como yo que solo hablamos alemán de clase baja».

Y no es que sea un invento mío lo de que Polleri tiene una imaginación monstruosa; es que hasta lo menciona el propio autor a través del bávaro Parsifal, el segundo narrador de la novela:
Al fin de cuentas, no tengo la culpa si nací con esta imaginación tan... asquerosa. Nací escritor. Sé que no debía haber nacido, como no debió haber nacido la tristeza. Pero nací, sin haberlo pedido, y mi cabeza nació conmigo. Mi cabeza, mi imaginación: ese monstruo que soy. Sí. Mi imaginación es un monstruo repugnante, lo acepto, y mi trabajo no es otro que limpiar los excrementos de su jaula con estos papeles (y firmarlos como si yo mismo los hubiera escrito).

La novela como manicomio

¡Alemania, Alemania! es una novela compuesta por tres nouvelles típicamente pollerianas (las dos últimas incluyen fotos de cuadros y dibujos a mano). Si entre las tres forman o no una novela, es un debate tan estéril como ajeno a la estética entre surrealista y art brut del autor. Objetivamente, lo que encontramos en el libro son tres novelas cortas con tres narradores distintos: uno inglés (Christopher), otro alemán (Parsifal) y un tercero francés (Antoine), quienes, además de compartir vocación artística, resultan ser —o estar considerados— como enfermos mentales. A su manera, y con la Segunda Guerra Mundial como excusa, cada uno nos da un fogonazo sobre la locura y sus (incestuosas) relaciones con el arte.

Así, Chistopher ha estado internado montones de veces en el conandoylesco Doctor Watson Hospital y presenta una disociación de la identidad bastante curiosa: unos ratos dice ser Marlowe, otros Shakespeare y en ocasiones los dos. El wagneriano Parsifal tiene por psiquiatra a Hans Prinzhorn, famoso por la colección de arte que lleva su apellido, y que llegó a constar de 5000 obras elaboradas por 450 pacientes suyos, amén de influir notablemente en las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Según Parsifal, él ha escrito un libro titulado Observaciones sobre la escritura paranoica, cuyo prólogo se lo ha encargado... al propio Prinzhorn. Ahí es nada.

Por último, está Antoine, un tipo que asegura que le «instalaron la timidez en un quirófano clandestino y oxidado» y que se autodefine como «un artista famoso que se cree lleno de máquinas (del Insomnio, de las Ideas Negras, etcétera, etcétera), ubicadas por los altos círculos del Poder en su cabeza, en su vientre, en su mano derecha (la que escribe, pinta y recorta), en su mismísima vejiga, etcétera, etcétera)». Según él, y si yo he entendido bien, está —o se siente— encerrado en su cuerpo y a este ha decidido llamarlo Charenton, en honor a la prisión en que fue encerrado el marqués de Sade. 

Si algún lector busca buenos modales literarios, una relación complaciente con el lenguaje o con la trama, orden y concierto sentimental, etcétera, etcétera, ya puede ir buscando otro libro (o leer este y dejar que su aburrida vida literaria cambie por fin). ¡Alemania, Alemania!, como las otras dos novelas que he leído de Polleri —Los sillones marchitos y La inocencia—, son para valientes de las emociones estéticas. Las tres son un puro ¡vamos a destrozarlo todo, carajo!


De mayor, quiero ser niño-monstruo

En algún lugar leí que Polleri siempre escribe la misma novela. Y es cierto: las novelas de Polleri se parecen mucho entre sí, y uno no sabe si entre todas forman un gran mosaico sobre el poder destructor de este mundo tan inhumano en nuestra psique o si cada una es un intento por conseguir el artefacto textual perfecto que permita arrojarlo a la sociedad y hacerla saltar por los aires. El caso es que las novelas se parecen entre sí, y sin embargo uno siente que está bien que así sea, que ese es el camino correcto para un autor cuyo destino parece ser legarnos una suerte de furiosas, divertidas y libérrimas Variaciones Goldberg de la locura artística.

La narrativa de Polleri, de hecho, está escrita con la misma libertad con que un niño inventa historias. Un «niño-monstruo», aclararía Antoine. Un niño que, como dice algún verso por ahí, en realidad, es el padre del «adulto-monstruo» en el que nos convertimos. El «niño-monstruo» es el que hace rato que perdió la inocencia y sabe que «este es un mundo malvado y, en consecuencia, los malvados son los dueños de este mundo», y que por tanto lo mejor que puede hacer es cagarse en el mercado, la academia y el reseñismo —algo que hacen literalmente los tres narradores de ¡Alemania, Alemania!—, y entregarse al delirio narrativo más furibundo, al intento de recuperar «la euforia de vivir» que alguien nos extirpó sin que nos diéramos cuenta.

Parsifal, en pleno acceso de esplín baudeleriano, nos lo aclara en estos términos: 
Suelo estar triste, excepto cuando escribo. Escribir me hace feliz, no sé si me entienden. Imagínense que ganaron mucho dinero: así.
Y Christopher, por su parte, nos da el ingrediente secreto —una directriz estética digna del surrealismo— para experimentar semejante éxtasis:
¿Divago? No importa. Los muertos, a falta de un mundo concreto que nos ancle, volamos de un lado a otro como las cenizas del gueto de Varsovia.
Sin embargo, el niño-monstruo es, valga el juego de palabras, monstruo por algo. Es porque convive con el hombre-monstruo, que es quien le enseña «a pagar las facturas, o entender los instructivos, a hablar de los grandes temas con esa voz oscura, peligrosa, etcétera, que aterroriza a los charlatanes, y sobre todo a los visitantes». El niño-monstruo es quien divaga y vuela sin ancla mientras coquetea con lo absurdo, lo abstracto o lo surrealista; el hombre-monstruo es quien envenena esas divagaciones con sus negras preocupaciones y las hace aterrizar, en el momento más inesperado, sobre un mundo bien concreto, bien cotidiano:
No puedo respetar, ni entender o soportar, a quienes nunca hayan llorado sobre una factura. Esos hijos de mamá, esos cobardes, que nunca serán hombres, porque solo los hombres, y más los artistas, lloran sobre las facturas, como papá, que era un hombre y un artista, hasta que las facturas y la Máquina de las Lágrimas lo asesinaron, poco a poco, como asesinan las facturas, mes a mes, lenta e inexorablemente, con ayuda de la Máquina del Cáncer y la Máquina de la Angustia, para no hablar de la Máquina de la Humillación porque tenía que rogar (sinónimos: arrodillarse, mendigar) a sus amigos y parientes sabiendo que le dirían que no, una y otra vez, mendigar para que te humillen, y finjan apiadarse, o directamente se rían a tus espaldas, como se ríen de mí (y de mi nerviosismo, de mi timidez, etcétera, etcétera) y de mi locura, aunque yo jamás le pedí nada a nadie, salvo una o dos veces para que se rieran a mis espaldas o fingieran apiadarse de mi "pobre familia", esos cobardes, sí, cobardes, nacidos para la avaricia y la mezquindad, nacidos para todos los meses del año pagar sus facturas, cómodamente, desde la cuna, mis enemigos.

