11 de octubre de 2012

Historia de dos ciudades, Charles Dickens

Cada tanto, el sentimiento de culpa me puede y me cito con algún clásico que aún no he leído. Hace un par de semanas fue con Charles Dickens y su Historia entre dos ciudades. Como me suele ocurrir cuando me enfrento a un clásico decimonónico —y además en traducción—, me cuesta lo mío adaptarme a la manera de narrar de aquel entonces. O mejor dicho: tengo mis altibajos; momentos en los que me domina la euforia y me fascina la habilidad literaria de aquella gente, momentos en los que me aburro de tanta cháchara innecesaria y comienzo a leer sospechosamente deprisa... Muy deprisa.

Sin embargo, hay una tercera clase de instantes: aquellos en que no doy crédito a que un clásico haya escrito semejante pasaje o escena tan absurda. En la parte final de Historia entre dos ciudades encontré uno de esos momentos. Se trata de una escena donde van a pelear dos mujeres: Madame Defarge y la señorita Pross. El motivo de la reyerta, en versión muy resumida, es que la francesa quiere denunciar y mandar guillotinar a la señora Darnay, esto es, la señora a cuyo servicio está la inglesa.

Madame Defarge trabaja como tabernera en el barrio más peligroso de París y, desde que ha empezado la Revolución se pasea por ahí con un cuchillo en la cintura y una pistola entre los pechos (¿?). Ver descabezados a 40 o 50 aristócratas por día la pone de buen humor. Quiere la guillotina para la señora Darnay porque el marido de esta, Charles Darnay, pertenece a una familia de marqueses, los Evrémonde, que ha ultrajado a los suyos desde hace varias generaciones. Charles es la oveja blanca en una estirpe de ovejas negras; sin embargo, en tiempos de la Revolución, el aristocrático estigma familiar de los Evrémonde pesa más que su buena conducta, su negativa a heredar o que se gane la vida trabajando como profesor.

Por su parte, la señorita Pross, tiene de «señorita» lo que indicaba antes ese remoquete: su soltería. Poco más. Es la típica mujerona que lleva décadas trabajando para una familia, guisa bien y nunca ha padecido las servidumbres de la libido. Y así es feliz, parece ser. De todos modos, lo relevante para disfrutar de la escena acaso sean estos otros datos: lleva casi 2 años en París y no ha aprendido una palabra de francés, y concurre a la pelea tan solo muñida del amor a su patria y a la familia donde ha servido tantos años.

Presentadas a las mujeres que contienden, vamos al meollo. Así pinta Dickens el preámbulo a la lucha:
Los negros ojos de madame Defarge la siguieron en todos estos rápidos movimientos y se pararon, fijos en ella, cuando se detuvo. La señorita Pross no había sido nunca una mujer hermosa, y los años no habían suavizado ni dulcificado los rasgos indómitos y severos de su rostro; pero también ella era, a su modo, una mujer resuelta, y midió a madame Defarge de arriba abajo con la mirada:

«Por las trazas podrías ser la consorte del mismísimo Lucifer —dijo la señorita Pross para su capote—, pero si crees que me arredras, te equivocas. Soy inglesa».
Ya sabemos que la gente de siglos anteriores hablaba de otro modo; ahora bien, digamos que tiene su puntito eso de las trazas, la consorte y Lucifer. Lo de acudir a la nacionalidad de una para armarse de valor también tiene su aquel, que diría mi abuela; pero, bueno, aceptemos por un instante que las mujeres inglesas del siglo XVIII pensaban —en el sentido literal— así, como describe Dickens. Al fin y al cabo, digo, las españolas siempre se han tenido a sí mismas en muy alta estima. (Quizá esté muy influido por Isabel, no lo sé).

En fin, sigamos:
Cada una hablaba en su lengua y ninguna entendía las palabras de la otra, así pues estaban ambas muy atentas para deducir, por la actitud y el gesto, lo que aquellas voces inteligibles significaban.

—No le beneficiará nada esconderse de mí en este momento —dijo madame Defarge—. Los patriotas sabrán lo que eso significa. Déjame que la vea. Ve y dile que quiero verla. ¿Me oyes?

