26 de febrero de 2013

Los combatientes, Cristina Morales


Uno de mis momentos favoritos en este libro está en la pág. 32, cuando Alonso Cano, maestro de la catedral de Granada, conversa con Vladimir Maikovski, poeta futurista ruso:

—Yo también soy maestro, pero nadie me lo reconoce.
—¿Ah, sí, qué catedrales ha diseñado usted?

—Catedrales ninguna, pero le he dado de hostias a un montón de tontos y de poetas malos.
—Eso está muy bien, a los tontos hay que señalarlos.

—Yo los señalo y los dejo señalados.
—Porque si no se acaban creyendo que son buenos, y lo que es peor, la gente se acaba creyendo que son buenos porque la gente no tiene ni idea de nada, y uno, que es bueno de verdad, acaba ninguneado. Yo siempre que tengo la oportunidad les enseño la espada a los pintores malos.

—Espada son palabras mayores, a usted le gusta el peligro.
—Gustarme no sé si me gusta, pero si no lo hace uno, quién lo va a hacer, ¿el rey? O, en su caso, ¿el zar?

Me encanta... Sin embargo, este libro me causa sentimientos contradictorios. Por un lado, me parece que el título —y la estética de la portada— le vienen algo grandes; al fin y al cabo, parte de las críticas que más llaman la atención son de poco vuelo: que si Ana María Moix tradujo mal a Becket, que si la narradora se acuesta o no con Juan Bonilla, que si una amiga le planta un beso en los morros a José María Merino en la presentación de un libro... Que si. Eso mismo: que si.

Vale, la autora es joven (Granada, 1985) y puede que esas travesuras tengan su gracia. Con todo, convegamos que esa rebeldía es de patas cortas. Como lector, ¿qué hago entonces con un cuento como Help a él, donde Fogwill parodia de manera salvaje a Borges y su Aleph? ¿Y con una pieza teatral como Skin, de la jovencísima —y suicida— Sarah Kane, donde una mujer negra se folla a un nazi y luego le arranca los tatuajes?

Por otro lado, el libro contiene capítulos donde sintonizo bastante con el espíritu de combate de la autora. Son sobre todo aquellos donde la política ocupa el centro del escenario. Por resumir, sintetizaría esos momentos en tres.

El primero es el capítulo «Yo no iba a venir». Allí la autora se rebela contra el enfoque progre de la clásica mesa de mujeres para hablar de literatura... hecha por mujeres (una «mesa feminizante feminizada fémina», la llama Cristina Morales). Y mola, claro, que sea una chica sub-30 la que ponga el dedo en la llaga: «Es curioso lo cerca que están el machismo paternalista y el feminismo casposo», dice allí. Además, el relato tiene su puntito: la acción transcurre en Andalucía, el gran feudo electoral del PSOE, gran adalid de la retórica progre que suele envolver el asunto.

El segundo lo etiquetaría, en su conjunto, como una encendida defensa de la juventud como «sujeto creador» y «fuerza motriz decisiva» en los procesos históricos. También como una suerte de milicia que combate contra el orden establecido —ya que esta no le deja muchas más opciones, ni siquiera el derecho a cabrearse o a verlo todo negro— y cuya misión debería ser convertirse en artífice de un paso más dentro de la revolución. En un artífice bélico, desobediente, inteligente; no complaciente y tontorrón en plan generación nini o Gandía Shore (o hijos e hijas de papá y de mamá, que los extremos, ya se sabe, se tocan). Dos subrayados que ilustrarían esa idea serían estos:

(...) los jóvenes se encuentran de verdad entre la pared y la espada: repelen el orden y el sistema vigente, pero a la par de eso tienen cerrada toda salida pesimista, toda renunciación.
*

Pero claro que al defender y postular un renacimiento de nuestro espíritu militar lo hacemos, entre otras, para liberarnos del militarismo deficiente y mediocre. La milicia, como la poesía, solo es valiosa cuando alcanza cualidades altas. Si no, es por completo detestable e insufrible.