¡Contra los altos círculos del Poder!

Polleri compone novelas cuyo destino es no ser entendidas (o al menos malentendidas en un 64,33 %). De hecho, son textos que se resisten, como gato panza arriba, a ser ordenados por inteligencias convencionales, es decir, por aquellas acostumbradas a redactar manuales de instrucciones para «ensamblar un avioncito o una central nuclear o un Estado: parlamentario, monárquico, etcétera, etcétera». O dicho de otro modo: las novelas de Polleri se oponen a toda fuerza civilizadora, humanista y racional. De hecho, ni terminan —en el sentido clásico del término— ni resuelven los problemas que atraviesan a los personajes ni nada de nada; están concebidas como si el efecto buscado fuera que una recua de caballos salvajes pasara al galope por encima del lector. Lo que queda después de todo eso, la resonancia de lo leído, es lo que te quiere contar Polleri.

Y si hubiera que buscarle algún porqué a su escritura, en mi humilde opinión, recurriría a lo que nos dice el bueno de Antoine: esta es una literatura diseñada para hackear y desinstalar «todas las Máquinas que los carniceros nos instalaron en el cuerpo y, especialmente, en la cabeza». Las novelas de Polleri sirven para eso: para desinstruir, para deseducar, para desautomatizar los resortes y convenciones; para combatir, en definitiva, la programación cultural que nos inocularon —y nos siguen inoculando— los «altos círculos del Poder»:
¿Quién soy esta mañana? ¿Quién soy mañana? ¿Quién soy ayer? ¿Quién soy ahora, esta noche? La identidad es como un manual o instructivo, etcétera, que repasamos todos los días para hacer lo mismo todos los días y creer, y hacerle creer a los demás, que somos los mismos, idénticos al de ayer y al de mañana, etcétera, etcétera. Pero alguien, seguramente un enemigo, o cuatro o cinco, quemó mi instructivo o manual, porque tengo enemigos muy poderosos en los altos círculos del Poder, enemigos poderosos, muy poderosos, y cada día pierdo medio día o tres cuartos en saber quién soy, lo que me destroza los nervios, soy muy nervioso, y tímido, y cuando empiezo a sospechar quién soy o, mejor dicho, qué cosa soy, ya me siento tan cansado, agotado, exhausto, etcétera, etcétera, que se me cierran los ojos, si tengo ojos, y mi cuerpo, si tengo cuerpo, rebota contra la camilla y sueño con un hotel blanco a orillas del mar que una noche el mar sumergió y llenó de delfines atrapados en las ventanas.
Eso sí, a pesar de la pertinencia de la desinstalación de máquinas como la de la Angustia, la de la Humillación o la de las Facturas, la que más nos tienta a algunos —por razones obvias— es esta otra:
Se puede romper la Máquina de Escribir, que nos instalaron al nacer, usándola. Después de diez o veinte años o generalmente treinta años de uso ininterrumpido, insisto, ininterrumpido, sus tornillos y engranajes empiezan a desgastarse, aflojarse, fisurarse, etcétera, etcétera. Todo está en escribir estupideces, mentiras, instructivos, etcétera, treinta o cuarenta o cincuenta años seguidos; rota la Máquina de Escribir, uno ya puede escribir con la infinita libertad de un recién nacido sobre las otras máquinas, porque las otras máquinas siguen funcionando como siempre para que la vida sea tan espantosa como antes de romper la Máquina de Escribir.

*

PD 01. En estos dos vídeos (1 y 2), Felipe Polleri explica, por ejemplo, su teoría sobre el enfriamiento y calentamiento en una novela y divaga un rato sobre cuestiones de su técnica narrativa. El videotráiler de ¡Alemania, Alemania! tiene su cosita; merece la pena verlo.

PD 02. Este artículo, publicado a principios de 2015 en 20 Minutos, y este otro del psiquiatra Adrián Gramary dan buena cuenta de la influencia de la Colección Prinzhorn en Jean Dubufett (creador del art brut), los surrealistas o los expresionistas. De hecho, la colección —o parte de ella— tuvo el honor de ser considerado arte depravado por los nazis y formó parte de la Entartete Kunst.

19 de julio de 2015

Divorcio en el aire, Gonzalo Torné

Una novela suele darnos un punto de vista. Si, además, la voz cantante la lleva un narrador en 1.ª persona, eso suele verse aún más claro. En Divorcio en el aire (Random House, 2013), de Gonzalo Torné, la voz que narra es fácilmente parametrizable porque ella misma nos ofrece montones de datos sobre sí misma. De hecho, quizá la verbosidad sea el rasgo más sobresaliente de Joan-Marc Miró, que así se llama el narrador y quien, de algún modo, nos cuenta cómo ve él la vida.

A manera de relámpago informativo, ahí va una suerte de identik del susodicho Miró:
  • Varón de unos 55 años y 190 cm de altura.
  • Hijo del típico adinerado industrial catalán venido a menos.
  • Licenciado en ADE, con un MBA fuera de España.
  • Divorciado (dos veces, una de ellas de Helen, una chica estadounidense).
  • Ecosistema social: zona noble de Barcelona, entre Bonanova y Rocafort. 
  • Otros datos de interés: aficionado del Español (aunque sin estridencias), jugó al baloncesto en su adolescencia y domina el inglés. Pasó una temporada golfa en Madrid, y fue feliz; se ve obligado a trabajar en Barcelona, y sufre.
  • Cosmovisión personal (una vez arruinado el patrimonio familiar y puesto a buscar trabajo): 
«Constructores, promotores, urbanistas, médicos dedicados al doping... las personas con esa profesión basta y bien remunerada necesitan a uno como yo, expulsado por un abuso de las circunstancias de los palacios de la protección económica, pero con gusto adquirido y consolidado, y un padre capaz de distinguir el azul vincapervinca y las notas de perfume de Chipre. La cabeza de estos pobres tipos está sobrecargada de siluetas borrosas de coches, relojes y telas de fantasía, pero necesitan un sherpa de lujo, un connaisseur (...)».
Pues eso, basta escucharlo hablar sobre sí mismo para darse cuenta de que Joan-Marc Miró tiene todas las papeletas para ser un tipo insufrible. Y, como yo me he leído la novela entera, puedo afirmar que sí, que es un gilipollas integral y que lo más suave que se puede decir de él es que es un niño bien de la burguesía catalana que no sabe qué hacer con su vida porque nunca se lo ha tenido que currar para sobrevivir. También que sus valores morales son reprobables y que se obstina en camuflar su mediocridad emocional tras un supuesto gusto refinado y sofisticado. En fin, una pena de ser humano, pese a su abrumadora y exquisita facundia.

