31 de mayo de 2015

La conquista del Oeste, Néstor Mir

Esta novela, La conquista del Oeste (o la muerte de Ulises Zuma) (Malatesta Records, 2014), nace de un doble viaje a causa de una obsesión. También de la necesidad de extirpar en algún momento un fantasma que se había instalado en la vida de este escritor y músico valenciano, Néstor Mir, desde mediados de 2007, cuando tomó la decisión de viajar ese mismo verano junto con unos amigos a Uruguay y Argentina para grabar un documental sobre una enigmática banda prepunk llamada Los Suicidas.

El documental —por causas que explicaré más abajo— nunca llegó a rodarse, así que el único registro con que contamos de aquel viaje rioplatense está en el blog de Néstor. Allí, en la entrada Tras la pista de Los Suicidas, están los 8 capítulos que la revista uruguaya Freeway le publicó entre 2008 y 2009 sobre el asunto. Asimismo, el periodista Gabriel Peveroni, editor en aquella revista, publicó posteriormente este bolañesco artículo en el diario argentino Página/12 que resumía la investigación de Néstor y daba cuenta de algunas teorías detectivesco-salvajes al respecto.

La conquista del Oeste es posterior a la crónica y relata, en clave de autoficción, el segundo viaje que Néstor y sus amigos emprendieron tras Los Suicidas. Esta segunda expedición fue en el verano de 2008 —un año después de la pesquisa rioplatense— y debería haber sido la definitiva para cerrar el documental, montarlo y que cada quien siguiera con su vida. Sin embargo, como se leerá más abajo, el resultado del proyecto distó de ser satisfactorio... Y no solo en términos de rodar el documental o no, sino de salud mental para algún miembro del equipo de rodaje.

Por último, y antes de pasar a reseñar tanto la crónica como la novela, dos aclaraciones. La primera: Tras la pista de Los Suicidas y La conquista del Oeste pueden leerse de manera independiente y en orden en inverso, como cada lector quiera... Se empiece por un lado o por otro, la sensación es la misma: querer saber más sobre la banda, su leyenda o por qué diablos resulta tan complicado reunir información sobre ella. Y la segunda: el sábado 6 de junio, Néstor Mir y quien esto escribe presentaremos en amor y compañía —esperamos— La conquista del Oeste en la madrileña librería Burma (Lavapiés, 19:30 h).


Una banda protopunk argentina aparece en Valencia

Todo comenzó con una vieja cinta pirata de casete olvidada por una chica uruguaya en la casa de un músico valenciano. Era por la mañana, era mayo, era 2007 cuando la vida de Néstor Mir cambió de la manera más tonta y, hasta hoy, sigue signada por lo que sucedió aquel día. Néstor puso la cinta en su equipo de música, le dio volumen y quedó deslumbrado con lo que salió por los altavoces. De hecho, quedó tan fascinado que a continuación llamó por teléfono a dos colegas músicos y les hizo escuchar cómo sonaba aquella música endemoniada. Todos fliparon en colores, como suele decirse... Era una especie de banda protopunk, entre prerramoniana y pre-Stooges, que cantaba en español y cuya música emitía una energía tan brutal que daban ganas de romper los muebles. Con la chica en paradero desconocido, el único dato para saber algo más de la banda estaba escrito a rotulador sobre la cinta: Los Suicidas.

Néstor y sus amigos desconocían casi por completo la escena musical rioplatense. De ahí que el hallazgo de Los Suicidas les pareció una buena oportunidad de matar al menos dos pájaros de un tiro: por un lado, darse el gusto de grabar un documental —camára al hombro y en tiempo real— sobre la búsqueda de una ignota banda punk; por otro, aprovechar la investigación para ampliar sus horizontes musicales y conectarse con la escena underground del otro hemisferio. A través de sus contactos en Valencia —Eduardo Guillot, Rafa Cervera, Esteban Leivas y otros—, empezaron a moverse y fueron construyendo una nutrida agenda de posibles contactos con músicos, críticos, actores y gentes bohemias varias que podrían aportarles datos para su investigación en Montevideo y Buenos Aires. Contactos reunieron muchos en aquellas primeras semanas...; datos sobre Los Suicidas, ninguno.

Cuando Néstor y los suyos comenzaban a dudar de la existencia de la banda, la casualidad se alió con ellos. Un buen día, coincidieron con los Mégaphone ou la Mort, un grupo donde tocaban un par de guitarristas argentinos... Ellos sí habían oído hablar de Los Suicidas, y les contaron lo que sabían de su leyenda: años 70, estilo muy punk cuando el punk aún no existía, banda de culto capaz de vender unos 1000 discos en aquella escena under y conciertos donde el público entraba en éxtasis total, se subía al escenario y arrasaba a la banda mientras esta, sepultada por la gente, seguía tocando a toda pastilla sin que nadie supiera muy bien cómo. Era una leyenda que hablaba de una comunión casi religiosa entre banda y público.

La propietaria de la cinta seguía sin aparecer, así que la única punta del ovillo de la que disponían Néstor y sus amigos era la historia referida por los Mégaphone. Una historia que, bien pensado, podía ser una mera leyenda urbana o parte de ese gusto por exagerar todo hasta el melodrama o lo épico que tienen los rioplatenses. Sin embargo, envalentonados, seducidos por la propia inercia de la búsqueda, los valencianos compraron unos billetes de avión para el 10 de agosto: aterrizarían en Buenos Aires a las 18:30 h. Si la historia era cierta, pensaron, sobre el terreno les sería relativamente sencillo contrastarla y entrevistar a algún miembro de Los Suicidas.

Conviene recordarlo ahora, por si ha pasado inadvertido antes: la expedición valenciana voló al hemisferio sur sin ni siquiera saber el nombre de los componentes de la banda. ¿La razón? Ni pensaron que la cosa fuera a ser tan —pero tan— complicada ni querían hacer una superinvestigación; tan solo pensaron que aquella era una manera divertida de pasar el verano, poner en práctica sus conocimientos sobre montaje de documentales —reclutaron a un cineasta— y conectarse con otros músicos. Tampoco cayeron en la cuenta de que los 70 fueron un momento singular en el Cono Sur. Ni se les pasó por la cabeza que perseguir a una banda protopunk pudiera convertirse en una monomanía digna del capitán Ahab.


4 valencianos buscan oculta banda de culto por el Río de la Plata...

En el verano —boreal— de 2007, aún no existía ese maravilloso documental que es Searching for Sugar Man. Así que cualquier conexión con la cinta sueco-británica donde unos fans sudafricanos buscan a un misterioso cantante llamado Rodríguez es pura coincidencia, sincronía o monomanía ahabiana de la que aqueja a otros músicos en otros lugares del planeta. Lamentablemente, y pese a contar con montones de horas de grabación y material en abundancia, Néstor y los suyos no consiguieron grabar su particular Buscando a Los Suicidas. Las razones son dos; una, la sempiterna falta de apoyo económico para proyectos así; otra, que Los Suicidas resultaron ser una enigmática banda aún más esquiva que Sixto Rodríguez. Es difícil conseguir financiación para rodar una investigación fracasada, digo.

Eso sí, la falta de resultados concretos no fue porque los músicos valencianos no pusieran empeño... Se entrevistaron con todas aquellas bandas que les recomendaron o se les ocurrió que podrían haber crecido bajo la influencia de Los Suicidas; a saber: Astroboy, Terapeutas, Motosierra, La Hermana Menor, Nico Molina —su anfitrión y guía en Montevideo—, Valle de Muñecas y su productor Manza... Pero también con periodistas musicales como Gabriel Peveroni o Fernando Peláez, gente del cine como Ezequiel Acuña, Juancho Sarabi o Santiago Pedrero, y hasta con una rutilante estrella de la música de vanguardia uruguaya: Réneé Pietrafesa. Durante 3 semanas recabaron información, persiguieron contactos, grabaron a destajo, fueron y vinieron de Buenos Aires a Montevideo para al final terminar perdidos en la nieve de Ushuaia... Y el resultado fue desesperanzador: nadie sabía —o les quiso decir— dónde localizar a Los Suicidas.

Unos les inventaron historias. Otros, como Réneé Pietrafesa o Andy Adler, les escamotearon información por razones que en aquel momento les resultaron incomprensibles, y que favorecieron que Los Suicidas se convirtieran en una esquiva Moby Dick para la expedición valenciana. Y algunos entrevistados, como Ángelo Mastrangelo, Juancho Sarabi o Santiago Pedrero, estos sí, les inyectaron dosis de información de una pureza tan elevada que, como la heroína, los dejó prendados para siempre de la historia que habían encontrado.

