26 de octubre de 2014

Rompiendo algo (III), Belén Gopegui



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[...] La voluntad no asegura nada: puedes escribir pensando que no representas a nadie y que solo lo haces para tu propia satisfacción y estar representando a todos los que viven instalados en el convencimiento político de que vivir consiste, básicamente, en alimentar el propio narcisismo. Yo plantearía la cuestión, en lo que tiene que ver con escribir novelas, desde otro ángulo.

La novela como representación atiende a una acción humana que se desarrolla en un tiempo y en un espacio. Entiendo que en la actualidad, en esta era del capitalismo sin límite, la propia noción del tiempo ha sido secuestrada. No me refiero a la idea de progreso, sino a la idea de que el hoy va a tener consecuencias en el mañana. La desaparición de esa idea es una de las herencias de la posmodernidad.

Jordi Llovet la formulaba así: «Negligencia hacia el tiempo pasado e indiferencia hacia el futuro, anulación del tiempo que no es más que la muerte». Aun siendo una herencia no deseada por muchos, en mi opinión forma parte del patrimonio de la actualidad. Como escritora, me encuentro entre quienes rechazan esa herencia, y por eso construyo novelas donde el tiempo, el transcurrir, sea un medio de crear significación.

Evidentemente, hay otros escritores o escritoras que se sienten cómodos dentro de esa herencia: todo es presente, se dicen; incluso el pasado es presente, y pensar en el futuro es algo castrador y autoritario. El futuro, qué le vamos a hacer, introduce responsabilidad en la novela, en la vida, en la política. En las narraciones dominantes apenas hay futuro, luego apenas hay política; porque la política es, a su modo, la construcción en común del tiempo.

Nos quedaría el espacio, el territorio. Ahora bien: ¿a qué se reduce el territorio si el tiempo desaparece? A un decorado del yo, a un paisaje cuya única función es reflejar el yo. Como diría Dalí, el paisaje es un estado de ánimo, cuya única función, por otro lado, es reflejar un estado anímico casi siempre existencialista. Convertidas en paisajes anímicos, numerosas novelas se plantean a menudo como invención/expresión del yo; en última instancia, como autoayuda individualista.

Y el problema de la autoayuda es lo que tiene en común con la lotería: no nos puede tocar a la mayoría. Por mucho que todos se propongan ser líderes, millonarios o el vendedor más grande del mundo, las cosas no funcionan así en nuestra sociedad piramidal.

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Este fragmento procede de un coloquio entre Gonzaló Torné, Pablo Muñoz, Ignacio Echevarría y Belén Gopegui en la Universidad Pompeu Fabra. Fue con motivo de la publicación de Acceso no autorizado y ocurrió el 23 de febrero de 2012.

La pregunta que motivó esta respuesta puede encontrarse en el artículo «Novelas, museos y política» que publicó Ignacio Echevarría en El Cultural. Allí el crítico y editor de Rompiendo algo —y quien formuló la pregunta— menciona esta reflexión de Orhan Pamuk, premio Nobel en 2006:

(...) los escritores occidentales no escriben para representar a nadie, sino simplemente para su satisfacción. Con toda naturalidad, dice Pamuk, «dan por sentadas la riqueza y la educación de un público literario consolidado», de modo que «no se sienten partícipes de ningún conflicto sobre a quién y qué retratar, y no les angustia la cuestión de para quién escriben, con qué fin y por qué».


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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.



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24 de octubre de 2014

Valle-Inclán visto por Gómez de la Serna


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Yo le oí alguna noche [a Valle-Inclán] su teoría del escribir, según la cual hay tres maneras de escribir: de rodillas, de pie y en el aire. De rodillas escribió Homero, que se redujo a adorar a sus héroes, a glosar sus hechos con una admiración suprema. De pie escribió Shakespeare, que ponía a los hombres y sus problemas delante de él y los discutía y los resolvía como mejor lo parecía. En el aire escribió Cervantes, que idealizaba en el aire y en el viento a sus personajes, dejándoles colgados de lo aéreo.

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Son las palabras —ha dicho él [Valle-Inclán]— espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo, matrices cristalinas; en ellas se aprisiona el recuerdo de lo que otros vieron y nosotros ya no podemos ver por nuestra propia limitación mortal. Las palabras imponen normas al pensamiento, lo encadenan, lo guían y le muestran caminos imprevistos. De la baja sustancia de las palabras están hechas las acciones. Las palabras son humildes como la vida.

