15 de febrero de 2015

Indies, hípsters y gafapastas (II), Víctor Lenore


Este libro habla, sobre todo, de una derrota política. Durante la década de los 90, muchos de los que ahora rondamos los 40 años nos comportamos como unos idiotas culturales. Nos faltó tener criterio, cultivarnos de verdad para aprender a ser críticos en serio. A muchos más nos habría valido dedicar el tiempo a leer a Pierre Bourdieu o a colaborar con algún movimiento social que pasarnos el día atentos a las novedades del pop indie. Y sí, algunos fuimos unos tontuelos en el sentido musical, pero también, como sostiene Víctor Lenore, en el político. Va siendo hora de admitirlo y de hacernos cargo de ello.

En líneas generales, fuimos una generación despolitizada. Coradino Vega lo muestra de manera nítida en su novela Escarnio, donde da cuenta del escaso impacto que tuvo el asesinato de Francisco Tomás y Valiente para quienes estábamos en la universidad en aquel momento; he ahí una prueba, digo, de que vivíamos adormecidos, empanaos perdidos, por mucho que creyéranos saber de música. A diferencia de nuestros padres y madres —a quienes tanto criticamos—, pensamos que nuestra lucha era por el hedonismo y por el derecho a ser quienes quisiéramos ser. Algo que estaba bien, siempre y cuando no hubiéramos dado por sentado que los derechos sociales conquistados por ellos nos iban a acompañar, como nuestra colección de discos, hasta el final de nuestra vida.

Como dice esa famosa camiseta del 15M: «Una vez Yo Tuve derechos laborales y sociales». Y es cierto: los tuvimos y los perdimos; por tanto, una de las preguntas para muchos pos y precuarentones, como un servidor, es por qué. En Indies, híspters y gafapastas (Capitán Swing, 2013), Víctor Lenore realiza una minuciosa y afilada autocrítica sobre el asunto tomando como eje su oficio de crítico musical y su gusto personal por la música indie. Además, en su condición de individualista exhípster de Villaviciosa de Odón reconvertido a machadiana gente común con sensibilidad social, concluye que para muchos de nosotros ser moderno equivalió a ser despolitizados. Y los gustos musicales de algunos de nosotros ahí están para corroborarlo.
 

La revolución de lo cool

En los 90, la música indie era un género minoritario, raro y, muchas veces, sinónimo de mala calidad (cualquiera que tocaba tres acordes y vestía de un determinado modo creía hacer «música independiente»). Hoy, ese género es sinónimo de distinción, buen gusto y sofisticación; por tanto, quien más y quien menos trata que autoetiquetarse así para que los demás lo perciban como alguien molón. De hecho, el indie se ha convertido en el gusto dominante de las agencias de comunicación, los suplementos culturales o las revistas especializadas. Ya se sabe: agrega valor, diferencia, hace ser más cool.

Por eso, si ese discurso musical gusta tanto a ciertos poderes, cabe preguntarse lo obvio: ¿qué dice?, ¿qué valores defiende?, ¿cuáles ataca? En otras palabras: ¿qué tiene esa música para que la reina Letizia acuda de incógnito a ver un concierto de Los Planetas, David Cameron presuma de ser un fan de los Smiths o algunas marcas quieran vender sus productos al ritmo de Pixies, Beck o Wilco? Eso era algo inimaginable en los 90, cuando el género venía envuelto por un halo de secretismo, de música solo para iniciados y otros tontuelos esoterismos similares. Se ve que, como dan a entender Víctor Lenore y Nacho Vegas —autor del prólogo—, creímos que la revolución sería musical o no sería... Y que la iba a emitir en Radio 3, la leeríamos en Rockdelux o acontecería sobre el escenario del FIB.

Más equivocados no podíamos estar.


El indie como borrego de élite

Me consta que, afortunadamente, hay mucho moderno ofendido con este libro. Es normal: ni la comprensión lectora ni la autocrítica son rasgos distintivos de nuestra generación, que a todas horas está con la martingala de ser «la mejor preparada de la historia de España» (lo cual no quiere decir que sea la más inteligente...). De hecho, lo que más me gusta de este ensayo no es que Lenore despedace la cultura indie/hípster, sino su valentía para autocriticarse en público y, de paso, gracias a la música, poner sobre la mesa algunos de los problemas básicos que hemos tenido muchos a la hora de forjarnos un pensamiento crítico.

El primero ha sido el borreguismo. En los 90 íbamos de modernos, de gente de nuestro tiempo, y sin embargo nos obligábamos a escuchar aquellas bandas que acrecentaban nuestro capital simbólico. Es decir: escuchábamos a quienes se supone que debíamos escuchar. Todos sabíamos qué nombres había que dejar caer en el momento adecuado para agradar, para ser aceptado en la tribu, para pasar por alguien inteligente, sensible, con buen gusto. Solo había que mencionar un Dominique A, un Jeff Buckley o un Kristin Hersh por aquí; un Yo la Tengo, un Tindersticks o un Lambchop por allá; o un Elephant Records, Jabalina o Acuarela por acullá. Por supuesto, no hacía falta que supieses solfeo o armonía, y mucho menos que entendieses las letras; bastaba con invocar los nombres.

Ventajas de viajar en el tren de la posmodernidad, digo: ser y aparentar (ser).


La vanidad de sentirse único

Lo segundo era que cualquier intento de significación política en las letras solía neutralizarse, como explica Nacho Vegas, al grito de ¡planfetario! Por más que te gustasen los comprometidísimos Fugazi, como les sucedía a sus compañeros de banda y a él, te limitabas a copiar las estructuras musicales, la ropa, la pose en el escenario. El envoltorio, vamos; nunca el contenido ni el gesto político. La coherencia entre lo que se decía y lo que se hacía no era un valor en alza entonces.