A veces, las obsesiones surgen de una manera tan simple como esa: uno se enamora o se engancha hasta las trancas de alguien que le resulta esquivo en la medida. Y Los Suicidas supieron rechazar y dejarse ver en la medida justa para enloquecer a sus perseguidores valencianos.

De hecho, Néstor y los suyos ni siquiera pudieron comprar por unos escalofriantes 2000 € un ejemplar del único disco, Ganancias y pérdidas (Sondor, ¿1972?), que grabó la banda. Uno de los dueños de la disquería, integrante de la banda uruguaya Motosierra, se arrepintió en el último momento cuando sus entregados compradores estaban dispuestos a pasarse el resto del año comiendo arroz y pan duro con tal de volver con el único objeto que demostraba que no estaban locos, que esa endiablada banda había existido. Pero, como en tantos otros lances de su investigación, también ahí los valencianos debieron aceptar su derrota.


Los Suicidas

A tenor de lo averiguado por Néstor y compañía, Los Suicidas fueron una banda argentina —o al menos con sede en Buenos Aires— formada por Roque Celaya, Rigoberto Mendetti, Nelson Shenker y Ulises Luna. Lo normal es que fueran argentinos, si bien algunas teorías apuntan a que quizá alguno o algunos de los componentes fueran uruguayos, puede que incluso hubiera un mexicano. Los cuatro tocaban bien; pero, en vez de decantarse por una música tranquila, les dio por ser melenudos, desbarrar con las drogas y erigirse en una suerte de sacerdotes sonoros que oficiaban largos conciertos que terminaban en bacanal. Y ya se sabe: los 70 no fueron buenos tiempos para esa clase de lírica greñuda en el Cono Sur.

De hecho, las drogas y la dictadura argentina parecen explicar el segundo y definitivo viaje de Los Suicidas a Montevideo. El primero, en teoría, lo habían hecho por una mera cuestión económica: grabar en un buen estudio uruguayo les salía mucho más barato que en uno porteño de calidad similar (imperdible, por cierto, la historia de cómo llegaron a grabar en los afamados estudios Sondor...). Ese segundo viaje, decía, fue, en principio, para desintoxicarse de la vida de excesos alcohólico-lisérgicos que Los Suicidas llevaban en Buenos Aires. Además, al sucederse los Gobiernos militares en la Argentina, es probable que decidieran quedarse en Montevideo y no volver a cruzar el río. Eso sí, la solución solo pudo ser temporal: el 27 de junio de 1973 llegaba también la dictadura a Uruguay.

Por tanto, como sostiene el actor Juancho Sarabi, la historia de Los Suicidas —si algún día lográramos recomponerla del todo— habla, además de sobre música y desenfreno, sobre unas personas a quienes «la llegada de las dictaduras a Latinoamérica les obligó a cambiar de vida, o a perderla». Los españoles hoy, como entonces aquellos cuatro ingenuos y voluntariosos músicos valencianos convertidos en bolañescos detectives salvajes tras una ignota banda punk, sabemos muy poco o nada de cómo fue aquella época en Argentina y Uruguay. A fin de empezar a paliar esa ignorancia, basta leer el siguiente párrafo de la wikientrada sobre Eduardo Mateo —otro personaje enigmático, raro, dado a los excesos y que influyó a generaciones de músicos uruguayos—:
[...] Con el inicio de la dictadura, Mateo perdió a varios de sus colegas, excompañeros y compañeros potenciales, que se fueron del país: Diane Denoir se exilió en Venezuela durante 1974, ante amenaza de secuestro; Horacio Buscaglia vivió durante todo ese año en Buenos Aires; Vera Sienra se mudó a dicha ciudad en 1973 y vivió allí hasta 1980; Rubén Rada se fue a Europa en diciembre de 1975, luego a Estados Unidos y finalmente se radicó en Argentina; Carlos Canzani se fue del país ese mismo año; Luis Sosa lo hizo en 1978; Jaime Roos se fue a Europa el mismo año que Rada; Urbano Moraes se mudó a Argentina durante 1974, y más tade a España, en 1976, donde viviría y se desempeñaría como músico hasta 1982.60
Dentro de la oscuridad que envuelve la historia de Los Suicidas, y hasta donde averiguaron Néstor y su equipo, la desintegración de la banda pudo estar relacionada con el contexto histórico. De hecho, en Uruguay solo permaneció Nelson Shenker, cuyo bajo Hofner 62 los valencianos salvajes descubrieron en la tienda de un lutier de Ciudad Vieja. Al parecer, Shenker se significó políticamente y pudo haberse convertido en un desaparecido de la dictadura... Puede que la clave la tenga el músico Andy Adler, quien rehuyó comentar la cuestión durante su entrevista porque le resultaba muy doloroso recordarlo.

Los otros tres componentes —Celaya, Mendetti y Luna— huyeron de Montevideo. El guitarrista Ulises Luna, quien frecuentó la casa de Rénée Pietrafesa, desapareció del país... y, según la pianista, que se mostró de lo más críptica, este se fue «hacia el asteroide». (Spoiler: meses después, Pietrafesa contactó de nuevo con Néstor para contarle dónde quedaba exactamente el asteroide..., y ahí empieza la novela La conquista del Oeste). Por su parte, Roque Celaya —el batería— regresó a Buenos Aires, dejó embarazada a una actriz, la abandonó y, según conjetura su hijo, continuó su camino de autodestrucción hasta extinguirse. Por último, el guitarrista Rigoberto Mendetti, tras pensarlo mucho y debatirlo con Shenker, huyó hacia la lejana Ushuaia; allí cambió de nombre, abrió en algún momento un bar musical y, tiempo después, se retiró junto con su pareja a una granja. Cuando su compañera murió, él se borró del mapa. Néstor y compañía solo encontraron la tumba de ella.

Derrotados por su Moby Dick particular, los perseguidores se batieron en retirada hacia Valencia. Eso sí, antes de regresar, en pleno invierno austral, Néstor se rapó el pelo al cero. Fue un gesto simbólico que venía a expresar que aquella persecución a ritmo de vértigo lo había transformado en el plano personal. No era la misma persona que se había ido de Valencia que la que regresaba. Al margen de la siempre frustrante experiencia del fracaso, aquellos meses tan intensos lo habían enfrentado a preguntas algo trascendentes relacionadas con su oficio: ¿por qué tocar?, ¿para quién hacerlo?,  ¿qué esperaba conseguir a través de la música?


Searching for Ulises Luna (o Zuma)

Al no encontrar a ningún miembro de Los Suicidas, el documental no pudo salir adelante. Sin embargo, Gabriel Peveroni le propuso a Néstor que escribiera una crónica de aquel viaje para publicarla en la revista Freeway. Con el documental aparcado, a Néstor le pareció una buena idea contar aquella búsqueda alocada y estresante; de algún modo, publicarla en internet sería como lanzar una última botella al mar: alguien podría recogerla y aporta el dato preciso tras el que seguir la persecución de su cetáceo musical. Y así sucedió.

Lo curioso es que esa botella la recogió alguien a quien habían entrevistado durante su estancia en Uruguay: Rénée Pietrafesa, quien tras leer el corazón que Néstor y los suyos habían puesto en localizar a Los Suicidas, se sintió conmovida y cambió de opinión sobre aquellos músicos valencianos que le habían parecido... poco serios. De repente, recordó que Ulises Luna no se había ido «hacia el asteroide», sino hacia Cork (Irlanda). Es más: ella había mantenido contacto con él durante algunos años y les enviaba la última dirección postal que le había conocido.

Con ese dato en la mano, Néstor y sus compañeros montaron a toda prisa un viaje para ir a Irlanda en el verano de 2008. Sin embargo, a última hora, cuando ya lo tenían todo listo para irse a Cork, recibieron una pista contundente que afirmaba que Ulises Luna residía en los Estados Unidos: existía un disco de un grupo llamado de The Muum o The Moon o algo así, producido en Boston y cuyo productor era... Ulises Luna. Visto y no visto, los investigadores cambiaron sus billetes y salieron rumbo a Estados Unidos. 

