27 de mayo de 2014

El niño pez, Lucía Puenzo

Se supone que yo debería haber entrado en la obra literaria de Lucía Puenzo a través de La maldición de Jacinta Pichimahuida hace 7 u 8 años. Esa fue la recomendación de Juan Martín, un amigo argentino, en su día. Sin embargo, por unas razones o por otras, que ni yo mismo sabría del todo especificar, terminé ingresando en el universo de esta autora —porque yo diría que tiene eso: un universo propio— a través de dos películas estupendas: XXY y... El niño pez.

Sí, cosas raras de mi vida literaria: por una vez, vi la película antes de leer el libro... Y eso a pesar de que esta novela era incluso anterior a la de Pichimahuida. De hecho, El niño pez es la primera novela de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1974), una obra que escribió con 23 años, es decir, a una edad a la que otros ni siquiera sabíamos aún de que iba esto de la vida. El caso es que un día, hace 2 o 3 años, descubrí la peli en la web de TVE y la vi... Y lamenté no haber seguido antes el consejo de mi amigo.

Luego, como tenía demasiada fresco el filme, no quise acercarme a su literatura a través de la única novela que tenía publicada en España.

En fin, lo sé: historias para no dormir. Pero así de azaroso fue mi encuentro con esta autora.

Ahora que los años han pasado, conseguí la novela y he disfrutado de su lectura tanto como con la película. De hecho, me había olvidado tanto de la historia que si no es por la contratapa no caigo en la cuenta del cambio de punto de vista: en la versión de papel, la voz narrativa recae sobre un perro. Es más, añado yo: un perro que se autodefine en la primera página como «macho, negro y malo», que parece estar a punto de morir y que, como un humano cualquiera, con la luz del más allá en el horizonte, decide contarnos una historia sobre su dueña, Lala, y la chica de la que se enamoró, la Guayi.


Una novela con aristas sociales

De la novela me ha interesado algo que también está en la película de XXY: la mirada sobre la identidad sexual. Las historias de Puenzo te enfrentan con prejuicios socialmente establecidos o te plantean cosas que no se te habían ocurrido (o al menos no planteártelas de ese modo). Yo diría que a esta autora argentina se le da muy bien crear personajes, situaciones y atmósferas que cuestionan, sea de manera sutil o explícita, las convenciones.

Por ejemplo, en El niño pez, Lala y Guayi, dos chicas adolescentes, se enamoran. Es más: se encoñan (sobre todo Lala de la Guayi) y quieren estar todo el tiempo juntas, explorarse y demás previsibles efectos secundarios del amor. Hasta ahí nada que no hayamos leído en otro lado. Sin embargo, el ángulo que elige Puenzo es peculiar: Guayi es la mucama paraguaya que trabaja en la casa donde vive Lala, un típica casa de familia progre y acomodada porteña que reside en San Isidro. Por tanto, la novela da cuenta de una tensión entre clases sociales (en términos madrileños sería algo así como que la hija de alguien que vive en El Viso se enamorara de la chica filipina encargada del servicio doméstico).

Además, la familia de Lala es un desastre. Brontë, el padre, a pesar de ser un intelectual brillante, influyente y exitoso, es un suicida en potencia; tan en potencia que ha fracasado varias veces a la hora de matarse. Su esposa, en cambio, prefiere ir por el lado de las flores de Bach y de los viajes a la India para meditar... Por su parte, Pep, el hermano, es el típico niño bien que ha confundido el sentido de la vida con ingerir todo tipo de drogas, cultivar marihuana o convertirse en el dealer de sus colegas.

Luego, está la Guayi, que sí, que es una adolescente como Lala... Pero que a su edad tiene ya mucho vivido. Allá en su tierra, en Paraguay, tuvo un embarazo no deseado —y algo más, pero que conviene no desvelar por el bien de la historia— y a su edad vive la sexualidad sin complejos, de manera voluptuosa diría yo: se acuesta con el guardia de la garita, se engancha con Lala, se deja meter mano por Brontë... En la novela empieza estando tres pasos por delante de Lala y termina uno por detrás.

Y por último, está Lala, que es una típica chica de barrio de gente con dinero al norte de la General Paz. Es decir: un chica con poco mundo y que apenas sabe qué hay más allá del portón de su casa o de su barrio. Sin embargo, encuentra en el amor —el deseo— por la Guayi la fuerza a la que aferrarse para vencer esos y cualesquiera otros obstáculos a su paso. De hecho, su perro nos habla en varios pasajes de la función de anestesia que desempeña el amor para ella. Y jugando a psicoanalistas domésticos, podríamos decir que en la angustia vital donde su hermano pone las drogas, ella coloca a la Guayi.


