16 de noviembre de 2012

Creíamos que también era mentira, Elena Figueras


Con el permiso de Carmen Martín Gaite y Elena Figueras, este libro podría haberse llamado Usos amorosos de la España posfranquista. O de la Movida madrileña. O algo así. Si bien el libro de Gaite es un ensayo y el de Elena Figueras una novela, ambas aproximaciones a la educación sentimental de las mujeres españolas comparten trinchera: hablar de lo fácil que resulta convertirse en esquizofrénico —me incluyo en la parte femenina que me corresponde— en un país de costumbres educativas tan salvajes como el nuestro. Una guerra civil, cuarenta años de franquismo y una transición tan animal estropean la psique de cualquiera.

El final de los setenta y el principio de los ochenta fueron muy duros para nuestros padres y hermanos mayores. Y no porque ETA matara a discreción, se viviera con virulencia en los cuarteles militares la legalización del Partido Comunista o porque los políticos que hoy alaban a Adolfo Suárez conspiraban entonces para liquidarlo como fuera. No. O, vamos, no solo por eso, sino que muchos de nuestros mayores también lo pasaban mal porque formaban parte de una España cansada de que sus modelos femeninos fueran los orgasmos místicos de Teresa de Ávila, el mesianismo belicoso de Isabel la Católica o la mojigatería ortodoxa de Pilar Primo de Rivera. Una España que, además, tenía por psiquiatra de referencia al doctor López Ibor, quien incluía la homosexualidad en el capítulo «Aberraciones» de su libro Vida sexual sana. 

En Oigo girar los motores de la muerte, el poeta Roger Wolfe recuerda una pintada que había en la plaza de la catedral de Oviedo: «LIBERTAD PARA TOMAR ALGO». La recuerda, claro, de sus noches de borrachera ochenteras. Y dice sobre ella: 
Es curioso. La frase podría resumir la década de los ochenta a la perfección. La «libertad» se había atisbado por un momento. Nunca llegó. Y ahora, dentro de catorce días, cambiaremos hasta de moneda, con la entrada en vigor del euro. ¿Cómo es posible que algo tan cercano parezca estar tan lejos? Los años ochenta fueron el definitivo punto final de un colapso anunciado ya desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial.
En esencia, eso es lo que nos cuenta Creímos que también era mentira: la historia de un colapso anunciado. Un colapso personal, el de la protagonista, Ana Cervera, que puede leerse también como el de una generación. Como en el 68 nuestros padres, en los ochenta nuestros hermanos mayores —los nacidos en la década del 60— atisbaron la libertad... Lo hicieron durante un instante, pero tampoco la consiguieron. Y lo peor de todo es que muchos de ellos confundieron la rebeldía con la autodestrucción y, de paso, entre borrachera y borrachera, entre pico y pico de heroína, aniquilaron su conciencia política. Creyeron ser libres, y sin embargo se limitaron a mudarse de cárcel.  


Cambiar todo para que nada cambie

Como corresponde a una novela de formación al uso, Creíamos que también era mentira retrata el recorrido vital entre los 15 y 21 años de su protagonista. El suyo es un camino de luchas de poca monta, nada épicas, por conquistar ese intangible llamado libertad. Ana comienza por liberarse de la opresión de sus padres —unos franquistas pijos de medio pelo de La Castellana— para convertirse en la perrita faldera de sus amigas, unas hijas de familia progre que viven en Puerta de Hierro y mandan a sus hijas al colegio donde estudian las infantas. Después, para librarse de sus kilos de más, sustituye la dieta mediterránea por la ingesta diaria de anfetaminas y el consabido ayuno. Y así todo...

Y siempre a peor, claro. Para emanciparse de sus tabúes sexuales (frigidez, virginidad, orgasmo, etc.) se entrega a la promiscuidad sin condón. Y para fumar porros, beber hasta reventar y vivir sin estudiar ni trabajar, se encoña con fervorosidad religiosa —y hasta monógama— de un arquitecto quince o veinte años mayor que se lo paga todo y que la deja instalarse en casa. Es decir: su rebelión consiste en enamorarse de un rico; progre, sí; pero un rico más al fin y al cabo. Por último, para superar el cuelgue por su arquitecto y dealer doméstico, «que tanto la hacía sufrir» debido a los celos, se engancha a la heroína.

El descenso al infierno es así, con escalera de caracol incluida. Y en el caso de Ana y muchos de su generación, aderezada con Nacha Pop como hilo musical y una visión del Aleph conformada por epifanías vividas en interminables noches en bares de Malasaña, los sofás de la sala El Sol o los porros y las cañas en el parque Berlín mientras Tejero intentaba dar un golpe de Estado.


