31 de mayo de 2013

El tiempo amarillo, Fernando Fernán-Gómez

Los libros de memorias, en general, corren el riesgo de ser un rollo. Que si yo tenía tal o cual juguete, que si me perro se llamaba Bardo, que si yo hablaba mucho con mi abuela y ella me daba chocolate de merendar, que si yo tenía mucho o poco trato con la criada de la casa... En fin, cosas todas muy trascendentes y que suelen llenar de sentido la expresión «las batallitas del abuelo». Expresión apropiada, dicho sea de paso, porque, a diferencia de los futbolistas galácticos o las tenistas indomables, la mayoría se lanza a contar lo que fue su vida cuando esta declina.

El tiempo amarillo —me refiero al volumen I; el II aún no lo he empezado—, como buen libro en su especie, también tiene su parte de historia personal prescindible. Lo autobiográfico me interesa siempre y cuando me ayude a comprender mejor una época, cómo superar algún obstáculo, entender el punto de vista del autor sobre alguna materia... Esas cosas. Por puro wikipedismo o aumentar mis posibilidades de éxito en el Trivial Pursuit, no. En el caso de Fernán-Gómez, por suerte, esas secciones están bien delimitadas y un lector de mi calaña las puede leer en diagonal, y así centrarse en lo que le interesa, que es mucho y variado.

¿Qué me gusta a mí? Pues que Fernán-Gómez me cuente cómo era Madrid antes, durante y después de que se proclamase la Segunda República. O que diserte sobre por qué los actores españoles declaman fatal el teatro del Siglo de Oro. O que reflexione sobre por qué es tan complicado en España convertir el prestigio —capital simbólico— en un futuro económicamente estable. O que demuestre conciencia de clase y que desde ahí analice su vida como colegial, sus intereses políticos o hasta el tipo de libros de memorias en que si fija para escribir el suyo. También cuando habla de lo machista que era su abuelo, pese a ser socialista, hombre leído y amigo de Pablo Iglesias. Ahí sí, ahí disfruto de lo lindo; con las batallitas familiares, no tanto.

De los pasajes que he subrayado en el libro, aprecio singularmente estos dos párrafos donde Fernán-Gómez habla del confuso ideario político que profesaba de joven, y cómo relaciona eso con su familia. A falta de padre, sus dos grandes influencias fueron su abuela, quien lo cuidaba, y su madre, con frecuencia de gira artística:
Por lo que a mí respecta, en cuanto a política, era liberal, anarquista, católico —este era un concepto político— y un poco de derechas por parte de madre, aunque nunca conseguí ser monárquico como ella. Mi madre era monárquica porque en los tiempos en que empezó en el teatro de la Princesa, Alfonso XIII solía ir a un palco a ver las representaciones. En cambio, mi abuela se consideraba liberal y republicana porque su marido tenía el mismo oficio que Pablo Iglesias y le había conocido. A parte de estos motivos circunstanciales, a mí las razones de mi abuela para protestar siempre me parecieron más válidas que las de mi madre para estar conforme.

El caso es que cada una tiraba para su lado y yo, a veces, me veía obligado a comportarme con cierta hipocresía. En algún aspecto tenía más claro el problema. Cuando andaba por los trece o catorce años, mi abuela insistía en su tendencia a vestirme de pobre y mi madre era partidaria de disfrazarme de muchacho rico. En eso, yo estaba con mi madre.

Y también me gustan estos tres párrafos donde habla de la percepción que tenían de la guerra los chicos de su edad, la opinión de la gente sobre Azaña o qué esperaba su familia cuando Franco empezó su alzamiento militar:

Nuestras tendencias eran imprecisas. Casi todos los chicos tenían, creían tener, las ideas de sus padres; aunque en los que eran un poco mayores que nosotros, los que en vez de 15 años, como Ángel, tenían ya 17 o 18, empezaban a apuntar las divergencias que se convertirían en trágicas. Éramos muchachos de la clase media, más bien la baja clase media aunque muchos de ellos creyeran otra cosa, y esa clase media en aquellos años no sabía para dónde tirar. De ella salieron los fascistas y también los intelectuales fascistas.