Lo político en la música —y esto ya lo digo yo— era algo sucio, algo de lo que solo se ocupaban el hip hop, el rock/heavy —desde Barón Rojo a Extremoduro, Barricada o La Polla Récords— o los cantautores, esto es, unos géneros musicales que el movimiento indie, tan ansioso de ser élite y alejarse de lo popular, consideraba aburridos, menores, poco avanzados. Y es que la especialidad del indie/hípster era siempre la misma: sentirse incomprendido, diferente, único.

Huelga decir que el orgasmo musical de aquella gente ataviada con zapatillas Puma, pantalón de su abuelo, camiseta de alguna ignota banda y chaquetilla de chándal de la EGB, consistía en citar referencias musicales como Pram, The Boo Radleys o Mazzy Star y dejar cariacontecidos a sus colegas de toda la vida... ¿Quiénes eran esos? «Ah, se siente: grupos supermolones que yo conozco y tú no, melón». (He ahí un clásico monólogo interior de todo buen protoindie que se preciase). Simultáneamente, fascinado por haber descubierto el bálsamo de Fierabrás para su vanidad, ese ser humano de tan alta condición intelectual, a continuación, despotricaba contra las revistas comerciales, las radiofórmulas o los bares que pinchaban otra música que no era la suya: ¿para cuándo un reportaje en un medio de gran difusión sobre Magnetic Fields, Motorpsycho o el Sr. Chinarro? Eh, ¿para cuándo?

Naturalmente, la pregunta era retórica: en el fondo, los indies querían ser los únicos en morderle la boca a sus bandas... El indie, en teoría, se oponía al mainstream, a lo comercial, al panchangueo a grito pelao al son de Los Rodríguez.


Un discurso letrístico superficial

Así, sucedían cosas tan descacharrantes como que Los Planetas reclamaban «Una nueva prensa musical» en su emblemático disco Pop y, a la vez, en un minielepé posterior, se burlaban del compromiso político en «Vuelve la canción protesta» (ahora no lo recuerdo bien, pero supongo que aquello iría por Javier Álvarez, Ismael Serrano, Pedro Guerra, Quique González y algún otro del palo). Lo cool era lo planetoide: versionear al joven suicida Nick Drake, mencionar a Mercury Rev como influencia, cantar que Mendieta había metido «un gol realmente increíble» o ponerse hasta las cejas de coca, pastillas u otro psicotrópico. Ah, eso y mucha canción de amor despechado.

El discurso letrístico de Los Planetas, como el de la mayoría de bandas del indie español, era pobre. (Y yo me sabía casi todas las canciones, que conste, del grupo granadino). El campo semántico y argumentativo de aquel pop patrio, como bien señala Lenore, hubiera preocupado hasta al menos leído: viajes siderales, lo estupendo que era tomar drogas de toda clase y condición, lo fantástico que era sentirse diferente porque te gustaban otras cosas que a los demás, algunas cursiladas melancólicas con paisaje lluvioso de fondo, bicicletas para el verano, zapatillas de colores, besos en espiral, el amor y el desamor en todas sus versiones (casi todas epidérmicas y noñas; otras, algo pasadas de vueltas)... Poco más.

Bueno, poco más, salvo que ahora Jota —el cantante de Los Planetas— hace declaraciones en público como esta: «Los políticos tienen un plan perfecto para terminar con la cultura. El PSOE intentaba controlarla y el PP se la ha cargado». La edad, que nos está afectando a todos, se ve. Maduramos, digo. Estamos en plena resituación, que canta Nacho Vegas.

En fin, aquel panorama musical hubiera sido digno de someterlo al escrutinio de Frank Zappa, ejemplo paradigmático de que calidad musical y profundidad de pensamiento pueden ir de la mano. Y es que uno ve esta entrevista con Zappa de 1981 o sabe de Calle 13 metiendo a Tom Morello y Julian Assange en una canción, y solo puede preguntarse qué pinta toda aquella cursilería de La Buena Vida, Le Mans, Family, etc., haciendo aún bulto en su colección de discos. Por suerte, ahora tengo más claro por qué muchos de mis cedés han envejecido mal, como si fueran limones olvidados en algún rincón del frigorífico.

Y, ojo, que cada quien puede escuchar o tocar la música que le venga en gana. Con política, sin política, con maracas o sin ellas. Faltaría más. La cuestión a debate es cómo y por qué el indie devino hoy en sinónimo de buen gusto, sensibilidad, refinamiento, sofisticación y demás palabrerío que irradia todo buen mecanismo de distinción. ¿Benefició a alguien que una parte de los universitarios de los 90 nos mantuviéramos despolitizados y únicamente comprometidos con el pop, las drogas, el individualismo a ultranza, etc.? ¿Fue el indie, tan inocuo e inofensivo, la banda sonora perfecta para aquel programa vital? Cuando, ingenuos de nosotros, creímos en aquello de que no teníamos ideología, ¿queríamos decir lo mismo que el presidente del BBVA cuando afirmó hace poco que su banco «no tiene ideología»?

*

Continuará... si encuentro el momento, claro; aún queda hablar de otras dos patas del asunto: nuestra (españolísima) anglofilia y nuestra no menos (algo colonialista) obstinación por eludir lo latinoamericano como influencia cultural. Un par de datos para ir pensando sobre ello: 1) juraría que en esta exposición sobre 60 canciones para resumir el siglo XX no hay un solo disco latino...; 2) en la web de Rockdelux, hay solo 7 comentarios en la noticia de la muerte de Gustavo Cerati



PD. Antes de esta entrada, ya escribí esta otra, infinitamente más corta, sobre Indies, hípsters y gafapastas.

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