Cuidado con la reputación

Creíamos que también era mentira sugiere que, bajo la espuma warholiana, la Movida también tuvo mucho de rancia película del oeste hollywoodiense. Que puede que ciertas tribus urbanas madrileñas se creyeran tan temibles como los apaches, los comanches o los sioux; que quizá sus atuendos y sus peinados descorazonaran a unos cuantos padres y madres... Incluso que asustaran a la España de misa a las 12 y mantilla para fiestas vaticanas. Sin embargo, a la hora de la verdad, John Wayne y sus soldados solo necesitaron regalarles unas baratijas, repartirles unas cuantas botellas de aguardiente o entregarle unos cuantos rifles rotos para vencerlos en la siguiente batalla. El sida, el alcohol o las drogas estragaron tanto aquella generación que en las décadas venideras el Séptimo de Caballería Neoliberal y el Progresismo Pop arrasaron con todo (o casi).

La modernidad y la libertad, viene a decirnos la autora, Elena Figueras, eran otra cosa.

La modernidad y la libertad eran algo más que cambiar un yugo por otro. Era mentira que el envés de la típica catoliquísima familia tradicional española fuera una familia desestructurada donde los padres aceptasen de buen grado que sus hijos cambiasen los estudios por las drogas, no les pusieran límites o que, llegado el momento, se fumasen unos porros con ellos. Era mentira que el revés de aquella omnímoda obligación emocional de casarte joven por la Iglesia con un buen chico que te hiciese unos cuantos hijos debiera ser el sexo arbitrario, en cualquier lado y sin protección. Había un término medio en alguna parte y, muchas personas, como Ana Cervera no lo encontraron.

Tampoco le explicaron a las chicas como Ana que hay ciertas bohemias y poses sociales que no son aptas para todos los bolsillos ni clases sociales. Los hijos de los ricos pueden permitirse cosas que los mindundis y los pijos de medio pelo como ella no pueden..., salvo que quieran terminar para el desguace. Es muy fácil dar lecciones de modernidad o de libertad cuando tu discurso está anclado en una cuenta corriente de cuyo saldo no debes preocuparte y tu concepto de rebeldía incluye unos muebles de Mies van der Rohe. Así cualquiera va de enrollado por la vida, se despreocupa por el futuro, se entrega a todos los vicios, pasa de estudiar o trivializa la importancia de forjarse una conciencia política. 

Y eso es lo que Ana tarda mucho tiempo en comprender: se había equivocado de enemigo, de armas para enfrentarlo y de lugar donde combatirlo. Es una mierda que tu padre sea franquista, tu madre una histérica sin proyecto de vida o que sus sueños sobre ti estén en las antípodas de los tuyos. Nadie dice que eso mole. Ahora bien: los padres son más —mucho más— que aquello que odiamos de ellos. De ahí que la verdadera epifanía de Ana suceda cuando se da cuenta de que su padre se gana la vida honradamente como pediatra en el ambulatorio de Pontones y en su consulta del barrio de Vallecas. (Poca cosa para la gente de Puerta de Hierro). El problema es que para entonces ella ha dejado de ser la chica de ayer de Nacha Pop para emprender el camino hacia la Lola de Los Suaves. Escaso rédito y corto alcance para su proyecto de rebeldía, que ella resume así en la página 200: «En 1983 lo había conseguido. Había conseguido reputación de mujer fatal y desde luego de yonqui».

Descanse en paz la Movida madrileña.

*

PD. Noticia sobre la muerte de Elena Figueras y breve obituario sobre ella.

7 de noviembre de 2012

amarillo, de Félix Romeo

Nunca es un buen momento para que un amigo se suicide. Si además tiene tu edad (24 años), quiere ser escritor como tú y es amigo desde la infancia, la cosa empeora. En situaciones así, como sugiere Félix Romeo en este libro, más que una amistad lo que se quiebra es una forma de ver el mundo. Una escala de valores. Una manera —admítase el guiño zen— de estar aquí y ahora. En especial, cuando la pregunta que te ronda desde que tu colega saltó por la ventana es la semilla de todo lo que aún no has sabido contestarte sobre él: «¿Cómo no me di cuenta de que te querías suicidar?».