*
Manuel Azaña huyó de Madrid. El paso del tiempo ha modificado mucho, y a su favor, la imagen de este político. Pero en aquel otoño de 36 era un hombre que, admirado por el pueblo poco tiempo atrás, ya no le caía bien a nadie. Era un burgués traidor a la burguesía, un izquierdista enemigo de la revolución, un escritor impotente y resentido.

*
(...) resulta sorprendente ahora, vistos los acontecimientos al cabo del tiempo, que mi madre y mi abuela no decidieran suspender mi veraneo [en Colmenar Viejo]. Pero hay que tener en cuenta que, si bien todo el mundo pensaba que iba a ocurrir algo —había ocurrido en pocos años el pronunciamiento de Primo de Rivera, la sublevación del general San Jurjo y la revolución de Asturias—, nadie se imaginaba que aquel algo iba a resultar lo que resultó. Es bastante lógico que las personas normales, no los gobernantes ni los militares ni los traficantes de armas, pensaran que se sublevaría el ejército, ganaría o perdería la sublevación, y a la semana siguiente habría otro Gobierno o el mismo, y la gente se iría de veraneo o seguiría trabajando o en el paro según sus posibilidades. Prueba de que este era el pensamiento más común es que cuando, efectivamente, tuvo lugar la insurrección, los más prevenidos acapararon víveres para cuatro o cinco días

Por cierto, este último párrafo suena actual, ¿verdad? Parecía que el algo de la crisis iba a durar unas semanas, acaso unos meses, puede que uno o dos años, que solo era una cuestión de cambiar de Gobierno, y sin embargo...

PD. Este volumen abarca de 1921 a 1943; el segundo, de 1943 - 1987. Ah, y lo conseguí en el punto de intercambio de libros de la Fundación Melior.

29 de mayo de 2013

La generación más preparada...

En su artículo «Sin novedad en el frente», Manuel Leguineche repasa cómo nacieron los reporteros de guerra y los continuos conflictos que estos enfrentaron a la hora de conciliar la objetividad informativa con su compromiso político, el llamado «interés nacional» o la voluntad empresarial de sus jefes. Así, nos recuerda que Hemingway hablaba de la inminente victoria republicana, pese a que el Ejército Popular se derrumbaba en todos los frentes. O que los generales británicos consideraban unos bolcheviques a los corresponsales ingleses que informaban de la Segunda Guerra Mundial desde cualquier sitio que no fuera Londres.

Me esmero en teclear esta introducción porque quiero extractar unos fragmentos de un artículo de Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, y me temo que alguien me acusará de hacerle el juego a José Ignacio Wert, la derecha, la Iglesia y blablablá. De ningún modo: en esta guerra educativa que vivimos, quisiera que la verdad no fuera la primera víctima. A mí me interesa que las cosas funcionen mejor y que todo el mundo haga su parte de autocrítica. Y en este artículo, Casanova reflexiona sobre un par de asuntos tan importantes como espinosos: la titulitis y la poca exigencia del alumnado.

Wert es una calamidad como ministro, sí; pero el sistema universitario español tiene más vías de agua abiertas que su conservadurismo. Y, sin un debate serio y a fondo sobre el asunto, no saldremos del atolladero. Extracto solo un par de párrafos, pero recomiendo el texto entero.

(...) Para sobrevivir, cualquier órgano o institución social necesita que los jóvenes reemplacen a los mayores, que surjan nuevas voces en la elaboración de ideas y alternativas. Se habla mucho de los que se van a Alemania, de la generación más preparada, pero se olvida que la formación es otra cosa, que no sólo consiste en adquirir crédito profesional a través de un título. 

La educación significa el desarrollo integral de los individuos, más allá de la preparación profesional y las consideraciones materiales, algo que incluye necesariamente comprender la naturaleza de las cosas y el mundo que nos rodea. La educación es una guía imprescindible para captar los entresijos de la sociedad tan compleja que hemos creado y revisar, con el auxilio de la investigación exhaustiva, las ideas aceptadas. Los estudiantes españoles son, en general, muy poco exigentes y para una buena parte de ellos, la universidad es una continuación del Bachillerato: hacen decenas de exámenes, en los que reproducen los contenidos adquiridos en clase, con varias convocatorias para aprobar una asignatura; raramente intervienen en seminarios o debates orientados por profesores y su conocimiento de otras lenguas y culturas es bastante deficiente.

