22 de febrero de 2015

Una historia sencilla, Leila Guerriero

Una historia sencilla (Anagrama, 2013), de Leila Guerriero, me recordó dos lecturas, en apariencia algo inconexas entre sí: el ensayo «Cómo Tracy Austin me rompió el corazón», de David Foster Wallace, y El interior, un libro de crónicas de viaje de Martín Caparrós. Ambas lecturas, por raro que parezca, me han ayudado a entender mejor ese peculiar y argentinísimo campeonato del mundo de malambo que se celebra en Laborde (Córdoba). También a su no menos singular y fascinante campeón de 2012, Rodolfo González.

El ensayo de Wallace conecta con lo complicado que les resulta a los genios atléticos explicarnos con palabras su don físico. Por su parte, las crónicas de Caparrós enlazan con la cuestión de si lo gaucho es la esencia de la tradición —y por ello de la identidad— argentina.


La genialidad atlética como materia inexplicable

En varios momentos de Una historia sencilla, Leila Guerriero le pregunta a Rodolfo González, en su calidad de subcampeón y campeón del mundo de malambo, por su increíble destreza para ejecutar esa danza tan compleja y exigente. Le pregunta lo normal: qué siente cuando está malambeando en el escenario, de dónde viene esa fuerza con que ejecuta sus movimientos... Nada del otro mundo, digo. Rodolfo González contesta obviedades, lugares comunes, cosas tan triviales como «[el festival de] Laborde te provoca cosas», «Cuando uno está en el escenario tiene que dejar muchos sentimientos ahí», etc.

Al respecto, a propósito de una entrevista que González había concedido en la radio, Leila Guerriero acota lo siguiente:
Voy en el auto cuando escucho esa entrevista que le hacen a Rodolfo en una radio local. A veces —muchas— hace eso: dice generalidades y uno quisiera preguntarle dónde está, dónde dejaste al monstruo que te come sobre el escenario: dónde lo tenés. 
Es el eterno enigma de por qué y cómo algunas personas consiguen transformarse tanto a sí mismas cuando ingresan en esa suerte de recintos mágicos que son los estadios, las pistas de tenis, baloncesto o atletismo, los escenarios teatrales o musicales, etc., y ponen su cuerpo en movimiento y nos dejan boquiabiertos por las cosas tan increíbles que son capaces de hacer. Pero también es el enigma de por qué nos decepcionan cuando las escuchamos hablar y sentimos que sus explicaciones son insuficientes, poco claras.

Esa línea de pensamiento me llevó al ensayo de David Foster Wallace, que está incluido en Hablemos de langostas (DeBolsillo, 2007). Allí, Wallace, en su calidad de escritor nacido para marcar a una generación y extenista aficionado de cierto talento, reflexiona sobre la genialidad de Tracy Austin, una niña prodigio de la raqueta, capaz de ser la n.º 1 del mundo con 18 años. Y Wallace lo hace, fiel a su gusto por las biografías deportivas, a partir del libro que ella escribió. 

A tenor de lo que cuenta Wallace, las memorias de la genial Austin son tan insulsas y están tan llenas de tópicos que él, por momentos, monta —o hace como que monta— en cólera. Sin embargo, Wallace  había admirado tanto a Tracy Austin que termina planteándose una pregunta similar a la de Leila Guerriero: ¿cómo es posible que esta persona capaz de emocionarme bailando malambo/jugando al tenis sea incapaz de darme alguna explicación más o menos digna —intelectual— sobre la procedencia de su genialidad?

A continuación, espigo lo que me parece más relevante de la respuesta que ofrece Wallace en su divertido ensayo:
Muy bien, ahí va el meollo obvio de la cuestión: los grandes atletas suelen resultar pasmosamente incapaces de hablar sobre esas cualidades y experiencias que constituyen lo fascinante de sí mismos. [...]

La genialidad verdadera e indisputable es tan imposible de definir, y la techné verdadera tan pocas veces visible, que tal vez esperamos de forma automática que las personas que son atletas geniales sean también oradores y escritores geniales, que sean elocuentes, perceptivos, sinceros y profundos. Si lo que ocurre únicamente es que esperamos de forma ingenua que los genios del movimiento también sean genios de la reflexión, entonces el hecho de que no lo sean no debería parecernos en absoluto más cruel ni decepcionante que la mandíbula de cristal de Kant o la incapacidad de [T.S.] Eliot para batear un lanzamiento curvo. [...]

