14 de marzo de 2014

Todas las historias de amor son de fantasmas, D.T. Max

Llevo años pensando que las novelas de David Foster Wallace son del tal grosor que parecen la reencarnación de Moby Dick y que, por tanto, meterme en una de ellas era como apuntarme a correr un Ironman, el Ultratrail del Mont Blanc o algo así. Como uno tiene el tiempo justito para leer, entrar en semejante vorágine de páginas suele implicar renunciar a lo mejor a 3 o 4 novelas de 200 o 300 páginas. Y, en términos atléticos, me gusta la larga distancia para salir a correr, pero no tanto para leer.

Sin embargo, yo sabía que Wallace era un autor ineludible, que tarde o temprano debería pasar por él. En febrero, cansado de aplazar tanto mi encuentro, le pregunté a un amigo de cuyas recomendaciones me fío si hacía falta que lo leyera. Lo reconozco: le pregunté porque pensaba que me iba a decir que no, que no me perdía nada... Y así yo tendría la excusa perfecta para ahorrarme entre 1500 o 3000 páginas de este señor al que alguno había llamado el Kurt Kobain de la literatura.

Lamentablemente para mis propósitos, mi amigo no solo me contestó que sí, que debía leerlo, sino que encima me recomendó una biografía de Wallace (unas 400 páginas netas) y me dijo que la leyera antes de empezar con sus novelas... Yo puse cara de tierra trágame y, por favor, hazlo deprisa. Él me miró y me dijo:

—Sí, ya sé que siempre te digo exactamente lo contrario del resto de escritores; pero este es diferente y esta biografía, muy buena

Y yo, que a veces me pongo en modo «muy obediente», he entrado en el mundo de DFW por la puerta de esta estupenda biografía. Además, para mi sorpresa, estoy barruntando que quizá antes de que acabe el año salga a cazar alguna de esas enormes ballenas que son La broma infinita, El rey pálido, etc. Y todo por preguntar... Quién me manda a mí, carajo; con lo bien que estaba yo procrastinando, que se dice ahora.

En fin, ahí van once cosas que me han hecho tilín de esta biografía sobre David Foster Wallace.


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01 | Inteligencia. Quizá la adicción menos conocida de David Foster Wallace haya sido la de sacar matrículas de honor y mostrarse más inteligente que cualquiera de sus profesores. Juraría que casi siempre nos lo han vendido —incluso en la solapa de esta biografía— como el Kurt Cobain de la literatura por aquello de que iba hecho un guarro, había sido adicto a casi todo —marihuana, alcohol, sexo, televisión...— y un buen día le dio por ahorcarse. Así de esclavizante es la mercadotecnia mediática: como te pongas una bandana, unas botas de montaña y unos pantalones rotos para escribir, ya solo serás un grunge por mucho que seas un estupendo lector de Wittgenstein y tengas un coeficiente intelectual deslumbrante. Así es el márketing y su poética, digo.

02 | El desorden biológico como tara. A lo largo de su vida, desde joven, Wallace intentó suicidarse varias veces. Al parecer padecía desde su adolescencia un trastorno biológico que le hizo medicarse durante décadas con Nardil. Si se dejaba de tomar las pastillas, caía en una depresión severa. Por tanto, al más puro estilo Cioran, Wallace era como su admirado Dostoievski, uno de esos autores que tienen una tara, que sufren a causa de ella y que la subliman escribiendo. Eso sí, ahí va un dato inquietante: el propio Wallace aclara varias veces que su infancia fue feliz y que sus padres, gente tranquila, culta y civilizada, todo lo resolvían dialogando. Al margen de otros factores, parece ser que el desencadenante del suicidio fue un cambio de medicación. Wallace murió en 2008, a los 46 años.