La primera pista, la pista por la que habían viajado y que les habían jurado como cierta, resultó ser falsa... Y, claro está, eso casi derrumba el proyecto y puso al borde del colapso nervioso a la expedición, en particular a Néstor. Sin embargo, gracias a que tenían un amigo en Boston comprometido con la causa suicida, a que nadie regresa a Valencia a los dos días de haber aterrizado en otro continente o a que Estados Unidos no es mal sitio para darse un paseo, se quedaron y prosiguieron con la investigación. Es más: llenaron las redes sociales de mensajes contando de su búsqueda y tratando de contactar con gente. Así, entre unas cosas y otras, fueron reuniendo información y, en plan beatnik, empezaron a devorar kilómetros tras Ulises Luna: Boston, Greenland, Nueva York, Louisville, Nashville, Denver, Fortland, Las Vegas, Los Ángeles, San Francisco...

Y todo por ir detrás de cada pista que encontraban: un misterioso e inexplicable cambio de nombre de Ulises Luna a Ulises Zuma; una confusa orientación sexual; un estudio en Nashville donde el músico trabajó como productor y dejó deslumbrada a la gente con su talento; una disquería en Nueva York donde aparece el famoso disco que supuso la cancelación del viaje a Cork; un músico estadounidense que conocían porque había tocado varias veces en Valencia y que resultó haber sido fan y vecino de Ulises Luna; una señora millonaria cuya diversión era el mecenazgo musical, y quien se enamoró de cómo tocaba Luna/Zuma y le puso un estudio de grabación en su pueblo; un fallido intento del músico por incursionar en Los Ángeles en la composición de bandas sonoras para el cine... Todo. Lo rastrearon todo. Néstor y los suyos persiguieron hasta el último indicio sólido que encontraron, incluida la bolañesca última pista: el ingreso de Ulises Luna en una comuna jipi de San Francisco.

Lo rastrearon todo y, como en Argentina y en Uruguay, siguieron sin encontrar a nadie. Y todo porque ese guitarrista argentino —o uruguayo o mexicano, vaya usted a saber— prefirió siempre mantenerse «detrás de un halo de anonimato» y fiel a una filosofía de vida que «nunca había traspasado la barrera que separa lo privado de lo público». Era un tipo brillante, un «músico y productor de culto de bandas poco o nada conocidas» que parecía encarnar a la perfección la nula aspiración por ser famoso, reconocido. Como si él mismo borrara «cualquier tipo de indicación clara» sobre su paradero y quisiera para sí la metáfora de quien está a un paso de la celebridad, goza del talento necesario para merecerla y, sin embargo, a última hora retrocede, se esconde. Como si no estuviera dispuesto a sacrificar un ápice de su independencia creativa. Como si solo le importara conservar su libertad y disfrutarla.

Ulises Luna encarna el arquetipo romántico del músico que lanza la casa por la ventana y, si hace falta, se va detrás de ella —de la casa, de la ventana— en caída libre. Es el tipo de persona que te diría con un mezcal o una ginebra en la mano: «... cuando uno decide ser músico, decide serlo hasta la muerte». Y, además, es consecuente con eso, a pesar de todo y de todos.

¿Se entiende ahora mejor lo de la monomanía del capitán Ahab?


El Oeste y lo que allí se conquistó

Explicado lo anterior, resulta más sencillo comprender por qué La conquista del Oeste es una novela construida alrededor de una obsesión casi enfermiza: encontrar a Ulises Luna. El narrador se llama Nel Rim, es el alter ego de Néstor Mir en aquella segunda expedición y, salvo por las lógicas licencias narrativas para conectar mejor con ciertos sentimientos personales, el libro da cuenta de manera fidedigna de lo desesperante, atribulada y agotadora que resultó aquella prolongación de la pesquisa rioplatense. Jamás pensó, nos cuenta Nel Rim, que aquella ingenua idea que sus amigos y él tuvieron en mayo de 2007 de hacer un documental, viajar un poco y conocer gente, se iba a convertir en el punto de inflexión de su vida. En una mudanza de piel que le vampirizaría sus energías hasta bien entrado 2014.

En La conquista del Oeste, a diferencia de en Tras la pista de Los Suicidas, accedemos a un registro más íntimo de la investigación. Así, vemos a Nel Rim darse cuenta de que si está persiguiendo como un poseso a una desconocida banda punk de la que hasta hace poco no sabía nada, es porque está en mitad de un atasco existencial del tamaño de un estadio de fútbol. Sin embargo, y pese a que en cierto momento del viaje vislumbra que esta segunda expedición también terminará en fracaso, Nel siente con total nitidez que hay algo irracional que lo empuja a seguir hacia delante.

¿Qué fuerza es esa? La necesidad de encontrarse a sí mismo. Su obsesión por rodar el documental está estrechamente relacionada con su estancamiento creativo y con su particular extravío personal. Conocido músico del under valenciano, Nel está en el umbral de los treinta y largos, las cosas no le van como el soñaba que le deberían haber ido y se siente ante la última oportunidad para abandonar la bohemia mediocridad en que está instalado desde hace tiempo. Quizá él no encuentre nunca a Ulises Luna, piensa un buen día; sin embargo, esa búsqueda ha sido la enrevesada manera que ha encontrado su cerebro para urdir un plan salvador y romper con su particular etapa de perdición.

Así se lo dice Nel Rim en la novela a Paco, un interlocutor ficticio que hace las veces de lector y que, de algún modo, la coprotagoniza:
La conquista del Oeste, Paco, ¿el último gran movimiento con el que pretender evitar lo inevitable?
Es decir: el viaje como apuesta de todo o nada frente a la sensación de fracaso personal por no llevar una vida a la altura de las expectativas que nos forjamos. El viaje como herramienta para desatascar el fregadero por donde se nos va la existencia, como escenario bélico para enfrentarnos con las obsesiones personales y, sobre todo, como metáfora del aprendizaje de quiénes somos, de dónde venimos, adónde queremos ir y por qué. El viaje hacia el oeste —real o metafórico, musical o vital— como la última gran maniobra para salvarnos de esa ola de conformismo disfrazada de diversión sin control que estaba a punto de hacernos naufragar. El viaje a todo o nada tras una ballena blanca como solución necesaria para templar el espíritu, volver derrotado y, sin embargo, encontrar la paz del regreso.


*

PD 01. Para quienes quieran hacer boca para la presentación, enlazo este docutráiler musical de unos 35 minutos. Asimismo, les aviso que la presentación será doble: presentaremos La conquista del Oeste y Eso fue lo que pasó, de Mr. Perfúmme, también publicado por Malatesta Records. Como los autores son músicos, además de hablar de sus obras, tocarán algunas canciones.

PD 02. Quienes quieran consultar el blog de Néstor Mir, pasen por acá; quienes quieran leer algo sobre su último disco, por aquí; y quienes prefieran escuchar una entrevista que le hizo Pablo Silva para el programa uruguayo de radio La máquina de pensar, por acullá.

Actualización: enlazo también la entrevista que publiqué ayer, 21 de junio, con Néstor sobre su novela y su búsqueda de Los Suicidas.

23 de mayo de 2015

El comité de la noche, Belén Gopegui (parte 2)


Esta entrada es la 2.ª parte de esta otra, que es la 1.ª.



En España, hay una escritora que tiene un plan...


A la hora de entender algunas de las maniobras literarias de Gopegui, diría que es muy interesante el análisis de David Becerra sobre cómo esta autora se sirve del thriller para asediar los alcázares estéticos del canon literario y conseguir que su pensamiento tenga mayor poder de irradiación:  
La crisis capitalista, que ha puesto al descubierto la corrupción y las intrigas del poder, acaso no encuentre mejor género para narrarse que el policial. Con El comité de la noche Belén Gopegui retoma la estrategia que ya había explorado en El lado frío de la almohada o Acceso no autorizado: introducir la política en un género tan aparentemente apolítico como es la novela policíaca, aprovechar un género popular para llegar a lectores que nunca antes hubieran abierto las páginas de una novela política. Se trata de ser como el caballo de Troya: ocultar lo político en el interior de una novela de género para descubrirlo en el momento más inesperado.
A la vista de lo que comenta Becerra, resulta más sencillo entender por qué Damián Tabarovsky sostiene que existe algo así como El Plan Gopegui. Ese plan consistiría en reformular la clásica idea de literatura política como una herramienta para criticar al poder y convertirla, según el escritor y editor argentino, en «... pensar a la novela como un contrapoder y a la escritura, como una contrapolítica». En definitiva, se trata de que la literatura construya y aliente imaginarios posibles, que actúe como contrapeso y balón de oxígeno —no como búnker u oasis donde esconderse— ante los discursos hegemónicos de la economía, el canon estético imperante, el márketing, etc.