Manierismo: cal y arena


Esa alta capacidad retórica que muestra Joan-Marc Miró —véanse los fragmentos que cito más abajo—, mirada con generosidad, puede funcionar como una suerte de metáfora del buen gusto que profesa el personaje. Es decir: un concepto en sí mismo de lo que representa el refinamiento —vincapervinca— burgués; incluso de esa idea tan extendida de que escribir bien implica lucirse, alardear, umbralizar de mortal y rosa la sintaxis y buscar así el sublime arabesco sin interrupción. O dicho de otro modo: escribir vendría a ser una suerte de ejercicio estilístico, meramente técnico y preciosista (donde CR7 y su arte para regatearse a sí mismo en mediocampo sería una alegoría bastante adecuada).

Analizada desde el ángulo opuesto, esa verba tan inflamada a tiempo completo, tan llena de palabras egregias y eximias y bombásticas y campanudas y tan ínclitas-razas-ubérrimas-sangre-de-Hispania-fecunda —y todo lo que usted quiera añadir—, es una suerte de príapo lírico que difícilmente puede sostenerse durante 300 páginas. No hay lector ni autor que pueda con algo así (ni aunque el autor se llame Nabokov ni aunque al lector lo atiborren de azulenco o azulino Viagra).

Y es que el narrador de esta novela, el ínclito y verborrágico Joan-Marc Miró —que parece ser el personaje de una novela anterior, Hilos de sangre, que no he leído, todo sea dicho— se expresa por ejemplo así:
Yo era un muchacho al que le gustaban los fulares y montar a caballo, que no podía beber coñac en una copa si no tenía la boca estrecha para concentrar el aroma, que reprimía a duras penas la costumbre paterna de llamar al camarero con una palmada y al que de niño una señora contratada para diversos efectos que encajaban con el desusado nombre de «servicio» acudía cada mañana para ponerle los calcetines y doblar el pijama [...]. Y Helen era la criatura con la que me había desposado: ignorante, tosca, impertinente, pero audaz y cargada de energía y viveza, la chica que me había arrancado la piel de finolis, de llepafils, el tegumento de buena educación que me recubría; la chica con la que me había arrojado, sin otra protección que mi sensible dermis a la zona turbia, caliente y tumultuosa del vivero humano. Bajo la primera capa de estrellas de aquel cielo despejado, bajo todo aquel polvo luminoso que nos rociaba de energía desde coordenadas atestadas de materia inerte, comprobé con mi pulso cómo amaba su vulgaridad sana y vivaz [...].
Dejo a un lado la manera en que este Joan-Marc nos describe su matrimonio o las razones que da para casarse; que el personaje sea reprobable, en términos ficcionales, no quiere decir nada. Me centro en las palabras que emplea para hablarnos de ese asunto —desposado, tegumento, dermis...— y en cómo las utiliza. Honestamente: hay que tener valor para describirse así a través de ellas y no caer en la cuenta de que serás recordado como el repelente niño Vicente (o como Muñoz Molina y su famosos élitros).

Sin embargo, en ocasiones, ese manierismo del narrador se transforma en un estilo brillante, incisivo, audaz. Incluso en la marca de calidad de un autor que tiene todas las palabras en su mano y que, además de lucirse con los fuegos artificiales, consigue hincarle el diente a la realidad con precisión, de una manera propia, diferente a cómo lo hacen otros autores y autoras:
Lo que Helen me contó sentada en el sofá, con las piernas cruzadas a lo indio, lo que me dijo en bata frente a la puerta entreabierta del frigorífico, mientras esperaba que su pulso se decidiera por fin a derramar algo de leche dentro de la taza, lo que pude entender mientras daba vueltas sobre las sábanas (y mi nervio óptico captaba a cada medio giro la marca del elástico en la zona baja de la nalga: una ranura entre la carne de menos de un centímetro de profundidad), lo que me contó y creí entender desembocaba cada vez en el mismo paso cortado.

—Me pasé la infancia tratando de gustarle.
Helen me dijo (mientras sorbía un zumo de tomate convencida de que aquel brebaje barrería el alcohol de su sangre) que de niña se impuso crecer bonita para no defraudarle. Me dijo que se agarraba a sus brazos y le gritaba: «Te quiero, te quiero», y que le hubiese bastado con oír un «Yo también», un «Claro que sí», un «Y yo», un eco de aprobación. Me dijo que se ofrecía como obsequio, que cantaba y dibujaba para alegrarle una hora a Rupert [su padre], de adolescente se atormentaba con la línea para ser una buena saltadora, quería ganarse al menos el respeto paterno. No lo logró.

Resumiendo: me pasa como con las novelas de Francisco Umbral, las de Nabokov y algún otro —¿Juan Benet?—: siempre estoy a punto de abandonarlas —y muchas veces hasta las abandono—, pero otras veces sigo leyéndolas por si se me pega algún paralelismo sintáctico, media prosapódisis, tres cuartos de diálage con bifurcaciones sinonímicas, en fin, esas cosas que se te pegan de los estilistas cuando menos te lo esperas. Para lo bueno y lo malo, Torné pertenece a esa estirpe de novelistas.
 

La cultura de la queja (y no hacer nada)

De todos modos, mi problema con el personaje de Joan-Marc Miró no es que me caiga mal porque me parezca un vago, un egocéntrico, un machista o un inmaduro incapaz de reconstruir las relaciones con sus padres, es decir, un representante bastante ejemplar de eso que Santiago Alba Rico llama la «cultura de los solteros». No. No es eso: puedo sentir simpatía literaria por personajes que preferiría mantener alejados de mi vida personal, como el cura guerillero Santa Cruz del final de la trilogía carlista de Valle-Inclán o Boyd Crowder, de Justified. Mi problema con Miró aparece cuando le pregunto, en plan Alejandro Gándara, qué quiere contarme, por qué y para qué... O dicho de otro modo: ¿qué quiere de mí como lector?

En esencia, lo que nos cuenta Divorcio en el aire es que los hijos de los ricos también sufren, que son unos zopencos afectivos y que el dinero no compra la felicidad, por más que sirva para pagar un MBA en alguna universidad de las que salen en las pelis:
Tantos años en la escuela, en el instituto, en la universidad, en esos másters de pacotilla, y lo que de verdad me hubiese favorecido es alguien que me enseñase a manejarme en el fluido turbulento de deseos, malestares fisiológicos, ideas latosas y oleadas de impresiones sensoriales que me ahogarán un día de estos: un profesor de realismo, eso sí que no tendría precio.
Lejos de ser la única vez que menciona este asunto, la idea aparece con (siempre grandilocuentes, claro) palabras aquí y allá. Que si me «asusta pensar en las dimensiones de la leprosería afectiva que disimula nuestra autosuficiente sociedad tecnológica», que si todo quisque oculta «alguna fractura» o arrastra «alguna minusvalía emocional», que si... Etcétera. Lo dicho: los ricos también lloran y los hijos de la burguesía catalana, al parecer, más aún.

Pues bien: ¿y?