Y aunque en la educación y en la investigación no se encuentran la solución a todos los males sociales, la buena formación intelectual y profesional siempre ha identificado a las sociedades más avanzadas. (...)
«El peso de la mediocridad», Julián Casanova, El País, 26 de mayo de 2013.

PD para integristas. Además de formarme en el sistema universitario español, he sido alumno en el austriaco y he conocido de cerca el argentino o el uruguayo. En fin, una pizca de autocrítica no viene mal, ¿eh?

*

Actualización del 30 de mayo«La UB acusa a Educación de no informar a un alumno porque preguntó en inglés». Lo escuché en la radio y no me quedó más remedio que buscar la noticia... El alumno en cuestión era paquistaní.

25 de mayo de 2013

Ghost Road, Fabrice Murgia

 

Arrugas. De Ghoast Road me gustó que hablase de la vejez desde la vejez. En medio de una cultura que festeja y alienta la actual sobredosis de bótox y ácido hialurónico, reconforta ver a una actriz entrada en años que se presenta tal cual es ante el público. Que asume la naturalidad como un valor. Con la piel venida a menos sobre los brazos o el cuello. Con su tejido adiposo indisimulado tras la ropa. Y que habla desde la memoria y el saber acumulado tras sus arrugas, que vuelve verosímil un texto dramático desde ahí, desde la profundidad y la belleza del conocimiento, y no desde el artificio de la epidermis.

Tranquilidad. Esta obra teatral belga se pregunta sobre varias cuestiones vitales, una de ellas es cómo y dónde lograr esa suerte de paz espiritual que todos buscamos. Por ejemplo, se interroga sobre si es factible conseguirla rodeado de gente que urbaniza parajes idílicos como Malibú Beach con casas estupendas que suelen estar la mayor parte del año vacías, sin que nadie las disfrute, y que además son carísimas. Se pregunta también si esa suerte de ataraxia —calma, equilibrio emocional, felicidad o como queramos lo llamar— que buscamos lo seres humanos, es factible en una sociedad donde cada vez más personas mayores terminan viviendo en una autocaravana porque carecen de medios para mantener las casas por las que alguna vez se hipotecaron.

Memoria. Ghost Road habla sobre lo difícil que es llegar a una edad avanzada y encontrarte solo con tus recuerdos. Los amigos mueren, los hijos hacen su vida y, sobre todo, cada vez queda menos gente que recuerde el mundo tal y como lo viviste tú. Uno de los protagonistas pone este ejemplo: entre su infancia y su vejez, Los Ángeles pasó de ser una ciudad con 1,5 millones de habitantes a convertirse en una metrópoli de 17 millones; aunque sea tu ciudad, es complicado no sentirla ajena y querer huir de ella. Por más que guardes recuerdos felices, cada día te resulta más difícil reconocerla... O mejor dicho: reconocerte en su espejo, pues casi nadie conserva recuerdos similares a los tuyos.

Respuestas. Hacia la mitad de la representación, baja una pantalla y la obra de teatro se convierte en una suerte de documental cinematográfico. Allí, la actriz principal aparece viajando por recónditos pueblos de California y entrevistando a personas de unos 70 u 80 años (una de ellas es la que cuenta lo de Los Ángeles). Hablan de tú a tú sobre qué significa llegar a esa edad, a esa sensación de «ya he vivido mi vida» y sobre qué cuestiones consideran importantes. Son gente que viste desaliñada, con la piel curtida por la intemperie y plegada mil veces por los trabajos y los días, personas que se han retirado a vivir en mitad de la nada. Unas disfrutan de estar a solas con su memoria, otras de haber abolido su preocupación por el tiempo y otras de sentirse parte de una comunidad. En cualquier caso, todas parecen haber encontrado por fin su hogar y comportarse como si su destino les perteneciera de nuevo. Unos sentimientos, esos, que la estructura de la gran ciudad, las convenciones sociales o las reglas del juego económico les habían hecho perder.