Por último, el tercer momento consiste en la crítica de algunos valores humanistas. Quizá el que peor parado sale sea el pacifismo, que en la obra se ve como sinónimo de servilismo, borreguismo, etc. En fin, que el discurso dominante apela al pacifisimo porque le resulta útil para inducirnos de manera soterrada la obediencia, la claudicación del derecho a protestar.
(...) Pues si nunca está permitada la guerra, y a evitarla debe sacrificarse todo, también deben evitarse las revoluciones, y antes de hacerlas debe sufrirse asimismo todo, el paro, la injusticia, la explotación y la miseria.
Ejemplo (mío, no de la autora) sobre este nuevo pacifismo: la permanente equiparación de cualquier intento de protesta en la calle a una ideología antisistema-encapuchado-golpista-que-conspira-contra-la-paz-ciudadana. Salvador Victoria, de traje y corbata, el pasado 23F fue el último en recordárnoslo.

Veredicto. Merece la pena explorar Los combatientes. Como mínimo, es mucho más divertido, incisivo y contiene más sustancia intelectual que Elegía o Némesis, de Philip Roth, por citar un par de libros publicados también por Mondadori, y que me parecieron un rollo insufrible (tanto que los regalé). Por mi parte, estaré atento a lo siguiente que escriba esta autora: necesitamos más gente que boxee como ella.


PD. Actualización (9/10/13). Encontré esto sobre la «trampa literaria» que, según la autora, había en el libro. Al parecer, copió y pegó partes de un discurso de Ramiro Ledesma Ramos.

21 de febrero de 2013

No se lo cuentes a nadie, VV. AA.

Para mí, este libro de cartas entre 10 autoras de diferentes países quedará asociado para siempre a dos citas que, pasados los meses, releo y releo con deleite. Una aparece en la página 150, en el intercambio epistolar entre Isabel Nuñez y Elena Villalonga:

Quiero escribir mi infancia como en la cita de Yeats que le gustaba a Maeve Brennan: «Solo lo que no pretende enseñar, lo que no grita ni llora, lo que no pretende persuadir, lo que no condesciende ni explica es irresisible».

He ahí una reflexión de lo más interesante sobre el tono a la hora de narrar cualquier historia (literaria o no, de la infancia o no). Eso sí, ese último explica lo leo como la persistencia en autojustificarse y sacarse a uno mismo en procesión cuando te narras, en vez de limitarte a mostrar los hechos y dejar que los demás —incluido tu yo más imparcial— los juzguen.

Y la segunda cita es este fragmento de la carta que le escribe Lydia Zimmerman a Esmeralda Berbel (pág. 263):
Cada núcleo familiar es un mundo hermético que se cuenta su historia una y otra vez, escenificándola sin descanso, como una compañía de teatro en la que cada actor tiene su papel asignado. Es comprensible que dentro de este marco, si algún miembro del clan cambia sus frases o su posicionamiento en escena, provoque molestia, ira o enfado en los que viven más aferrados a su personaje.
Este pasaje lo recordé mientras veía en enero la obra de teatro La larga cena de Navidad, de Thorton Wilder y me pareció estupendo. Ahora, cada vez que veo en escena a la Familia Real, con el cadera loca de nuestro rey pegando tiros —o braguetazos— en África, la reina pasando más tiempo en Londres que en Madrid o con Urdangarin empalmado por lo fácil que es robar en España, también le doy alguna que otra vuelta a esta cita.

Veredicto. Este libro demuestra que en las cartas, como en las novelas, cabe todo. Y de todo. En una buena carta, hay espacio para las relaciones de pareja (homo, hetero, la que sea); para reflexionar sobre los padres, los hijos o los amigos; para manifestar tus dudas laborales y la inquietud que te produce el estado del país; para dar noticias sobre amigos comunes, no tan comunes o las sempiternas exparejas; para comentar películas, libros... y hasta para hablar de fútbol, como en el caso de Cristina Peri Rossi y Diana Patricia Decker, que lo mismo acometen sus crisis personales que comentan el partido Ghana - Uruguay. Quizá por eso nos guste tanto recibir cartas. Por eso y por lo que señala Elena Bossi mientras le escribe a Liliana Heker (pág. 73): «Una carta es como un nido, un espacio pequeño para dos».

PD. Aquí, en Revista de Letras, una reseña seria, a la antigua usanza.

16 de febrero de 2013

Angélica Liddel, otra indomesticada

Lo bueno. Lo verdadero. Lo bello. Ayer fui a ver Ping Pang Qiu, de Angélica Liddell, y me vine a casa con esas tres categorías resonando en la cabeza. Liddell se llamó a sí misma «imbécil» en mitad de la obra por manejarse con esos tres criterios —estéticos, éticos— en el teatro; sin embargo, dio a entender que seguiría insistiendo en ellos. Y eso me gustó. Y juraría que me gustó porque me transmitió que lo estaba diciendo de verdad (lo cual me pareció bueno y bello, claro).