Vivir para transformarse

Algo interesante del personaje de Lala es que ni es una desclasada que querría ser bohemia ni es una niña bien que quiere aupar a la Guayi hasta el lugar social donde ella habita. Es una chica rara, un puntito especial. Su Weltanschaung, que diría alguno, nos lo da su perro a mitad de novela: «Lo marginal la aburría tanto como el conchetaje; estaba muy tranquila con su falta de mundo». Y yo diría que ahí está el gran acierto de la novela, en esa suerte de entre dos aguas en que naufraga este personaje cuya identidad está en permanente construcción, desde la primera página hasta la última.

De hecho, su proceso de transformación a lo largo de la historia es impactante. Aquí es la chica rica quien pelea por tierra, mar y aire para conseguir que la pobre le haga un hueco en su vida. Es Lala quien lo sacrifica todo y quien no para de desprenderse de capas y más capas con tal de estar al lado de su amada. El desprendimiento total lo simboliza un corte de pelo radical, un cambio en su gestualidad y la sensación por parte de los demás de que se ha convertido en un varón (o al menos en un andrógino). Lala consigue transformar su angustia, su soledad y su necesidad de anestesiarse mediante el amor iniciales en una lucidez rabiosa. Una lucidez y una rabia que nos transmiten algo inimaginable en las primeras páginas: la chica que antes no era capaz de cuidarse por sí sola, ahora es capaz de cuidar de ella y de la Guayi.

*

PD. Por cuestiones «restricciones de derechos», la web de TVE ya no ofrece la película de El niño pez. A cambio, permite ver este coloquio entre Lucía Puenzo, Javier Montes y Cayetana Guillén Cuervo cuando dieron la película en el programa «Versión española».

23 de mayo de 2014

El oficinista, Guillermo Saccomanno

El oficinista (Seix Barral, 2010), de Guillermo Saccomanno me recuerda una frase que canta Nacho Vegas en Por culpa de la humedad: «Esta vida iba a ser otra y algo salió mal».

Juraría que si en algo piensa el anónimo, gris y mediocre oficinista que protagoniza esta novela es en eso, en que su vida iba a ser otra, y no una suerte de ensalada indigesta donde todo sale mal: un matrimonio con una mujer que le pega si no trae dinero a casa, unos hijos con quienes no mantiene vínculo afectivo alguno, un trabajo rutinario donde solo los dóciles, los lameculos y los delatores subsisten... En fin, una perfecta existencia de mierda construida al amparo de la única lógica que él conoce: la de someterse para sobrevivir, la de tener miedo siempre de todo y de todos.

Durante unas 150 páginas, el oficinista aguanta más o menos el vendaval. Y aguanta porque un buen día va y se enamora de la secretaria del jefe. A pesar de que solo un idiota creería que ella podría enamorarse de él y así redimirlo de su vida patética, el oficinista se autoconvence de que su compañera de trabajo, a pesar de tener un lío con el jefe, es el último tren para ser feliz. Lógicamente, una estrategia tan desacertada solo puede lanzarlo a la caída definitiva. Y es que un tipo que jamás había peleado por ser libre, por encontrar su lugar en el mundo, por perseguir un sueño, ¿dónde iba jugándoselo todo a una carta tan mala y tan desesperada?

Al infierno, claro.

Hay un punto de la novela que muestra de manera brillante esa caída en desgracia total. Rechazado por la secretaria en sus impulsos enamoradizos, el oficinista pone sus penas a remojar en mezcal y el narrador, muy afilado él, una vez que llevamos un buen puñado de páginas leyendo cómo el personaje cae un poco más abajo cada vez, nos desliza subrepticiamente que el oficinista «se pregunta si todo lo que hizo para ser feliz no fue demasiada infelicidad».

Touché. 

Unas líneas más adelante, avanza en el escarnio y nos cuenta que se «termina la botella y se traga el gusano». Ironía mediante, además, nos informa de que quizá vio en el gusano un mensaje del destino encerrado en la botella... Lejos de aflojar la presión, y con el protagonista ya perdido irremediablemente, el narrador saca el látigo y comenta:
Todo lo que quería, se dice, era ser otro
Y apuntilla:
Pero no es otro, es el mismo de siempre, entumecido en un asiento del subte vacío y a oscuras, despertando de un sueño cabeceado por la fatiga, con la boca pastosa y la náusea de haber tragado un gusano.
De repente, el personaje cobra una dimensión definitiva e inolvidable: su historia es la del tipo mediocre que, condicionado por la cobardía y por el miedo a todo, solo alcanza a ser la cara más esperpéntica de sí mismo. Es el tipo pusilánime que trata de arreglar las cosas cuando ya es imposible. Y, claro, pierde la partida.
 

