29 de octubre de 2013

El verano peligroso, Ernest Hemingway

Vaya por delante que ni me gustan ni me interesan los toros. También que no tengo claro si deben prohibirse o tolerarse, a pesar de que no entiendo por qué debe morir el animal (con más frecuencia que el torero, digo). O qué hay de cultural, de artístico o de entretenimiento en un sarao semejante, donde un pobre bicho recibe banderillas, puyas, estocadas y hasta descabellos. Imagino que algo tendrá que ver con los ancestrales rituales taurobólicos o que acaso sea una suerte de edipo rupestre que algunos no han conseguido superar. No lo sé. Ahora bien, aclarado eso, debo decir que me ha gustado este libro de Hemingway sobre el duelo que sostuvieron Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordoñez en el verano de 1959 por ser «el mejor matador del mundo».

(Vaya título, ¿eh? El mejor matador del mundo...)

Las prevenciones del inicio no son porque sí; hace poco el Ayuntamiento de Barcelona prohibió que una foto de un torero fuese el cartel promocional del World Press Photo en la ciudad. Ya se sabe: los toros equivalen a españolismo, que si Cataluña no es taurina, etcétera. Y también, no hace tanto, ese mismo consistorio le denegó a la serie Isabel el permiso para rodar allí algunos capítulos... En fin, que bajan algo más que revueltas las aguas con este asunto de los símbolos identitarios. Toda prevención es poca a la hora de ser catalogado por quienes reflexionan a golpe de titular.

Por mi parte, y sin ánimo de enemistarme con unos o hacerle el caldo gordo a los otros, solo añadiré que en el mapa de Hemingway aparece Barcelona, que en la Monumental torearon Dominguín y Ordoñez y que «a los dos matadores los sacaron en hombros». También que la corrida ocupa casi todo el capítulo 8 (páginas 121 a 129) y que, dado que Hemingway se sumó al bando republicano durante la Guerra Civil Española, no es sospechoso de ser franquista. Asimismo, una suposición razonable es que, si el escritor estadounidense estaba aquella lluviosa tarde de 1959 en la plaza, lo normal es que hubiese en el tendido más gente que simpatizaba con sus ideas políticas. Insisto en lo de «razonable»: a lo largo del libro, Hemingway nunca menciona que en esa plaza ni en ninguna se sintiera rodeado de fascistas.

Y, para desgracia del Ayuntamiento de Barcelona, aquella taurina tarde de 1959 fue única para el autor de Fiesta. Ordoñez toreó de tal modo que lo obligó a perpetrar un símil musical atrevido como pocos:
Antonio fue al encuentro de la res y la aceptó en sus propios términos. Si debía trabajar en un lugar que resultaba mortalmente peligroso, trabajaría allí; pero conscientemente y no a causa de la ignorancia. Si debía entrar en el terreno del toro y dominarlo con lentos movimientos de la muleta de modo que los ojos del animal no pudieran apartarse de ella ni ella salir de su ángulo de visión porque el hombre quisiera reducir el momento de auténtico peligro, eso era exactamente lo que iba a hacer. Si solo podía superar a Luis Miguel por medio de una pureza de estilo digna de Bach, siempre bien medido, sin otra ayuda que aquel pobre instrumento, iba a esforzarse en lograrlo. Que le matasen no parecía importarle en absoluto.

Algunos aficionados al toreo sostienen que a don Ernesto se le fue la mano con Ordoñez en aquel verano del 59, que no era ni tan bueno ni tan purista; y que Dominguín no practicaba ese toreo tan comercial de que lo acusa. Pero, sin entender en la materia y sin profesar amor alguno por este oficio, me resulta complicado evaluar si es que Hemingway idealizó a Ordoñez o es que la afición española nunca le perdonó al escritor que pusiese a parir a Manolete siempre que podía. Ya lo averiguaré.