03 | Un desastre emocional.
En su literatura, Wallace odiaba caer en los tópicos; sin embargo, su vida emocional parece un inmenso lugar común, la típica del mártir literario que no saben relacionarse de manera fluida con el mundo. (Ejemplo que me viene sobre la marcha a la cabeza: Alejandra Pizarnik). La biografía nos pinta a Wallace como un tipo poco práctico, poco convencido de sus decisiones vitales y demasiado inestable como para arriesgarte a formar una pareja con él. En palabras suyas, era alguien cuyo interior estaba «lleno de túneles profusamente ramificados». También alguien que no se bañaba en el océano por miedo a los tiburones. En fin, digamos que había que esforzarse por quererlo. Quizá por eso sus mejores relaciones las desarrollaba por carta; por ejemplo, con Jonathan Franzen, Don DeLillo o su editor.

04 | El alumno atípico.  Esta biografía da cientos de razones para ver en Wallace un escritor atípico, y cada quien elegirá las suyas. Algunas de las mías tienen que ver con los talleres de escritura (nobleza obliga). Por un lado, como alumno, Wallace atacó de frente y con artillería pesada el discurso dominante en esos espacios de enseñanza: el realismo minimalista carveriano (cuando aún no sabíamos que el minimalista era más bien su editor, Gordon Lish, y no tanto Carver). Frente a ese discurso que buscaba homogeneizar la estética del alumnado y que decía cómo se debía escribir, Wallace arremetió con su maximalismo, sus juegos de palabras, su incisiva verborrea o su búsqueda de lo fragmentario. En general, el veredicto que obtuvo fue el de un talento mal aprovechado.

05 | El docente atípico (I). Como profesor, Wallace fue tan atípico como alumno. Convengamos que es infrecuente que un narrador de alto nivel intelectual lea con fruición a Tom Clancy y use los superventas para explicar a sus alumnos nociones narrativas como el punto de vista, la construcción de un personaje, etc. Wallace lo hacía. El mismo tipo que, cuando estaba entre literatos y demás fauna, resultaba un pedante porque sostenía que nadie podía considerarse escritor si no había leído a Derrida, después iba a clase y usaba todos los medios a su alcance para trasladar a su alumnado el abecé de cómo se construye una narración. Además, a partir de esas referencias comerciales, insistía en que la buena literatura ni tiene por qué ser un rollo ni tiene que estar mal escrita; todo lo contrario.

06 | El docente atípico (II). A Wallace le gustaba impartir materias sencillas y convertirlas en diabólicas para sus alumnos, que terminaban preguntándose si no se suponía que aquella asignatura era una maría... Luego, cuando fue siendo conocido, la gente ya sabía a qué iba a su clase; sabía que tras esa bandana, esas botas de montaña y esa extraña cortesía que les profesaba se escondía el mejor lector posible de sus textos, amén de un fanático integrista de la gramática. De hecho, algunos lo llamaron el «ingeniero de la literatura» por su habilidad para desmontar ese gran puzle que es una narración y devolverla convertida en piezas llenas de notas y observaciones:
Leía detenidamente cada uno de los textos que le entregaban los alumnos, y hacía un verdadero esfuerzo por abrumar a los estudiantes con el volumen y la sinceridad de sus comentarios. No importaba que gran parte de lo que escribieran fuera mediocre, ni que la de Wallace fuera una asignatura corriente de escritura expositiva, una asignatura, en otras palabras, para personas cuyo único interés era quitarse esa clase de en medio y dedicarse a otras cosas. El poder vigorizante —el habría dicho erótico— de su mente convertía lo que ellos hacían en algo interesante.

07 | El estajanovista de la escritura y de la edición. En algún momento de la biografía, Wallace cita a Faulkner y dice que escribir una novela es como levantar un gallinero en medio del huracán. Hay que leer esta biografía para entender en toda su dimensión esa imagen. En particular, el intercambio epistolar entre Wallace y su editor peleando por convertir un borrador monstruoso como el de La broma infinita en una novela comercialmente viable es uno de los pasajes más instructivos que he leído en mucho tiempo. Al margen de la ráfaga de realismo que anida en esas páginas, es un fragmento que te devuelve al tiempo en que los editores eran los primeros lectores entusiastas de una obra y en que los escritores sabían defender lo que escribían, empezando por la puntuación.