De ahí que Gopegui rompa con otro tópico: según ella, la pregunta no es por qué escribimos, sino para qué y desde dónde lo hacemos. Y a esa pregunta doble habría que añadir también esta otra: ¿quiénes son los tuyos? Tres preguntas cuya contestación, en su caso, podría empezar a elaborarse a partir de la siguiente idea: si a quienes tienen el poder —el real— les gusta tu arte, algo estás haciendo mal.

En su ensayo Desde dónde escribir, recogido en Rompiendo algo, se muestra cristalina al respecto:
La escritora trató de aprender de cuanto había leído, visto y escuchado y llegó a una conclusión. Se dijo, y dijo también a los demás, que ella no escribía por qué sino para qué. Poco a poco fue elaborando una teoría que la calmaba. La teoría rezaba más o menos como sigue: «Escribir novelas es un modo de representación de la realidad, es componer historias que podrían haber sucedido y componer a la vez el mundo en que podrían haber sucedido. Componer, en fin, una realidad paralela que, entre otras cosas, nos permita establecer una comparación. Para eso escribo, pretendo construir una posición que nos faculte para mirar nuestro mundo no solo como algo dado, inamovible, inevitable, sino también como un proyecto que se realiza a través de cada acto, de cada elección.

Literatura para pensar

Por esa razón, Gopegui busca, como explica en «El otro lado de este mundo», a quienes emplean la literatura para pensar, para empoderarse, incluso para transformarla en la energía que mueve cada acto que realizan. Son lectores y lectoras, como señala ahí, que usan los libros no para aislarse del mundo, sino para aprender a estar mejor en él. Es decir: personas que buscan en las narraciones de los demás ayuda para identificar sus prejuicios, autocuestionarse certezas mal argumentadas y, en definitiva, enriquecer su manera de preguntarse en qué consiste vivir, cuál es el argumento de sus vidas y hacia dónde seguir con esa narración.

En El comité de la noche, Carla nos lo recuerda en una de sus conversaciones con el amanuense que está transcribiendo su historia:
—Inclúyelo, sí. Necesito saber qué piensas.
—¿De ti?

Sonríe

—De lo que te he contado.
—Todavía es pronto.

—Pero tienes que estar pensando algo. Nadie escucha ni lee solamente. Siempre pensamos a la vez.

Una idea similar aparece en Rompiendo algo, a través de algo que Fogwill le dijo a Graciela Speranza en una entrevista y que Gopegui recoge así:
Escribo para conservar el arte de contar sin sacrificar el arte de pensar, un pensar que tiene que ver con la moral... Creo que es mucho más importante pensar que contar, pero para imponer el arte de pensar hay que contar. La razón no se sostiene sin relatos.
Más adelante, en esa misma charla al hilo de Acceso no autorizado —su novela anterior—, incluso aporta el identikit de los lectores a quienes se dirige:
Los lectores y lectoras que me importan son aquellos todavía aptos para leer independientemente; personas que, en la misma medida en que yo intento escribir sin ser escrita, lean sin ser leídas, sin asumir la lectura dominante acerca de qué son la literatura, la política, las relaciones personales.
Vamos, que Gopegui no espera que su lector se deje seducir, atrapar, enganchar, hechizar, sorprender... o cualquier otro de los verbos al uso por la poética del márketing que inunda el discurso del mercado editorial (y el casillero electrónico de quien esto escribe). La literatura de Gopegui espera de sus lectores contestaciones y opinión respecto de las preguntas que plantea. De hecho, si nos guiamos por lo que dice en su ensayo «A la espera de los grandes temporales», podríamos sostener que ella concibe el público a la manera de Bertolt Brecht, es decir, como una asamblea transformadora de la realidad que emite su veredicto tras haber leído un informe sobre el estado del mundo. Un informe, eso sí, que incluye una propuesta para pensar o imaginar una manera concreta de mejorarlo.

No estaría de más que la crítica cultural patria contraponga esa concepción del público con la idea que tienen otros autores y autoras (por no hablar de editoriales, representantes, suplementos culturales, revistas, etc.). Porque esa, además, sería una pregunta de lo más pertinente para quienes escriben, me parece a mí... ¿Qué espera usted de quienes lo leen? O dicho de otro modo: además de un estricto comportamiento como consumidor de un bien cultural llamado libro —es decir: adquisición de cuantos más ejemplares mejor, aspiración a ser recomendado a tutiplén, peticiones de firmas y fotos, etc.—, ¿qué espera de quienes lo lean?


El regreso del héroe positivo

Otra instancia en la que Gopegui se desmarca del canon estético son los personajes. Para entenderlo, conviene tener en mente un fragmento de la segunda parte de la novela; allí Carla y el amanuense que transcribe su historia salen a dar una vuelta, entran en un herbolario y charlan sobre aromas. Por sorpresa, Carla le pone un perfume de té verde en el antebrazo, le pregunta a qué huele y este piensa:
Lo tengo claro, huele a esos finales felices, los malos son castigados, los buenos bailan, alguien venga por nosotros las ofensas, huele a moralina azucarada que nos alegra, que nos alivia pero también nos narcotiza, nos paraliza.
Ahí está, diría yo, el meollo: los personajes de Gopegui nadan a contracorriente de los personajes de las narraciones dominantes. Ni se dedican a quejarse de lo mal que está todo ni esperan que algún superhéroe o superheroína los vengue ni se conforman con ser unos perdedores ni se dejan embargar por la desesperanza ante el lado oscuro del ser humano ni se suicidan ni son chichos listos que están de vuelta de todo ni aceptan ser mero entretenimiento narcotizante para el lector —sea con final feliz, infeliz o mediopensionista— ni nada de lo que estamos acostumbrados a leer. Sus personajes son gente común y corriente que, en vez de pedir o esperar a que otros arreglen este mundo de porquería, se arremangan, se ensucian las manos y colaboran con otras personas —tan anónimas como ellas— en la tarea de convertir su entorno en un lugar donde merezca la pena vivir.

De hecho, en El comité de la noche, por más politizados que estén esos personajes, tratan de no perderse en las eternas peleas que suelen fragmentar los movimientos sociales, partidos de izquierda, etc. Unas peleas que, como cantaría Nina Simone, les hacen desentenderse de lo fundamental: quitarse de encima ese enorme pie que tienen sobre la espalda y que los está ahogando. De ahí que me parezca relevante que Álex subraye este pensamiento:
[...] hay más verdad en trabajar juntas y juntos que en tener razón.
Ese trabajar juntas y juntos puede leerse como un construir comunidad con cada acto, sin estridencias, desde el anonimato de nuestra vida cotidiana, poniendo por encima el bien colectivo del lucro y el ego personal. Por eso, como el militante Uno en esta novela, los personajes de Gopegui se rebelan frente al desplazamiento semántico que se ha producido desde la palabra personas al concepto capital humano. En ese movimiento retórico la mayoría hemos salido perdiendo derechos y libertades muy tangibles; hemos pasado de lo sustantivo a lo adjetivo, de ser el centro de la fiesta a convertirnos en meros recursos subordinados a palabras fetiches del poder: competitividad, productividad o excelencia. En definitiva, como sostiene Gopegui en Rompiendo algo y nos hacen ver sus personajes en El comité de la noche, hemos pasado de una visión orientada hacia lo bueno —Aristóteles— a unos valores que privilegian el beneficio.

Y, claro, eso supone ir a contracorriente de los personajes que adora la crítica progre-cool de este país, siempre presta a ensalzar las historias de perdedores, impostores, trepas, inadaptados sociales, individualistas-consumistas-promarquistas, politoxicómanos irredentos, promiscuos como elefantes marinos —o como Warren Beatty—, cínicos de toda laya... Es decir: personajes a ser posibles autodestructivos, fácilmente neutralizables desde el punto de vista político o claramente inofensivos para el poder. En general, son personajes incapaces de construir algo sólido, algo que sirva de argamasa, biela o engranaje para un proyecto de mayor calado, un proyecto colectivo.