¿Cómo pueden los grandes atletas hacer callar esa voz del yo tan parecida a la de Yago? ¿Cómo pueden dejar de lado la cabeza y limitarse a actuar de forma soberbia? ¿Cómo pueden en el momento crítico, invocar para sí mismos un tópico tan trillado como «Mirar la pelota que tienes delante» o «Tengo que concentrarme en esto», y pensarlo en serio, y encima hacerlo? Tal vez sea porque, en el caso de los atletas de élite, los tópicos no se presentan como algo trillado sino meramente como algo verdadero, o tal vez ni siquiera  como expresiones declarativas provistas de cualidades como la profundidad o el hecho de ser trillados o la falsedad o la verdad, sino como simples imperativos que pueden ser útiles o no, y que si lo son, deben ser invocados y obedecidos y no hay nada más que hablar. [...]

Ese es, para mí, el verdadero misterio: la cuestión de si una persona así es idiota o mística o ambas cosas o ninguna. [...]

Como suele suceder con la verdad, hay una cruel paradoja de por medio. Es posible que los espectadores, que no gozamos de un don divino para el deporte, seamos los únicos capaces de ver, articular y animar la experiencia de ese don que nos es negado. Y que aquellos que reciben y ejecutan el don de la genialidad atlética deban por fuerza ser ciegos y mudos acerca del mismo: y no porque la ceguera y el mutismo sean el precio que pagar por el don, sino porque son su esencia.

Diría que todo es cien por cien aplicable a Rodolfo González, cuya velocidad de piernas e intensidad de entrenamientos, según Leila Guerriero, haría palidecer incluso a Usain Bolt.


El malambo como sinónimo de la pureza argentina

—¡Pueblo de Laborde, país! ¡Estos son los hijos de la patria que mantienen en alto nuestra tradición! Una breve tanda publicitaria y ya volvemos —dice el locutor.

El otro libro en el que me hizo pensar Una historia sencilla fue El interior (Malpaso, 2014), del también escritor argentino Martín Caparrós. A la vista del muy purista y conservador de las tradiciones Festival Nacional de Malambo de Laborde, Guerriero se plantea en algunos pasajes del libro una clásica pregunta sobre la identidad patria: ¿en qué consiste la esencia de lo argentino?, ¿existe esa esencia?, ¿acaso son lo gaucho y los valores que esa tradición irradia?

La historia que relata Guerriero, de igual modo que hace Caparrós con las suyas en El interior, nos acerca a las complejas paradojas que se dan cita en un país tan vasto, heterogéneo y rico culturalmente como la Argentina. Un país que, como muestran ambos libros, es muchísimo más que una simple sinécdoque de su capital, Buenos Aires, por seductora, acaparadora y bella que esta sea (o sepa mostrarse). La Argentina también es Laborde, un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba, donde los mejores malambistas del país pelean, además de por bailar como nadie, por transmitir a través de sus gestos, miradas o vestimenta el mayor índice de gauchicidad posible. Y lo hacen tan convencidos como su público de que esa es la manera más pura de ser argentinos.

Tan en serio se lo toman que la mayoría «han leído devotamente libros como el Martín Fierro, Don Segundo Sombra o Juan Moreira: epítomes de la tradición y el mundo gaucho». De hecho, «la saga que forman esos libros y algunas películas de época —La guerra gaucha— les resulta tan inspiradora como a otros les resultan Harry Potter o Star Trek». Asimismo, «le dan importancia a palabras como respeto, tradición, patria, bandera» y «aspiran a tener, sobre el escenario, pero también debajo, los atributos que se suponen atributos gauchos —austeridad, coraje, altivez, sinceridad, franqueza—, y ser rudos y fuertes para enfrentar los golpes». Es decir: encuentran en esa tradición una manera de ser buenas personas, gente digna del país donde han nacido.