Matar o morir: la lógica que nos espera

Al margen de la historia en sí del oficinista, me ha gustado cómo Saccomanno —de quien ya había leído su excelente Lengua del malón—, plantea hacia dónde se dirige nuestro mundo. La acción está ambientada en una suerte de metrópoli con escenario casi apocalíptico, donde hay grupos terroristas que ponen bombas cada dos minutos y policías que los persiguen sin que sepamos muy bien por qué. Entre medias, como las cucarachas, la gente nace, se reproduce y muere. La lógica dominante es la de matar o morir.

El oficinista, de algún modo, nos devuelve a una dialéctica de esclavos y amos en términos laborales. También nos recuerda que acaso ser Espartaco sea una excepción, y que lo normal es ser o comportarse como el esclavo medio, esto eso, como el protagonista de esta novela. Él es el paradigma de aquellos cuya vida gira alrededor de cuidar en la oficina el puesto de trabajo y, fuera de ella, «maquinar cómo esmerarse por cuidarlo». Dicho en otros términos: es un hijo de la precariedad que estamos viviendo ahora en España.

Al hilo de esto, hay una escena estupenda donde Saccomanno retrata fenomenalmente hacia dónde estamos yendo. En mitad del flirteo entre el oficinista y la secretaria, este piensa en qué podría hacer para agradarla y concluye que invitarla al espectáculo de moda: un combate de kickboxing entre niños.

Hay tantos lugares a los que él querría invitarla. Pero ninguno al alcance de su bolsillo. Uno, se dice. Uno debe haber. Entonces le pregunta a la secretaria si a ella le gustan los chicos y ella le contesta que sí. Tener hijos es uno de sus deseos íntimos más profundos, le confiesa. A propósito de los chicos, le pregunta él, si le gustan los chicos le tiene que gustar el kickboxing, esos combates entre pibes. Ella contesta entusiasmada: le apasiona el kickboxing. Varias veces fue a ver kickboxing.

Él evita preguntarle con quién fue. Una de estas noches, promete, la invitará a un torneo de kickboxing. Al principio los campeoncitos eran filipinos, pero con el auge mundial ahora también hay en nuestra ciudad una primera línea de combatientes y una segunda que viene con todo. Lo que son esas peleas, exclama. Los pibes, a pesar de su contextura escasa, son pura garra. Es increíble su agilidad, los reflejos en el ring. Lástima que esa ferocidad, como tantas cosas lindas de la infancia, las pierden al crecer. Con la misma bravura que un combatiente puede romper de una patada la cara de su contrincante, el otro puede arrancarle la oreja de un tarascón y escupirla al público.

Es cierto que muchos piben combaten sin llegar a campeones y quedan en el camino, descerebrados y rotos, inútiles para toda otra actividad, pero quién les quita ese relámpago que los acercó a la gloria enseñandole a los adultos cómo se lucha por la vida. A ella la sangre no le impresiona, dice. Si tuviera un hijo lo mandaría a practicar kickboxing. El porvernir se presencia incierto para las nuevas generaciones. Una formación en management y el dominio de varios idiomas hoy no alcanzan. Hace falta educarse en una mentalidad luchadora. Cuando ella traiga una vida a este mundo procurará que no le falte un entrenamiento para la jungla de asfalto. No quiere que su hijo sea un timorato agarrado a un empleo de oficina. Ningún perdedor de escritorio será su cachorro, dice. No lo educadará para que en una tanda de despidos termine, como estos miserables, durmiendo bajo una vidriera iluminada para ningún consumidor de la noche.

Enternecedor, ¿verdad?

Por último, me ha gustado una cuestión de concepto: en una novela, donde el protagonista habla con frecuencia sobre el amor, enamorarse, etc., lo que falta, precisamente, a lo largo de las casi 200 páginas, es eso: amor. Nadie quiere a nadie, nadie se preocupa por nadie en el futuro. Inmersos como estamos y estaremos en la lucha por la supervivencia, puede que incluso olvidemos uno de los estribillos más famosos de los Beatles...  Es lo que tiene estar todo el día pensando en la excelencia, la competitividad y el liderazgo, en vez de en la cooperación o la cohesión.

14 de mayo de 2014

La huida inútil de Violeto Parson, Pablo Silva Olazábal

Violeto Parson, un buen día, amaneció vacío de recuerdos, con «la cabeza apoyada en un charco» y un «olor húmedo a tierra baldía» a su alrededor. También, todo sea dicho, con los pantalones meados. El lector podría pensar que semejante personaje se despertaba de una soberbia borrachera; sin embargo, en cuanto el protagonista de la novela sale de la habitación donde ha abierto los ojos e ingresa en el mundo real, nos damos cuenta de que su situación funciona como la metáfora de un extravío. Parson no sabe ni cómo ha llegado allí ni dónde está ni qué debería hacer.