Vamos, que ni la crítica cultural ni el canon imperante muestran predilección por personajes como los de Gopegui, que bien podría haber formado parte del 15M. Es decir: gente común que se rebela contra una situación injusta, se autoorganiza, se propone hacer las cosas de una manera distinta... y, a veces, hasta le sale bien. Eso, para entendernos, es un horror estético, entre otras razones porque la estética suele servir para esconder reparos ideológicos.

Y más aún si la autora, convencida de que no hay soluciones ideales pero las soluciones en común llevan van más lejos y de manera más sostenible que las individuales, apela a la inclusión como guía y sostiene, a través de su personaje Álex, que no se quede fuera nadie del viaje hacia la remota provincia Imposible, ni siquiera unas chicas con katiuskas rosas y pinchos en las orejas que se encuentra en la calle:
El largo día [de la Revolución] no se acaba hasta que ellas se unan.
En fin, que con escritoras revolucionarias así, que tienen planes para tirar abajo torres de marfil, utilizan los libros como herramienta de construcción de un imaginario posible, confunden el público lector con una asamblea del 15M y se empeña en narrar a personajes que, como David frente a Goliath, no se dan por derrotados de antemano pese a la enormidad del Enemigo, es normal que la crítica se sienta incómoda a la hora de hablar de sus libros. ¿O es que los de Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, Javier Marías y compañía les ponen en esos aprietos?
 

*

¿Continuará? No lo sé... Algo de material se quedó fuera y quizá me anime a terminar de darle forma, quién sabe.

*

PD 01. Recomiendo ver esta intervención de Belén Gopegui en el último festival Zemos 98. También se la puede escuchar en a su paso por el programa de Carne Cruda.

PD 02. En su día publiqué esta entrada sobre Rompiendo algo (desde ahí se accede a más material de Gopegui en este blog).

PD 03. El martes 26 de mayo, Belén Gopegui hablará en la Biblioteca Nacional sobre Guerra y paz. La charla se retransmitirá en directo a través de internet por este canal (a las 19 h).

17 de mayo de 2015

El comité de la noche, Belén Gopegui (parte 1)


Hace unas semanas, le escuché decir a Naomi Klein que nos han enseñado a imaginar que esto no se puede cambiar. Lo dijo de buena mañana, en la radio, mientras yo desayunaba unas tostadas y el locutor comentaba que la escritora canadiense había venido a Madrid para presentar su última obra, Esto lo cambia todo. Un libro que, en palabras de quien la presentaba, completaba la trilogía contra el capitalismo que habían abierto No Logo y La doctrina del shock.

Es curioso lo que sucede en este país: alguien como Naomi Klein critica la impiedad del capitalismo en los medios patrios y, sin embargo, nadie la acusa de querer construir una Cuba, una Venezuela o una URSS en su Canadá natal. Lo mismo sucede con Susan George o algunas otras voces que llevan más de una década advirtiéndonos de que veníamos por el sendero equivocado. Ahora bien, si eso mismo lo hace una activista o una intelectual española —véanse los nombres que aparecerán más abajo— la cosa deja de ser cool y se convierte en peligrosa, en panfletaria.

Pero, bueno, no quiero irme —ahora— por esas ramas; regreso al tronco: Naomi Klein y esa idea que otros nos han inoculado de que esto no puede cambiar. He ahí, digo, una mujer y una férrea voluntad, demostrada libro tras libro, de construir una idea de cambio. De volver posible la existencia de alternativas.

Sigo con más radio, con más mujeres.

El domingo pasado me descargué un audio de Carne Cruda, una radio que funciona a través de internet. Quería dejar preparadas varias comidas para la semana entrante y opté por amenizar mi estancia en la cocina con un programa que tenía pendiente escuchar; el de la entrevista con Manuela Carmena, candidata por la plataforma Ahora Madrid a la alcadía de la capital del Reino, y con Ada Colau, candidata por la plataforma Guanyem Barcelona a la alcaldía de la Ciudad Condal. Entre los silbidos de la olla exprés, de repente, escuché a la admirable —permítaseme adjetivar a lo Homero— Ada Colau sostener una idea similar a la de Naomi Klein: 
Estamos en un proceso de cambio. El horizonte está abierto, afortunadamente. Llevamos décadas donde nos habían cerrado el horizonte, donde nos habían dicho que se había terminado la Historia, que el neoliberalismo había triunfado en el planeta y que las cosas no podían ser de otra manera... Y se nos había hecho un relato donde se nos cerraba la idea de alternativa, de utopía; se nos negaba la capacidad de imaginar y de soñar. Y eso nos ha llevado a la peor de las pesadillas. Esa versión única nos ha llevado al desastre, nos ha llevado a la estafa generalizada, nos ha llevado a la situación en que estamos hoy [...]
Otra mujer, la misma voluntad de construir una idea de cambio.

También otra trayectoria intelectual coherente y sólida como constructora de cambios posibles. Lo que han conseguido la PAH y ella en estos últimos años merece el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, el de la Concordia y el de Humanidades. Los tres. Y hasta el del Literatura: la Plataforma Antidesahucios ha sido la mejor metáfora de que esta situación que vivimos la podemos cambiar. Sin embargo, como Colau ni es canadiense ni francesa, su anticapitalismo fue saludado enseguida por el Gobierno inventándole unos vínculos proetarras... En fin, «Somos como somos», que diría ese gran lector del Marca que es nuestro presidente y quien, a diferencia de Klein o de Colau, como su ministro Montoro, prefiere la economía a la empatía.


Belén Gopegui y su idea de cambio (revolucionario)

Con las entrevistas de Klein y Colau en la cabeza, acudí esta semana a los apuntes que había tomado hace algunos meses sobre El comité de la noche (Random House, 2014) y subrayé de nuevo tres fragmentos. Los tres son obra de Álex —la narradora de la 1.ª parte de la novela—, quien acaba de perder su empleo, se ve arrojada por la actual crisis económica a la precariedad y a sus 40 años debe regresar con su hija a vivir a casa de sus padres. Es una persona con inquietudes sociales y con cierta trayectoria como militante, así que se reúne periódicamente en asambleas con otras personas como ella para charlar y acordar acciones (aclaro esto último para contextualizar mejor los fragmentos).

Esos tres fragmentos dicen así:
                                                    
Vivimos en un compás de dos tiempos entre lo real y lo posible que queremos hacer real, respiramos así. ¿Lo imposible? Lo imposible es una provincia de lo posible, la más remota, pero existe y a veces se alcanza.

                                                            *
Nos hemos mirado porque en realidad discutimos con nosotros mismos, él piensa como yo y yo como él. Además, decimos, dos reuniones, una mani, una asamblea: no es tanto. Cansa pero comparado con la guerrilla o con ser un refugiado..., no seguimos porque no conocemos esas vidas, de las nuestras decimos que lo que más nos cansa es no creer, es el miedo a que solo prevalezcan las resistencias simbólicas. Y aunque sabemos que nunca son únicamente simbólicas, que los momentos compartidos quedan y que la fuerza sale de haber luchado en común pues no es al revés, no se tiene primero la fuerza; aunque lo sabemos, también sabemos que, en el otro lado, la fuerza está depositada en inmuebles, redes económicas, vetas de capital acumulado. Recordamos, no obstante, las veces que hemos gritado todos y todas sin miedo: «Sí se puede». Porque al final, el capitalismo siempre trata de que no hay transformación posible.
                                                             *

No hablamos para ponernos de acuerdo. Hablamos solo para mostrar lo que traemos y que cada uno o una tome aquello que le pueda servir. Sí, claro, muchas veces una teoría contradice a otra. De una teoría se derivan tácticas y acciones distintas. Pero lo que tratamos de averiguar es si son compatibles. Con honestidad, sin escabullirnos, lo cierto es que hemos ido viendo que a menudo lo son.

Cambiar las cosas ahora para que si un día logramos tomar de algún modo el poder nos hayamos dotado de prácticas y comportamientos que nos impidan repetir el modelo contra el que combatíamos. O bien, concentrarse en cambiar el poder porque será cuando la presión sobre nuestras vidas sea levantada cuando podamos imaginar y construir instituciones en las que nuestros comportamientos y nuestras prácticas no se amparen directamente en la explotación. Este es uno de los debates eternos, tierra y libertad, hacer cooperativas o ganar la guerra. Y, sin embargo, ¿es que no combatieron quienes hacían comunas, y es que no dieron sus vidas por un lugar donde las cooperativas sin explotación fueran posibles quienes apostaban por ganar la guerra?