Y, venga, ya que revolcándome estoy en el fango del nacionalismo —incluido el español, se entiende—, rescato un fragmento de que lo dice Hemingway sobre Bilbao (pág. 185):
Antonio deseaba actuar en Bilbao, la plaza más difícil de España, donde los toros son más grandes y el público más severo y exigente, de modo que nadie pudiera decir jamás que hubo algo dudoso o turbio en la temporada de 1959 en la que lidió como nadie lo había hecho desde Joselito y Belmonte. No le importaba que Dominguín también fuese. Pero iba a resultar un viaje lleno de peligros. Si a Luis Miguel le hubiera representado su padre, que era listo y algo cínico y entendía el negocio, en vez de sus dos simpáticos hermanos, que necesitaban el 10% de cada corrida suya y de Antonio, nunca hubiese ido a Bilbao para que acabasen de destruirlo.
En serio, no quiero meterme en líos ni polémicas con los nacionalistas ni con los taurinos; tan solo es que la semana pasada, mientras corría el Medio Maratón de Valencia, vi ¡un enoooooorme toro de Osborne plantado en mitad de la Universidad Politécnica de Valencia! Sí, un toro en la universidad. En mi antigua universidad. Y no me lo podía creer; cuando yo estudiaba allí, jamás hubo uno... Casualidades de la vida, resulta que ese fin de semana estaba terminando las últimas páginas de El verano peligroso. Así que el avistamiento me sirvió para entender mejor por qué me estaba gustando el libro.

No tengo ni idea de cómo llegó ese toro a esa universidad, pero sospecho lo peor: la típica asociación identitaria entre el animal —que representa a una marca comercial, no lo olvidemos— y la españolidad. De hecho, he navegado un poco y enseguida he encontrado un par de menciones de ambos bandos: uno decía que el toro ya había sido atacado por la «incultura catalanista» —le habían lanzado unas bolas de pintura— y el otro, que había que atacar símbolos fascistas como ese. Discursos muy profundos de uno y otro lado, como se ve.

Tampoco comprendo cómo hemos llegado hasta ese grado de crispación. No entiendo qué hace un toro injertado en la bandera española como muestra de patriotismo —por respeto a nuestro jamón, el símbolo patrio debería ser el cerdo, ¿no?— y no entiendo esa constante asociación del toro con el fascismo. A mí abuelo le gustaban los toros y, ahora que él no está, mi prima ha heredado la afición. Él no era fascista y ella, tampoco lo es. Y yo, que hice mi parvulario en Coria, donde la gente corría los toros por la calle y en algún momento fantasee con emular a mis mayores, tampoco. Quiero decir: parece saludable convivir con las divergencias. 

Quizá sea esa la razón por la que me ha interesado tanto el libro de Hemingway; me ha hecho darme cuenta de que para entender mejor este país y su historia tengo que leer más sobre los toros. Es más: mi gran conclusión tras leer El verano peligroso es que debo agenciarme Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chávez Nogales. Quién me lo iba a decir a mí, que antes hubiera considerado entre aburrida e innecesaria esa lectura.

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PD 01. Por cierto, los toros de Osborne son de la familia de Bertín... Osborne, que sí es un señor muy de derechas.

PD 02. A todo esto, Hemingway opina que en la Maestranza de Sevilla es donde peores corridas se dan... Lo digo por lo de Bilbao. Entre eso y lo de Manolete, don Ernesto iba haciendo amigos taurinos a troche y moche. Este blog contextualiza muy bien, según mis escasas entendederas, lo de Ordoñez y Dominguín.

PD 03. Este libro lo leí gracias al servicio gratuito de intercambio de libros de la fundación Melior.



24 de octubre de 2013

La disolución doméstica, Néstor Mir




Murakami cuenta en De qué hablo cuando hablo de correr que entrena escuchando a The Lovin' Spoonful o a Eric Clapton; pues, bien, yo he hecho algo parecido estas dos últimas semanas escuchando La disolución doméstica, de Néstor Mir. Lo reconozco: me cuesta ser imparcial porque aprecio a Néstor —compartimos travesía en la revista Teína— y el disco es un regalo; en cualquier caso, lo objetivo es que según lo recibí, lo pasé al mp3 y salí a cumplir con mi sesión preparatoria para el Medio Maratón de Valencia. Me puso de tan buen humor, disfruté tanto de temazos como Knock out casero o Desencuentros dominicales, que lo convertí en el disco de cabecera para mi cita con los 21,097 km del domingo pasado.

