23 de mayo de 2015

El comité de la noche, Belén Gopegui (parte 2)


Esta entrada es la 2.ª parte de esta otra, que es la 1.ª.



En España, hay una escritora que tiene un plan...


A la hora de entender algunas de las maniobras literarias de Gopegui, diría que es muy interesante el análisis de David Becerra sobre cómo esta autora se sirve del thriller para asediar los alcázares estéticos del canon literario y conseguir que su pensamiento tenga mayor poder de irradiación:  
La crisis capitalista, que ha puesto al descubierto la corrupción y las intrigas del poder, acaso no encuentre mejor género para narrarse que el policial. Con El comité de la noche Belén Gopegui retoma la estrategia que ya había explorado en El lado frío de la almohada o Acceso no autorizado: introducir la política en un género tan aparentemente apolítico como es la novela policíaca, aprovechar un género popular para llegar a lectores que nunca antes hubieran abierto las páginas de una novela política. Se trata de ser como el caballo de Troya: ocultar lo político en el interior de una novela de género para descubrirlo en el momento más inesperado.
A la vista de lo que comenta Becerra, resulta más sencillo entender por qué Damián Tabarovsky sostiene que existe algo así como El Plan Gopegui. Ese plan consistiría en reformular la clásica idea de literatura política como una herramienta para criticar al poder y convertirla, según el escritor y editor argentino, en «... pensar a la novela como un contrapoder y a la escritura, como una contrapolítica». En definitiva, se trata de que la literatura construya y aliente imaginarios posibles, que actúe como contrapeso y balón de oxígeno —no como búnker u oasis donde esconderse— ante los discursos hegemónicos de la economía, el canon estético imperante, el márketing, etc.

De ahí que Gopegui rompa con otro tópico: según ella, la pregunta no es por qué escribimos, sino para qué y desde dónde lo hacemos. Y a esa pregunta doble habría que añadir también esta otra: ¿quiénes son los tuyos? Tres preguntas cuya contestación, en su caso, podría empezar a elaborarse a partir de la siguiente idea: si a quienes tienen el poder —el real— les gusta tu arte, algo estás haciendo mal.

En su ensayo Desde dónde escribir, recogido en Rompiendo algo, se muestra cristalina al respecto:
La escritora trató de aprender de cuanto había leído, visto y escuchado y llegó a una conclusión. Se dijo, y dijo también a los demás, que ella no escribía por qué sino para qué. Poco a poco fue elaborando una teoría que la calmaba. La teoría rezaba más o menos como sigue: «Escribir novelas es un modo de representación de la realidad, es componer historias que podrían haber sucedido y componer a la vez el mundo en que podrían haber sucedido. Componer, en fin, una realidad paralela que, entre otras cosas, nos permita establecer una comparación. Para eso escribo, pretendo construir una posición que nos faculte para mirar nuestro mundo no solo como algo dado, inamovible, inevitable, sino también como un proyecto que se realiza a través de cada acto, de cada elección.

Literatura para pensar

Por esa razón, Gopegui busca, como explica en «El otro lado de este mundo», a quienes emplean la literatura para pensar, para empoderarse, incluso para transformarla en la energía que mueve cada acto que realizan. Son lectores y lectoras, como señala ahí, que usan los libros no para aislarse del mundo, sino para aprender a estar mejor en él. Es decir: personas que buscan en las narraciones de los demás ayuda para identificar sus prejuicios, autocuestionarse certezas mal argumentadas y, en definitiva, enriquecer su manera de preguntarse en qué consiste vivir, cuál es el argumento de sus vidas y hacia dónde seguir con esa narración.

En El comité de la noche, Carla nos lo recuerda en una de sus conversaciones con el amanuense que está transcribiendo su historia:
—Inclúyelo, sí. Necesito saber qué piensas.
—¿De ti?

Sonríe

—De lo que te he contado.
—Todavía es pronto.