Uno de mis problemas con la novela es que se queda ahí: 300 páginas de alguien que se queja y no hace nada por resolver aquello de lo que se queja. Y eso, al final, por mucho príapo lírico, aburre. Y, sobre todo, decepciona cuando te das cuenta de que, en realidad, la novela parece estar construida tan solo para exhibir la potencia de un aparato técnico: la capacidad de escribir 300 páginas sin recurrir a un solo capítulo y entregándose a toda clase de juegos con el fraseo, los saltos temporales, etc. Para entendernos: Divorcio en el aire es un apartaos-todos-que-aquí-vengo-yo en plan García Márquez con el buque y Eréndira, pero en versión extended play.


¿Una comedia?

De todos modos, hasta ahí yo no tenía mayores problemas con la novela. Si bien podía coincidir o no con las búsquedas estéticas de Torné, me la había leído entera y no me dolía el tiempo invertido en ello. Sin embargo, un buen día topé con una entrevista al autor y terminó de ajustar mi opinión sobre Divorcio en el aire. En concreto, a partir de este fragmento:
Mi idea era hacer un personaje que por sus actos sea ciertamente reprobable. Sus opiniones funcionan a rachas: unas con lucidez, y otras con un montón de prejuicios repugnantes. Pero al mismo tiempo, buscaba conmover al lector con aquello que el personaje sufre, con lo que padece (separación, problema económico, el final del tiempo…). El lector creo que puede empatizar precisamente con lo que sufre, no con lo que hace. Plantea un modelo que no queremos ser, pero le pasa algo que sí nos podría pasar a nosotros. Por eso te hablaba antes del tono de comedia buscado, porque no te puedes tomar en serio al personaje, pero sin embargo, lo que le pasa sí es muy serio.
Si no lo leo no lo creo: «una especie de comedia».

Y, hasta donde leo, el autor no es el único en decirlo; algunos comentaristas —véase esta entrevista glosada en Voz Pópuli o esta reseña en Revista de Letras— usan términos como «comedia encubierta» o «tragicomedia íntima». Y todos, por supuesto, se fijan en lo bien que escribe Torné, pero parecen incapaces de ver más allá de su malabarismo técnico. De hecho, me encantaría que alguien me explicase qué tiene de comedia esta novela, porque yo solo he esbozado media sonrisa aquí y allá fascinado por los arabescos del autor. Poco más.

Aun a riesgo de parecer un timorato y de carecer del más elemental sentido del humor —sobre todo ahora que lo de Guillermo Zapata está tan en boga—, me limito a dar 5 hitos a modo de rápida y poco exhaustiva taxonomía del ecosistema social de esta novela. Una novela, aclaro, que transcurre en clave realista (no hay ni delirio ni tono lisérgico ni alucinatorio ni nada que se le parezca):
  • Hay mujeres de las que se dice que gozan de arrojarse a los «almohadones machistas» y que han puesto todas las fichas en su cuerpo para no tener que trabajar.
  • Hay parejas incapaces de respetarse mutuamente y que lo resuelven todo (o casi) con alcohol, gritos, mentiras y peleas. Es más: ella le clava un cuchillo en la espalda a él y él la viola a ella en pleno intento de reconciliación.
  • Hay tensiones entre varones paternalistas sabelotodo que se escudan en la religión del gintonic y mujeres que pueden profesar las más extrañas creencias y rituales de psicomagia (¡incluida la de pintarse la cara con su propia menstruación en un momento de frustración máxima!).
  • Hay hijos fruto de una crisis matrimonial y que fueron concebidos como un —fallido— motorcito de esperanza para la relación de sus padres, y que a cambio hoy son personas de estructura mental endeble y que en algún momento flirtean con el alcoholismo y el suicidio.
  • Hay familias disfuncionales (cada una a su manera, como las de Tólstoi): hijas que dicen no poder obtener la aprobación de su padre, hijos que no se sienten queridos por su madre, padres suicidas, madres depresivas, hermanas que son como un buitre que te quiere comer los ojos... Gente, en definitiva, para quien la familia es una tribu peligrosa, caníbal y de la que conviene huir.
En serio: ¿dónde está la comedia?

Y, ojo, que no lo digo desde un punto de vista ñoño o sensiblero; hace falta algo más que las tonterías de un descerebrado hijo de la rica burguesía catalana para espantarme. Pero yo diría que a Torné y a sus juglares se les ido la mano con lo de hablar de Divorcio en el aire como una obra que contiene humor. Si lo hay, yo nunca le he pillado el punto. Es más: me quedé pálido con la escena en que Joan viola a Helen y esta, desquiciada, se pinta la cara con su propia menstruación... Risa, lo que es risa, no da ninguna y juraría que no hay ninguna clave de lectura que nos ayude a interpretar algo así como humor negro.

Y digo aún más: la mejor lectura que se puede hacer de esta novela es en una estricta clave realista, sin ironías de ningún tipo (que, ya digo, juraría que no las hay). Leída así, dibuja un cuadro minucioso y preciso de la sociedad enferma y tan llena de gilipollas en la que vivimos. Lo siento por Torné, pero yo no tengo razón alguna para empatizar o conmoverme con un imbécil como Joan-Marc Miró.

No he leído la novela anterior —de la que hay elogiosas referencias en la red—, así que quizá me falte algún dato adicional. Quizá tenga que leer Hilos de sangre para recolocar esta. Quizá. Pero, de momento, Gonzalo Torné, sus malabarismos y su sentido de la comedia me han dejado un feo sabor de boca. También me han dejado alguna pregunta que otra: ¿para qué tanto virtuosismo técnico?, ¿al servicio de qué?, ¿para afirmar o combatir qué discursos?

12 de julio de 2015

Miguel Ángel Ortiz, autor de 'Fuera de juego'

 «El fútbol me ha abierto
puertas narrativas que antes no veía»



Ortiz, en el último festival Primera Persona (Barcelona, mayo de 2015).

Ni siquiera internet es garantía de que los textos duren eternamente. Hace unas semanas descubrí que la remodelación de la web de Random House tras la compra de Alfaguara se había llevado por delante una entrevista que le había hecho a Miguel Ángel Ortiz, autor de Fuera de juego (Caballo de Troya, 2013), la novela que supuso su debut en el panorama literario español. Y, como aquella entrevista tuvo su continuación en la presentación del libro y le tengo un particular cariño, quiero reflotarla a través del blog.

Además, así aprovecho y cuento alguna cosilla más sobre el autor que se quedó fuera de aquel texto. ¿Por ejemplo? Su origen. En la solapa consta que nació en Ciudad del Cabo en 1982, algo que, además de exótico, resulta chocante cuando uno lee sus dos libros: Fuera de juego transcurre en Medina de Pomar, un pequeño pueblo de Burgos, y La inmensa minoría (Random House, 2014), lo hace en Zona Franca, un barrio periférico de Barcelona... ¿Qué pinta Sudáfrica en todo esto entonces?