Es entonces, y no tanto con el malambo, cuando el lector ve en Rodolfo González un marciano. Uno observa la calidad humana de este tipo humilde, íntegro, buen compañero de su pareja y capaz de sacrificar lo poco que tiene por ganar un campeonato cuyo único galardón es el aplauso eterno del público, y a continuación piensa en la década menemista, el Corralito o el dólar blue... Y concluye lo obvio: Buenos Aires y la política que de allí dimana, poco tiene de gaucha (en el sentido de estos malambistas, claro). Eso sí, puesto que Borges pedía medir a los poetas por sus mejores versos, sería conveniente medir a ese gran país que es la Argentina por sus mejores personas, por los tipos como Rodolfo. También por su capacidad para alumbrar excelentes cronistas.


*

PD. Por aquí se accede a la presentación del libro en Barcelona (a cargo de Rodrigo Fresán). Y por aquí, a la entrevista que publicó Ramón Lobo en Jot Down. Para ver de qué va el libro, alcanza con leer el enlace del principio de la reseña, el que lleva a la editorial Anagrama.

15 de febrero de 2015

Indies, hípsters y gafapastas (II), Víctor Lenore


Este libro habla, sobre todo, de una derrota política. Durante la década de los 90, muchos de los que ahora rondamos los 40 años nos comportamos como unos idiotas culturales. Nos faltó tener criterio, cultivarnos de verdad para aprender a ser críticos en serio. A muchos más nos habría valido dedicar el tiempo a leer a Pierre Bourdieu o a colaborar con algún movimiento social que pasarnos el día atentos a las novedades del pop indie. Y sí, algunos fuimos unos tontuelos en el sentido musical, pero también, como sostiene Víctor Lenore, en el político. Va siendo hora de admitirlo y de hacernos cargo de ello.

En líneas generales, fuimos una generación despolitizada. Coradino Vega lo muestra de manera nítida en su novela Escarnio, donde da cuenta del escaso impacto que tuvo el asesinato de Francisco Tomás y Valiente para quienes estábamos en la universidad en aquel momento; he ahí una prueba, digo, de que vivíamos adormecidos, empanaos perdidos, por mucho que creyéranos saber de música. A diferencia de nuestros padres y madres —a quienes tanto criticamos—, pensamos que nuestra lucha era por el hedonismo y por el derecho a ser quienes quisiéramos ser. Algo que estaba bien, siempre y cuando no hubiéramos dado por sentado que los derechos sociales conquistados por ellos nos iban a acompañar, como nuestra colección de discos, hasta el final de nuestra vida.

Como dice esa famosa camiseta del 15M: «Una vez Yo Tuve derechos laborales y sociales». Y es cierto: los tuvimos y los perdimos; por tanto, una de las preguntas para muchos pos y precuarentones, como un servidor, es por qué. En Indies, híspters y gafapastas (Capitán Swing, 2013), Víctor Lenore realiza una minuciosa y afilada autocrítica sobre el asunto tomando como eje su oficio de crítico musical y su gusto personal por la música indie. Además, en su condición de individualista exhípster de Villaviciosa de Odón reconvertido a machadiana gente común con sensibilidad social, concluye que para muchos de nosotros ser moderno equivalió a ser despolitizados. Y los gustos musicales de algunos de nosotros ahí están para corroborarlo.
 

La revolución de lo cool

En los 90, la música indie era un género minoritario, raro y, muchas veces, sinónimo de mala calidad (cualquiera que tocaba tres acordes y vestía de un determinado modo creía hacer «música independiente»). Hoy, ese género es sinónimo de distinción, buen gusto y sofisticación; por tanto, quien más y quien menos trata que autoetiquetarse así para que los demás lo perciban como alguien molón. De hecho, el indie se ha convertido en el gusto dominante de las agencias de comunicación, los suplementos culturales o las revistas especializadas. Ya se sabe: agrega valor, diferencia, hace ser más cool.

Por eso, si ese discurso musical gusta tanto a ciertos poderes, cabe preguntarse lo obvio: ¿qué dice?, ¿qué valores defiende?, ¿cuáles ataca? En otras palabras: ¿qué tiene esa música para que la reina Letizia acuda de incógnito a ver un concierto de Los Planetas, David Cameron presuma de ser un fan de los Smiths o algunas marcas quieran vender sus productos al ritmo de Pixies, Beck o Wilco? Eso era algo inimaginable en los 90, cuando el género venía envuelto por un halo de secretismo, de música solo para iniciados y otros tontuelos esoterismos similares. Se ve que, como dan a entender Víctor Lenore y Nacho Vegas —autor del prólogo—, creímos que la revolución sería musical o no sería... Y que la iba a emitir en Radio 3, la leeríamos en Rockdelux o acontecería sobre el escenario del FIB.