A Néstor solo lo había oído cantar en francés, así que nunca me enteraba mucho de lo que decía. Quizá por eso me ha sorprendido doblemente encontrarme con un disco repleto de canciones que cuentan historias de gente común, de personas como las que te cruzas en tu edificio. Ahí están títulos tan sugerentes como la Britney Spears de barrio o El oficinista accidental para demostrarlo. También el epílogo que cierra el —estupendo— libro ilustrado con que vino acompañado mi cedé:

(...) Hace cuatro años, mi teorización sobre el origen del universo sufrió una derrota imprevisible frente a un enemigo insospechado: la comunidad de vecinos.

La vida compleja de verdad no se esconde en los confines del universo. No, la complejidad de la existencia se parapeta tras la mirilla de nuestro vecino de la puerta 16. En una reunión de la comunidad de vecinos aprendí más sobre el ser humano que en todos los cientos de libros que había leído hasta la fecha. Néstor, me dije, te has dedicado a mirar hacia arriba cuando las respuestas las tenías al lado.

En esa revisión sobre las inquietudes existenciales, las historias de padres con hijos desempeñan un papel fundamental. Y eso, por infrecuente, es de agradecer. Quizá sea que estoy en plena crisis de los 40 o vaya usted a saber qué, pero hacía mucho tiempo que no escuchaba canciones, como Veronal & Crucifixión o El rey del mambo, y me daban ganas de pasárselas a mis amigos con hijos (a los padres de mis sobrino-amigos, se entiende). Son canciones que, de algún modo, me hicieron pensar en Leer con niños, de Santiago Alba Rico, y releer algunos pasajes que había subrayado. Este, en concreto, diría que casa bien con el disco:
Los niños son nuestros antepasados. Descendemos, en efecto, de nuestros hijos, cuyos cuerpos no solo nos transportan de cuerpo en cuerpo en el espacio, sino también en el tiempo, y en ambas dimensiones a grandes distancias; no nos obligan, mediante la atención compartida, a donar existencia a los vivos sino a los muertos. Lavarlos, prepararles la comida, coserles la ropa, ahuecarles la almohada, el cuidado de los niños impone también darles explicaciones, cantarles canciones, contarles cuentos, todo lo que nos convierte en depósitos y transmisores de cuerpos desaparecidos: «la democracia de los muertos» que Chesterton llama «tradición». Gracias a los niños la humanidad, además de tener manos, tiene memoria.

Hay pues una pedagogía, pero antes una antropogogía, mediante la cual los niños mejoran y domestican a los mayores. ¿Qué hacen los niños con los hombres? ¿Qué nos pasa al lado de los niños? ¿Qué pasaría en un mundo de solteros estériles conectados solo por imágenes? Olvidaríamos la música, los libros, el esfuerzo de la razón por responder a un «por qué» que ya no formularía nadie. Desaparecería el relato, que es la exigencia primera del niño en un mundo borroso y sin fronteras, en un tiempo sin límites, en un desorden de flujos rápidos e inacabados. Perderíamos el concepto mismo de «cuidado» (...) 
Los hijos te cambian la vida, por supuesto, aunque no a todo el mundo por igual. He conocido a padres que permanecen impermeables a las enseñanzas de sus querubines y que solo saben imponer su criterio; padres que solo quieren educar, pero sin dejarse ser educados por sus hijos. La disolución doméstica es un disco que, parafraseando a Santiago Alba, nos hace pensar sobre qué hacen los niños con nosotros, los adultos, sobre cómo contribuyen a nuestra mejora y domesticación, sobre cómo evitan que nos convirtamos en solteros estériles conectados con la vida solo a través de imágenes. Basta escuchar la última canción, Réquiem por Valencia y mi esplendor, para comprenderlo.


