29 de marzo de 2015

De Pablo Echenique a David Foster Wallace


El otro día vi esta entrevista a Pablo Echenique, un rodante físico teórico con tanta capacidad para reírse de sí mismo que su atrofía muscular espinal la ha reconvertido y resumido en el castizo adjetivo cascao. Además, con un sentido del humor de lo más ácido, este científico titular del CSIC se declara admirador de Stephen Hawking a la par que sostiene que, si bien su colega estadounidense es muy bueno, él no lo elegiría para su top ten... Y, por si le faltaba algo a esa irreverencia sobre ruedas, hace algún tiempo se declaró fan «del enano de Juego de Tronos».

En la entrevista que he enlazado más arriba, mientras Echenique va charlando sobre su infancia gamberra en Rosario (Argentina), su llegada de adolescente a Zaragoza, por qué eligió ser físico o en qué momento se le despertó la vocación política, la conversación va acercándose hacia una cuestión insoslayable: el punto de vista de alguien que va en silla de ruedas. Hacia el minuto 17, Echenique, al hilo del título que un amigo —también cascao— y él le pusieron a un conocido blog, De retrones y hombres, reflexiona sobre el problema retórico de cómo hay que llamar a las personas como él:
En la discapacidad no es tanto el trato, no es tanto el tener cuidado en cómo referirse a las personas con discapacidad, sino la realidad material en la cual las personas con discapacidad viven. Si quieres, [eso sería] una visión más marxista de la discapacidad, y menos posmoderna. Y yo creo que es fundamental porque eso es lo que falta.
 Y un poco más adelante, vuelve sobre ese mismo asunto y lo cierra así:
La gente, por lo menos en España, que es lo yo que conozco, tiende a ser muy amable con las personas con discapacidad, por lo menos con las que tenemos discapacidad física... Con la gente que tiene discapacidad mental es otro tema bastante más complejo y peliagudo. Pero lo que no está solventado es la realidad material; y creo que [ahí] es donde hay poner el énfasis, donde hay que poner energías, creo que es lo que hay que arreglar, mucho más que la palabra con la que nos referimos a este colectivo.
Su argumentación me hizo en pensar dos escritoras y un escritor. En primer lugar, en Toni Morrison, una señora negra y estadounidense que obtuvo el Premio Nobel y que en sus novelas a los negros... los llama negros. En segundo lugar, pensé en otra mujer: Chimanda Ngozi Adichie, una señora negra y nigeriana que publicó la divertida Americanah, donde dedica varios pasajes a los complejos estadounidenses —y que los africanos no tienen— a la hora de hablar sobre la raza. Y, en último lugar, me acordé del paliducho David Foster Wallace, quien, en su desopilante ensayo «La autoridad y el inglés americano», incluido en Hablemos de langostas (DeBolsillo, 2007), empieza escribiendo una reseña sobre un diccionario y termina hablando, como suele pasarle, de montones de cosas, entre ellas de su experiencia como profesor universitario con el Inglés Políticamente Correcto (IPC).

Por abreviar, me quedo con Wallace, quien tiene una aproximación política al asunto que me parece en sintonía con la de Pablo Echenique:
Si yo, por ejemplo, fuera un conservador político que se opusiera al uso de los impuestos como medio para redistribuir la riqueza nacional, me encantaría ver cómo los progresistas políticamente correctos gastan su tiempo y su energía discutiendo sobre si a una persona pobre hay que llamarla «de ingresos bajos», «económicamente desaventajada» o «pre-próspera» en lugar de construir argumentos públicos eficaces a favor de leyes redistributivas o de elevar los márgenes de las tasas fiscales.