Esa es una historia relacionada con las migraciones de la segunda mitad del siglo XX. Su madre llegó a Ciudad del Cabo procedente de Tacuarembó (Uruguay) y su padre, de Medina de Pomar, con escala migratoria previa —si mal no recuerdo— en Brasil. Nely se fue de su país siguiendo a un hermano que trabajaba en Sudáfrica y que necesitaba ayuda con la cocina y los hijos; Ángel era soldador y llevaba algún tiempo enrolado como operario en barcos que recorrían el hemisferio sur. En algún momento, en plena época del apartheid, la tacuaremboense y el medinés coincidieron en un bar latino... «Y lo demás», como le gusta decir a Ortiz, «es historia». Una historia que terminó con dos hijos sudafricanos que aún no han regresado al lugar donde nacieron y que ojalá que algún día Ortiz narre.

Entre tanto, toca quedarse con el fútbol y el descubrimiento de cómo tu deporte favorito —el autor jugó de manera semiprofesional— puede funcionar como una metáfora para comprender el mundo que te rodea y relacionarte con él. También como una herramienta para narrar de dónde vienes, qué clase de persona aspiras a ser o los aprendizajes asociados a esa tarea. Tanto Fuera de juego como La inmensa minoría exploran ese doble aspecto. Por cierto, y ya para terminar, otra curiosidad que quedó fuera de la entrevista: a pesar de jugar de mediapunta en su equipo, Ortiz hizo de portero en un capítulo —como extra, se entiende— de la futbolística serie Pelotas, de Corbacho y Cruz... En fin, que usar el futbol como elemento vertebrador de sus novelas parecía lo obvio.

Rubén A. Arribas

El fútbol está omnipresente en
Fuera de juego. ¿Qué te ha permitido contar este deporte que, de otro modo, no podrías haberlo hecho sin él?
El fútbol ha sido una herramienta muy importante para entender el mundo que me rodea. Me ha servido para aprender sobre el esfuerzo y el trabajo, no solo individual sino también en equipo. En la novela es uno de los ejes fundamentales, ya que en la vida de esos chavales el fútbol es lo más importante: es con lo que sueñan, con lo que aprenden a ganar y, sobre todo, a perder. Es un juego que ayuda a crecer. Un gol puede sacarte de la mediocridad, un partido puede cambiar una semana. La vida de mucha gente no se podría contar sin el fútbol, y la de estos chavales va muy ligada al balón.

Y ahora, la pregunta contraria: usar el fútbol como material narrativo, ¿te ha impuesto alguna limitación?

En esta historia, no. Va de fútbol y, gracias a él, los chavales crecen y aprenden. En general, el fútbol se asocia con los bares, con la diversión de masas o con «el opio del pueblo»; pero, aun siendo acaso todo eso, es una buena metáfora de la existencia, del juego de la vida, y es lógico que aparezca con más frecuencia en los libros también. El fútbol me ha abierto puertas narrativas que antes no veía.

Tu apuesta se sale de lo que muchas personas esperan de la literatura: la acción transcurre en un barrio de un pueblo, los protagonistas están saliendo de la infancia y el eje narrativo discurre, sobre todo, alrededor de los partidos que juegan estos chicos en la calle. ¿Cómo se te ocurrió que ese era un material novelable?
No sé si se sale de lo normal. Todos los personajes pueden y deben tener voz en la literatura. Yo escribo para conocerme más a mí mismo y, por eso, utilizo personajes que han vivido cosas parecidas a las que hemos vivido muchos de mi generación. No les suceden grandes cosas en el día a día. Los personajes no son héroes ni nada parecido. El eje narrativo son los partidos que juegan en la calle, que les hacen crecer y avanzar. Del fútbol aprenden, y esa es la idea que trata de trasmitir la novela: hasta en el juego hay un aprendizaje de la vida. Hay muchos escritores que dicen que para que un texto sea honesto debe poder ir de la mano con su autor, y sin esos personajes o el fútbol este texto no iría de la mano conmigo.

El texto nunca menciona el nombre del pueblo donde transcurre la acción. Para saber que se trata de Medina de Pomar, hay que alimentar a Google con algunos topónimos que aparecen en la novela o, cómo no, guiarse por el fútbol: el equipo del pueblo es el Alcázar. ¿Qué intención hay tras esta decisión narrativa?
Que cualquier lector pudiera identificarse con lo que se estaba contando, que el pueblo fuese uno cualquiera y no solo Medina de Pomar. En definitiva, que las historias que narra la novela se pudiesen extrapolar a cualquier otro lugar.

Chus Pereda nació en Medina de Pomar. Su mención en Fuera de juego, si bien es breve, alcanza cierta intensidad: los protagonistas de la novela desconocen que uno del pueblo —Pereda— no solo metió un gol en la Eurocopa que España ganó en 1964, sino que dio el pase para el famoso gol de Marcelino. En cambio, esos mismos chavales visten camisetas de Julen Guerrero o Iván Zamorano y sueñan en ser cómo ellos. ¿Hay algún componente simbólico, algún mensaje cifrado bajo este dato?
En uno de los diálogos entre Pedro y Satur, cuando el segundo quiere contarle a Koldo quién era Pereda, Pedro dice que los chavales solo se preocupan por lo que ven en la tele. Solo les interesa lo suyo: su pelota, sus cromos, sus jugadores preferidos. Hasta que la Selección no empezó a ganarlo todo, la historia de Pereda y compañía apenas se contaba. La idea es esa: el presente se come al pasado. A los chavales les interesa lo que están viviendo y no tanto una historia lejana en blanco y negro, una historia que es de sus abuelos.

¿Llegaste a conocer a Pereda?

Sí, lo conocí en Barcelona. Vino a vernos jugar al fútbol a un torneo que disputamos allí. Nos llevó de visita al Camp Nou y pasó todo un día con nosotros. Fue la única vez que le vi. Con tiempo, me gustaría poder escribir algo más extenso sobre él y aquel día que nos enseñó el Camp Nou. Conocía muchas historias sobre Pereda porque mi padre me ha hablado muchas veces de él. Cuando Pereda debutó en el Madrid como profesional, mi padre estaba allí estudiando. Su hermano trabajaba en Madrid y otro medinés, Toti, también trabajaba allí. Ninguno de los tres se quiso perder el primer partido de un paisano en el fútbol profesional y fueron a verle debutar. Al acabar el partido, estuvieron hablando con él en las instalaciones del campo. Luego Pereda pasaría por el Valladolid, el Sevilla, donde formó la famosa "delantera de cristal", y el Barça, donde se consagró definitivamente.

Trabajas con personajes que se mueven en la frontera entre la infancia y la adolescencia, ¿no te dio miedo estar haciendo simple literatura juvenil? 
Es uno de los aspectos que más he trabajado: potenciar el mundo adulto para que el mundo de los chavales rebotase o chocase contra el de sus padres. Es un tema delicado porque los protagonistas son chicos y eso induce a pensar que puede ser literatura juvenil. Pienso que la novela puede gustar lo mismo a un lector de 15 años que a uno de mi generación, con más de 30. Los dos se pueden ver reflejados en los chavales. También hay lectores más mayores que pueden ver su mundo en la novela. De todas maneras, lo de que sea o no literatura juvenil no me preocupa demasiado; es solo una etiqueta más.