08 | El hombre que acumulaba adjetivos.  Competitivo, descentrado, solitario, recursivo, autoconsciente, disruptivo, obsesivo, absorbente, posmodernista, hedonista, generoso, implicado, masculino, caucásico, erudito, ansioso, conservador, genuino, genial, sensible, post-posmodernista, sincero, pedante, frágil, grunge... Y así podría seguir con una veintena más. Nunca había leído un libro con tanta necesidad de adjetivar a alguien. Tampoco una vida donde fuera tan pertinente.

09 | El estado de la literatura según David Foster Wallace (en 3 subrayados)

Para Wallace, el gran fallo de la mayor parte de la creación literaria era que se contentaba simplemente con mostrar los síntomas del malestar moderno en vez de darle solución. Wallace ni siquiera estaba seguro de qué aspecto tendría la narrativa que consiguiera imponerse a esta realidad mediada por la televisión, pero estaba convencido de que el escritor que consiguiera averiguarlo sonaría distinto del que no lo hiciera

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[Su narrativa] Era el lugar de intersección entre los falsos placeres y el márketing implacable de América, una metonimia de todo lo que había de tóxico en la nación.

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Mira, tío, probablemente la mayoría de nosotros estamos de acuerdo en que vivimos en tiempos oscuros, y además estúpidos, pero ¿de verdad necesitamos un tipo de ficción que no haga sino dramatizar lo oscuro y estúpido que es todo? En épocas oscuras, la definición del buen arte debería ser: aquel que se dedica a localizar y aplicar técnicas de reanimación cardiopulmonar a aquellos elementos de lo que es humano y mágico que aún sobreviven y resplandecen a pesar de la oscuridad de los tiempos. (Wallace, en una entrevista).

10 | Una propuesta estética. Wallace practicó una estética de la paradoja: seducir hablando contra la seducción, narrar el aburrimiento sin querer aburrir al lector... También quiso huir del ruido cultural que invadía cada intersticio de la sociedad y salirse de lo que denominó el «bucle de la ironía». Según él, lo mainstream era el discurso de la ironía, esa suerte de cinismo contemporáneo donde diagnosticas que todo está mal, ironizas sobre ello, muestras que estás de vuelta de eso y de mucho más..., pero terminas por no hacer nada al respecto. O no más que construirte una pose, un personaje mediático, cualquier autoficción que te sirva para convivir lo mejor posible con tus prejuicios y tu voluntad de no cambiar nada. Para Wallace, lo underground, lo grunge, era mostrarse sincero, ser un realista incómodo.La sinceridad, por torpe que fuera, era una manera de romper ese bucle de la ironía. Eso le dejaba como única vía una literatura en plan Dostoievski, es decir, con finalidad redentora y sanadora. De hecho, su propuesta literaria perseguía ayudar a sus lectores a obtener una vida más comprometida consigo mismos, «una vida significativa».

11 | El gran consejo. Ahí va la regla de oro que Wallace daba a sus alumnos: las obras debían conectar al lector y al autor, y para ello solo cabía una manera de hacerlo: «Id a algún sitio al que sea difícil llegar. Intentad contar algo que os importe». Y es que, si en una narración no hay nada en juego, ¿para qué sirve?

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PD. Enlazo aquí tres cosillas interesantes que he encontrado en Internet, y que serán mi siguiente lectura wallaciana:

5 de marzo de 2014

La trabajadora, Elvira Navarro

Empecemos por los principios, que dice mi bankio: los trabajos que nos dan esos agentes del enriquecimiento social que dicen ser las empresas, ¿son trabajos de mierda o son trabajos dignos?