(Por no mencionar el hecho de que los códigos estrictos del eufemismo igualitarista sirven para ocultar la clase de discurso doloroso, feo y a veces ofensivo que en una democracia pluralista llevaría a un cambio político verdadero y no a un simple cambio político simbólico. En otras palabras, el IPC actúa como forma censura y siempre está al servicio del estado de las cosas).
En términos prácticos, yo dudo mucho de que un tipo que tiene cuatro niños pequeños y gana doce mil dólares al año se sienta más beneficiado o menos maltratado por una sociedad que se refiere cuidadosamente a él como alguien «económicamente desaventajado» en lugar de como alguien «pobre». De hecho, si yo fuera él, probablemente el término en IPC me resultaría insultante: no solo porque sea paternalista (que lo es), sino porque es hipócrita e interesado de una forma para la cual la gente a quien se suele tratar de forma paternalista suele tener unas antenas subliminales bastante buenas. La hipocresía básica de usos como «económicamente desaventajado» o «con capacidades distintas» consiste en que el IPC promueve la creencia en que los beneficiarios de la compasión y la generosidad son los pobres y la gente que va en silla de ruedas, lo cual nuevamente omite algo que todo el mundo sabe pero que nadie, salvo el siniestro anunciante de las cintas de vocabulario, menciona jamás: que una parte de la motivación de cualquier hablante a la hora de usar cierto vocabulario es siempre el deseo de comunicar cosas sobre sí mismo.

O, en otras palabras, como dice DFW en una nota al pie en su ensayo: una cosa es la cortesía y otra, la justicia.

Y aquí de lo que se trata, sobre todo, es de hacer justicia. Es decir: no se trata de faltarle al respeto a nadie, sino de que los eufemismos no se conviertan en la típica concesión que te hacen en cualquier negociación con tal de mostrarte una actitud amigable y, a la vez, evitar ceder en lo esencial, en lo estructural. Vamos, el clásico (de los clásicos): hacer como que algo cambia para que, al final, nada cambie. De ahí que DFW nos advierta contra quienes, de una manera muy orwelliana, colocan «los eufemismos de la igualdad social en el lugar de la igualdad social en sí».

Por eso, me gusta lo que dice Echenique. Las victorias que transforman una sociedad en profundidad no están en las palabras —aunque alguna victoria podamos conseguir a través de ellas— ni en los triunfos morales, sino que están en los presupuestos, en ejercer el poder real. Una victoria sería, por ejemplo, dejar de ser la maldita Nación Rotonda y convertirnos en la Nación Accesible porque nuestros edificios, aceras o bocas de metro son amigables para personas mayores, cascaos y demás tropa damnificada por toda clase de obstáculos arquitectónicos. Quizá así consiguiéramos que la tan traída y llevada  Marca España incluyera también el llamado «turismo accesible».

*

PD 01. Más David Foster Wallace en este blog, en estos dos enlaces: Todas las historias de amor son de fantasmas y Algo supuestamente divertido. Ah, y en esta reseña sobre un libro de Leila Guerriero salvé también algunos pasajes de otro ensayo de Hablemos de langostas.

PD 02. En este enlace hay algunos artículos más de Pablo Echenique.

15 de marzo de 2015

El agua que falta, Noelia Pena



*

La leyenda del catálogo de una conocida multinacional de muebles sueca dice: «La revolución empieza en casa». La realidad que usa la palabra revolución para vendernos unos muebles que debemos montar nosotros mismos debe ser desmontada ella misma.

*

¿Qué palabras haremos nuestras ahora que todos los significados han sido neutralizados, que no parece haber opción alguna entre la ingenuidad y el anuncio publicitario? A veces siento que para ofrecer resistencia necesitaría palabras que no fuesen comestibles para el poder, que no fuesen fagocitadas al instante.

*

No dejo de pensar en cómo interrumpir el funcionamiento automático de la realidad, esa que nos hace vender nuestro tiempo y nuestra energía con la promesa ridícula de obtener a cambio más tiempo o algo así como una vida, las monedas exactas para comprar suficiente comida.

*

«Todo me ata, todo me amansa», me digo ahora, pero... ¿qué es lo que en verdad me ata?, ¿qué es lo que me amansa? Esas son las preguntas de las que no me puedo escapar.

*

Cada vez que consigo dejar caer una de las imposturas que se interponen entre mí misma y los demás, siento que tengo que aprender de nuevo a hablar. Desatar ese miedo anudado en el fondo de la garganta, protección que nunca ha protegido a nadie, que solo nos ha enseñado a nadar en un estanque de obediencia, la docilidad del buen estudiante: «No molestes, no preguntes, no mires a los ojos, no seas impertinente, siéntate bien».

*

El capitalismo ha dejado hace tiempo de vender objetos. En su lugar vende experiencias, modos de vida, eternidad. Al doblar la esquina puede asaltarte un coolhunter, uno de esos «cazadores de tendencias» habilitados para convertir tu combinación de botas, camisa y sombrero en una moda selecta; la página par de una revista; la marquesina desde la cual una chica escuálida clavará sus ojos en ti mientras esperas el bus con impaciencia. Las armas secretas del capitalismo nunca parecen armas. Las estrategias de marketing son armas blancas. La mirada de esa modelo es lanzada desde ultratumba. Pero hemos aprendido a ver tan solo moda, belleza y no muerte.