Y, claro, conforme se va dando cuenta de que esa es una ecuación irresoluble, su angustia existencial crece y crece:
 
"Estoy en medio de la nada", murmuré fijando los ojos en la oscuridad de la tierra. Era como si el no saber ahogara; un problema que ardía en las sienes y me quitaba las pocas energías que me quedaban para mantenerme en pie. Tierrita observaba todo con desconcierto, sin decir nada, y hacía bien, porque nada que pudiera hacer sería capaz de alterar la verdad ominosa que me crecía por dentro y me doblaba en dos. Era como una fuerza ensañándose en mi cabeza: el aplastamiento del mundo que me rodeaba imponía a cada nuevo paso un constante señalamiento de mis limítes y anunciaba nuevas amenazas, porque esos mismos límites crecían hacia dentro y me rodeaban como un puño. Sentí náuseas.

Violeto Parson somos nosotros el día que se nos enciende la lucecita y nos preguntamos en serio aquello de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos (digo en serio, no en plan Siniestro Total). Ese día en que, de repente, todo a nuestro alrededor se espesa, se ralentiza y hasta el clima parece «moverse con lentitud». Ese día en que no le encontramos el sentido a nada y, en vez de encontrarnos cómodos habitando este planeta azul hecho a nuestra medida, nos sentimos arrojados a él. Perdidos. Casi desterrados, diría yo.
 
En términos narrativos, eso es lo mejor de La huida inútil de Violeto Parson (Ediciones Dixit, 2013): lo bien conseguida que está esa atmósfera de ajenidad que envuelve al protagonista, y que se desplaza con él de principio a fin. De algún modo, es como volver a ser extranjero con Albert Camus o Diego de Zama con Di Benedetto. O un rato Vladimir y otro Estragón con Beckett.

El otro acierto está en la implosión de Parson, que un buen día no puede más con su angustia y hace katakrak:
Un rumor de médula me conmovió las vísceras y en el espacio exacto de la cama llegué a sentir que me estaban por arrancar las vísceras de cuajo. Eran los propios cimientos del cuerpo los que estaban en juego en aquella lucha que estaba perdiendo y que supe que no duraría mucho más, porque yo no podía durar mucho más. Un ardor distinto, filoso al extremo, me quemó la espalda. Agotado, dejé de resistir y esa decisión se tradujo —inesperadamente— en un alivio extraordinario que dio paso a un borbollón de palabras.
Y, gracias a eso, a tocar fondo, digo, este buen hombre aprende.

Afortunadamente, Parson no es un personaje al que la finitud del ser humano o su permanente fracaso a la hora de comprender las Grandes Preguntas de Siempre lo lancen a un pozo donde esconderse y no volver a salir. Al contrario, más bien es un tipo que termina aceptando que está inmerso en una lucha donde las fuerzas son desiguales y la victoria es imposible. Además, se da cuenta de que, una vez abiertos los ojos a la lucidez, no tiene ya manera de rehuir la batalla; por tanto, lo más inteligente es pelear de frente, no perder el tiempo e ir al meollo de las cosas (al centro de ese pueblo «chato y de bordes erráticos» que esquiva en las primeras páginas y al que se dirige resuelto en las últimas).

Por último, destacaría que la cuestión existencial no queda encerrada en una mera lucha interior personal. Violeto Parson nos habla de un mundo que es un despropósito y de unos seres humanos que se empeñan en vivir unas existencias que están más cerca de la ficción, el simulacro o el fingimiento que de una experiencia vital relevante. Gente que, quizá por esas vidas sin sustancia, en vez de rebelarse contra la pobreza, la injusticia o el daño irreparable que le estamos causando al planeta, trabaja —a sabiendas o no— para que nada cambie, para preservar una suerte de «orden tan esclavizante como antiguo». Ese orden donde hoy sabemos que el 99% estamos en manos del 1%.

Visto así, La huida inútil... nos pinta un mundo que tiene bastante de «territorio inhóspito», «de tierra de nadie». Por suerte, Parson, una vez aprendido de sí mismo lo que tenía que aprender, mudada la piel vieja por una nueva cual serpiente, no se arredra y, «con paso firme y distendido», camina «hacia el centro del pueblo», es decir, hacia el meollo de su existencia. Y nosotros, como buenos lectores, en plan Clint Eastwood, con él.


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PD. Decía un amigo poeta que decía Joaquín Gianuzzi que «los amigos siempre escriben bien». Pues eso: de un amigo levreriano como Pablo, yo solo puedo hablar bien y, de paso, enlazar su blog y esta entrevista que le hicieron en la radio.