—Aunque esos ojos que tienes fuera escoplos —dijo la señorita Pross—, y yo fuera de madera, no iban a sacarme ni una viruta, arpía extranjera. Vas a encontrarte con la horma de tu zapato.  
Que los británicos son muy suyos, ya lo sabíamos. Ahora bien, aquí a Dickens se le va el asunto un poco de las manos, ¿no? Digo, tiene mérito que, estando en París, la señorita Pross llame «arpía extranjera» a una francesa de los barrios bajos de la ciudad... Es un sinsentido. Y casi tanto mérito o más tiene que, si ninguna de las dos mujeres habla y entiende el idioma de la otra, la inglesa acuda a la retórica de ebanista zapatero para explicar su punto de vista de la situación. Es curioso, porque, en cambio, la línea de diálogo de Madame Defarge resulta bastante verosímil.

Dickens parece reflexionar sobre eso a su manera...
Mal podía entender Madame Defarge estos giros idiomáticos en un sentido estricto, pero adivinaba lo suficiente para comprender que se la trataba con absoluto desdén.

—¡Marrana estúpida! —dijo madame Defarge, frunciendo el entrecejo—. No eres quién para replicarme. Exijo verla. ¡O le dices que estoy aquí y quiero verla ahora mismo o te quitas de delante de la puerta y me dejas pasar! —esto último acompañado de un colérico y elocuente ademán del brazo derecho. 
—Nunca en mi vida me figuré que pudiera sentir ganas de entender esa imbecilidad de lengua que hablas —dijo la señorita Pross—. Pero daría todo lo que tengo, menos la ropa que llevo puesta, por saber si sospechas la verdad o un parte de ella.
No sé qué es más memorable: si lo de «la imbecilidad de lengua que hablas» o el recato a quedarse desnuda que tiene esta mujer... Por lo demás, las mujeres francesas parecen más normales que las inglesas: donde las segundas te dicen «aunque esos ojos que tienes fueran escoplos...», las primeras se limitan a gritarte «marrana estúpida». Se ve que la ebanistería y la zapatería estaba menos desarrolladas en la Francia revolucionaria que en la Inglaterra aristocrática

Con todo, Dickens lleva un poco más allá la xenofobia inherente a su señorita Pross y acude de nuevo a la cuestión de la patria para justificar la valentía de este personaje:
Ninguna de las dos dejaba de observar un solo instante los ojos de la otra. Madame Defarge no se había movido del sitio en que la vio la señorita Pross por vez primera; pero entonces avanzó un paso.

—Soy inglesa —dijo la señorita Pross— y estoy en una situación desesperada. Mi propia vida no me importa un ardite. Sé que cuanto más tiempo te entretenga aquí, mayores serán las esperanzas de salvación para mi Palomita. ¡Como me llegues a poner un solo dedo encima, no te dejo ni un mechón de ese cochino pelo sobre la cabeza!
A esta altura, la escena más que alta literatura parece un sketch de Faemino y Cansado, y reconozco que seguía leyendo porque me parecía una escena muy divertida de tan inverosímil como eran las líneas de diálogo de la señorita Pross. Lo de «soy inglesa y estoy en una situación desesperada» me sonó estratosférico. Quizá fuera lo que pensaba ayer Carlos Wert, nuestro ministro de cultura, mientras hablaba sobre el catalán en el Parlamento: «Soy español y estoy en una situación desesperada».

Vaya usted a saber.

En fin, que en una pelea entre dos mujeres sencillas, humildes y que no entienden sus idiomas respectivos hubiera bastado con dos líneas de diálogo. Madame Defarge podría haber dicho: «¡Marrana estúpida!», y la señorita Pross haber contestado: «¡Como me pongas un dedo encima, no te dejo ni un mechón de ese cochino pelo sobre la cabeza!». Así, ambas se hubieran entendido la mar de bien y hubieran presentido que, de no tener cuidado, la otra le iba a zurrar. Todo lo demás, Dickens sabrá por qué lo puso.


PD 01. La foto de arriba procede de la entrada que esta novela tiene en Wikipedia.
PD 02. Deberes: a ver si veo la película, que aquí está completa.

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