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—Ya ve usted —le decía una vez un joven escritor—, no hay manera de hacer dinero, ni aun siendo como usted, un prestigio.
—No me interesa —respondió él—; nunca he sentido una voz que me diga: «No seas pobre» o «Hazte rico»... Solo he oído la voz que me aconseja: «Sé independiente».

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—¿Se habrá acabado el arte, don Ramón?
—El arte no se acaba nunca —me repuso—, y no se acaba nunca porque el arte sirve para pasar el invierno, ya que el arte es siempre primavera.

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[...] En esos momentos graves hubo de recurrir a una transfusión de sangre. Don Ramón se defendió de las propuestas voluntarias que llegaban a su lecho, pues varios compañeros de letras se dispusieron a prestar su sangre al glorioso maestro. Don Ramón, incorporado sobre sus almohadas, gritaba:

—No, de ese no, porque no es cosa que cuando esté convaleciente me dé por escribir cuentos de niños... Y de ese otro tampoco, porque ése tiene la «sangre cargada de gerundios».

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Cuando se me planteó el problema de tener que escoger una manera de vivir, pensé enseguida: «Yo tengo que buscar una profesión sin jefe». Y me costaba trabajo. Pensaba en ser militar, y se me aparecían los generales déspotas, dándome órdenes estúpidas. Pensaba en ser cura, y en seguida surgían el obispo y el Papa. Si alguna vez pensé en ser funcionario, la idea del director me preocupaba... Sin jefe solo existe el escritor.

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Todos los fragmentos proceden Don Ramón María del Valle-Inclán (Espasa-Calpe, 2007), escrito por el otro Ramón: Gómez de la Serna.

21 de octubre de 2014

Editorial Huacanamo, Roger Wolfe

El viernes pasado, mientras pensaba en cómo cocinar unas berenjenas que tenía por casa, me acordé del poemario Noches de blanco papel, de Roger Wolfe, que llevaba meses —años— para comprármelo.

Ya se sabe cómo funciona esto de la memoria y de gastar dinero cuando no te sobra: lo vas dejando y dejando y, en fin, dejando hasta que terminas bebiéndotelo con los amigos, dándoselo al dentista a cambio de un poco de paz mandibular o, en el mejor de los casos, invirtiéndolo en unos cuantos libros de los saldos. Es lo que tiene la austeridad: te convierte en un mal cliente de las editoriales, en un lector infiel y en alguna otra horrible cosa más.

Sin embargo, el cerebro tienes sus rachas y, ya digo, alguna conexión neuronal funcionó en mi cabeza. Así que el viernes, berenjena mediante, entré en la web de la editorial Huacanamo. En la portada me encontré con este texto:

[...] se cierra así el círculo después de casi 6 años de libros, actuaciones y voces que consideramos imprescindibles. No nos vamos del todo ni de cualquier manera, mantenemos distribución, seguimos promocionando nuestros libros y esperamos volver algún día, si la deriva tiene a bien devolvernos a esta orilla. Gracias a los autores por su valor y entrega y a los lectores por seguir apoyando la compra de nuestro catálogo, único sustento de esta humilde casa.

De lo que deduje lo obvio: otra editorial que cierra o medio cierra. A continuación, como remate de ese texto, figuraba una coletilla que podía leerse como una suerte de poética editorial:

No tuvimos subvenciones, no publicamos premios, no buscamos más que cierta idea de libertad. Huacanamo está orgullosa de sus habitantes.

Leído eso, como cuando cerró el diario Público en su primera etapa, lamenté no haber aportado antes mi grano de arena. Así que, aprovechando una oferta que tiene la editorial, compré 4 libros de Roger Wolfe (los de la foto): Noches de blanco papel, Escrito con la lengua, Tiempos muertos y Siéntate y escribe. Total: 25 € (gastos incluidos). Han tardado 2 días en mandármelos. Quiero decir: hay vida —mucha, variada y enriquecedora— más allá de Amazon. Probadla.