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Me impresionó Angélica Liddell porque no parece, sino que es. Juraría que eso era lo que Chéjov pedía de manera insistente a quienes actuaban en sus obras: ser, ser, ser.

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Dos categorías artísticas más: el amor y lo político. Según entendí, por más que Angélica Liddell intenta disociar la una de la otra, no lo consigue. Algunos momentos del monólogo donde habla de ello me recordaron algo que comenta Belén Gopegui en Un pistoletazo en medio de un concierto (acerca de escribir de política en una novela): la política no es un mero telón de fondo o un paisaje con que adornar una historia; no, la política nace del corazón mismo de lo que se narra; no hay distinción entre dentro y fuera. «Lo personal es político», gritaba el feminismo de los 60-70. Pues eso.

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Otra frase que me quedó dando vueltas fue esta (quizá la cita no sea del todo literal): «Allí donde se aniquila la belleza se mata más». La obra utiliza la Revolución Cultural China como metáfora del exterminio que vive en la actualidad el mundo de la expresión artística y le plantea al espectador una pregunta ineludible en mitad de esta masacre: ¿a quién le interesa que los artistas dejen de describir el mundo, esto es, de mostrarnos las bondades y miserias de quienes nos rodean? ¿Quién promueve que los artistas se comporten como perros dóciles que menean la cola en cuanto les enseñan la primera galleta? ¿Quién favorece esa estética de lo blandito, de lo acrítico, de lo que —se supone— no molesta a nadie?

(Donde nadie, misteriosamente, son aquellos y aquellas que quieren mantener sus privilegios y que prefieren que nada cambie porque les va bien gracias a que a otros nos va mal.)

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«Las porteras caviar» y «los emperadores del aire acondicionado». He ahí dos nuevas etiquetas para navegar entre la fauna que tiene el poder cultural. En el primer cajón, entran todos aquellos gestores y mandamases que deciden quién tiene visibilidad y quién no. Curiosamente, estos seres poderosos dedican más tiempo a ese tipo de confabulaciones y trapicheos que a explorar su propia creatividad o capacidad expresiva en alguna disciplina artística.

En el segundo, caben aquellas personas que ocupan lugares importantes en las programaciones o direcciones de las salas de teatro y que, sin embargo, odian el mundo de la expresión artística. Lo menosprecian. Es más: infravaloran, se burlan o entorpecen el trabajo de los actores y las actrices. En fin, esa gente que siempre está en tránsito hacia otro sitio que se ajuste mejor al escaparate social desde donde quieren exhibirse ante los demás. Como dice Liddell en un momento de su monólogo: ¿por qué cojones trabajan en algo que no les gusta?, ¿por qué le joden la vida a gente que lidia con la precariedad a diario?

Y me pregunto yo, espectador de la obra, enganchado aún con muchos de sus recovecos: ¿por qué les damos el poder a esos mercenarios? Es más: ¿de qué manera se les disputa el poder? 

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PD 01. Casualidades de la vida: salieron por allí Thomas Bernhard y su libro Tala, que fue secuestrado de las librerías en 1984 por una querella criminal... Un afamado compositor pequeñoburgués se sintió reflejado en uno de los personajes y se querelló contra Bernhard por calumnias. Aquí, en El Diario Montañés, explican bastante bien de qué va.

PD 02. Me han pasado esta crítica contra el trabajo de Liddell. Ahí queda.

11 de febrero de 2013

Bernhard, el artista indomesticado

Hace años que no leo a Thomas Bernhard; así que cayó por casualidad este libro en mis manos y me lo leí en dos sentadas. Tenía curiosidad por saber si mi buen austriaco seguía con su proverbial acidez... Y sí, Bernhard, como era de esperar, estaba igual que siempre: hablaba mal de todo el mundo, incluido de su traductor al español, Miguel Sáez. 

Esto último, lo de criticar a quien ha traducido tu obra completa —o casi— al español, tiene mérito. En especial porque da lugar a un situación cómica y que, como lector, jamás había enfrentado: el traductor del libro se ve en el compromiso de traducir las críticas que el autor ha vertido sobre él... Y, claro, todo termina con la correspondiente nota a pie de página del traductor para defenderse de las acusaciones del autor. Cómico, ¿no?