En realidad nos hemos acostumbrado a que las mercancías sean efímeras, pero no lo hemos acompañado de la enseñanza de que todo tiene un fin o que todo se acaba, más bien lo contrario, todo es renovable, todo es sustituible. «No llores, ya compraremos otro, uno mejor». Apenas permitimos que las cosas que compramos se degraden, no consentimos que algo llegue a tener un roto, una muesca, un rastro nimio del paso del tiempo. Cualquier atisbo de imperfección hace de nuestras posesiones algo absolutamente prescindible. Esa arruga, esa mirada, la chica de la foto de la marquesina.

*

Fragmentos extraídos de  El agua que falta, Noelia Pena (Caballo de Troya, 2014).

Más agua, en el blog de la autora.





8 de marzo de 2015

El Interior, Martín Caparrós


El Interior (Malpaso, 2014) es un libro monumental, por decirlo de manera breve y rotunda. Es monumental debido a su anómala extensión para un trabajo periodístico y al enorme esfuerzo realizado para ponerlo en marcha: más de 680 páginas de crónica de viaje tras haber recorrido 30.000 km en coche durante 5 meses por Entre Ríos, Misiones, Corrientes, Tucumán, Salta, Jujuy, La Rioja, Catamarca, Córdoba y Santa Fe, es decir, por esa Argentina que recibe el nombre de «el Interior».

Una Argentina, todo sea dicho, semidesconocida para la mayoría de los lectores españoles y que, sin embargo, tiene resonancias míticas para cualquier argentino por tres razones: 1) esas provincias crearon el país que hoy conocemos; 2) buena parte de las gentes del Interior están convencidas de que esa es la verdadera Argentina; 3) según la leyenda urbana porteña, a diferencia de Buenos Aires, en el Interior se puede dejar la puerta de la casa abierta y las llaves del coche, puestas... Por tanto, salir a descubrir esa parte del país es adentrarse en un territorio geográfico y un ámbito social ineludibles a la hora de configurar y de entender la identidad argentina.

El Interior es también un libro monumental porque Martín Caparrós escribe para agotar los temas que aborda, para no dejarse nada en el tintero. Nada de lo divino o de lo humano le es ajeno. De hecho, le sale fácil lo de perpetrar libros voluminosos (v.g. La voluntad, La historia o El hambre). Él es uno de esos escritores de verba incontenible y polifacética que convierte todo, hasta lo más anecdótico, en materia sobre la que opinar, polemizar, teorizar, narrar, cantar, echarse unos versos... Además, fiel a un encomiable ánimo peleón y un puntito altivo —impertinente, hinchapelotas—, siempre está dispuesto a pisar todos los charcos —políticos, sociológicos, históricos, literarios... y hasta futbolísticos— con tal de explicar a través de sus crónicas en qué clase de mundo vivimos. Lo suyo es ejercer a tiempo completo la función del intelectual que piensa y debate en la plaza pública.

A tenor de lo leído en Contra el cambio (Anagrama, 2010), Una luna (Anagrama, 2009) o El Interior, hay al menos tres temas que ponen incandescente su cabeza pelada. Uno es la idea de esencia o de pureza, noción que considera estúpida por cuanto el progreso siempre ha estado alimentado de la mezcla, de lo impuro, de lo bastardo. La segunda es el conservadurismo que se esconde tras muchos discursos que nos hablan del cambio, en particular el de cierta izquierda posmoderna con más envoltorio que sustancia. Y por último, esa suerte de esplín indigenista con que algunos exhortan a los wichis, coyas, etc., para que se aislen del maligno progreso y se mantengan fieles a su papel de buenos salvajes, como si la única misión en la vida de esas bárbaras gentes fuera construir una estampa romántica con que deleitar a los civilizados. El dogma de partido o la corrección política, como se ve, no van con Martín Caparrós, y eso hace de lo más agradable compartir viaje con él.