Futuro. Dentro de 30 o 40 años, y de seguir todo como hasta ahora, me veo alquilando una caravana en un cámping perdido de los Pirineos y enfrascado en monólogos similares a los de Ghost Road. Tiempo al tiempo.

22 de mayo de 2013

#Despacio, Remedios Zafra

Hace algunos meses asistí a la presentación de este libro —una extravagancia de mi parte, lo sé, que apenas acudo a actos— y al menos ha pasado un mes desde que lo leí... Culpógeno como suelo sentirme por no sacarle rédito a tanto esfuerzo literario de mi parte, he abierto la libreta de notas, he releído las frases que anoté en su día y he decidido transcribir lo que me parezca oportuno. Quizá sobre la marcha se me ocurra añadir algo.

Mi primera anotación dice así:
Este es un libro sobre la época que vivimos, sobre la toma de conciencia de la identidad. Un libro donde 24 personajes articulan un espacio. Esos 24 personajes habitan un lugar llamado Aquí. En esencia, el problema de la gente de ese lugar es que van a la estación porque quieren irse de la ciudad... Por alguna razón, todos esperan —o solo hay— un tren para marcharse, el de las 11:35 h. Te montas Aquí y el tren te lleva hasta... Allí. Sin embargo, ese tren nunca llega. (O pasa tan veloz y se detiene en la estación un tiempo tan infinitesimal que nadie lo ve).

De tanto esperar, el andén de
Allí se convierte en un lugar que habitar (como la T4 de Barajas cuando hay huelga, vamos). De ese modo, el intangible deseo —de viajar, de estar en otro lado, de convertirte en otra persona— se transforma en un espacio muy concreto: el andén de una estación repleto de gente variopinta que, como Vladimir y Estragón, no saben muy bien qué o a quién esperan. Y mucho menos por qué o para qué.
Esto está demasiado bien pensado para que sea solo cosa mía... Vamos, ni en siete reencarnaciones se me ocurre a mí, por ejemplo, lo de «articular un espacio». Eso es de gente bien hablada de universidad. Tampoco me veo yo contando personajes hasta llegar a 24, así que diría que un 80% lo debió de comentar la autora, Remedios Zafra (Zuheros, 1973), y que el otro 20% son rulos, laca y peine míos sobre las ideas de ella. Eso sí, lo de Godot me inquieta: pensaba que era de mi cosecha; sin embargo, después de ver la obra de Beckett el otro día, sospecho que no, que ni siquiera eso.

La razón acabo de encontrarla en otra anotación de mi libreta:
#Despacio es un libro sobre el circo cotidiano que ofrecemos como sociedad, donde hacemos de nosotros mismos y procuramos desempeñar un papel estelar en esa representación. Nótese que ni siquiera la cosa es ya teatral, sino circense y que acaso la gran pregunta existencial del momento para muchas personas sea esta: ¿qué papel desempeño? 
En Esperando a Godot, Vladimir, en mitad de un largo parlamento, tiene un ataque de existencialismo y dice más o menos así: «¿Cuál es nuestro papel en todo esto?». (Caramba, qué coincidencia, que dirían Les Luthiers...). Y, bien visto, el libro aborda esa idea de la vida como representación, pero en clave posmoderna. Es decir: la vida no es sueño sino circo y una parte importante de la sociedad, más que en revoluciones, quiere participar en algún programa de la tele. Y a ser posible, salir guapo, claro está.