O dicho de otro modo: ¿son trabajos buenos para nuestra salud y que nos ayudan a realizarnos como personas o, por el contrario, son la manera más sencilla de favorecer que nos convirtamos en neuróticos, psicóticos, depresivos, víctimas de ataques de pánico, etc., y por tanto clientes premium del Trankimazim, el Lexatil o el Risperdal?

Tic, tac, tic, tac, tic...

Quiero decir: cuando la ministra Fátima Bañez, la vicepresidenta Sáenz de Santa María o el presidente Rajoy se vanaglorian de los resultados de su reforma laboral, ¿alguna vez nos han hablado de la calidad del trabajo que conseguimos?

Juraría que no, que para ellos las cifras del paro son como las del Ibex 35: solo importa si las flechitas suben o bajan... Ya se sabe lo que dice la doctrina: «No hay mejor política social que la creación de empleo».

El empleo, así, en genérico, sea cual sea, te paguen lo que te paguen. Un empleo. Qué suerte que tienes empleo, por que con la que está cayendo  lo importante es tener un empleo. Uno. Cualquiera. Aunque te paguen una miseria, aunque las condiciones laborales sean las de un país subdesarrollado, aunque te obliguen a darte de alta como autónomo para que te pagues mensualmente tus seguros sociales (261,84 €) y aceptes que cuando la empresa deje de contratar tus servicios nadie tiene por qué indemnizarte...

En serio: que no te falte un empleo.

Si quieres vivir la experiencia española al completo, por favor que no te falte un empleo.

Es curioso, pero en la mercadotecnica 2.0 cualquier gurú de pacotilla suele pontificar sobre los resultados cuantitativos y los cualitativos. Sin embargo, sorpresas te da la vida, nuestro Gobierno y nuestras empresas eluden la segunda parte de esa ecuación. Es más: evitan discutir los datos a fondo, no vaya a ser que alguien abra la puerta a conversar sobre la precariedad laboral que asola España desde 2008. Menos mal que los propios medios de comunicación han sido una de las víctimas de la precarización y han visto cómo una parte importante de sus asalariados iban a la calle o los reconvertían a la fuerza en colaboradores freelance. Y digo «menos mal» porque eso ha permitido que el asunto haya tenido una mayor visibilidad.

En mi opinión, ese colectivo ejemplifica la decadencia de nuestros sistema laboral. Basta rascar un poco y preguntar a tu alrededor para comprobar que el régimen de autónomos se ha convertido en el sumidero de diseñadores gráficos, arquitectos, periodistas, traductores, músicos, docentes, camioneros... Incluso de quien escribe estas líneas (aunque en mi caso fuera por voluntad propia).

El trabajo como vía para vivir indignamente

Que me perdone Elvira Navarro por leer su libro solo, o sobre todo, en clave laboral; quizá sea porque faltan —o no he leído suficientes— novelas que aborden estas cuestiones. Además, Elisa, la protagonista de La trabajadora (Mondadori, 2014), lo pone fácil: ella es una chica que, tras cursar un máster en edición, trabaja en prácticas con una editorial importante y luego, para seguir con ese curro, debe convertirse en trabajadora autónoma y facturar los trabajos que le encargan. Hasta ahí, si las cosas funcionasen como corresponden, no hay asomo de precariedad laboral.

El problema es que la mayoría de los freelance no somos cirujanos maxilofaciales, reputados psicoanalistas lacanianos o gurús-sacadineros para directivos que quieren estar a la moda de cualquier cosa. No, somos gente común y corriente. Quiero decir: somos personas que tenemos unos ingresos limitados y que, a diferencia de una empresa, no solemos disponer de un colchón económico lo bastante grande que nos permita amortiguar los impagos o seis meses de retraso en un cobro. Por tanto, el desempeño de nuestro trabajo está muy condicionado por los vaivenes económicos del país.