Con los cuarenta años despojando de pelo tu cabeza, ves las obsesiones de los veinte con otros ojos. Es más: tomas por un signo de salud mental burlarte de lo tonto que eras entonces, de lo mucho que creías saber de la vida y de lo poco que entendías sobre ella. En particular, en materias como el amor. O mejor dicho: el desamor, esa asignatura que todos hemos suspendido alguna vez en el instituto, la universidad o cuando comenzábamos a trabajar. No digo que hacia los cuarenta estemos de vuelta de nada, sino que a los veinte hay días en que todo parece muy tremendo y uno se resiste a conjugar el verbo relativizar.

Por diversas causas, personas como Chusé Pascual, el protagonista de este libro, se atascan en ese efervescente recodo de la vida y ahí se quedan. Naufragan, entre otras razones, porque nadie de su entorno alcanza a entender a tiempo la magnitud del desastre que aloja su cabeza. Son esa clase de amigos que un buen día, no muy diferente de cualquier otro, abandonan la fiesta, te dicen adiós con una cerveza en la mano y desaparecen de tu vida sin dar muchas explicaciones, sin un porqué convincente. Se van y, como legado, te dejan un desasosegante mensaje de rendición: no pude superar que ella me dejara.

Ya lo cantaba Charly García en Promesas en el bidet: «Cada cual tiene un trip en el bocho». A saber, cuál era el de Chusé Pascual, viene a decirnos Romeo tras 155 páginas. Y es que ni siquiera él, compañero suyo de piso, a pesar de rastrear las huellas claras y evidentes que su amigo dejó en cartas, borradores de cuentos o colaboraciones en prensa, comprende del todo el porqué del salto mortal de Chusé. De ahí que Romeo advierta: cuidado con sacar explicaciones concluyentes; siempre sabemos mucho menos de lo que creemos sobre las personas.

amarillo es un libro que busca cerrar las heridas propias, enfrentarse negro sobre blanco a la necesidad de averiguar algo más sobre uno mismo, no tanto sobre los demás. Algo sobre quiénes fuimos cuando teníamos 20 años y en quiénes nos hemos convertido casi dos décadas después. Algo de aquello que nos negábamos a ver entonces y algo de las vendas que nos hemos ido quitando para curarnos de aquella miopía. También, claro, es un libro que habla de la dolorosa orfandad a que nos somete la ausencia de los seres queridos y de todas las preguntas que jamás nos contestarán. En definitiva, es un libro escrito bajo el aliento de la necesidad, de aquello que era irremediable contar sí o sí.

PD 01. Imperdible esta entrevista de Antón Castro con Félix Romeo: parte 1 y parte 2.
PD 02. ¿Por qué escribo?, de Félix Romeo, leído por Pedro Ramos.

30 de octubre de 2012

Cánovas, Benito Pérez Galdós

Escribió don Benito Pérez Galdós en el último capítulo de su novela Cánovas (por cierto, la última de la 5.ª y —valga la repetición— última serie en que agrupó sus 50 episodios nacionales):

»[...] La paz, hijo mío, es don del cielo, como han dicho muy bien poetas y oradores, cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer y afianzar su existencia fisiológica y moral, completándola con todos los vínculos y relaciones del vivir colectivo. Pero la paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a la consunción y a la muerte.    

 » Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás si vives que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.    

» Alarmante es la palabra revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro... me duermo...».

Benito Pérez Galdós, Madrid-Santander (marzo-agosto de 1912)


PD 01. El libro puede leerse aquí.

PD 02. Con el permiso de don Benito, y a vuelateclado, rescato algunos ejemplos recientes del «lenguaje de los bobos». Por desgracia, hay miles más; que cada quien aporte/busque los suyos:
  • Dolores de Cospedal comparando el 25S con el 23F (vídeo, aquí). 
  • Rajoy felicitando a quienes no se manifiestan contra sus recortes y adjudicándose ese silencio como beneplácito ante su política (vídeo, aquí).
  • Fátima Báñez hablando de que España ya está saliendo de la crisis... cuando resulta que estamos negociando un rescate y Barack Obama habla de ayudarnos (artículo, aquí).
  • José Antonio Griñán reconociendo, ahora que su partido pierde votos a porrillo, que reformar la Constitución fue un error... y que el PSOE debería afrontar una «reflexión orgánica». Y todo ello, sin hacer autocrítica de sus casos de corrupción en Andalucía (artículo, aquí).
  • Alfredo Pérez Rubalcaba prometiendo subir los impuestos a los ricos... justo después de que su partido dejase de gobernar (artículo, aquí).
  • Un socialista expresidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, respaldando la españolización de Cataluña propuesta por el ministro Wert... Así, así se construye nación, claro que sí. (artículo, aquí).