—Pero tienes que estar pensando algo. Nadie escucha ni lee solamente. Siempre pensamos a la vez.

Una idea similar aparece en Rompiendo algo, a través de algo que Fogwill le dijo a Graciela Speranza en una entrevista y que Gopegui recoge así:
Escribo para conservar el arte de contar sin sacrificar el arte de pensar, un pensar que tiene que ver con la moral... Creo que es mucho más importante pensar que contar, pero para imponer el arte de pensar hay que contar. La razón no se sostiene sin relatos.
Más adelante, en esa misma charla al hilo de Acceso no autorizado —su novela anterior—, incluso aporta el identikit de los lectores a quienes se dirige:
Los lectores y lectoras que me importan son aquellos todavía aptos para leer independientemente; personas que, en la misma medida en que yo intento escribir sin ser escrita, lean sin ser leídas, sin asumir la lectura dominante acerca de qué son la literatura, la política, las relaciones personales.
Vamos, que Gopegui no espera que su lector se deje seducir, atrapar, enganchar, hechizar, sorprender... o cualquier otro de los verbos al uso por la poética del márketing que inunda el discurso del mercado editorial (y el casillero electrónico de quien esto escribe). La literatura de Gopegui espera de sus lectores contestaciones y opinión respecto de las preguntas que plantea. De hecho, si nos guiamos por lo que dice en su ensayo «A la espera de los grandes temporales», podríamos sostener que ella concibe el público a la manera de Bertolt Brecht, es decir, como una asamblea transformadora de la realidad que emite su veredicto tras haber leído un informe sobre el estado del mundo. Un informe, eso sí, que incluye una propuesta para pensar o imaginar una manera concreta de mejorarlo.

No estaría de más que la crítica cultural patria contraponga esa concepción del público con la idea que tienen otros autores y autoras (por no hablar de editoriales, representantes, suplementos culturales, revistas, etc.). Porque esa, además, sería una pregunta de lo más pertinente para quienes escriben, me parece a mí... ¿Qué espera usted de quienes lo leen? O dicho de otro modo: además de un estricto comportamiento como consumidor de un bien cultural llamado libro —es decir: adquisición de cuantos más ejemplares mejor, aspiración a ser recomendado a tutiplén, peticiones de firmas y fotos, etc.—, ¿qué espera de quienes lo lean?


El regreso del héroe positivo

Otra instancia en la que Gopegui se desmarca del canon estético son los personajes. Para entenderlo, conviene tener en mente un fragmento de la segunda parte de la novela; allí Carla y el amanuense que transcribe su historia salen a dar una vuelta, entran en un herbolario y charlan sobre aromas. Por sorpresa, Carla le pone un perfume de té verde en el antebrazo, le pregunta a qué huele y este piensa:
Lo tengo claro, huele a esos finales felices, los malos son castigados, los buenos bailan, alguien venga por nosotros las ofensas, huele a moralina azucarada que nos alegra, que nos alivia pero también nos narcotiza, nos paraliza.
Ahí está, diría yo, el meollo: los personajes de Gopegui nadan a contracorriente de los personajes de las narraciones dominantes. Ni se dedican a quejarse de lo mal que está todo ni esperan que algún superhéroe o superheroína los vengue ni se conforman con ser unos perdedores ni se dejan embargar por la desesperanza ante el lado oscuro del ser humano ni se suicidan ni son chichos listos que están de vuelta de todo ni aceptan ser mero entretenimiento narcotizante para el lector —sea con final feliz, infeliz o mediopensionista— ni nada de lo que estamos acostumbrados a leer. Sus personajes son gente común y corriente que, en vez de pedir o esperar a que otros arreglen este mundo de porquería, se arremangan, se ensucian las manos y colaboran con otras personas —tan anónimas como ellas— en la tarea de convertir su entorno en un lugar donde merezca la pena vivir.