Quizá el cambio semántico que ha experimentado la palabra estética recoja bastante bien parte de esa idea. Ya casi nadie entiende por estética algo que remita a Hegel ni a teorías sobre la belleza en el arte o pamplinas filosóficas semejantes. Hoy, empezando por los políticos y periodistas, esa palabra es solo sinónimo de aspecto, apenas un adjetivo adecuado para cirugía. El concepto ya no encierra ni la grandeza ni la profundidad del estrato, solo su epidermis. Remedios Zafra recoge esto de manera espléndida —o eso me parece a mí, vaya— a través de un concepto: el de jóvenes «estéticamente preparados» (anverso, de algún modo, de aquella propaganda publicitaria de Renault Clio de los JASP):
[Red, Yellow y Purple] Piensan que les queda muy poco tiempo, que quien no se hace famoso muy, muy joven ya no tiene nada que hacer, que entonces mejor dejarse morir en alguna esquina, automutilarse en trozos y darse como comida a los perros. Ellos no están dispuestos a ese destino y no bajan la guardia. Por eso dicen estar siempre estéticamente preparados para el momento y, por eso, pasean todo el día dejándose ver con su vestimenta tuneada, su apuesta por la máscara de ojos azul mantequilla, su lápiz de labios Russian Red, su último tatoo semivisible y su cinturón Cyberdog.
Quizá sea eso lo que pase con mucha gente hoy, de cualquier edad, de cualquier oficio: apenas pasan de ser jóvenes estéticamente preparados. Poco más. Y construyen su identidad o contestan a las cuestiones existenciales desde ahí. Como Regina, otro personaje del libro, que cuando responde a una pregunta lo hace «sintiendo a sus espaldas todo el peso acumulado de las malditas horas dedicadas a su ropa, a sus complementos, al amoniaco de su tinte, a las consultas a su red, a los test de imagen...».

A poco que uno vea la programación de la MTV, entiende de qué va todo esto. Antes Vladimir o Estragón encarnaban nuestra faceta más patética a la hora de enfrentar el Más Allá, ahora esa tarea se la hemos subcontratado a los estetas que revientan audiencias con The Valleys, Gandía Shore o Embarazada a los 16. O incluso a Mario Vaquerizo, que podría pasar por un perfecto Vladimir posmoderno.

Miro por última vez mi bloc de notas:
#Despacio es un ensayo que viste ropas de ficción kafkiana para hablarnos sobre la metafísica de una generación abocada al nomadismo de sí misma y sin paciencia para la espera debido a que está educada en el permanente deseo de inmediatez. Es un libro que habla de identidades forjadas a toda prisa a partir de «lo epidérmico de los estratos», de la desesperanza porque nadie te pone un «Me gusta» en el Facebook o porque tu teléfono hace una hora que no titila indicándote que alguien piensa en ti en alguna parte del ciberespacio (sí, qué va a ser: de esos materiales parece estar construida buena parte de la angustia contemporánea ante el inaudito hecho de vivir).
Y, puestos a elucubrar, diría que la autora se plantea cómo contestar la misma pregunta que se hace uno de sus personajes: «Pero ¿quién decide lo que es uno y hasta dónde se deja de ser uno?». Su contestación está en las últimas líneas del libro, que dicen así:
« (...) Lo que tengo frente a mí es un horizonte que se mueve conmigo y multitud de personas, aisladas pero confluyendo. Se unen, van juntas, algunos se dispersan. A muchos les pierdo de vista. Otros se agrupan, vamos cerca, despacio. Yo sigo caminando. En la manera en que nos miramos hay algo en común, como esas sonrisas cómplices que se cruzan los desconocidos cuando se descubren subiendo al mismo autobús. No tengo ni idea cuándo ni de dónde llegaré, solo sé que estoy yendo, despacio, y entretanto, escribo».

Y quizá sea eso lo que más me ha gustado de este libro: es para gente lenta, como yo (aunque esto último suene un poco a canción cursi de Julieta Venegas).

15 de mayo de 2013

Los santos inocentes, Miguel Delibes

En mi edición de Los santos inocentes, hay una carta que precede a la novela. Allí, Miguel Delibes explica que la obra no tiene motivaciones políticas. Dice así la misiva de don Miguel:
La situación de sumisión e injusticia que el libro plantea, propia de los años 60, y la subsiguiente «rebelión del inocente» ha inducido a algunos a atribuir a la novela una motivación política, cosa que no es cierta. No hay política en este libro. Sucede, simplemente, que este problema de vasallaje y entrega resignada de los humildes subleva tanto —por no decir más— a una conciencia cristiana como a un militante marxista. Afortunadamente, creo, estas reminiscencias van poco a poco quedando atrás en nuestra historia.
He releído hace poco la novela y no sé qué me sorprende más: si lo de la política o lo del vasallaje. Imagino que Delibes debía de referirse a que Los santos inocentes no es un libro como La primavera de Praga (Bibliotex, 1968), donde abundan frases de este tenor: «(...) en las sociedades capitalistas, el paternalismo trata de sustituir con frecuencia a la justicia», «Los políticos no tienen derecho a dificultar las relaciones entre los hombres», etc. Quizá se refiera eso, no lo sé. A saber qué pensaba Delibes en 1984, cuando escribió esa carta. Pero, bueno, si él sostiene que la novela no contiene política, sus razones tendrá.