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PD 01. En la web de Huacanamo hay varias promociones, pero quizá las dos más interesantes son la de 4 libros por 25 € y la de 8 por 50 €. Puedes elegir los libros que quieras. Es una editorial, sobre todo, de poesía; así que es una buena oportunidad, por ejemplo, para ponerse al día con poetas vascos: Harkaitz Cano, Karmelo C. Iribarren, Michel Gatzambide, Pablo Casares o Itziar Mínguez. También anda por ahí una traducción de Gregory Corso que hizó Roger Wolfe o El paraíso perdido, de John Milton, ilustrado por Pablo Auladell (de quien siempre me pregunto si fuimos al mismo instituto en Alicante). Quizá más adelante yo mismo vuelva a huacanamear un rato, digo.

PD 02. En su día, entresaqué algunos fragmentos de Oigo girar los motores de la muerte.

16 de octubre de 2014

Rompiendo algo (II), Belén Gopegui

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[...] Cuando te pregunten por tu poética, recuerda que no es tuya, pues la creación, la literatura, la hacen las colectividades a través de determinados individuos y no al revés, como se suele pensar. El filósofo inglés Robin George Collingwood escribió unas líneas que lo expresan bien: “El artista debe profetizar, no en el sentido de que anuncie el porvenir, sino en el sentido de que dice a su público, a riesgo de disgustarle, los secretos que guarda su corazón. Su cometido como artista es hablar alto, volcando al exterior las impurezas del ánimo. Pero no por ello debe expresar, como nos llevaría a creer la teoría individualista del arte, sus propios secretos. Los secretos que debe expresar son los de la comunidad. La razón de que la comunidad le necesite es que ninguna conoce su propio corazón; y al faltarle ese conocimiento, la colectividad se engaña a sí misma en materias cuya ignorancia equivale a la muerte”.

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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk y Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.




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12 de octubre de 2014

Rompiendo algo (I), Belén Gopegui


He empezado a tomar notas para reseñar Rompiendo algo, de Belén Gopegui; pero, como me conozco, sé que eso no garantiza que termine escribiendo la pertinente entrada para este blog (acumulo unos 15 borradores de entradas sin acabar...). Los aviones desplumados y yo no terminamos de llegar a un acuerdo para llevarnos bien de manera regular.

Por tanto, voy a cambiar de estrategia: digo desde ya que Rompiendo algo me ha parecido uno de los mejores ensayos sobre literatura que he leído en mucho tiempo —en concreto, desde Todos los ensayos bonsái, de Fabián Casas, una de esas entradas pospuestas desde hace una eternidad— y, a continuación, iré subiendo al blog algunos fragmentos que me han parecido relevantes. Más adelante, a fuerza de acumular apuntes en público, quizá hasta consiga darles forma y escribir la reseña de rigor.

Entre tanto, al lío. Aquí va el primer apunte gopeguiano; es sobre la responsabilidad del escritor y sobre por qué leer las narraciones más allá de la pirotecnia verbal que contienen. Está al inicio del texto «La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota».

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El 14 de agosto de 1943, Bertolt Brecht, exiliado en Estados Unidos, hace una anotación en su diario sobre un pequeño festival organizado en honor a Alfred Döblin, que cumple 65 años. Escribe Brecht:

Döblin comenzó a explicar por qué él, como muchos otros escritores, tenía parte de responsabilidad por la ascensión de los nazis [...]. Por unos instantes tuve la pueril esperanza de que dijera: porque disimulé los delitos de los poderosos, porque humillé a los oprimidos, porque quise alimentar con cantos a los hambrientos, etcétera. Pero él prosiguió con empecinamiento, sin contricción, sin remordimientos: porque no busqué a Dios».

Me propongo hablar aquí de la responsabilidad del escritor, del escritor como aquel o aquella que trabaja en la construcción de ficciones. No de su responsabilidad en cuanto a ciudadano, o militante, o trabajador intelectual que tiene mayor acceso que otras personas a la palabra pública. Hablar, en cambio, de la responsabilidad de la ficción. Hablar de que es posible que los relatos disimulen los delitos de los poderosos, humillen a los oprimidos, quieran alimentar con cantos a los hambrientos.

