21 de febrero de 2013

No se lo cuentes a nadie, VV. AA.

Para mí, este libro de cartas entre 10 autoras de diferentes países quedará asociado para siempre a dos citas que, pasados los meses, releo y releo con deleite. Una aparece en la página 150, en el intercambio epistolar entre Isabel Nuñez y Elena Villalonga:

Quiero escribir mi infancia como en la cita de Yeats que le gustaba a Maeve Brennan: «Solo lo que no pretende enseñar, lo que no grita ni llora, lo que no pretende persuadir, lo que no condesciende ni explica es irresisible».

He ahí una reflexión de lo más interesante sobre el tono a la hora de narrar cualquier historia (literaria o no, de la infancia o no). Eso sí, ese último explica lo leo como la persistencia en autojustificarse y sacarse a uno mismo en procesión cuando te narras, en vez de limitarte a mostrar los hechos y dejar que los demás —incluido tu yo más imparcial— los juzguen.

Y la segunda cita es este fragmento de la carta que le escribe Lydia Zimmerman a Esmeralda Berbel (pág. 263):
Cada núcleo familiar es un mundo hermético que se cuenta su historia una y otra vez, escenificándola sin descanso, como una compañía de teatro en la que cada actor tiene su papel asignado. Es comprensible que dentro de este marco, si algún miembro del clan cambia sus frases o su posicionamiento en escena, provoque molestia, ira o enfado en los que viven más aferrados a su personaje.
Este pasaje lo recordé mientras veía en enero la obra de teatro La larga cena de Navidad, de Thorton Wilder y me pareció estupendo. Ahora, cada vez que veo en escena a la Familia Real, con el cadera loca de nuestro rey pegando tiros —o braguetazos— en África, la reina pasando más tiempo en Londres que en Madrid o con Urdangarin empalmado por lo fácil que es robar en España, también le doy alguna que otra vuelta a esta cita.

Veredicto. Este libro demuestra que en las cartas, como en las novelas, cabe todo. Y de todo. En una buena carta, hay espacio para las relaciones de pareja (homo, hetero, la que sea); para reflexionar sobre los padres, los hijos o los amigos; para manifestar tus dudas laborales y la inquietud que te produce el estado del país; para dar noticias sobre amigos comunes, no tan comunes o las sempiternas exparejas; para comentar películas, libros... y hasta para hablar de fútbol, como en el caso de Cristina Peri Rossi y Diana Patricia Decker, que lo mismo acometen sus crisis personales que comentan el partido Ghana - Uruguay. Quizá por eso nos guste tanto recibir cartas. Por eso y por lo que señala Elena Bossi mientras le escribe a Liliana Heker (pág. 73): «Una carta es como un nido, un espacio pequeño para dos».

PD. Aquí, en Revista de Letras, una reseña seria, a la antigua usanza.

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