Por mi parte, me parece claro todo lo contrario. Y más aún en el 2013. En el fragmento que reproduzco más abajo —una suerte de monólogo del señorito Iván en presencia de un ministro con quien ha compartido cacería—, este personaje aborda asuntos tan actuales como la crisis de autoridad, que los jóvenes no aceptan jerarquías o que la sociedad se divide entre quienes están arriba y quienes están abajo. Es más: hasta me imagino a Francisco Marhuenda, director de La Razón, o a Bieito Rubido, director de ABC, en el papel de señorito Iván y a Wert o a Fernández Díaz haciendo de ministro oyente mientras comentan el 15M (por decir una fecha que me viene hoy a la cabeza):
(...) el señorito Iván intentaba ganarse al Quirce, insuflarle un poquito de entusiasmo, pero el muchacho, sí, no, puede, a lo mejor, mire, cada vez más lejano y renuente, y el señorito Iván iba cargándose como de electricidad, y así que concluyó el cacerio, en el amplio comedor de la Casa Grande, se desahogó,
      los jóvenes, digo, Ministro, no saben ni lo que quieren, que en esta bendita paz que disfrutamos les ha resultado todo demasiado fácil, una guerra les daba yo, tú me dirás, que nunca han vivido como viven hoy, que a nadie le faltan cinco duros en el bolsillo, que es lo que yo pienso, que el tener les hace orgullosos, que ¿qué diréis que me hizo el muchacho de Paco esta tarde?,
y el Ministro le miraba con el rabillo del ojo, mientras devoraba con apetito el solomillo y se pasaba cuidadosamente la servilleta blanca por los labios,
         tú dirás,
y el señorito Iván,
       muy sencillo, al acabar el cacerio, le largo un billete de cien, veinte duritos, ¿no?, y él, deje, no se moleste, que no, te tomas unas copas, hombre, y él, gracias, le he dicho que no, bueno, pues no hubo manera, ¿qué te parece?, que yo recuerdo antes, bueno, hace cuatro días, su mismo padre, Paco, digo, gracias, señorito Iván, o por muchas veces, señorito Iván, otro respeto, que se diría que hoy a los jóvenes les molesta aceptar una jerarquía, pero es lo que yo digo, Ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida, ¿no?
y la concurrencia quedó unos minutos en suspenso, mientras el Ministro asentía y masticaba, sin poder hablar, y, una vez que tragó el bocado, se pasó delicadamente la servilleta blanca por los labios y sentenció,
          la crisis de autoridad afecta ya a todos los niveles.

PD 01. Pensar en Los santos inocentes es acordarme del leitmotiv que recorre esas hojas: milana bonita. Y a la par, acordarme de una canción, Mujer en la ducha, de Ángel Petisme, en cuyo estribillo salen esas palabras. De ahí, claro, saltaría a Paco Rabal —Azarías en la película— y enlazaría con una canción de Petisme donde sale la voz del actor: El tranvía verde. Aquí cuenta Petisme su relación con Francisco Rabal.

PD 02. Por cierto, Delibes le dedicó Los santos inocentes a Félix Rodríguez de la Fuente... Es curioso, pero hace unas semanas alguien me contó que el amigo Félix fue famoso en su tiempo, además de por su ecologismo y tal, por tener un Porsche. Incrédulo de mí, le he preguntado a Google y la respuesta está aquí.