Más equivocados no podíamos estar.


El indie como borrego de élite

Me consta que, afortunadamente, hay mucho moderno ofendido con este libro. Es normal: ni la comprensión lectora ni la autocrítica son rasgos distintivos de nuestra generación, que a todas horas está con la martingala de ser «la mejor preparada de la historia de España» (lo cual no quiere decir que sea la más inteligente...). De hecho, lo que más me gusta de este ensayo no es que Lenore despedace la cultura indie/hípster, sino su valentía para autocriticarse en público y, de paso, gracias a la música, poner sobre la mesa algunos de los problemas básicos que hemos tenido muchos a la hora de forjarnos un pensamiento crítico.

El primero ha sido el borreguismo. En los 90 íbamos de modernos, de gente de nuestro tiempo, y sin embargo nos obligábamos a escuchar aquellas bandas que acrecentaban nuestro capital simbólico. Es decir: escuchábamos a quienes se supone que debíamos escuchar. Todos sabíamos qué nombres había que dejar caer en el momento adecuado para agradar, para ser aceptado en la tribu, para pasar por alguien inteligente, sensible, con buen gusto. Solo había que mencionar un Dominique A, un Jeff Buckley o un Kristin Hersh por aquí; un Yo la Tengo, un Tindersticks o un Lambchop por allá; o un Elephant Records, Jabalina o Acuarela por acullá. Por supuesto, no hacía falta que supieses solfeo o armonía, y mucho menos que entendieses las letras; bastaba con invocar los nombres.

Ventajas de viajar en el tren de la posmodernidad, digo: ser y aparentar (ser).


La vanidad de sentirse único

Lo segundo era que cualquier intento de significación política en las letras solía neutralizarse, como explica Nacho Vegas, al grito de ¡planfetario! Por más que te gustasen los comprometidísimos Fugazi, como les sucedía a sus compañeros de banda y a él, te limitabas a copiar las estructuras musicales, la ropa, la pose en el escenario. El envoltorio, vamos; nunca el contenido ni el gesto político. La coherencia entre lo que se decía y lo que se hacía no era un valor en alza entonces.

Lo político en la música —y esto ya lo digo yo— era algo sucio, algo de lo que solo se ocupaban el hip hop, el rock/heavy —desde Barón Rojo a Extremoduro, Barricada o La Polla Récords— o los cantautores, esto es, unos géneros musicales que el movimiento indie, tan ansioso de ser élite y alejarse de lo popular, consideraba aburridos, menores, poco avanzados. Y es que la especialidad del indie/hípster era siempre la misma: sentirse incomprendido, diferente, único.

Huelga decir que el orgasmo musical de aquella gente ataviada con zapatillas Puma, pantalón de su abuelo, camiseta de alguna ignota banda y chaquetilla de chándal de la EGB, consistía en citar referencias musicales como Pram, The Boo Radleys o Mazzy Star y dejar cariacontecidos a sus colegas de toda la vida... ¿Quiénes eran esos? «Ah, se siente: grupos supermolones que yo conozco y tú no, melón». (He ahí un clásico monólogo interior de todo buen protoindie que se preciase). Simultáneamente, fascinado por haber descubierto el bálsamo de Fierabrás para su vanidad, ese ser humano de tan alta condición intelectual, a continuación, despotricaba contra las revistas comerciales, las radiofórmulas o los bares que pinchaban otra música que no era la suya: ¿para cuándo un reportaje en un medio de gran difusión sobre Magnetic Fields, Motorpsycho o el Sr. Chinarro? Eh, ¿para cuándo?

Naturalmente, la pregunta era retórica: en el fondo, los indies querían ser los únicos en morderle la boca a sus bandas... El indie, en teoría, se oponía al mainstream, a lo comercial, al panchangueo a grito pelao al son de Los Rodríguez.


Un discurso letrístico superficial

Así, sucedían cosas tan descacharrantes como que Los Planetas reclamaban «Una nueva prensa musical» en su emblemático disco Pop y, a la vez, en un minielepé posterior, se burlaban del compromiso político en «Vuelve la canción protesta» (ahora no lo recuerdo bien, pero supongo que aquello iría por Javier Álvarez, Ismael Serrano, Pedro Guerra, Quique González y algún otro del palo). Lo cool era lo planetoide: versionear al joven suicida Nick Drake, mencionar a Mercury Rev como influencia, cantar que Mendieta había metido «un gol realmente increíble» o ponerse hasta las cejas de coca, pastillas u otro psicotrópico. Ah, eso y mucha canción de amor despechado.

