20 de agosto de 2014

El Danubio, Claudio Magris

Desde hace 2 o 3 años le debo una lectura a El Danubio, de Claudio Magris. Y sigo debiéndosela..., pero ya no a todo el libro. Aprovechando que hace poco viajé a Viena a reencontrarme con mi pasado —hace catorce años viví allí una temporada—, leí en el avión de regreso el capítulo «Café central», unas 45 páginas donde el autor italiano reflexiona sobre cuestiones relativas a la cultura de la capital austriaca. No estuvo mal como colofón al viaje y, en particular, como suplemento literario para la muy imperial y católica guía de Anaya que llevábamos, que por momentos solo parecía saber de iglesias, tumbas, palacios, jardines, reyezuelos y criptas.

De la parte literaria de «Café central», me llamó la atención una ausencia: la de Thomas Bernhard. Mucho Grillparzer, mucho Joseph Roth o Elias Canetti, incluso unos cuantos párrafos sobre lo malos que eran los poemas de la torturada y asexuada emperatriz Sisí..., pero nada de nada sobre mi querido Bernhard. A saber por qué. En cualquier caso, para muchos lectores de don Tomás, como yo, es difícil pasar por la Heldenplatz y no acordarse de la obra de teatro homónima de ese viejo irascible y gruñón. Es un autor que descubrí viviendo allí, así que para mí decir Viena es decir Los malogrados, El sobrino de Wittgenstein o Transtorno.

También subrayé algunas reflexiones políticas de Magris. Teniendo en cuenta que el libro lo escribió en 1988, es decir, cuando faltaba un año para que cayese el Muro —yo apenas contaba con 13 años—, encontré muy significativos ciertos pasajes. Por ejemplo, este a propósito de una conferencia que György Lukács dio en 1952 en el sótano del café Landtmann:

[...] Viena es la ciudad de la posmodernidad, en la cual la realidad cede paso a su propia representación y a la apariencia, las categorías fuertes pierden consistencia, lo universal se transmuta en lo trascedente o se disuelve en lo efímero y los mecanismos de las necesidades absorben los valores.
Como ha dicho Augusto del Noce, El asalto a la razón está sostenido por el secreto temor de que Nietzsche pueda prevalecer sobre Marx. En las sociedades occidentales ha ocurrido y está ocurriendo precisamente eso: el juego de las interpretaciones, la voluntad de poder hundida en el automatismo de los procesos sociales, la capilar, tentacular y difusa organización de las necesidades de un indiferenciado flujo libidinal colectivo parecen haber suplantado el pensamiento que descubre las leyes de lo real para cambiarlas y cita a juicio al mundo para cambiarlo. La cultura-espectáculo parece haber derrotado la idea de revolución.

El asalto a la razón, en el que Lukács combate contra el fantasma de Nietzsche que él ve renacer victorioso, es un libro contra la vanguardia, contra la negación y, por tanto, contra Viena, aunque Viena signifique también la sátira de cualquier negación presuntuosa, de la arrogancia posmoderna disfrazada de tolerante y festiva fatuidad.

Unas páginas más adelante, a raíz de los edificios que conforman el Karl-Marx-Hof (1934), que están muy cerca de la estación de Heiligenstadt, Magris reflexiona sobre la crisis del marxismo y el advenimiento de la posmodernidad como gran discurso hegemónico:

El famoso e inmenso conjunto de viviendas obreras construidas por la «Viena roja», el municipio socialista, después de la Primera Guerra Mundial, nació de la voluntad de reformar, de una confianza en el progreso, del intento de construir una sociedad diferente, abierta a nuevas clases y destinada a ser guiada por estas. Hoy resulta fácil sonreír ante esta grisura cuartelera. Pero los patios y los parterres poseen cierta melancólica alegría, hablan de los juegos de los niños que, antes de estas casas, habitaban en tugurios o en ratoneras sin nombre y del orgullo de las familias que en estas casas, por primera vez, tuvieron la posibilidad de vivir con dignidad, como personas.

Este monumento de la Modernidad encarna muchas ilusiones progresistas del período entre las dos guerras, que se derrumbaron, pero pone en evidencia también la realidad de un gran progreso, que solo una atrevida ignorancia puede subvalorar. En 1943, estas casas fueron el centro de una gran insurrección proletaria en Viena, que Dollfuss, el canciller austrofascista, reprimió con sanguinaria violencia. La derecha es patriótica, pero dispara con mayor frecuencia y gusto sobre sus propios compatriotas que sobre los invasores de la patria.

Y un poco más adelante, continua diciendo:

Quedar huérfanos de las ideologías es natural, como lo es quedar huérfanos de los propios padres; es un momento doloroso, que no implica sin embargo la desacralización del padre perdido, porque no significa alejarse de su enseñanza. Una militancia política no es una iglesia mística en la que todo se sostiene, sino un trabajo cotidiano, que no redime de una vez por todas a la Tierra y que está expuesto a errores, pero dispuesto a corregirlos. También al marxismo le ha llegado la hora liberal de esta laicidad, que no admite idólatras ni huérfanos del Vietnam, sino que forma personalidades maduras, capaces de afrontar las continuas desilusiones. Ha llegado el momento en que abandonar el partido comunista ya no supone la pérdida de la totalidad y esto podría ser una razón para no abandonarlo.

[...] el Karl-Marx-Hof fue una resistencia a los cañones de Dollfuss así como a la tentación de que aquella resistencia fuera insensata. La pobre, gris y maciza modernidad de aquel falansterio se impone por su compacidad. Diferente es la actitud de quien, sesenta años después, la redescubre y la exalta con gusto rétro, coquetamente progresista, e incluso intenta, como ha ocurrido en Trieste con resultados desastrosos, proponer de nuevo el falansterio como modelo de habitación y de cohabitación. Este extravagante capricho de restaurar formas carentes de la necesidad histórica que en su tiempo las había producido es posmoderno, es el placer kitsch por lo falso y por lo vulgar, es el gusto por la ideología a la que se le han amputado las ideas; una cultura sin fundamento, que no tiene nada en común con los robustos y graves fundamentos del Karl-Marx-Hof.

Tienen buena pinta los otros capítulos de El Danubio, casi tanta como este sobre Viena. Quizá sea cuestión de seguirle la corriente al río desde su nacimiento hasta su desembocadura en el Mar Negro para ir disfrutando de igual modo los capítulos dedicados a Eslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumanía o Alemania. Quizá incluso sea cuestión de, como tantos otros ciclistas, recorrer parte del Danubio en bici. Quién sabe.

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PD. El Karl-Marx Hof se puede visitar la semana que viene en el marco de la exposición «Das Rote Wien» ('La Viena Roja').

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