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PD 01. Este disco lo ha publicado Malatesta Records, un sello independiente, valenciano y basado en la implicación de las bandas que lo integran. Los discos puedes escucharlos gratis desde la web.

PD 02. Enlace al blog de Néstor Mir, desde allí puedes acceder a cualquiera de sus múltiples proyectos. Uno que acabo de descubrir justo después de publicar esta entrada es este Diario de un concierto a domicilio para la revista Verlanga.

PD 03. El disco fue efectivo en mi preparación: hice 1:35:42, mi mejor marca hasta ahora. Desconozco los tiempos de Murakami... Eso sí, él es capaz de correr maratones y hasta 100 km seguidos. No creo que yo llegue a tanto. De momento, me conformo con los 21 km.



18 de octubre de 2013

Los bosques de Upsala, Álvaro Colomer

Unas 3000 personas se suicidan al año en España. Eso dicen las estadísticas. Y algo parecido leí en su día en la pág. 111 de Los combatientes, de Cristina Morales; eso escuché en el reportaje de Documentos TV, La muerte silenciada; y eso he recordado en la pág. 160 de Los bosques de Upsala, de Álvaro Colomer. Se dice pronto, ¿eh? Unas 3000 personas. Al año. En este país. Y, como de casi todo lo importante, apenas hablamos de ello.

Por tanto, aunque solo sea por contribuir a que el suicidio sea más visible, esta novela ya merece la pena leerla. Además, dada la profundidad del contenido y la calidad de la escritura, la experiencia estética está a la altura de lo que busca un lector exigente. Por momentos, Los bosques de Upsala me hace sentir que estoy leyendo a una suerte de Thomas Bernhard en español. Y no solo por la apuesta formal —párrafo interminable, texto discursivo, narración en primera persona, personaje obsesivo, ciertos ritornellos...—, sino por la acidez y dureza que consigue el narrador en ciertos pasajes.

(Es más, me la juego: yo diría que hay un homenaje explícito a Los malogrados, en la pág. 170, cuando dice «tamaño malogrado».)

De entre los temas que el texto pone sobre el tapete, diría que dos son los que aportan la mayor carga de profundidad. Por un lado, a través del entomólogo Julio Garrido, protagonista y narrador, nos acercamos a un punto de vista crítico con el entorno que nos rodea; según este investigador universitario, vivimos en «una sociedad que solo valora el trabajo y que desprecia, arrincona y aísla a quienes ya no son productivos». Lástima que el propio Julio tenga unas limitaciones emocionales de tal calibre que sus acciones sean inconsistentes con sus palabras. Él es el primero en no saber cómo poner coto a sus exigencias laborales tras el intento de suicidio de su esposa.

Por otro lado, la novela propone que la sociedad debería aceptar y reconocer que hay un porcentaje de población que desea morir. Sí, hay personas para quienes la realidad, por diversas razones, se vuelve tan dolorosa a diario que les resulta insoportable. Es más: incluso pierden la esperanza de que eso vaya a cambiar. En estos casos, la técnica del avestruz sirve de poco; sería mucho mejor hacer caso a los especialistas y hablar en público sobre ello. O dicho de otro modo: convendría que dejásemos de ser hipócritas y miedosos, y sobre todo de estar desinformados.