En una novela con tanto niño suelto dándole patadas a un balón, ¿qué papel desempeñan
los personajes adultos como los padres, los vecinos del barrio, etc.?
El mundo adulto funciona como caja de resonancia para que el mundo de los chavales alcance sentido completo. Sin el uno, el otro no tiene sentido. Del choque entre los dos mundos surge el material narrativo. Los adultos son el contrapunto de los chicos. Son las dos caras de la misma moneda.

Fuera de juego muestra al lector algunas peculiaridades de un pueblo de frontera, en este caso entre las provincias de Burgos y Bilbao, donde nunca está muy claro si los habitantes son más vascos que burgaleses o viceversa. Además de porque sea el lugar de tu infancia, ¿había alguna intención literaria tras la elección de esa geografía?

Es un tema curioso. Hay partes de mi pueblo (y de otros de la zona) que se quedan vacías durante el invierno porque son de los veraneantes de Bilbao. La novela no ahonda en el tema porque son los chavales los que lo ven y lo hacen de una manera simple: los vascos vienen cuando tienen fiesta a desconectar del estrés de la gran ciudad. El pueblo se llena de gente que le da vida y beneficio a los negocios, como al bar Rojo. Pero también está la mezcla de gente, como los padres de Koldo o la chica con la que se enrolla Lolo el fin de semana. Quería mostrar la mezcla que se da en la frontera, un sitio donde no quedan claros los límites de esos otros muros que a veces levanta la política.

Salvo por algunos pasajes donde vemos algunas otras zonas del pueblo, en general, la novela transcurre en un barrio y narras un microcosmos muy particular: el del edificio de viviendas en forma de U. Es decir, la unidad de lugar es pequeñita, muy localizada. ¿Por qué?

Porque concuerda con los personajes. Ellos crecen en un pequeño microcosmos, en el barrio. Es su mundo. A partir de ahí conocerán el resto del pueblo y siempre lo verán marcado por esa visión que tienen de su barrio. La casa, el barrio, el pueblo. Ellos están saliendo de la primera etapa, la de la casa, para conocer el barrio y, al mismo tiempo, conocerse a ellos mismos también. Poco a poco, van haciendo incursiones en el resto del pueblo, se agrandan sus horizontes y vivencias, su conocimiento de ellos mismos.

La novela está ambientada a principios de los 90 y nos habla de una España donde aún se podía jugar en la calle sin que te vigilasen tus padres y el mayor problema era pegarle un pelotazo a un coche o al cristal del bar. ¿Qué ha pasado entre entonces y ahora?

Sí, los de mi generación nos criamos en la calle y esto ya no pasa en muchos sitios. Salíamos después de hacer los deberes y volvíamos a casa cuando nuestras madres nos llamaban para cenar. Ahora hay niños que solo pisan la calle para ir y volver al colegio. Se crían en casa, en las clases particulares o las actividades extraescolares. También las consolas han cambiado la forma de divertirse: ahora lo hacen solos en sus casas. Antes, cuando empezaron a salir la Game Boy o la Game Gear, nosotros las bajábamos a la calle y jugábamos todos con ellas, cuando no había un balón. Antes no había tanto miedo a que estuviéramos solos. Únicamente estaba prohibido cruzar la calle, dar balonazos a los coches o a los cristales del bar. Es otro paso de ese avance que nos imponen: antes en los pueblos las puertas de las casas estaban siempre abiertas; ahora nadie se atreve a dejarlas cerradas sin dos vueltas de llave.


DESCANSO (O EL AUTOR COMO FUTBOLISTA)

Tu posición en el campo es la de...

Punta o media punta.

¿Titular o revulsivo desde el banquillo?

Titular, casi siempre.

El partido más importante que has jugado fue...

Aunque he jugado tres fases de ascenso a segunda regional, solo he jugado dos partidos: uno con el Alcázar y otro con el Parets. El tercero fue también con el Alcázar, pero yo estaba estudiando en Salamanca y no pude jugarlo porque tenía exámenes. Aparte de esos, los derbis contra el Nela cuando jugaba en el Alcázar: esos eran los partidos que todos queríamos jugar.

Marca de balón: ¿Mikasa o Etrusco?

Etrusco.

Y la historia del fútbol local te recordará por...

Por nada en particular, aunque en el último partido de liga con el Parets, marqué el gol número 100 que nos hizo campeones. Pero el trabajo ya lo habíamos hecho antes: ese gol solo fue la culminación de todo un año.


LAS CHICAS TAMBIÉN JUEGAN

La novela contiene mucho diálogo. Es, con diferencia, tu recurso literario preferido. ¿Qué papel desempeña lo coloquial en tu manera de narrar?

Sí, hay mucho diálogo. De hecho, es la herramienta que hace avanzar la trama ya que el narrador apenas interviene, a no ser para hablar de lo que se ve. Me gusta el diálogo porque no hay trampa ni cartón: las palabras que usa cada personaje delatan su estado de ánimo, sus verdaderas intenciones o sus mentiras. Lo que dicen habla de eso que está dentro de ellos y que no se podría ver de otra manera. En cuanto a lo coloquial, es un rasgo que va con la naturaleza de los personajes.

Los personajes dan muchas vueltas y pasan bastante tiempo cerca de una piscina, que en su momento estuvo llena de agua y que ahora está vacía. ¿Por qué es tan importante esa piscina?
Simboliza el paso del tiempo: el agua marcó la buena época de la urbanización, cuando los pisos de protección oficial franquistas eran nuevos; y la no tan buena, en los 90 que narra la novela, vacía y olvidada. Curiosamente, hoy la piscina está cubierta de hormigón, como simbolizando que el tiempo todo lo sepulta. En la novela, estaba vacía, y eso nos permitía saltar dentro de ella a pasar las tardes. De hecho, funcionaba como un lugar de encuentro: si alguno estaba solo porque nadie más había bajado, esperaba en la piscina. Además, podías jugar dentro al fútbol tú solo, como hace Koldo en uno de los capítulos.

Uno de los hallazgos de Fuera de juego es Noelia; ella juega al fútbol como uno más. En los 90, lo del fútbol femenino era raro. ¿Es realidad o ficción esta historia de Noelia?

Realidad. Noelia, en lo futbolístico, está basada en mi hermana. Desde bien pequeña, jugaba conmigo y con mis amigos en el barrio. Era una máquina: chutaba más fuerte que nosotros, tenía visión, toque, remataba de cabeza, hacía goles a puñados... Ella y sus amigas formaron un equipo de fútbol sala en su colegio para jugar la liga escolar, y quedaron campeonas de Burgos y terceras de Castilla y León. Eran tan buenas que incluso el equipo del pueblo, el Alcázar, formó con ellas su primer equipo femenino para jugar en campo grande. A las chicas les costó adaptarse, pero al final mi hermana metía goles incluso desde mitad del campo. Jugó con la selección de Burgos. Mis amigos siempre me vacilaban diciendo que ella era quien me había enseñado a jugar al fútbol. De hecho, cuando ella tenía 16 o 17 años, la convocó la selección española...; pero renunció: le daba vergüenza no conocer a sus compañeras y se le hacía un mundo viajar sola fuera del pueblo. Ella siempre lo dijo: «Juego al fútbol por divertirme con mis amigas», y así lo hizo.


