31 de mayo de 2013

El tiempo amarillo, Fernando Fernán-Gómez

Los libros de memorias, en general, corren el riesgo de ser un rollo. Que si yo tenía tal o cual juguete, que si me perro se llamaba Bardo, que si yo hablaba mucho con mi abuela y ella me daba chocolate de merendar, que si yo tenía mucho o poco trato con la criada de la casa... En fin, cosas todas muy trascendentes y que suelen llenar de sentido la expresión «las batallitas del abuelo». Expresión apropiada, dicho sea de paso, porque, a diferencia de los futbolistas galácticos o las tenistas indomables, la mayoría se lanza a contar lo que fue su vida cuando esta declina.

El tiempo amarillo —me refiero al volumen I; el II aún no lo he empezado—, como buen libro en su especie, también tiene su parte de historia personal prescindible. Lo autobiográfico me interesa siempre y cuando me ayude a comprender mejor una época, cómo superar algún obstáculo, entender el punto de vista del autor sobre alguna materia... Esas cosas. Por puro wikipedismo o aumentar mis posibilidades de éxito en el Trivial Pursuit, no. En el caso de Fernán-Gómez, por suerte, esas secciones están bien delimitadas y un lector de mi calaña las puede leer en diagonal, y así centrarse en lo que le interesa, que es mucho y variado.

¿Qué me gusta a mí? Pues que Fernán-Gómez me cuente cómo era Madrid antes, durante y después de que se proclamase la Segunda República. O que diserte sobre por qué los actores españoles declaman fatal el teatro del Siglo de Oro. O que reflexione sobre por qué es tan complicado en España convertir el prestigio —capital simbólico— en un futuro económicamente estable. O que demuestre conciencia de clase y que desde ahí analice su vida como colegial, sus intereses políticos o hasta el tipo de libros de memorias en que si fija para escribir el suyo. También cuando habla de lo machista que era su abuelo, pese a ser socialista, hombre leído y amigo de Pablo Iglesias. Ahí sí, ahí disfruto de lo lindo; con las batallitas familiares, no tanto.

De los pasajes que he subrayado en el libro, aprecio singularmente estos dos párrafos donde Fernán-Gómez habla del confuso ideario político que profesaba de joven, y cómo relaciona eso con su familia. A falta de padre, sus dos grandes influencias fueron su abuela, quien lo cuidaba, y su madre, con frecuencia de gira artística:
Por lo que a mí respecta, en cuanto a política, era liberal, anarquista, católico —este era un concepto político— y un poco de derechas por parte de madre, aunque nunca conseguí ser monárquico como ella. Mi madre era monárquica porque en los tiempos en que empezó en el teatro de la Princesa, Alfonso XIII solía ir a un palco a ver las representaciones. En cambio, mi abuela se consideraba liberal y republicana porque su marido tenía el mismo oficio que Pablo Iglesias y le había conocido. A parte de estos motivos circunstanciales, a mí las razones de mi abuela para protestar siempre me parecieron más válidas que las de mi madre para estar conforme.

El caso es que cada una tiraba para su lado y yo, a veces, me veía obligado a comportarme con cierta hipocresía. En algún aspecto tenía más claro el problema. Cuando andaba por los trece o catorce años, mi abuela insistía en su tendencia a vestirme de pobre y mi madre era partidaria de disfrazarme de muchacho rico. En eso, yo estaba con mi madre.

Y también me gustan estos tres párrafos donde habla de la percepción que tenían de la guerra los chicos de su edad, la opinión de la gente sobre Azaña o qué esperaba su familia cuando Franco empezó su alzamiento militar:

Nuestras tendencias eran imprecisas. Casi todos los chicos tenían, creían tener, las ideas de sus padres; aunque en los que eran un poco mayores que nosotros, los que en vez de 15 años, como Ángel, tenían ya 17 o 18, empezaban a apuntar las divergencias que se convertirían en trágicas. Éramos muchachos de la clase media, más bien la baja clase media aunque muchos de ellos creyeran otra cosa, y esa clase media en aquellos años no sabía para dónde tirar. De ella salieron los fascistas y también los intelectuales fascistas.

*
Manuel Azaña huyó de Madrid. El paso del tiempo ha modificado mucho, y a su favor, la imagen de este político. Pero en aquel otoño de 36 era un hombre que, admirado por el pueblo poco tiempo atrás, ya no le caía bien a nadie. Era un burgués traidor a la burguesía, un izquierdista enemigo de la revolución, un escritor impotente y resentido.

*
(...) resulta sorprendente ahora, vistos los acontecimientos al cabo del tiempo, que mi madre y mi abuela no decidieran suspender mi veraneo [en Colmenar Viejo]. Pero hay que tener en cuenta que, si bien todo el mundo pensaba que iba a ocurrir algo —había ocurrido en pocos años el pronunciamiento de Primo de Rivera, la sublevación del general San Jurjo y la revolución de Asturias—, nadie se imaginaba que aquel algo iba a resultar lo que resultó. Es bastante lógico que las personas normales, no los gobernantes ni los militares ni los traficantes de armas, pensaran que se sublevaría el ejército, ganaría o perdería la sublevación, y a la semana siguiente habría otro Gobierno o el mismo, y la gente se iría de veraneo o seguiría trabajando o en el paro según sus posibilidades. Prueba de que este era el pensamiento más común es que cuando, efectivamente, tuvo lugar la insurrección, los más prevenidos acapararon víveres para cuatro o cinco días

Por cierto, este último párrafo suena actual, ¿verdad? Parecía que el algo de la crisis iba a durar unas semanas, acaso unos meses, puede que uno o dos años, que solo era una cuestión de cambiar de Gobierno, y sin embargo...

PD. Este volumen abarca de 1921 a 1943; el segundo, de 1943 - 1987. Ah, y lo conseguí en el punto de intercambio de libros de la Fundación Melior.

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