Por tanto, me animo a decir que el objetivo último de la novela es cuestionar el modelo social que hemos construido. Algo falla; no hace falta haber estudiado en Harvard para darse cuenta. Julio nos lo cuenta así mientras espera en la sala de urgencias, donde otros como él aguardan por razones parecidas noticias de los médicos:
Nunca me había parado a pensar que la ocultación de la locura es marca de nuestro tiempo, y a tenor de la tranquilidad que se respira en esta sala de espera, no puedo dejar de preguntarme cuántas personas conozco que deben medicarse en el más absolutos de los secretos por miedo a reconocer abiertamente que la vida, la vida acelerada que todos llevamos, se les ha convertido en una cosa insoportable.
Y otro personaje Juan, potencial suicida y cuñado de Julio, más adelante sostendrá que vivimos «inmersos en una sociedad plagada de depresivos, ansiosos, esquizofrénicos, bipolares y yo que sé cuántos desequilibrados más». Vivimos, y parece que no queremos darnos cuenta, —sigue Juan— rodeados de «locos con aspecto de personas normales». Uno tendería a pensar que exagera, hasta que lee en los periódicos que sí, que nadamos en la abundancia, pero de antidepresivos y ansiolíticos.

Por último, hay un detalle de la novela que me ha gustado mucho. Y es que muestra que tienes hueco en esta sociedad mientras estás sano, es decir, mientras no sufras un percance grave que te retire del mundo laboral y te convierta en dependiente. A Elena, la esposa de Julio, le da por intentar suicidarse con barbitúricos... Al margen del problemón sentimental que eso supone, Los bosques de Upsala cuenta muy bien cómo volverse dependiente descompensa el resto de aspectos de la vida de una pareja, en particular los laborales de Julio, que es quien debe mantener económicamente a los dos. Si en España es casi imposible conciliar tener hijos con el trabajo, ni qué decir si tienes un adulto a tu cargo (sea suicida o no). Álvaro Colomer no evita el choque con esa realidad y nos entrega pasajes terribles, donde Julio parece querer que Elena se suicide de una vez por todas y le deje de molestar.

En fin, he aquí una novela que nos habla de atreverse a «mirar la realidad al desnudo». Quizá así dejemos de vivir enjaulados y comencemos a sentir una pizca de amor y buen rollo alrededor. Quizá así retengamos entre nosotros a esos «ángeles ápteros» que despegan hacia el más allá en busca de una tranquilidad que no son capaces de encontrar aquí. Si construimos un entorno más amable,  favoreceremos que el instinto de supervivencia siga siendo más fuerte que el deseo de aniquilación en personas a quienes queremos y que, a veces, tienen días muy malos.


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PD 02. Y un comentario sobre otro libro relacionado con el suicidio: Amarillo, de Félix Romeo.




4 de octubre de 2013

La conquista de México, Andrés de Tapia

Tres  o cuatro días antes de esto, habían venido ciertos indios al real, y traído al marqués cinco indios, diciéndole: «Si eres dios de los que comen sangre y carne, cómete estos indios, y traerte hemos más; y si eres dios bueno, ves aquí incienso y plumas; y si eres hombre, ves aquí gallinas y pan y cerezas». El marqués siempre les dice: «Yo y mis compañeros hombres somos como vosotros; y yo mucho deseo tengo de que no me mintáis, porque yo siempre os diré verdad, y de verdad os digo que deseo mucho que no seáis locos ni peleéis, porque no recibáis daño».
La escena sigue con los indios que regresan por la tarde con más gente, al parecer con intenciones de liquidar a Hernán Cortés —también conocido como marqués del Valle de Oaxaca— y su gente. Hernán Cortés vuelve a recibir a quienes le habían ofrendado tantas y tan variadas cosas y los sermonea de nuevo con el asunto de la verdad y la mentira. Ahora, eso sí, dándoles a entender que sabe que lo quieren engañar:
«Os he ya avisado siempre que conmigo habláis que no me mintáis, porque yo nunca os miento, y ahora venís por espías y con mentiras»; y los apartó unos de otros, y confesaron que era verdad, y que aquella noche habían de dar en nosotros mucha cantidad de gente, y morir o matarnos.
A continuación, claro está, los indios terminan con las manos cortadas, montados en caballos con cascabeles y puestos rumbo a sus compañeros para que estos sepan qué clase de escarmientos gastan los conquistadores recién llegados a Tascala (Tlaxcala).