ORGASMOS Y GOLES FUTUROS

¿Con qué narradores españoles te sientes en deuda?

He leído mucho a Miguel Delibes, del que me encantan Las Ratas, Cinco horas con Mario o Los santos inocentes. Delibes utiliza en muchos textos a los niños como protagonistas, igual que Juan Marsé. De este último recuerdo especialmente Si te dicen que caí, que me gustó mucho. También estoy en deuda con los cuentos de Ignacio Aldecoa, que juraría habérmelos leído todos, o con el trato de lo rural que usa Llamazares en algunas de sus novelas. Entre los narradores contemporáneos, me quedaría con los primeros títulos de Ray Loriga y con todos los de Félix Romeo.

El autor y sus juglares: C. Bértolo (editor, izq.) y yo (dcha.)
Ahora que la has publicado y que ya sabes lo que cuesta llegar hasta ella, imagino que lo tendrás más claro. ¿Para qué sirve una primera novela?
Sobre todo para saber el esfuerzo que hay detrás de trabajar con un texto tan largo. Me ha servido para ver todo el proceso de publicación, de corregir y reescribir hasta que sientes que lo has dado todo en el texto. He aprendido mucho. Ha sido un proceso de aprendizaje largo y duro que espero que se vea reflejado en futuros textos.

A los futbolistas siempre les pregunta qué es un gol y no terminan de ponerse de acuerdo en si es o no como un orgasmo, si es mejor o peor... ¿Qué se siente cuando se termina la primera novela y, digámoslo así, cuando uno mete su primer gol literario?

Las dos cosas, escribir una novela y marcar un gol, tienen en común que ambas culminan un trabajo previo. En la primera, mucho más largo y duro que una semana de entrenamientos; pero sí que podría decirse que hay algo parecido en la explosión interior que provoca marcar un gol y la de culminar un texto. Diría más: creo que culminar una novela se parece a marcar un gol después de haber estado lesionado y haberse pasado mucho tiempo de rehabilitación, de entrenar solo, después con el equipo y, tras esperar en el banquillo, salir a jugar mediado el partido y marcar un gol. Ese gol es especial porque ha costado mucho. Aunque, sin duda, de los tres, me quedo con el orgasmo...

Por tu manera de narrar, parece que eres de los escritores que encuentran historias que contar a todas horas. ¿Qué viene después de Fuera de juego?

Ya he cerrado la etapa de la infancia y me gustaría continuar con personajes más adolescentes, con problemas más vinculados al mundo adulto. También quiero probar otro tipo de narrador, otra manera de contar historias, de ver el fútbol o la ciudad.

4 de julio de 2015

Las arañas de Marte, Gustavo Espinosa

01 | Una novela con destinatario. Un tipo de novela que, por desgracia, escasea es el de la novela con destinatario. Es decir: el de la novela que argumenta e incluye en sí misma la explicación de qué cuenta, por qué, a quién y para qué. De hecho, la academia, la crítica o el mercado —esa troika que reparte prestigios y desprestigios literarios, que decide quién se puede pagar una hipoteca y quién no, etc.— suele opinar que son feas o peores que otras porque, en vez de centrarse en el mero entretenimiento o conformarse con alcanzar un efecto estético, buscan el impacto político. Y ya se sabe: esa troika tiene un sentido muy profiláctico del arte (por ejemplo, les encanta hablar de lo hermosamente inútil que es). Por suerte, cada tanto aparece alguien que propone algo excéntrico a esas tres instituciones y que nos redibuja a los lectores los márgenes del discurso literario hegemónico. Las arañas de Marte (Casa Editorial Hum, 2013), del uruguayo Gustavo Espinosa, forma parte de esa tradición rupturista.

02 | Las circunstancias históricas. Esta novela de título tan David Bowie retoma un hecho ocurrido durante el verano austral de 1975 en la pequeña localidad uruguaya de Treinta y Tres. El entonces general Gregorio Álvarez —y luego futuro dictador de la nación— organizó un operativo para detener ilegalmente a casi medio centenar de militantes de la UJC (Unión de la Juventud Comunista), la mayoría menores de 18 años y ninguno de ellos involucrado en la lucha armada. Además de picaneos, violaciones, quemaduras y demás torturas clásicas de la época, quizá lo novedoso sea que Álvarez siguió castigando a los adolescentes incluso una vez liberados: por un lado, emitió un comunicado donde los acusaba de haber organizado orgías y de propagar enfermedades venéreas; por otro, les impidió que siguieran estudiando. Todo esto está más y mejor contado en esta entrevista radial con Mauricio Almada, autor de El comunicado más vil de la dictadura (Fin de Siglo, 2015), y en esta otra con Gustavo Espinosa.

03 | Un militante algo confundido.
El narrador es Enrique Segovia, natural de Treinta y Tres, que se exilió a Suecia en 1975; allí se especializó en literatura y devino en el «académico cómodo y mediocre de hoy». Y desde esa posición de exiliado, recuerda 30 o 40 años después lo sucedido aquel verano. Así, Segovia explica que entonces él era un adolescente más del pueblo afiliado a la Unión de la Juventud Democrática —organización que incluía, si he entendido bien, a la comunista UJC— y que, acné y guitarra mediante, se oponía de manera pacífica a la dictadura. A decir suyo, él era «un militante medio abstracto, encapsulado en un dogma de discos y de consignas»; de hecho, considera que su aspecto de melenudo era menos tributario «del Che que de Mick Ronson, el guitarrista de Bowie». En su peligrosa escala de valores, por encima de la música, solo estaba el sexo.

04 | Los apuntes del narrador. En esencia, la novela son las notas que toma Segovia sobre aquel verano. Al margen de todo tipo de reflexiones sobre la confusa militancia político-musical que practicaba, el narrador también recoge su historia personal con Román Ríos (trovero), Viali Amor (vedet) y el petiso Simonetti (proxeneta), con quienes estuvo trabajando y conviviendo una temporada tras ganar un concurso musical local al que se presentó para conseguir fondos para la UJD. Vencer en ese certamen le supuso entrar en una suerte de bohemia a lo David Bowie, pero a escala lumpen: chupar whisky y guitarrear con Román, disfrutar del goloso erotismo de Viali, ganar dinero fácil tocando en los saraos que organizaba Simonetti. También heredar el cuaderno Mis trabajos, que recogía buena parte de la producción musical y poética de Román Ríos.