El norte argentino da mucho juego

Los libros monumentales están bien para leerlos, pero no tanto para reseñarlos. En mi opinión, El Interior puede explicarse al menos a partir de 5 ejes temáticos:

  • La Argentina social. Buena parte del libro alumbra temas, en general, desconocidos para el lector español. Así, Caparrós nos habla del trabajo infantil en las cosechas del algodón en Santiago del Estero, de la venta de niños en el Chaco o en Resistencia —ciudad que en algún momento obtuvo el título de «capital del hambre»— o de la mortalidad infantil en Tucumán. También nos descubre que hay chicos suicidas en Salta debido al consumo de paco o que el analfabetismo, la pobreza extrema y la violencia machista son un problema en la provincia de Jujuy. Asimismo, aporta datos relevantes a la hora de entender algunos de los problemas inherentes al norte argentino: en 2006 aún había miles de personas que carecían de DNI, un requisito indispensable para acceder a los servicios sociales.
  • La Argentina impura. Caparrós se toma a pecho lo de discutir la noción de esencia y, en particular, cualquier intento por atrincherarse en las tradiciones y mantenerse impermeable a toda influencia externa. De ahí que resulte ilustrativa la manera en que muestra lo poroso de la frontera con Brasil, Paraguay o Bolivia. En Misiones, por ejemplo, los niños están tan brasileñizados que conocen al Chavo do Oito —pero no al Chavo del Ocho— y sus maestras prefieren buscar trabajo en Curitiba que en Argentina. Mal que les pese a algunos, la identidad argentina va más allá de los gauchos o de todos aquellos europeos que se bajaron de los barcos. Lo argentino, por suerte, nos da a entender Caparrós, también se nutre de bolitas, paraguas y brazukas (amén de tobas, guaraníes y otros pueblos más).
  • La Argentina histórica. En su viaje, Caparrós rastrea algunos hechos fascinantes relativos a la historia más reciente del país. Por ejemplo, visita ciudades cuya construcción —a ojos de un europeo— son tan nuevas que suenan casi a pan recién hecho y donde aún, en general, moran algunos de los pioneros que las levantaron. Ese es el caso de Moisesville —o Moisés Ville—, fundada por unos judíos a quienes engañó el hermano de José Hernández, uno de los próceres de la patria. Y también ese es el caso de Federación, idea, guion y dirección de obra de la Dictadura (1973). Asimismo, rescata del olvido la masacre de Margarita Belén (1976) o, mientras recorre Corrientes, nos habla de los 1500 soldados correntinos que fueron a Malvinas, de los cuales entre la guerra y el estrés postraumático solo quedaban vivos 453 en el 2006.
  • La Argentina política. Una posible novela sobre la Argentina reciente, según Caparrós, tendría como tema la decadencia; es más: sería la historia de un país que un día fue rico —y que alumbró varios premios Nobel, añado yo—, pero que hace unos años adquirió la noción de ser pobre. Ese diagnóstico lo lleva a reflexionar sobre de qué modo los gobernantes como Duhalde, Menem o Kirchner han legitimado el funcionamiento anómalo de la sociedad. Los «punteros políticos», el asistencialismo clientelar o la perpetuación del caciquismo en regiones donde más del 70% del empleo es público son tres de sus caballos de batalla. De fondo, desde su posición de antiguo militante montonero, una conclusión agridulce: «De esos años de mierda de las revoluciones queda lo dicho, el recuerdo de las ganas de hacer revoluciones».
  • La Argentina panorámica. Por supuesto, en 684 páginas también hay espacio para las cataratas del Iguazú, el paisaje lunar de Jujuy, las montañas mendocinas y otras bondades paisajísticas de reconocido prestigio. No faltan Cachi o Purmamarca, por ejemplo. También, claro, hay hueco para tomarse un vino en una buena bodega y comer decentemente cada tanto. En fin, que además de carreteras polvorientas, incursiones a lugares recónditos o reflexiones sobre cómo los grandes ríos forjan fronteras, el lector de guías turísticas —uno de tantos de los posibles de este libro— encontrará alguna idea con que aderezar un posible viaje.