Mientras leía Relación de la conquista de México, de Andrés de Tapia, me fascinó la insistencia de Hernán Cortés por la verdad. O al menos así nos los retrata Tapia, un soldado que lo acompañó de principio a fin, es decir, desde que embarcaron en Cuba, tocaron tierra en Veracruz y llegaron al Tenochtitlan de Moctezuma (1521). ¿Era truco o verdad esto que nos cuenta Tapia sobre la intolerancia a la mentira de Cortés? Ni idea; pero me llamó la atención porque hace poco vi en el teatro La verdad sospechosa, del mexicano Juan Ruiz de Alarcón.

La otra manía que retrata Tapia con fruición es el gusto de Cortés por poner cruces católicas por doquier. Eso y repartir estampas de vírgenes y santos parecen ser sus grandes obsesiones:
El marqués hacía poner cruces en todas las partes donde le parecía que estaría preeminentemente, y con licencia de los indios hizo una iglesia en una casa de un ídolo principal, donde puso imágenes de Nuestra Señora y de algunos santos, y a veces se ocupaba en predicarles a los indios, y les parecía bien nuestra manera de vivir, y cada día se vienen muchos a vivir con los españoles.
Claro, lo suyo sería leer la contracrónica de los indios. Porque, contada por su soldado Tapia, la historia de Cortés parece salida de la boca del salesiano que me daba Historia en el instituto.

De entre los muchos y coloridos datos que aporta Tapia sobre su expedición, hay dos que me resultan singularmente curiosos. Ambos tienen que ver con las unidades de medida. El primero es que juraría que existía cierta fascinación en la época por el número 100 000, que poco menos debía de ser sinónimo de infinito. Cada vez que Tapia quiere decir que estaban rodeados de indios o quiere magnificar las hazañas de los soldados españoles, acude a esa cifra sea para evaluar el ejército enemigo (1). También lo hace cuando pone en boca del indio Teuche una advertencia sobre el poderío militar de Moctezuma (2):
(1) ...salía contra nosotros tanto número de gente de guerra que me parece que serían más de cien mil, y hay opiniones que eran muchos más de los que digo.

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(2) ...y te hago saber que pasado esta provincia hay tanta gente, que pelearán contigo cien mil hombres ahora, y muertos o vencidos estos, vendrán luego otros tantos, y así podrán remudarse o morir por mucho tiempo de cien mil en cien mil hombres, y tú y los tuyos, aunque seáis invencibles, moriréis cansados de pelear.

El otro dato de color es que un par de ídolos que encuentran miden casi tres varas de alto y «serían del gordo de un buey». Me encantó esa manera de medir el ancho de las cosas.

Por último, y aunque solo sea por incurrir en el lugar común, rescato el pasaje más gore de la narración:
El patio de los ídos era tan grande que bastaba para casas de cuatrocientos vecinos españoles. En medio de él había una torre que tenía ciento y trece gradas de a más de palmo cada uno, y esto era macizo, y encima dos casas de más de altura que pica y media, y aquí estaba el ídolo principal de toda la tierra, que era hecho de todo género de semillas, cuantas se podían haber, y estas molidas y amasadas con sangre de niños y niñas vírgenes, a los cuales mataban abriéndolos por los pechos y sacándoles el corazón y por allí la sangre, y con ella y las semillas hacían cantidad de masa más gruesa que un hombre y tan alta, y con sus ceremonias metían por la masa muchas joyas de oro de las que ellos en sus fiestas acostumbran a traer cuando se ponían muy de fiesta. Y ataban esta masa con mantas muy delgadas y hacían de esta manera un bulto. Y luego hacían cierta agua con ceremonias, la cual con esta masa la metían dentro en esta casa que sobre esta torre estaba, y dicen que de esta agua daban a beber al que hacían capitán general cuando lo elegían para alguna guerra o cosa de mucha importancia.

Imagino que pasajes así son los que terminaron alimentando escenas brutales en películas como Apocalipto, de Mel Gibson.