16 de noviembre de 2012

Creíamos que también era mentira, Elena Figueras


Con el permiso de Carmen Martín Gaite y Elena Figueras, este libro podría haberse llamado Usos amorosos de la España posfranquista. O de la Movida madrileña. O algo así. Si bien el libro de Gaite es un ensayo y el de Elena Figueras una novela, ambas aproximaciones a la educación sentimental de las mujeres españolas comparten trinchera: hablar de lo fácil que resulta convertirse en esquizofrénico —me incluyo en la parte femenina que me corresponde— en un país de costumbres educativas tan salvajes como el nuestro. Una guerra civil, cuarenta años de franquismo y una transición tan animal estropean la psique de cualquiera.

El final de los setenta y el principio de los ochenta fueron muy duros para nuestros padres y hermanos mayores. Y no porque ETA matara a discreción, se viviera con virulencia en los cuarteles militares la legalización del Partido Comunista o porque los políticos que hoy alaban a Adolfo Suárez conspiraban entonces para liquidarlo como fuera. No. O, vamos, no solo por eso, sino que muchos de nuestros mayores también lo pasaban mal porque formaban parte de una España cansada de que sus modelos femeninos fueran los orgasmos místicos de Teresa de Ávila, el mesianismo belicoso de Isabel la Católica o la mojigatería ortodoxa de Pilar Primo de Rivera. Una España que, además, tenía por psiquiatra de referencia al doctor López Ibor, quien incluía la homosexualidad en el capítulo «Aberraciones» de su libro Vida sexual sana. 

En Oigo girar los motores de la muerte, el poeta Roger Wolfe recuerda una pintada que había en la plaza de la catedral de Oviedo: «LIBERTAD PARA TOMAR ALGO». La recuerda, claro, de sus noches de borrachera ochenteras. Y dice sobre ella: 
Es curioso. La frase podría resumir la década de los ochenta a la perfección. La «libertad» se había atisbado por un momento. Nunca llegó. Y ahora, dentro de catorce días, cambiaremos hasta de moneda, con la entrada en vigor del euro. ¿Cómo es posible que algo tan cercano parezca estar tan lejos? Los años ochenta fueron el definitivo punto final de un colapso anunciado ya desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial.
En esencia, eso es lo que nos cuenta Creímos que también era mentira: la historia de un colapso anunciado. Un colapso personal, el de la protagonista, Ana Cervera, que puede leerse también como el de una generación. Como en el 68 nuestros padres, en los ochenta nuestros hermanos mayores —los nacidos en la década del 60— atisbaron la libertad... Lo hicieron durante un instante, pero tampoco la consiguieron. Y lo peor de todo es que muchos de ellos confundieron la rebeldía con la autodestrucción y, de paso, entre borrachera y borrachera, entre pico y pico de heroína, aniquilaron su conciencia política. Creyeron ser libres, y sin embargo se limitaron a mudarse de cárcel.  


Cambiar todo para que nada cambie

Como corresponde a una novela de formación al uso, Creíamos que también era mentira retrata el recorrido vital entre los 15 y 21 años de su protagonista. El suyo es un camino de luchas de poca monta, nada épicas, por conquistar ese intangible llamado libertad. Ana comienza por liberarse de la opresión de sus padres —unos franquistas pijos de medio pelo de La Castellana— para convertirse en la perrita faldera de sus amigas, unas hijas de familia progre que viven en Puerta de Hierro y mandan a sus hijas al colegio donde estudian las infantas. Después, para librarse de sus kilos de más, sustituye la dieta mediterránea por la ingesta diaria de anfetaminas y el consabido ayuno. Y así todo...

Y siempre a peor, claro. Para emanciparse de sus tabúes sexuales (frigidez, virginidad, orgasmo, etc.) se entrega a la promiscuidad sin condón. Y para fumar porros, beber hasta reventar y vivir sin estudiar ni trabajar, se encoña con fervorosidad religiosa —y hasta monógama— de un arquitecto quince o veinte años mayor que se lo paga todo y que la deja instalarse en casa. Es decir: su rebelión consiste en enamorarse de un rico; progre, sí; pero un rico más al fin y al cabo. Por último, para superar el cuelgue por su arquitecto y dealer doméstico, «que tanto la hacía sufrir» debido a los celos, se engancha a la heroína.

El descenso al infierno es así, con escalera de caracol incluida. Y en el caso de Ana y muchos de su generación, aderezada con Nacha Pop como hilo musical y una visión del Aleph conformada por epifanías vividas en interminables noches en bares de Malasaña, los sofás de la sala El Sol o los porros y las cañas en el parque Berlín mientras Tejero intentaba dar un golpe de Estado.


Cuidado con la reputación

Creíamos que también era mentira sugiere que, bajo la espuma warholiana, la Movida también tuvo mucho de rancia película del oeste hollywoodiense. Que puede que ciertas tribus urbanas madrileñas se creyeran tan temibles como los apaches, los comanches o los sioux; que quizá sus atuendos y sus peinados descorazonaran a unos cuantos padres y madres... Incluso que asustaran a la España de misa a las 12 y mantilla para fiestas vaticanas. Sin embargo, a la hora de la verdad, John Wayne y sus soldados solo necesitaron regalarles unas baratijas, repartirles unas cuantas botellas de aguardiente o entregarle unos cuantos rifles rotos para vencerlos en la siguiente batalla. El sida, el alcohol o las drogas estragaron tanto aquella generación que en las décadas venideras el Séptimo de Caballería Neoliberal y el Progresismo Pop arrasaron con todo (o casi).

La modernidad y la libertad, viene a decirnos la autora, Elena Figueras, eran otra cosa.