A Sáez seguro que no le hizo gracia encontrarse con aquello cuando comenzó a traducir. Sin embargo, para el lector parece una situación narrativa ideada por Macedonio Fernández y, por momentos, echa de menos que Bernhard y Sáez disientan en más sitios, que haya más notas a pie de página, que se peleen a lo largo del libro. Por desgracia, la cosa solo quedó en un mínimo —y jugoso— escarceo. Y eso que el carácter de Bernhard, ya digo, daba para eso y mucho más.

Cambio de tercio.


Aquí van algunos fragmentos que decidí rescatar antes de devolver el libro a su propietaria.

PD. Es difícil terminar este libro y no salir con la idea de que Bernhard era, cuando menos, un pelín misógino.

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Probablemente el deseo de decir la verdad sea lo único que se puede reflejar, pero la verdad...

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El arte consiste solo en tocar cada vez mejor el instrumento que se ha elegido. Esa es la diversión, y uno no deja que nadie se la arrebate, ni que lo disuada y, si se trata de un extraordinario pianista, ya puede uno vaciar toda la habitación donde esté con su piano, levantar mucho polvo y tirarle cubos de agua, que él se quedará allí tocando. Y aunque la casa se le caiga encima, seguirá tocando, y lo mismo ocurre al escribir.

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Desde hace quince años no acepto ya premios. Ni premios ni nada. Pero la mayoría son astutos y te consultan antes. Esto resulta idiota también, porque entonces buscan a otro. Los honores son de todas formas una idiotez. Solo tienen sentido cuando no se tiene dinero o se es joven, o se es viejo y no se tiene dinero. Cuando ya se tienen medios de vida como yo, no hace falta aceptar ningún premio. Los honores son una insignificancia, algo absurdo. Solo conozco a gente horrible que los reparta. Cuando me imagino a Canetti, allí en una escalinata, de frac, y al rey sentado ante su plato ya vacío... Nadie lo escuchó, pobre hombre.

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Yo no me meto con nadie. Pero casi no hay más que escritores oportunistas. Se pegan a la derecha o la izquierda, militan aquí o allá y de eso viven. Resulta muy desagradable. ¿Por qué no habría de decirlo? Uno explota su enfermedad y la muerte y recibe premios, y el otro anda por ahí, danzando en favor de la paz, y es en el fondo un tipo abyecto y estúpido. Pero ¿qué es esto?

Si se abre el periódico, casi siempre se encuentra algo sobre Thomas Mann. Lleva ya treinta años muerto, y una y otra vez, ininterrumpidamente, no se puede aguantar. Y sin embargo, era un escritor pequeñoburgués, espantoso, nada intelectual, que solo escribió para pequeñoburgueses. Solo interesa a los pequeñoburgueses un ambiente como el que él describe. Carece de inteligencia y es tonto. ¡Un catedrático que toca el violín y va no sé dónde, o una familia de Lübeck, encantador! Pero no es más que un Wilhem Raabe. Siempre se encuentra algo si se lee Le Monde o lo que sea sobre Thomas Mann. ¡Y qué cosas más disparatadas escribió ese tipo sobre cuestiones políticas! 

Era alguien totalmente crispado y un pequeñoburgués alemán típico. Con una mujer avariciosa. Siempre tenían mujeres detrás, tanto si era Mann como Zuckmayer. Ellas se cuidaban siempre de que se sentaran junto al jefe del Estado en cualquier estúpida exposición de productos plásticos o inauguración de puente. ¿Qué pintaban allí los escritores? 

Son gente que siempre pacta con el Estado y con los poderosos y que se sienta a su izquierda o a su derecha. El típico escritor de lengua alemana. Cuando está de moda el cabello largo, lleva el cabello largo, cuando está de moda corto, corto. Si el gobierno es de izquierdas, allí va corriendo, si es de derechas allí va. Siempre lo mismo. Nunca han tenido personalidad. Solo, casi siempre, los que mueren jóvenes. Cuando se muere a los dieciocho o los veinticuatro años, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas solo se ponen difíciles luego. Entonces se suele ceder. Hasta los veinticinco, cuando nadie necesita más que unos pantalones viejos y se anda descalzo y se contenta con un trago de vino y con agua, no es tan difícil tener personalidad. ¡Pero luego! Ninguno la tiene. A los cuarenta, completamente paralizados ya, entran en los partidos políticos. Y el café que toman por la mañana lo paga el Estado, y la cama en que duermen, y las vacaciones de que disfrutan también. Todo eso lo paga su Estado respectivo. No tienen ya nada propio.