En el caso de Elisa, en cuanto empieza la crisis, los pagos comienzan a espaciarse tantos meses que debe replantearse su vida de manera integral. Algunas de las preguntas que se plantea son comunes a muchos profesionales de su edad (treintañeros, digo):
  • ¿Puedo alquilar una casa —por minúscula y periférica que sea— para mí sola? 
  • ¿Merece la pena trabajar en lo que me gusta si no me pagan o no gano lo suficiente para sobrevivir?
  • ¿Hay vida más allá del trabajo? 
El personaje de Elisa ilustra bien un conflicto muy español y actual: el de aquellas personas cualificadas que trabajan 60 o 70 h a la semana y ni siquiera ganan lo bastante para vivir dignamente. De ahí a entablar relaciones carnales con Mefistófeles a diario solo media un suspiro.


Un estrés piramidal

La otra arista de la novela que me ha interesado es cómo esa precariedad laboral y económica conlleva riesgos para la salud mental. O dicho de otro modo: la precariedad, sostenida en el tiempo, nos quiebra. Como cualquier otro material, los trabajadores nos rompemos por fatiga; solo hace falta aplicarnos el esfuerzo necesario durante el tiempo preciso para que aparezca la grieta, esta progrese y nos lleve al colapso. O, apelando a Maslow y su pirámide, podríamos decir que para romper a un trabajador alcanza con dejarlo macerar en el escalón fisiológico y ponerle los dientes largos por no poder trepar a los otros peldaños.

Traduzco: sin una buena remuneración y sin pagos puntuales, es complicado soportar durante años que si te enfermas, te tomas una semana para descansar o juegas un rato al Apalabrados, estás atentando contra tu cuenta corriente. Al fin y al cabo, los gastos fijos son los que son y ni Iberdrola, el banco o el Estado suelen mostrar piedad alguna con sus clientes. Vamos, que no hace falta ser un lince para describir esta situación como estresante y como propiciadora de toda clase de grietas (físicas, emocionales, sociales, etc.).

Elisa sucumbe un buen día en un autobús urbano y, de la noche a la mañana, padece ataques de pánico. Antes de eso, ha intentado paliar su precaria situación económica yéndose del centro de Madrid a vivir al modesto barrio de Aluche y compartiendo gastos con una compañera de piso. Sin embargo, el esfuerzo no resulta suficiente, el volumen de trabajo urgente crece, los pagos se siguen retrasando y, en resumidas cuentas, ella termina quebrándose anímicamente. Se desmorona. Y con ella, claro está, parte de su proyecto de vida.


Soluciones superficiales para problemas de gran calado

Para reconstituirse, Elisa en esencia, adopta tres medidas:
  • Ingerir obedientemente «el cóctel sanador» que «mezclaba ansiolíticos con antidrepesivos» que le prescribe su médico.
  • Apoyarse en su «duermevela químico» para renunciar a su trabajo.
  • Echar a su compañera de casa y traerse a vivir, de un día para el siguiente, a un noviete o exnoviete que pasaba por allí...
     
No sé cuál de las tres decisiones me parece más preocupante... Ninguna apunta en una dirección sana y ninguna parece ser una manera cabal de construir relaciones con una misma, con el trabajo o con la pareja. Y, en conjunto, esa inquietud es la que me deja La trabajadora, una vez cerrada y masticada la novela: lo que empieza como precariedad laboral y económica tiene todos los boletos para terminar como precariedad afectiva. También, y con permiso de las compañías farmacéuticas, como un desequilibrio químico crónico. Algo que no parece la mejora manera de generar cohesión social o de arreglar este despropósito de mundo en que vivimos (un par de tonterías que me interesan a mí, bah).

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PD 01. A ver si alguien se anima a escribir una novela sobre la ficción laboral del momento: los falsos autónomos... En España hay montones de empresas que se han apuntado a la moda, algunas de ellas importantes y conocidas. Dejo aquí un par de artículos más: 1 y 2.

PD 02. Releído lo escrito, se me ocurre que quizá encuentre interesante este otro libro, Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en EE.UU., de Bárbara Ehrenreich.