No nos importa decidir entonces qué habría sido mejor, sino avanzar. Porque si hubiera habido más personas en ambas opciones, se habría conseguido todo. Aceptamos las dos líneas de trabajo y que cada uno o una participe en acciones que secunden cualquiera de las dos. ¿Es pasteleo? En cierto modo, lo es. Podemos suponer que llegará el momento en que una decisión concreta deba ser tomada y en esa decisión no quepan las dos opciones. Por eso gastamos hora y media en hablar, para que cuando el momento llegue y la decisión deba tomarse, todos y todas hayamos encontrado algún motivo que nos permita secundarla tanto si va en un sentido como en el otro ya que, pensamos, se tratará de una decisión honesta y temporal.

Belén Gopegui: una tercera mujer, y la misma férrea voluntad que Klein o Colau por construir un imaginario colectivo que nos permita como sociedad imaginar que sí, que existen alternativas viables a este capitalismo precarizante y lesivo para la dignidad de tantas personas. Hay que ser realistas y pedir lo imposible, que se decía en el 68 francés.


El arte sí es útil

Para llegar a esa remota provincia que el poder se obstina en llamar Imposible, según El comité de la noche, lo primero que debemos hacer es fracturar la muralla en que otros han encerrado la idea del cambio. Hay que buscar grietas por donde infiltrarse en ese pensamiento dominante y antisocial. En esta novela la brecha se encuentra en la compra-venta de sangre:
—No somos bacterias, Gustav, somos personas.
—Personas que viven en el mercado. ¿Por qué estúpida cuestión simbólica excluir la sangre cuando compramos y vendemos todo?
(Quien precise una sinopsis de la novela, pase por ejemplo por aquí, por la contratapa del libro.)


En conjunto, la obra literaria de Belén Gopegui nos dice que la ficción  es una herramienta útil en ese proceso de construcción del camino hacia esa remota provincia llamada Imposible. Una provincia que, según leemos en su antología de ensayos Rompiendo algo (Universidad Diego Portales, 2014), podría ser un lugar donde seamos capaces de construir «una sociedad cuyo punto de partida fuese la educación y su destino la amistad». Y una provincia a la que tardaremos siglos en llegar si persistimos en construir sociedades cuyo punto de partida sea la competencia —casi nunca la colaboración, el cuidado o la solidaridad— y cuyo punto de destino sea salir en la tele, hacer cola para comprarse un iPhone o el lucro personal por encima de cualquier otra cosa.

Educación, amistad, utilidad, política... A esta altura, más de un refinado y sofisticado lector de Oscar Wilde, Paul Auster y otros panegiristas de la inutilidad del arte deben de estar horrorizados. Bien, de eso se trata, según leemos en «Creación revolucionaria y cerveza helada», para Gopegui: de confrontar directamente con ese tipo de pensamiento inutilista del arte, y que algunos prestigian tanto.
«Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad?». Digo esto sin apenas ironía. A mí también me gusta hablar del encanto de lo inútil. Aunque pienso que si un hombre se está ahogando y ve pasar cerca a varios músicos de los cuales ninguno se tira al agua ni le arroja una cuerda o un trozo de madera sino que entre todos se ponen a tocar para él un cuarteto maravillosamente inútil, pienso que a ese hombre no le cabría ninguna duda acerca de qué es lo que tiene de malo la inutilidad.  
La cuestión está en la medida, en la proporción: existe —y debe existir— espacio para lo inútil e intrascendente en la vida, en el arte, en las páginas de cualquier novela; ahora bien, ¿qué sucede cuando el discurso de lo inútil es el dominante, el que abarca más esferas sociales y cala más profundo? ¿A quién benefician esos discursos donde se habla de lo maravilloso que es y hasta lo imprescindible que resulta que el cine, el teatro, la pintura, la música o la literatura sean inútiles, neutros? ¿Hasta dónde una sociedad como la nuestra se puede permitir un arte inútil?


Literatura transformadora

Vivimos en un mundo que no es neutral, que privilegia el discurso económico sobre todos los demás. De ahí que Gopegui subraye en Rompiendo algo este pensamiento de Josefina Ludmer, crítica literaria argentina:
...hoy «todo lo cultural [y literario] es económico y todo lo económico es cultural [y literario]».
Ahí está delimitado el campo donde el arte, sea el que sea, libra su batalla. Y, por tanto, alguien con un compromiso político como el de Gopegui no puede escribir ajena a todo ello, pensando solo en escribir bonito —elegantes y melodiosos fraseos, exquisitos guiños metaliterarios, estructuras delicadamente armadas, una paranomasia por aquí, una hipálage por allá, etc.—, pues sería una estrategia de escaso recorrido político, una contribución bastante inocua a la hora de transformar la realidad. Y conviene recordar que para ella, muy brechtiana en estas cosas, ese es el objetivo último:
Una vez más, no se trata de que el burgués pueda ver caballos azules mientras que el proletario ve animales a los que tiene que almohazar, enjaezar, conducir, herrar, matar. No hay mientras que. Hay un punto de vista que permite conocer la realidad y transformarla. Y otro punto de vista que, todavía hoy, solo permite justificarla. La pregunta del mundillo intelectual, la pregunta de los tuis, la pregunta de la supuesta clase media, la pregunta de los explotados que se mueven todavía en el ámbito de los dominantes, siempre ha sido [esta]: ¿pero por qué?, ¿por qué hay que transformarla?
De ahí que para Gopegui escribir bien consista, entre otras cosas, en construir buenas novelas que no alimenten el discurso y los valores del enemigo que combate, es decir, los del capitalismo. Y por eso su literatura recupera la idea de que la ficción también puede servir para sembrar «instantes concentrados de posibilidad» en las conciencias de sus lectores. Gopegui, parafraseando al militante eslovaco Uno que aparece en El comité de la noche, se autoexige novela tras novela que sus ficciones actúen como «una herramienta no neutral de la lucha de clases».

Aclarado todo esto, se puede entender mejor la incomodidad que generan sus novelas en muchos reseñistas patrios. ¿Dónde ha quedado aquella chica que los enamoró con sus dotes líricas a los 30 años en La escala de los mapas, su primera obra? ¿Quién es esta señora de 51, con tantas novelas notables en su trayectoria, que podría escribir tan —pero tan— bien y que, sin embargo, se empeña en usar su literatura, en vez de para describir el mundo, para intentar transformarlo?

*

Continúa en esta otra entrada.

10 de mayo de 2015

Testo yonqui, Beatriz Preciado

Beatriz Preciado se autodefine en esta entrevista de TVE como un filósofo «jesuita queer transgénero de extrema izquierda». Al margen de lo bombástico de la concatenación de calificativos, a mí escuchárselo a ella —a él— me sirvió para entender mejor su libro Testo yonqui (Espasa Calpe, 2008), que el propio Preciado califica de una ficción política con ánimo de «panfleto queer». De hecho, nunca hubiera imaginado que él había estudiado Filosofía con los jesuitas de Comillas en plena época de la Teología de la Liberación, y que esa fue una influencia tan profunda que aguanta hasta hoy.

El caso es que Paul B. Preciado, nacida en 1970 como Beatriz Preciado en una típica familia conservadora de Burgos —otrora corazón de la España franquista—, es un evangelista queer en toda regla. Torrencial, irreverente, divertido a la par que ultraintelectual, siempre disidente en lo político... Quizá ese gusto por el proselitismo y el sermón a pie de calle —el activismo religioso de  toda la vida, vamos— sea parte del ramalazo jesuítico que se autorreconoce. La otra parte tiene que ver con el bagaje intelectual y la apertura mental: un anticapitalista —anti régimen farmacopornográfico, que dice en Testo yonqui— como él leyó a Marx... con los jesuitas. 

Este filósofo transgénero pansexual —Wikipedia dixit goza de un talento envidiable para entrar en tu cabeza y alborotarte todas las ideas que tengas por allí nadando plácidamente, como peces de colores en un jardín japonés. Estés a favor de lo que dice, en contra o ni siquiera sepas de qué habla, sus ideas son un sacudón de energía deconstructiva de lo más saludable. Pocos discursos, de hecho, inducen tanto a la autocrítica —a la autodecapitación, que diría ella en Testo Yonqui— como el suyo.