1 de mayo de 2013

El cuento de nunca acabar, Medardo Fraile

Todo empezó con un error: vi un lomo gordo —el típico de un libro de unas 600 páginas— en la estantería de la biblioteca, leí la palabra cuento y pensé que había dado con los cuentos completos del autor. Así que saqué el libro y, sin ni siquiera hojearlo, me lo llevé a casa. Cuando lo abrí para leerlo, descubrí que era un libro de memorias... Y, lo reconozco, me llevé una decepción: tenía poco o nulo interés en las memorias de un autor al que no he leído y a quien solo conozco por referencias.

Sin embargo, cosa rara en mí, me leí el libro enterito. Es más: con gusto y todo, pues lo abrí y la primera frase comenzaba hablando del barrio de Delicias, donde viví una temporada y por el que aún camino muchos días. Decía así:
Es improbable que mi padre y yo nos paseáramos en el barrio de Delicias por casualidad.
Y, claro, pese a mi reticencia inicial, desde esa primera frase lo improbable era que yo no siguiese leyendo. Conecté en seguida con el tono y, sobre todo, con la manera de contar. A los dos párrafos, ya me había dado cuenta de que Medardo Fraile escribía muy bien. De que es un autor que maneja el idioma de tal modo y tiene tal control sobre la composición del texto que solo puede enriquecerte, escriba lo que escriba.

Honestamente, yo no tenía el menor interés en conocer la infancia del autor. Ni en aprender tanto sobre los movimientos vanguardistas que se dieron en el teatro español franquista. Ni en leer sobre lo estupendas que eran las tertulias literarias de antaño, los dimes y diretes de la revista literaria de turno o sobre si zutano o mengano hablaron bien o mal de los cuentos de Medardo Fraile. En serio, ningún interés (o casi). Y sin embargo, me zampé entero, y hasta con gusto, el libro. Es lo que tienen los buenos narradores: convierten en interesante hasta lo más nimio.

Es más: aquí estoy, semanas después, poniendo en limpio las notas que tomé en su día...

Eso sí, además de la prosa, otras tres razones me llevaron a leerme el libro entero. La primera es que Fraile habla de una generación literaria que me interesa; la formada por gente como Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Jesús López Pacheco o Jesús Fernández Santos. Al respecto, me ha llamado la atención, por ejemplo, que sostenga que El Jarama es un mal libro. Es más: según conversó con Ferlosio, amigo suyo, este le confirmó que ese libro había sido «un error». He ahí un dato cuando menos curioso y que tendré en cuenta cuando relea esa novela.

La segunda razón es que una parte las memorias esboza un típico retrato de época. En este caso, vemos que en la España franquista se decía que las divorciadas eran mujeres que cruzaban las piernas y fumaban. Que durante la mili en Madrid podían pedirte tomar al asalto el alto de Garabitas, en la Casa de Campo (al que he subido varias veces en bici). Que entonces si querías estudiar fuera de España había que pedirle permiso al Gobierno y este, como mucho, te dejaba salir un par de meses. O que Manolete fue a México y exigió que arriasen la bandera republicana e izasen la nacional porque si no él no toreaba... Los aficionados republicanos, a pesar de ese feo ideológico, ovacionaron su arte taurino. En fin, esa clase de historias, anécdotas o reflexiones que te ayudan a comprender mejor el lugar donde vives.

Por último, la tercera razón sería algo así como la parte del cotilleo. A saber, que los artistas noveles le pedían audiencia a Carmen Polo para que la señora acudiese a sus estrenos y que así ella garantizase el éxito del estreno... O que, como ya sospechaba, lo de amañar premios no es de ahora, viene de siempre; se llamen Planeta, Nadal o Nacional de Literatura. Eso sí, dos cosas me molestaron de Medardo Fraile: una, su obsesión por citar la calle y el número de donde vivía todo quisque; la segunda, que hable mal de la Pedriza y, por extensión, de la naturaleza (bah, es una referencia sin más, pero me jodió: yo soy pedricero). Intentaré no pensar en ello cuando me agencie, ahora sí, sus cuentos completos. Si antes ya tenía ganas de leerlos, ahora un poquito más.

PD. Entre que leí el libro y he escrito la reseña cayó en mis manos el volumen con los cuentos completos de Jesús Fernández Santos. Quizá sea un señal.