05 | Una ironía folclórica. El fin último de sus notas, según cuenta Segovia, es enviárselas a un amigo que ahora es un escritor de éxito tipo Stieg Larson —pero en Anagrama y con prestigiosas influencias de Martin Amis, J. G. Ballard o Kurt Vonnegut— y pedirle que escriba una novela sobre lo sucedido. Este destinatario resulta ser tan poliédrico que parece más literario que real; de hecho, si bien desconocemos su nombre, sabemos de él bastante, en particular de sus gustos estéticos. Por ejemplo, su credo artístico se ajusta a lo que la troika literaria considera cool. A decir de Segovia, eso vendría a ser —casi literalmente— libros ágiles, urbanos, llenos de rock and roll y de comida chatarra, donde muchachas punk bulímicas se resignan a que un dealer baboso se las coja por el culo y donde los personajes cogen, asesinan o se drogan vertiginosamente frente a sus webcams. Por tanto, es irónica la petición: ¿o es que un narrador de «melodramas posmodernos» puede estar interesado en contar semejante «epopeya de tugurio»?

06 | El doble lazo. En 1975, Segovia y su anónimo amigo pertenecían a clases sociales distintas, enfrentadas entre sí: uno era el hijo de un conductor de autobuses; el otro lo era de una típica familia de la burguesía provincial prodictadura. Ambos mantenían un fértil intercambio cultural que incluía desde discos de rock anglosajón a novelas de Bioy Casares, y que excluía, claro está, toda conversación política. Es decir: ambos eran un ejemplo de afinidad estética y disonancia política. Esta última, por desinformada y confusa que fuera, es la que sin embargo les depararía vidas muy distintas a los dos: Segovia debió exiliarse tras huir de chiripa del operativo militar contra la UJD y la UJC, mientras que su amigo estudió en la universidad de Montevideo y luego se mudó a Buenos Aires. Ahora, que la conversación incluye lo político, la disonancia se extiende también, curiosamente, hacia lo estético.

07 | Abolir el cuerpo. 
Algo que transmite la novela con una nitidez inquietante es que el terrorismo de Estado es quizá la encarnación más vívida del nihilismo. De hecho, las dictaduras se caracterizan por algo diábolico: en nombre de una supuesta —inventada— corrupción moral, son capaces de «abolir el cuerpo», según Segovia. Es más: saben hacernos desaparecer tan bien, son tan expertos en reducirnos literalmente a nada, que pueden convertir la vida de un mártir involuntario y absurdo, como Román Ríos, en olvido puro, en pura inexistencia. «La verdad, Quique, nunca he visto un desaparecido tan desaparecido, tan solo», le dice a Segovia una antigua compañera vinculada a una ONG. Y este, que aún conserva el cuaderno donde Ríos escribió sus décimas, canciones y otras letanías para fiestas de pueblo, nos deja claro a los lectores que sus apuntes tratan de restituir el cuerpo de Ríos, ese que otros abolieron.

08 | Érase un hombre pegado a una nariz.  Esa restitución de lo físico a través de la escritura se produce desde el primer párrafo de la novela. Las arañas de Marte comienza con un potente primer plano sobre la cara del beodo Román Ríos, que baja a un plano de detalle sobre su apéndice más notable: «La nariz era como una terminal de várices macizas. Cada vez que hablaba con él, aunque me estuviera diciendo cosas interesantes, yo me distraía —o me concentraba— en la nariz. Tenía miedo y esperanza de ver estallar en ella algún geyser microscópico de venitas cobalto». Esa imagen fuerte y cromática, como la define el propio Segovia, tiene continuidad a lo largo de la novela en múltiples calificativos, como nariz «de morrón maligno», «berenjena tornasolada» o «de breva crasa». Es imposible cerrar este libro y no recordar, además de los poemas y canciones de Román Ríos, su nariz; esa nariz que «le enjoyaba la cara como un coágulo grande y vivo». Una nariz de borracho desaparecida por circunstancias tan crueles como absurdas. Una nariz tan política como estética, digo.

09 | Un trabajador nato de la prosa. Espinosa es uno de esos autores consciente de todas las palabras que pone en cada página de su libro. No hay fragmento de Las arañas de Marte que no transmita la sensación de estar ante un orfebre, ante un integrista flaubertiano que entrega pulido y abrillantado cada párrafo, cada oración, cada palabra. De hecho, lo primero que salta a la vista es el estilo: Espinosa es un estilista superlativo. Su prosa posee una factura tan excelente que es capaz de abrirse paso por sí sola en la página en blanco, independientemente de si el lector es capaz de conectar o no el plano discursivo con el estrictamente narrativo. Además, es una prosa de una belleza singular: su lirismo es antipreciosista —y, sin embargo, por momentos, barroco—, extremadamente culto, pleno de autoconciencia narrativa y sabe dejar un exacto rastro de mugre lumpen allí por donde pasa.

10 | El poscoito como estética.  Ese lirismo antipreciosista culto-lumpen podría definirse a partir de un pasaje donde Segovia, encandilado ante el descubrimiento de la «compleja, brillosa, rosada y gigante» concha de Viali Amor, se piensa a sí mismo a través de una enumeración con cierto sabor antiborgeano:
Como nos sucede a todos, yo he sido muchos tipos diferentes desde el incipiente guitarrero de entonces hasta el académico cómodo y mediocre de hoy. He visto el talón tristísimo de un feto en formol, he visto encías de cantante de blues, pulpa de durazno junto al carozo, orejas plegadas de cerdo, heladerías fabulosas, nalgas de ángel en el Museo del Prado, cadillacs de película rock a billy, puntillas de enagua de muñeca antigua, carne de salmón en vitrinas congeladas. Y cada vez he recordado que eso que estoy viendo no es el color rosado que vi aquel anochecer, entre vahos de flit y cigarrillos Kendall, en la vagina humeante de Viali Amor.
A continuación, lejos de contar los pormenores de semejante encuentro sexual de alto voltaje, Segovia se limita a decirnos una frase magistral —esa frase que Borges jamás le habría escrito a Beatriz Viterbo—: «Fue dura la lucha contra la calma lacia del poscoito». No hace falta mucho más para resumir qué clase de narrador es Gustavo Espinosa.

11 | ¿A qué suenan estas arañas uruguayas?
A mí —miope, calvo y bajito, y español—, Espinosa me parece un buena mezcla entre el académico, serio y político Martín Kohan (Dos veces junio, Museo de la Revolución, etc.) y el irreverente y punzante Fogwill (Los pichiciegos, Muchacha punk, etc.). A eso le añadiría un chorro de autoconciencia narrativa al estilo David Foster Wallace y otro de antipoética retranca a lo Nicanor Parra. Por último, lo aromatizaría todo con esa rara esencia narrativa que caracteriza a cierta literatura uruguaya y cuyo ingrediente secreto parece estar relacionado con la inexistencia de un star system en el país; esa literatura capaz de alumbrar a escritores tan genuinos como Mario Levrero, Felipe Polleri, Armonía Somers o Marosa di Giorgio. Y, sobre todo, Las arañas de Marte suena a novela que alguien debería publicar en España por el bien de nuestra salud cultural antitroika... No se me ocurre nadie que sea capaz de escribir una obra similar.

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PD. Algunas reseñas menos erráticas, más clásicas y, sobre todo, más uruguayas pueden leerse aquí, aquí y aquí. Y también es recomendable esta entrevista en El País.