Lo normal... no es tan normal

Según Preciado, tenemos que generar el suficiente saber sobre quiénes somos a fin de ser capaces de desmontar los discursos que operan sobre nuestro cuerpo y nuestra subjetividad. Desde todos lados, nos ametrallan a discreción las «máquinas de producción de verdad» —museos, instituciones, leyes, industria farmacéutica, etc.—, que nos inducen a convertirnos en dóciles bioficciones políticas de los propietarios de esos discursos o de quienes saben sacar rentabilidad de ellos. Sin darnos cuenta —y muchas veces sin ni siquiera protestar—, asumimos la noción de «lo normal» que otros nos imponen sin pedirnos permiso o sin preguntar cuáles son nuestros intereses, filias, fobias... Quizá el gran motor filosófico de Preciado pueda resumirse en una pregunta: ¿qué es lo normal?

Una pregunta que comparte mucha más gente de lo que imaginamos o queremos saber. Por ejemplo, sin esfozarme mucho, me vienen a la cabeza un par de documentales paradigmáticos a la hora de cuestionar lo que la sociedad considera normal: «El sexo sentido», sobre la transexualidad infantil, y Yes, we fuck!, relativo a la sexualidad de las personas con diversidad funcional. A poco que uno, educado según un patrón heteronormativo y patriarcal al uso, se ponga a decapitar prejuicios y convenciones termina convertido en Uma Thurman en Kill Bill, además de convencido de que la  noción de normalidad es pura filfa.

Por eso, Preciado sostiene que hay un movimiento de resistencia político posible en identificar las técnicas con que otros nos inoculan su noción de normalidad, expropiárselas y usarlas nosotros para escribir —inventar— nuestra propia verdad. Él, además, sabe hacerlo con altura intelectual y con un afán lúdico anticapitalista irresistible: ningún texto es sagrado, todo canon es susceptible de ser demolido y la respuesta suele estar en los márgenes, en lo orillado —a propósito— por quienes imponen las reglas y fijan los modelos de negocio. Además, como activista coherente que es, sus palabras y acciones van de la mano, se sostienen mutuamente.

Paul B. Preciado es un antídoto perfecto para desmontar y combatir, entre otros, los discursos de la normalidad construidos a partir de la aritmética sexual de las peras y las manzanas, los insultos parlamentarios como «no tienes ni puta idea» o «cállate, bonita», el antirrevolucionario monstruo del machismo-leninismo o la ideología que emana de quienes fijan la posición de su Gobierno a partir de expresiones como «una política económica como Dios manda» o «hay que gente que quiere las cosas que quieren los seres humanos normales». En fin, que nos merecemos un país y una vida mejores, menos normales, y leer Testo yonqui puede ser una manera de empezar a conseguirlo.

*

Trascribo un par de pasajes de Testo yonqui (en eso iba a consistir, en principio, esta entrada; pero al final me fui liando...). El primero explica bastante bien el planteamiento del libro. El segundo, en plan parábola jesuitico-zen, el asunto de la autodecapitación (por favorecer la lectura, he separado en párrafos lo que era un único bloque de texto).

*

Este libro, heredero de las politícas de autoexperimentación de Agnes, es un protocolo de autoensayos efectuados con testosterona en gel, ejercicios de envenenamiento controlado en mi propio cuerpo. Me infecto de un significante químico marcado culturalmente como masculino: demasiado para unas, demasiado poco para otros. Para las lesbianas ya soy trans, aspiro a la masculinidad, estoy manchada de testosterona y, por tanto, he abandonado el territorio de la complicidad femenina. Para los transexuales normativos, aquellos que se identifican con las demandas médicas de cambio de sexo, soy simplemente una lesbiana que no tiene lo que hay que tener.

Vacunarse de testosterona puede ser una técnica de resistencia para los cuerpos que hemos sido asignados como bio-mujeres. Adquirir una cierta inmunidad política de género: como coger un pedo de masculinidad, estar borracha de masculinidad. Saber que es posible devenir la especie dominante. Poco a poco, la administración de testosterona ha dejado de ser un simple ensayo político y se ha convertido en una disciplina, una ascesis, un modo de resucitar tu espíritu a través del vello que crece sobre mis brazos, una adicción, un logro, un escape, una cárcel, un paraíso.

Las hormonas no son otra cosa que drogas. Drogas políticas. Como todas las drogas. En este caso, la sustancia no solo modifica el filtro a través del que descodificamos y recodificamos la realidad, sino que modifica radicalmente el cuerpo y, por tanto, el modo en el que somos descodificados por los otros. Seis meses de testosterona y cualquier bio-mujer, no una marimacho o una lesbiana, sino cualquier playgirl, cualquier chavalita de barrio, una Jennifer Lopez o una Madonna, puede volverse un miembro de la especie masculina indiscernible de cualquier otro miembro de la clase dominante.

Dos eventuales problemas: la talla, puesto que la mayoría de las bio-mujeres suelen ser más bajas que los bio-hombres, y la falta de pene. Por tanto, hablamos aquí de una codificación de género y no de sexo. Todavía no hemos dicho nada de lo que sucede en el sexo. Primera falacia desenmascarada: tomar testosterana no nos cambia de sexo; cambia (o puede cambiar, dependiendo de la dosis) el modo en el que el género es descodificado socialmente.

Segunda falacia desenmascarada: la testosterona no tiene por qué ser utilizada para cambiar de género, sino simplemente como cualquier otra droga, para modificar el cuerpo y sus afectos. Rechazo la dosis médico-política, su régimen, su regularidad, su dirección. Abogo por un virtuosismo de género: cada cual, su dosis; cada contexto, su exigencia precisa. Aquí no hay norma, hay simplemente una multiplicidad de monstruosidades viables. Yo tomo testosterona como Walter Benjamin tomaba hachís o como Freud tomaba cocaína.

Esto no es una excusa autobiográfica, sino una radicalización (en el sentido químico del término) de mi escritura teórica. Mi género no pertenece ni a mi familia ni al Estado ni a la industria farmacéutica. Mi género no pertenece ni siquiera al feminismo, ni a la comunidad lesbiana, ni tampoco a la teoría queer. Hay que arrancarle el género a los macrodiscursos y diluirlo en una buena dosis de psicodelia hedonista micropolítica.

No me reconozco. Ni cuando estoy en T., ni cuando no estoy en T. No soy ni más ni menos yo. Contrariamente a la teoría del estado del espejo lacaniano, según la cual la subjetividad del niño se forma cuando este se reconoce por primera vez en su imagen especular, afirmo que la subjetividad política emerge precisamente cuando el cuerpo/la subjetividad no se reconoce en el espejo. Experimenté por primera vez esta sensación después de una operación de reconstrucción de mandíbula a la que me sometí, por prescripción médica, cuando tenía dieciocho años. Es fundamental no reconocerse. El des-reconocimiento, la des-identificación es una condición de emergencia de lo político como posibilidad de transformación de la realidad.

La pregunta que Deleuze y Guattari se hacen en El Antiedipo en 1972 nos sigue quemando la garganta: «¿Por qué las masas desean el fascismo?» No se trata aquí de oponer la política de la representación y política de la experiencia, sino mas bien de tomar conciencia de que las técnicas de representación política implican siempre programas de producción de subjetividad corporal. No estoy optando aquí por la acción directa frente a la representación, sino por una política de la des-representación, una política de la experiencia que no confía en que la representación como externalidad pueda aportarle verdad o felicidad.

No me queda más remedio en esta tarea de terapéutica universal que inicio a través de estas contenidas dosis de testosterona y escritura que convenceros a vosotros, a todos, que sois como yo y no la inversa. No os voy a decir que yo soy igual que vosotros, que me dejéis participar en vuestras leyes, ni que me reconozcáis como parte de nuestra normalidad social. Sino que aspiro a convenceros de que vosotros sois en realidad como yo. Estáis tentados por la misma deriva química. La lleváis dentro: os creéis bio-mujeres, pero tomáis la píldora, bio-hombres, pero tomáis Viagra, sois normales y tomáis Prozac o Seroxat en espera de algo que os libre del tedio vital; estáis chutados a la cortisona, la coca, la ritalina o la codeína. Vosotros, todos, sois también el monstruo que la testosterona despierta en mL.


***
**
*

DECAPITAR LA FILOSOFÍA

Hace años le pregunté a un maestro budista jesuita qué era la filosofía y cómo sabría un día si estaba filosofando. Me respondió contándome una fábula: un joven aspirante a la filosofía sube una montaña acompañado de su viejo maestro. Caminan juntos por una ruta sinuosa y empinada que bordea la montaña y se cierne al borde de un precipicio. El maestro le ha prometido a su discípulo que antes de llegar a la cumbre le será ofrecida la posibilidad del entendimiento y se le abrirá la oportunidad de comenzar la tarea de la filosofía. Le ha advertido que la prueba será dura. Pero el discípulo ha insistido.