La modernidad y la libertad eran algo más que cambiar un yugo por otro. Era mentira que el envés de la típica catoliquísima familia tradicional española fuera una familia desestructurada donde los padres aceptasen de buen grado que sus hijos cambiasen los estudios por las drogas, no les pusieran límites o que, llegado el momento, se fumasen unos porros con ellos. Era mentira que el revés de aquella omnímoda obligación emocional de casarte joven por la Iglesia con un buen chico que te hiciese unos cuantos hijos debiera ser el sexo arbitrario, en cualquier lado y sin protección. Había un término medio en alguna parte y, muchas personas, como Ana Cervera no lo encontraron.

Tampoco le explicaron a las chicas como Ana que hay ciertas bohemias y poses sociales que no son aptas para todos los bolsillos ni clases sociales. Los hijos de los ricos pueden permitirse cosas que los mindundis y los pijos de medio pelo como ella no pueden..., salvo que quieran terminar para el desguace. Es muy fácil dar lecciones de modernidad o de libertad cuando tu discurso está anclado en una cuenta corriente de cuyo saldo no debes preocuparte y tu concepto de rebeldía incluye unos muebles de Mies van der Rohe. Así cualquiera va de enrollado por la vida, se despreocupa por el futuro, se entrega a todos los vicios, pasa de estudiar o trivializa la importancia de forjarse una conciencia política. 

Y eso es lo que Ana tarda mucho tiempo en comprender: se había equivocado de enemigo, de armas para enfrentarlo y de lugar donde combatirlo. Es una mierda que tu padre sea franquista, tu madre una histérica sin proyecto de vida o que sus sueños sobre ti estén en las antípodas de los tuyos. Nadie dice que eso mole. Ahora bien: los padres son más —mucho más— que aquello que odiamos de ellos. De ahí que la verdadera epifanía de Ana suceda cuando se da cuenta de que su padre se gana la vida honradamente como pediatra en el ambulatorio de Pontones y en su consulta del barrio de Vallecas. (Poca cosa para la gente de Puerta de Hierro). El problema es que para entonces ella ha dejado de ser la chica de ayer de Nacha Pop para emprender el camino hacia la Lola de Los Suaves. Escaso rédito y corto alcance para su proyecto de rebeldía, que ella resume así en la página 200: «En 1983 lo había conseguido. Había conseguido reputación de mujer fatal y desde luego de yonqui».

Descanse en paz la Movida madrileña.

*

PD. Noticia sobre la muerte de Elena Figueras y breve obituario sobre ella.

7 de noviembre de 2012

amarillo, de Félix Romeo

Nunca es un buen momento para que un amigo se suicide. Si además tiene tu edad (24 años), quiere ser escritor como tú y es amigo desde la infancia, la cosa empeora. En situaciones así, como sugiere Félix Romeo en este libro, más que una amistad lo que se quiebra es una forma de ver el mundo. Una escala de valores. Una manera —admítase el guiño zen— de estar aquí y ahora. En especial, cuando la pregunta que te ronda desde que tu colega saltó por la ventana es la semilla de todo lo que aún no has sabido contestarte sobre él: «¿Cómo no me di cuenta de que te querías suicidar?».

Con los cuarenta años despojando de pelo tu cabeza, ves las obsesiones de los veinte con otros ojos. Es más: tomas por un signo de salud mental burlarte de lo tonto que eras entonces, de lo mucho que creías saber de la vida y de lo poco que entendías sobre ella. En particular, en materias como el amor. O mejor dicho: el desamor, esa asignatura que todos hemos suspendido alguna vez en el instituto, la universidad o cuando comenzábamos a trabajar. No digo que hacia los cuarenta estemos de vuelta de nada, sino que a los veinte hay días en que todo parece muy tremendo y uno se resiste a conjugar el verbo relativizar.

Por diversas causas, personas como Chusé Pascual, el protagonista de este libro, se atascan en ese efervescente recodo de la vida y ahí se quedan. Naufragan, entre otras razones, porque nadie de su entorno alcanza a entender a tiempo la magnitud del desastre que aloja su cabeza. Son esa clase de amigos que un buen día, no muy diferente de cualquier otro, abandonan la fiesta, te dicen adiós con una cerveza en la mano y desaparecen de tu vida sin dar muchas explicaciones, sin un porqué convincente. Se van y, como legado, te dejan un desasosegante mensaje de rendición: no pude superar que ella me dejara.

Ya lo cantaba Charly García en Promesas en el bidet: «Cada cual tiene un trip en el bocho». A saber, cuál era el de Chusé Pascual, viene a decirnos Romeo tras 155 páginas. Y es que ni siquiera él, compañero suyo de piso, a pesar de rastrear las huellas claras y evidentes que su amigo dejó en cartas, borradores de cuentos o colaboraciones en prensa, comprende del todo el porqué del salto mortal de Chusé. De ahí que Romeo advierta: cuidado con sacar explicaciones concluyentes; siempre sabemos mucho menos de lo que creemos sobre las personas.

amarillo es un libro que busca cerrar las heridas propias, enfrentarse negro sobre blanco a la necesidad de averiguar algo más sobre uno mismo, no tanto sobre los demás. Algo sobre quiénes fuimos cuando teníamos 20 años y en quiénes nos hemos convertido casi dos décadas después. Algo de aquello que nos negábamos a ver entonces y algo de las vendas que nos hemos ido quitando para curarnos de aquella miopía. También, claro, es un libro que habla de la dolorosa orfandad a que nos somete la ausencia de los seres queridos y de todas las preguntas que jamás nos contestarán. En definitiva, es un libro escrito bajo el aliento de la necesidad, de aquello que era irremediable contar sí o sí.

PD 01. Imperdible esta entrevista de Antón Castro con Félix Romeo: parte 1 y parte 2.
PD 02. ¿Por qué escribo?, de Félix Romeo, leído por Pedro Ramos.