A vueltas con la identidad

Si hubiera que buscar una clave global para El Interior, esta sería una suerte de lema que Caparrós repite varias veces: el problema no reside en descubrir; el problema está en hacer sentido con lo que se ve. Es decir: la cuestión no es acumular kilómetros, meses de observación o leer como un endemoniado —que también—, sino aprender a correlacionar la información que absorbemos. En conjunto, El Interior es eso: el denonado intento de un cronista de viajes, escritor de ficción, historiador licenciado por la Sorbona y opinólogo total por construir sentido a partir de cuanto siente, ve, oye, comparte y piensa, que decía Ryszard Kapuscinski en su libro Los cinco sentidos del periodista. Y todo para preguntarse por cuestiones complejas, tan difíciles que son casi imposibles de contestar, como la identidad de un país tan heterogéneo como la Argentina.

Tanta insistencia en el asunto identitario puede que suene raro al lector español. Sin embargo, quizá ese sea uno de los rasgos más significativos de nuestros vecinos transatlánticos: dedican horas y más horas a reflexionar sobre en qué consiste ser argentino, a la importancia de serlo o de no serlo, a cómo serlo (o no). Básicamente, el tiempo que nosotros dedicamos a hablar de comida —ejemplo: diferentes formas de cocinar el pulpo, la merluza o el bacalao—, ellos lo emplean en teorizar sobre sentimientos tan incomprensibles, a ojos ibéricos, como «la felicidad de ser argentino». Quizá resida ahí parte de la fascinación mutua entre estas dos orillas del Atlántico: en la incapacidad de unos para conversar sobre la felicidad de ser español y en la incapacidad gastronómica de los otros para entender que la felicidad es algo que se guisa de muchas maneras. El Interior funciona como un espejo donde mirarse y hacerse unas cuantas preguntas al respecto.

*

Actualización (10/03/2016). En febrero de 2016 publiqué esta doble reseña —1 y 2— sobre otro libro monumental de Martín Caparrós: El Hambre.

1 de marzo de 2015

Las Inviernas, Cristina Sánchez-Andrade

Cristina Sánchez-Andrade es, sobre todo, una narradora de tono. De hecho, lo más me gusta de esta escritora gallega afincada en Madrid es la afinación tan singular que consigue en las voces que utiliza para narrar sus historias. De las tres novelas suyas que he leído —Las largartijas huelen a hierba (Lengua de Trapo, 1999), Ya no pisa la tierra tu rey (Anagrama, 2004) y Las inviernas (Anagrama, 2014)—, lo que recuerdo de manera más nítida es el fresco y autóctono lirismo con que hace hablar a su lengua literaria. 

Por un lado, la suya es una de esas voces poco factibles en otros idiomas, en otras literaturas. Sánchez-Andrade es tan gallega en su manera de escribir que en Las Inviernas, por ejemplo, emplea cierto manjar gastronómico como una metáfora más: «el remordimiento es un pulpo con tentáculos» o «en el interior del remordimiento habita un pulpo viscoso». Y eso por decir —y no callar— que ese molusco cefalópodo dibranquial incluso desempeña un papel relevante en la trama de esta última novela.

Por otro lado, diría que sus narradores hablan como si estuviesen contándole un cuento infantil a un lector adulto antes de irse a dormir. En particular, si pienso en Las lagartijas huelen a hierba o en Las Inviernas, siento que son como cuentos de Andersen o de los hermanos Grimm pensados para quienes disfrutan como niños de leer y de contar cuentos a sobrinos, hijos, etc. En los libros de Sánchez-Andrade siempre hay un halo de ingenuidad que convierte en posible cualquier idea narrativa y aligera de carga dramática todo percance, por tremendo que este sea. Su prosa tiene ese punto exacto de cocción de quien narra como si no se tomara demasiado en serio nada y a nadie.

Incluso cuando desnuda a sus personajes y los hace fantasear sexualmente, mantiene un registro fronterizo: siempre a caballo entre lo serio y lo naif, entre la elocuencia que anida en los versos de Olga Orozco —que abren Las Inviernas— y el festivo candor con que dos aldeanas gallegas en plena posguerra de los años 50 subliman sus penas tras una máquina Singer o cuidando de su vaca Greta Garbo... Una vaca que a veces bala como una oveja, todo sea dicho. Parte de la singularidad de esta autora, digo, reside también en su capacidad para narrar a partir de los contrastes.

Tierra de Chá, una aldea singular

En Las Inviernas, la acción transcurre en Tierra de Chá, una aldea con gallinas y capones que merodean por donde quieren, lareiras alimentadas con ramas de tojo y curas glotones que van de ronda para cobrar la oblata. Es también una aldea con bruja que echa las cartas y con lugareños que ven pasar los días mientras deshojan el maíz, asan las castañas o calcetan los jerséis. Tierra del Chá es tan pequeño que cuando alguien se muere hay que ir hasta Sanclás, el pueblo vecino, a comprar un ataúd.
  