Sé que la ficción goza de un estatuto especial y que en cierto modo lo necesita. Podemos matar en la ficción sin que nos salpique la sangre, es necesario conservar esta posibilidad igual que, en otro orden de cosas, es necesario que en un laboratorio se trabaje con gérmenes mortíferos pues conocerlos ayuda a encontrar el medicamento que pueda dominarlos. Por lo que se refiere a la ficción, ¿hasta dónde debemos llegar? El acuerdo vigente hoy en día parece ser que dice: hasta el infinito, si bien quizá existan dos o tres fronteras que hoy no se aceptarían, difícilmente se aceptaría una ficción no cómica sino dramática que convirtiera a Hitler en un héroe, que negara exterminio de los judíos o que pretendiera que la raza negra es inferior.

Siempre que se trata este tema surge el espectro de la censura y la discusión se encona o se cierra, pues da la impresión de que quien lo promueve está pensando en la conveniencia de prohibir ciertos libros o películas. Yo no tengo ninguna posibilidad de prohibir relatos y no hablo desde ahí. Reivindico algo bastante más humilde: la posibilidad de criticar la ficción por lo que cuenta, por lo que propone, después de haber analizado no solo las comas, las estrategias narrativas, la brillantez formal, sino de haber analizado además a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica o, dicho de otro modo, qué valores se articulan y dramatizan y por qué. Creo que, en contra de lo que a menudo se afirma, este es un juicio que se hace siempre, que no ha dejado de hacerse y que está íntimamente relacionado con la percepción colectiva de lo bueno, lo deseable, lo intolerable.

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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk y Un pistoletazo en medio de un concierto.
PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.

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5 de octubre de 2014

Sociofobia, César Rendueles

Mejor tarde que nunca. Esto de escribir siempre se termina convirtiendo en una complicación: soy tan lento, me cuesta tanto mantener una regularidad, me surgen tantos imprevistos, que la mitad de los días pienso que los blogs son para que los escriben los demás. Pero, bueno, en su día había tomado algunas notas sobre Sociofobia, de César Rendueles, y, aunque sea de manera deslavazada, me propongo salvarlas del olvido. Al menos tributaré un último servicio a este ensayo que me ha gustado y, sobre todo, me ha hecho pensar mucho.
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01. Talento desperdiciado. Una pregunta sencilla: ¿a qué se dedican actualmente las mentes más brillantes? Tic, tac, tiempo para pensar... ¿Al bien común? ¿A resolver los grandes problemas de la humanidad —hambre, distribución desigual de la riqueza, desarrollo sostenible del planeta, etc.—? No, no, nada de eso. En general, según el tecnólogo Jaron Lanier, es bastante fácil encontrar a ingenieros doctorados en el MIT desarrollando «proyectos para enviar imágenes digitales de ositos de peluche y dragones entre miembros adultos de redes sociales». Por tanto, cuidadito con venirnos demasiado arriba con la euforia digital

02. La empresa como símbolo. La empresa se ha instalado como metáfora que explica, rige y determina cómo debemos funcionar como sociedad En particular, en la época precrisis, uno escuchaba hablar de que no necesitábamos políticos, sino gestores; que todo debía de administrarse con «criterios empresariales». De hecho, el actual Gobierno español y, en particular el de la Comunidad de Madrid, usan esa metáfora como ariete contra cualquier tipo de gestión pública. Y eso incluye desde un hospital, un aeropuerto o un servicio de ferrocarriles a una guardería, el servicio de parques y jardines o un centro cultural.

Por supuesto, las empresas hacen algunas cosas bien. Nadie lo niega. Eso sí, convengamos en que también hacen cosas muy mal y que, por tanto, la metáfora está coja. Ahí están los casos de Gowex, Panrico, Pescanova o Bankia por citar los primeros cuatro que me vienen a la cabeza. Y ahí están también presidentes de patronal como Gerardo Díaz Ferrán o Arturo Fernández, dos modelos poco edificantes. Sin embargo, desde arriba, desde el poder, los llamados «criterios empresariales» siguen siendo incuestionables, casi mandatos divinos. 

03. Una ínsula autoritaria. Tampoco parece que reflexionemos mucho, sostiene Rendueles, sobre que la empresa es un archipiélago de autoritarismo amparado y rodeado por un contexto legal público. O dicho de otro modo: el jefe manda que algo se hace por sus huevos/ovarios y los demás obedecemos no vaya ser que perdamos el trabajo; el jefe te baja el salario y los demás aceptamos no vayas a ser que...; etcétera. Y así, frecuentando esas insularidades laborales, nos pasamos la mitad de nuestra vida consciente. ¿Es esa la metáfora vital que queremos trasladar a las 24 horas de nuestros días? 