El discurso letrístico de Los Planetas, como el de la mayoría de bandas del indie español, era pobre. (Y yo me sabía casi todas las canciones, que conste, del grupo granadino). El campo semántico y argumentativo de aquel pop patrio, como bien señala Lenore, hubiera preocupado hasta al menos leído: viajes siderales, lo estupendo que era tomar drogas de toda clase y condición, lo fantástico que era sentirse diferente porque te gustaban otras cosas que a los demás, algunas cursiladas melancólicas con paisaje lluvioso de fondo, bicicletas para el verano, zapatillas de colores, besos en espiral, el amor y el desamor en todas sus versiones (casi todas epidérmicas y noñas; otras, algo pasadas de vueltas)... Poco más.

Bueno, poco más, salvo que ahora Jota —el cantante de Los Planetas— hace declaraciones en público como esta: «Los políticos tienen un plan perfecto para terminar con la cultura. El PSOE intentaba controlarla y el PP se la ha cargado». La edad, que nos está afectando a todos, se ve. Maduramos, digo. Estamos en plena resituación, que canta Nacho Vegas.

En fin, aquel panorama musical hubiera sido digno de someterlo al escrutinio de Frank Zappa, ejemplo paradigmático de que calidad musical y profundidad de pensamiento pueden ir de la mano. Y es que uno ve esta entrevista con Zappa de 1981 o sabe de Calle 13 metiendo a Tom Morello y Julian Assange en una canción, y solo puede preguntarse qué pinta toda aquella cursilería de La Buena Vida, Le Mans, Family, etc., haciendo aún bulto en su colección de discos. Por suerte, ahora tengo más claro por qué muchos de mis cedés han envejecido mal, como si fueran limones olvidados en algún rincón del frigorífico.

Y, ojo, que cada quien puede escuchar o tocar la música que le venga en gana. Con política, sin política, con maracas o sin ellas. Faltaría más. La cuestión a debate es cómo y por qué el indie devino hoy en sinónimo de buen gusto, sensibilidad, refinamiento, sofisticación y demás palabrerío que irradia todo buen mecanismo de distinción. ¿Benefició a alguien que una parte de los universitarios de los 90 nos mantuviéramos despolitizados y únicamente comprometidos con el pop, las drogas, el individualismo a ultranza, etc.? ¿Fue el indie, tan inocuo e inofensivo, la banda sonora perfecta para aquel programa vital? Cuando, ingenuos de nosotros, creímos en aquello de que no teníamos ideología, ¿queríamos decir lo mismo que el presidente del BBVA cuando afirmó hace poco que su banco «no tiene ideología»?

*

Continuará... si encuentro el momento, claro; aún queda hablar de otras dos patas del asunto: nuestra (españolísima) anglofilia y nuestra no menos (algo colonialista) obstinación por eludir lo latinoamericano como influencia cultural. Un par de datos para ir pensando sobre ello: 1) juraría que en esta exposición sobre 60 canciones para resumir el siglo XX no hay un solo disco latino...; 2) en la web de Rockdelux, hay solo 7 comentarios en la noticia de la muerte de Gustavo Cerati



PD. Antes de esta entrada, ya escribí esta otra, infinitamente más corta, sobre Indies, hípsters y gafapastas.

7 de febrero de 2015

Los pichiciegos, Rodolfo Fogwill

—Es notable —dijo García—, los tipos mueren, pero los relojes siguen andando.
Malvinas, abril de 1982. El recluta García es oriundo de Río Cuarto (Córdoba), su nivel retórico es algo mejor que el de los demás porque estudia Derecho y, al igual que la mayoría de compañeros que ha desertado, tiene unos 20 años. A la vista de que la guerra está perdida, él y una docena y media más de compañeros permanecen escondidos en una trinchera que ni los ingleses ni sus compatriotas saben dónde está. Se llama la Pichicera y, a quienes forman parte de ella, sus jefes los han bautizado como los pichis.