Sobre ese fondo rural posguerracivilista, Sánchez-Andrade coloca a Saladina y Dolores, las dos hermanas que protagonizan la novela. Ambas tienen una larga y compleja historia personal tras de sí, pero hacen de la parquedad uno de sus rasgos distintivos:
[Las Inviernas] Se sienten cómodas en la lentitud. Cuanto menos hablen, mejor; las palabras enredan, confunden, engañan y no las necesitan para sentir.
Sin embargo, cada tanto ambas hermanas se ayudan de las palabras para decir lo que sienten. Eso sí, tienen una manera bastante peculiar de relacionarse, de hablar entre sí:
[...]

—Tú tampoco tienes dientes...

La otra quedaba en silencio.

—Y tú —decía suspirando un poco—, ¿es que te crees la flor de las cáfilas? Tienes el trasero bastante gordo.
—¿El culo quieres decir?
—Dije el trasero.
—¡Antroido!
—¡No me llames eso que es feo!

Ambas bajaban la cabeza.

—Callar —murmuraba una de ellas.
—Sí, callar —murmuraba la otra—. Ahora creo que debemos callar.
—¡Callar y callaremos! —declamaban a dúo, justo cuando entraban en el carreiro.

Y, sobre ese fondo, alrededor de estas dos hermanas, Sánchez-Andrade coloca un vecindario tan absurdo como granado: un mecánico que se ha reconvertido a dentista autodidacta y que pasa consulta en zapatos de tacón; una viuda que ha contraído segundas nupcias con el maestro del pueblo, pero que prefiere que —incluido su nuevo esposo— la sigan llamando «la viuda de Meis»; una vieja centenaria que recibe la extremaunción casi a diario y que no se decide a morir hasta que las Inviernas rompan un contrato que ella firmó para vender su cerebro... En fin, Tierra del Chá es pequeño, pero muy divertido y pintoresco.


Un contrapunto cinematográfico

El gran elemento de contraste en esta novela es el cine. La vinculación de estas dos hermanas con él viene de su estancia en Inglaterra: Saladina y Dolores formaron parte del contingente de niños acogidos por otros países durante la Guerra Civil. En su caso emigraron porque alguien del pueblo delató al comunista de su abuelo y los falangistas lo mataron. Además de aprender inglés y trabajar a destajo, las dos hermanas aprovecharon su estancia en tierras británicas para ver películas «que todavía tardarían mucho en llegar a España: Rebeca, Ciudadano Kane, Tierra de pasión, Lo que el viento se llevó...».

Aquel descubrimiento, fuera del alcance de la censura franquista, las impactó tanto que a su regreso a Tierra de Chá el cine forma ya parte de su vida más cotidiana:
—Y tendríais que ver —les explicaba Dolores a las atónitas ovejas— cómo arrancaba Scarlett O'Hara las cortinas de los ventanales para hacerse un vestido con ellas.

Y ella misma se contestaba:

—¡Claro, como que no tenía otra cosa!
Y, como suele pasar, el cine también se apropió de sus sueños. De ahí que el momento culminante de la novela sea cuando Saladina decide viajar hasta Tossa de Mar (Gerona) para presentarse a las pruebas como doble de Ava Gardner. Según la radio, la estrella estadounidense está en España para rodar una película y decenas de chicas de todas partes han acudido para buscar su oportunidad. Saladina, pese a la interesada y pertinaz oposición de su hermana Dolores, emprende el viaje hasta Gerona: quizá sus ropas sean de aldeana y no fuera tan guapa como dicen por ahí, pero a ella el cine le había cambiado ya la manera de soñar.

Así, con esa amalgama entre macondiana y valle-inclanesca, transcurren las refrescantes 244 páginas de Las Inviernas, una novela donde los hallazgos narrativos surgen de la confluencia de lo absurdo, la dimensión mágica que encierran ciertas geografías, la sorna gallega y un lirismo propio, capaz de expresar una relación singular de quien escribe con la lengua. He aquí una autora que lleva años armando su propio camino y construyendo un mundo y una literatura que merecen la pena explorar.


*