04. La letra pequeña del contrato. No hay ninguna iglesia que exija tanto compromiso como una empresa que te contrata como asalariado. Y con la precarización del mercado laboral, más aún. Rendueles se pregunta si analizamos nuestras elecciones, si somos conscientes de ellas, más que nada porque hemos disociado lo que hacemos de lo que decimos. Hablamos pestes de las empresas y hablamos de lo mucho que nos gusta el contacto personal; sin embargo, aceptamos un modelo social que maximiza nuestra relación con las empresas y minimiza el compromiso con los amigos y la familia. Somos parte de esta construcción; en nuestra mano está cambiarla.

05. Precariedad y subjetividad. Vale, mucho iPhone y lo que tú quieras; pero la realidad es una y nítida: vivimos tiempos de precariedad laboral. Somos los working poor, que dicen por ahí ya los académicos del asunto. Y eso implica restricciones desconocidas hasta ahora (o que nos remiten a Germinal, de Emile Zola). Para varias generaciones, de repente, han desaparecido al menos dos elementos que funcionaron como pegamento cohesionador para la generación de sus padres: estabilidad laboral y un proyecto de futuro. Es decir: la precariedad laboral viene acompañada de la emocional. Nuestra salud mental ya se está resintiendo.

06. La santísima trinidad virtual. Tres vectores dominan Internet: la pornografía, los cotilleos y el deporte. Lo dicen las estadísticas. Es una cuestión de porcentajes, es algo medible. Incluso en los países como China, donde están restringidos los derechos a los internautas, la gente, aunque encuentre un hueco en el Sistema de Vigilancia, no dedica su tiempo a informarse sobre el paro, la crisis de representatividad, etc. No; hacen lo mismo que tantos españoles: leer el Marca, ver tías en bolas, buscar las fotos de la última boda de George Clooney. Pese a algunas revoluciones achacadas a Internet, conviene no perder de vista la crudeza de los datos.

07. ¿Tenemos un proyecto común, como sociedad? En teoría, queremos construir una sociedad basada en establecer lazos entre las personas y cooperar los unos con los otros para obtener beneficios para la mayoría. En general, a todos les suena bien esa cantinela; sin embargo, cuando vamos a la parte práctica vemos que estamos consiguiendo lo contrario. Es más: en vez de implicarnos en la tarea, la hemos delegado en unos burócratas y tecnócratas que están tejiendo un modelo que optimiza el beneficio económico, no el bien social. Por tanto, cualquier solución debe partir de la autocrítica y de la implicación personal

08. Autocrítica, responsabilidad, concienciación. Pocas cosas vamos a mejorar si evitamos una pregunta fundamental: ¿estamos dispuestos a aceptar la pobreza, la distribución desigual de la riqueza, la contaminación, etc. como subproductos necesarios de los procesos económicos? O dicho de otro modo: somos responsables de un modelo de convivencia que lanza a la basura 40 toneladas de comida a la vez que millones de personas pasan hambre: ¿queremos ser parte de la solución o parte del problema?

09. Internet como símbolo. Internet dista mucho aún de ser una comunidad política (del mismo modo que una empresa dista mucho, por más que lo intente algún gerente general o de Recursos Humanos, de ser una gran familia). Internet es, sobre todo, un bálsamo de irrealidad para hacer más soportable la situación actual. Una situación que está dominada por la precariedad económica y la fragilización de los vínculos sociales. En la Red casi nadie mantiene compromisos normativos vinculantes —similares a los de un partido—, sino que practica el altruismo anónimo y mantiene compromisos marginales (Wikipedia como modelo aprox.).

De hecho, el debate tecnológico gira en gran medida alrededor de cuestiones legales, esto es, sobre los derechos de autor. O lo que es lo mismo: dinero. Por tanto, en términos comparativos, la Red apenas la usamos para conversar de los efectos de la tecnología sobre la estructura social, las relaciones de poder o la identidad personal. Es decir: seguimos con los mismos Grandes Problemas Estructurales de Siempre, y la tecnología no ha resuelto ninguno de ellos. Seguimos donde estábamos: preferimos comprar y vender armas a dotar de fondos unas leyes de dependencia que nos garanticen una vejez digna.


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PD. El blog de César Rendueles, por aquí.