Fuera de la trinchera hay cerros tapizados de nieve, ovejas que saltan por los aires cuando pisan una mina antipersona y los kelpers, que apenas aparecen en la novela. También dos ejércitos: uno, el inglés, tan profesional que incluso ha desplazado a los gurkhas para pelar por la victoria; otro, el argentino, compuesto en su mayoría por chavales de provincia —no de Buenos Aires, capital— que estaban haciendo la mili y a quienes la dictadura de Galtieri ha enviado al Atlántico sur a recuperar la soberanía del archipiélago. Fogwill nos presenta una diferencia tan abismal entre los contendientes que la única posibilidad de victoria argentina hubiera pasado porque los británicos hubieran preferido quedarse en su casa.

De hecho, Los pichiciegos (Periférica, 2010) no escatima en sarcasmos a la hora de comparar el atuendo, la alimentación o la logística de ambos bandos. El ejército argentino ofrece un aspecto tan precario que lo único que esperan los pichis y sus jefes es que la guerra termine pronto, antes de que llegue el invierno austral y, simplemente, mueran de frío. Están tan convencidos de que su deserción es la mejor salida que incluso uno de los jefes, el Sargento, ha rebautizado a uno de los pichis como Galtieri «porque este pelotudo también creía que íbamos a ganar...».


Una novela antipatriota
 
En un país tan nacionalista como la Argentina, donde está tan arraigado —baste mirar el fútbol— el discurso del orgullo por la bandera, la patria, etc., es difícil imaginar una ofensa mayor que la de estos pichis y sus mandos. Deshonrar así lo argentino es como ser brasileño y dejar que Alemania te chulee 7-1 en Maracaná en la semifinal de tu Mundial. Son palabras mayores, digo; es atentar contra una suerte de ley inmanente —y cholo-simenonista—: uno muere y lo da todo por la camiseta nacional. Sin embargo, los soldados de Fogwill ni siquiera se sienten apelados cuando se les menciona al prócer nacional como conjuro ante la adversidad: «(...) a San Martín, en las Malvinas, se le hubiera resfriado el caballo», dice un capitán.

Como sostiene Martín Kohan en su reseña, «el mundo de Los pichiciegos está dividido en dos: los vivos y los boludos». O dicho de otro modo: la tensión bélica que existe en la novela es entre los argentinos... y los argentinos, unos más vivos y otros más boludos. En la versión algo alucinada —cocaína mediante— de Fogwill, la guerra de Malvinas aparece, sobre todo, como un gran error de cálculo, como una suerte de «había que ser boludo para montarle una guerra así a los ingleses». Tan boludo como Galtieri.

Y eso último no es menor: Los pichiciegos no es antibelicista; es más: juraría que, de haber tenido la Argentina un ejército mejor preparado y unos mandos capaces de planificar la guerra a lo Clausewitz, diría que Fogwill, en vez de la humillación que sufrieron los argentinos, hubiera narrado con la misma sorna cómo estos les pasaron por encima a los británicos.

Sin embargo, sucedió lo que sucedió y Fogwill se ceba hasta la saciedad en la burla antipatriótica: vemos cómo los soldados argentinos roban fusiles a sus compañeros muertos para que los ingleses los acepten como prisioneros de guerra, asistimos a cómo unos aviones argentinos se desintegran solos en el cielo o leemos comentarios sobre cómo los Harrier ingleses, hacia el final, usaban «bombas experimentales» de cara a otras guerras «porque esa, según cualquiera de las radios, estaba terminada». Fogwill, impiadoso con los suyos, juraría que no consigna un solo acto heroico o reseñable por parte del ejército argentino.

En cambio, amartilla un pensamiento, compartido por muchos de quienes fueron a Malvinas, y que sintetiza parte del espíritu de la novela: «... el arrepentimiento de haber nacido el putísimo año mil nueve sesenta y dos». Es decir: el sentimiento de tener 20 años y estar perdiéndote lo mejor de la vida por estar cagándote de frío en una isla llena de ingleses, pasto nevado y «olor a oveja reventada por una mina», un olor parecido al «olor de cristiano reventado por una mina: olor a matadero cuando se carnean animales y llegan los peones que les trabajan en el vientre para hacer achuras».



PD. Bastante recomendable esta entrevista de Martín Kohan a Fogwill en 2006 a raíz de la reedición de Los Pichiciegos en la Argentina.