De hecho, en El comité de la noche, por más politizados que estén esos personajes, tratan de no perderse en las eternas peleas que suelen fragmentar los movimientos sociales, partidos de izquierda, etc. Unas peleas que, como cantaría Nina Simone, les hacen desentenderse de lo fundamental: quitarse de encima ese enorme pie que tienen sobre la espalda y que los está ahogando. De ahí que me parezca relevante que Álex subraye este pensamiento:
[...] hay más verdad en trabajar juntas y juntos que en tener razón.
Ese trabajar juntas y juntos puede leerse como un construir comunidad con cada acto, sin estridencias, desde el anonimato de nuestra vida cotidiana, poniendo por encima el bien colectivo del lucro y el ego personal. Por eso, como el militante Uno en esta novela, los personajes de Gopegui se rebelan frente al desplazamiento semántico que se ha producido desde la palabra personas al concepto capital humano. En ese movimiento retórico la mayoría hemos salido perdiendo derechos y libertades muy tangibles; hemos pasado de lo sustantivo a lo adjetivo, de ser el centro de la fiesta a convertirnos en meros recursos subordinados a palabras fetiches del poder: competitividad, productividad o excelencia. En definitiva, como sostiene Gopegui en Rompiendo algo y nos hacen ver sus personajes en El comité de la noche, hemos pasado de una visión orientada hacia lo bueno —Aristóteles— a unos valores que privilegian el beneficio.

Y, claro, eso supone ir a contracorriente de los personajes que adora la crítica progre-cool de este país, siempre presta a ensalzar las historias de perdedores, impostores, trepas, inadaptados sociales, individualistas-consumistas-promarquistas, politoxicómanos irredentos, promiscuos como elefantes marinos —o como Warren Beatty—, cínicos de toda laya... Es decir: personajes a ser posibles autodestructivos, fácilmente neutralizables desde el punto de vista político o claramente inofensivos para el poder. En general, son personajes incapaces de construir algo sólido, algo que sirva de argamasa, biela o engranaje para un proyecto de mayor calado, un proyecto colectivo.

Vamos, que ni la crítica cultural ni el canon imperante muestran predilección por personajes como los de Gopegui, que bien podría haber formado parte del 15M. Es decir: gente común que se rebela contra una situación injusta, se autoorganiza, se propone hacer las cosas de una manera distinta... y, a veces, hasta le sale bien. Eso, para entendernos, es un horror estético, entre otras razones porque la estética suele servir para esconder reparos ideológicos.

Y más aún si la autora, convencida de que no hay soluciones ideales pero las soluciones en común llevan van más lejos y de manera más sostenible que las individuales, apela a la inclusión como guía y sostiene, a través de su personaje Álex, que no se quede fuera nadie del viaje hacia la remota provincia Imposible, ni siquiera unas chicas con katiuskas rosas y pinchos en las orejas que se encuentra en la calle:
El largo día [de la Revolución] no se acaba hasta que ellas se unan.
En fin, que con escritoras revolucionarias así, que tienen planes para tirar abajo torres de marfil, utilizan los libros como herramienta de construcción de un imaginario posible, confunden el público lector con una asamblea del 15M y se empeña en narrar a personajes que, como David frente a Goliath, no se dan por derrotados de antemano pese a la enormidad del Enemigo, es normal que la crítica se sienta incómoda a la hora de hablar de sus libros. ¿O es que los de Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, Javier Marías y compañía les ponen en esos aprietos?
 

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¿Continuará? No lo sé... Algo de material se quedó fuera y quizá me anime a terminar de darle forma, quién sabe.

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PD 01. Recomiendo ver esta intervención de Belén Gopegui en el último festival Zemos 98. También se la puede escuchar en a su paso por el programa de Carne Cruda.

PD 02. En su día publiqué esta entrada sobre Rompiendo algo (desde ahí se accede a más material de Gopegui en este blog).

PD 03. El martes 26 de mayo, Belén Gopegui hablará en la Biblioteca Nacional sobre Guerra y paz. La charla se retransmitirá en directo a través de internet por este canal (a las 19 h).

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