La ascensión es ardua y el joven empieza a desesperar. Han caminado durante horas y están a punto de llegar a lo más alto, cuando, de repente, el maestro saca una cuchilla voladora de su mochila y la lanza hacia al vacío sacudiendo ligeramente la mano. La hélice se vuelve pequeña mientras se aleja hacia las nubes y crece mientras vuelve hacia los dos hombres, el ruido se hace más intenso hasta que la cuchilla viene a cortar de un tajo impecable la cabeza del maestro. La sangre salpica la cara del discípulo, que observa la escena estupefacto: la cabeza límpidamente seccionada, los ojos despiertos, rueda por una de las laderas de la montaña, mientras el cuerpo, con los brazos aún agitados, se desliza por el otro lado hacia el precipicio.

Sin siquiera tener tiempo para actuar, el discípulo se pregunta si debe correr por un lado de la montaña para recoger la cabeza o por otro para recoger el cuerpo. Sabe que no tiene respuesta. Su maestro le ha ofrecido el regalo de la filosofía. Elegir entre la cabeza y el cuerpo. Autoseccionarse la cabeza. Poner a distancia de sí su propio cuerpo. Hacer la experiencia de la separación. Hasta ahora en Occidente hemos creído que el filósofo es una cabeza pensante (por supuesto, un bio-hombre que, al dejar aparentemente de lado su cuerpo, hace la economía de su polla y toma la posición universal) .

Pero en la fábula budista la segunda posibilidad es igualmente válida que la primera: correr del lado del cuerpo, forzar, a lo Artaud, al cuerpo a producir texto. Dos vías irreconciliables: una cabeza autónomamente mecanógrafa, que no necesita de manos para escribir; o un cuerpo decapitado que produce, como por supuración, una anotación inteligible. He aquí el desafio y la tentación para todo filósofo: correr detras del cuerpo o de la cabeza.

Pero ¿[y] si la respuesta fuera el acto mismo del maestro? Si la posibilidad de la filosofía residiera no tanto en la elección entre la cabeza y el cuerpo, sino en la práctica lúcida e intencional de la auto-decapitación? Al empezar este libro administrándome testosterona (en lugar de comentando a Hegel, Heidegger, Simone de Beauvoir o Butler), he querido decapitarme, cortar mi cabeza modelada con un programa cultural de género, seccionar una parte del modelo molecular que me habita. Este libro es la huella que deja ese corte.

*

PD. Por si alguien se queda con ganas de más, enlazo esa entrevista que le hizo en su día Alejandro Jodorowsky, la conferencia «¿La muerte de la clínica?» que dio en el Museo Reina Sofía y la conferencia «El burdel del estado». Más Beatriz Preciado, en Diagonal.

PD jesuítica. Hay un papa jesuita que acaba de ser noticia por haber concedido una audiencia a una persona transexual, Diego Neiga, o que se ha preguntado en público sobre quién es él para juzgar a los gais. Y, sin embargo, ese mismo papa jesuita le niega el sacerdocio a las mujeres y parece haber puesto en el mismo saco las armas nucleares y la teoría de género (esto último se lo escuché también en la radio a Mané Fernández, coportavoz de la Federación de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales).

2 de mayo de 2015

En la cima del mundo, Norman Mailer

Este fin de semana boxean Manny Pacquiao y Floyd Mayweather. Dado que, en términos económicos y deportivos el combate excede casi cualquier cosa que hayamos visto antes, están surgiendo todo tipo de comparaciones con otros combates clásicos (hay una larga retahíla en el enlace anterior). Esas comparaciones aparecen, entre otras razones, porque se enfrentan dos estilos de boxeo antagónicos: el dúctil, provocador, siempre cimbreante y todavía invicto de Maywether frente a esa máquina de repartir estopa que es Pacquiao, quien hace algunos años, en plan Pac-Man, se merendó a cuanto aguerrido fajador mexicano le ponían por delante (ay, Margarito, ese tornado tijuanero que devino en brisilla de mar...).

La cosa es que, como Mayweather es un bocazas bastante insoportable, un excelso bailarín del cuadrilátero y tiene la piel negra, suele vinculársele con enorme facilidad al gran Muhammad Ali. Y, bueno, como justo en estos días he leído En la cima del mundo (451 Editores, 2009), de Norman Mailer, diría que eso es una gran injusticia para Ali.

El anteriormente conocido como Cassius Clay se negó a participar en la Guerra de Vietnam y nos dejó una frase sobre el asunto para la posteridad: 
A mí el Vietcong ese no me ha hecho nada.
Una frase que, según refleja Andrés Barba en el prólogo del libro, inspiró a Spike Lee —que era un niño entonces— o provocó que Bertrand Russell le escribiera una carta de apoyo. De hecho, las palabras de aquella frase terminaron convertidas en una de las acciones de desobediencia civil más sonadas del momento: el boxeador se negó a ir a la guerra y lo condenaron por ello a algo más de 3 años de cárcel.

Cassius Clay, en el país más mojigato y cristiano del mundo, se convirtió al islam y se renombró como Muhammad Ali. Se adhirió al movimiento Musulmanes Negros y fue amigo de Malcom X. En fin, que sí, que podía hablar como si se hubiera intoxicado de Walt Whitman y soltar fanfarronadas como esta:
Soy joven, soy guapo, soy rápido, soy elegante y probablemente no pueda ser golpeado. He cortado árboles, he luchado contra un cocodrilo, me he peleado contra una ballena, he encerrado rayos y truenos en prisión, incluso la semana pasada asesiné a una roca.
Pero también era un tipo con conciencia racial y de clase que, siendo campeón del mundo de los pesos pesados, lanzaba puyas como esta contra el show-business:
No consideran que los púgiles puedan tener cabeza. No consideran que puedan ser hombres de negocios ni seres humanos ni inteligentes. Los boxeadores no son más que brutos que vienen a entretener a los blancos ricos. Pegarse entre ellos y romperse la nariz, y sangrar, y actuar como monitos para el público, y matarse por el público. Y la mitad del público son blancos. En lo alto del ring no somos más que esclavos. Los amos escogen a dos esclavos grandes y fuertes y los ponen a pelear mientras ellos apuestan que su esclavo machacará al del otro. Y eso es lo que veo cuando veo a dos negros peleando.
De ahí que Mailer le dedicase en En la cima del mundo un fragmento memorable, digno de uno de los iconos más genuinos del siglo XX:
Ali los controló a todos con el poder de su mente. Pasó de largo por el lóbrego corredor de los negocios sucios y atractivos, pasó de largo por la humareda de puros caros y la palabrería, la hipocresía y las palmaditas en la espalda, pasó de largo por los políticos corruptos y la pus patriotera; pasó como un láser, en el filo, sutil e impersonal, y cortó hasta el corazón mismo de la carne más podrida del boxeo. Pues no olvidemos que el boxeo fue siempre como un Vietnam del Sur oculto para Norteamérica, enterrado durante cincuenta años en nuestra guarida hasta que fuimos a la guerra. Sí, Ali pasó de largo por los saludos a la bandera en las madrugadas de resaca y dijo: «A mí el Vietcong ese no me ha hecho nada». Entonces decidieron hundirlo y lo sometieron a un martirio de tres años y medio.
En fin, por muy bailarín, bocazas y vistoso que sea Floyd Maywether —me encanta su estilo—, él siempre estará muchos escalones por debajo de Ali. Maywether es solo un boxeador encantado de participar en el show-business; su cuenta de Instagram, por ejemplo, no deja lugar a las dudas. Un tipo como Ali, digo, este sábado pelearía por sus hermanos de Ferguson o Baltimore, por los que saltan la valla de Melilla o por los que mueren camino de Lampedusa. Maywether tan solo pelea por 120 millones de dólares, no pasar a la historia como el boxeador que huyó de Pacquiao y, si puede, acercarse al récord de Rocky Marciano (49-0). Pase lo que pase el sábado, Ali seguirá siendo el más grande.

*

PD. En este enlace puede leerse el primer capítulo de En la cima del mundo. Y en Bibliostock están liquidando 25 títulos del catálogo de 451, así que puede adquirirse a buen precio (3,95 €).