PD 03. Empiezo a entender mejor eso que dijo Cánovas del Castillo, allá por 1876, según Benito Pérez Galdós, mientras se elaboraba la sexta o séptima Constitución del siglo XIX y no había acuerdo sobre a quién debía considerarse español: «Pongan ustedes que son españoles... los que no pueden ser otra cosa».
 

24 de octubre de 2012

Historia argentina, Rodrigo Fresán

Va, venga, hagámoslo a la manera de Fresán.

UNO. Argentina es un sitio peculiar. Muy peculiar. Por decirlo de algún modo: es un país tan difícil de explicar como de comprender (sea uno argentino o no; eso da igual). Este libro menciona al menos tres razones que explican su singularidad: 1) es un país en el que el 90% de la población está convencida de que Dios es argentino, 2) buena parte de la población considera que el país —o al menos Buenos Aires— debería estar en Europa y 3) esos mismos que creen en Maradona y en Europa consideran que Gardel, pese a que está muerto, cada día canta mejor... Resumida así tal idiosincrasia, hasta parece normal que Rodrigo Fresán haya incorporado un relato de fútbol a la nueva edición de Historia argentina. El pobre hombre, cansado de escuchar desde 1991 aquello de «¿cómo puede ser que en un libro que se llama Historia argentina no haya un cuento de fútbol?», cedió a la presión de la barra.

DOS. Países singulares engendran escritores singulares. Rodrigo Fresán lo es. Para entender dónde radica su peculiaridad lo mejor es leer el prólogo de 18 páginas que le dedica Ignacio Echevarría. Es difícil añadir algo nuevo sobre tanto y tan bueno... Pero, si alguien tiene prisa o le da pereza leerlo, se lo resumo en una frase: «[...] A eso se parece la felicidad que transmite la Historia argentina de Rodrigo Fresán: la de hablar de la Argentina sorteando la imposición de hacer de argentino; la de elegir ser argentino en el territorio libre y absolutamente dichoso de la escritura». Lo que iba en el [...] era una cita de César Aira que hablaba de «la felicidad inaudita, increíble, de ser argentino». (¡!)

TRES. A veces pienso que ser argentino es como ser cubano o palestino: casi más una profesión o un karma que un gentilicio. Son identidades tan absorbentes que lo fagocitan todo en la vida de uno. Desde ahí me identifico con Fresán: a mí hay días que la españolidad —sobre todo si habla el ministro Wert, veo Intereconomía o leo La Razón— me cuesta horrores. Pero horrores. (¿En qué nos parecemos esa gente y yo?) Por suerte, la literatura es una patria más libre que cualquier nacionalismo (incluido el español) y escribir en tu idioma es una manera de ser feliz, acaso incluso libre, sea cual sea tu denominación de origen.

CUATRO. En «Apuntes para una teoría del cuento» Fresán dejó dicho lo siguiente: «Los cuentos ya no tienen por qué rendirse a una estructura casi prusiana a la hora de contar algo». Y en algún otro lado sostenía que las estructuras/tramas de J.G. Ballard eran en sí ballardianas, esto es, su sello, la marca de su estilo. Pues bien, yo diría que las estructuras de los cuentos de Fresán y la elección de qué contar / no contar / desde dónde / etc. son fresánicas. Quizá esa sea una de las grandes aportaciones de Historia argentina: una manera diferente de contar, de montar artilugios narrativos, de idear ilusiones ópticas hechas de literatura.

CINCO. En un hipotético examen de literatura sobre Rodrigo Fresán, el alumno o la alumna debería contestar que este autor practica la poética de los baldes y las escobas, como el ratón Mickey en Fantasía. Para evitar suspender, el educando debera evocar la página 45 de Historia argentina:

«Así es la historia, y la verdad es que extraño un poco a Leticia; hay momentos en que todo el tema me desborda y es como si me viese desde afuera. Toda mi vida, quiero decir. La veo como si fuese la de otra persona. Una vez leí en una revista que los que estuvieron clínicamente muertos por algunos segundos sienten lo mismo. Se ven desde afuera. Tal vez esté clínicamente muerto desde hace años, quién sabe, desde que vi Fantasía por primera vez, y lo que veo en momentos así hace que estos veinticinco años de edad no tengan demasiado sentido. Como si le faltaran partes importantes a la historia. Me cansa mucho buscar esas partes que faltan. Cuando ocurre esto, nada mejor que ponerse a pensar en “El aprendiz de brujo”. Escobas y baldes fuera de control ante la mirada perpleja de un ratón que acaba de alterar el orden del universo. Por más que el psiquiatra decía que no tengo que pensar en eso, juro que me siento mucho mejor cuando lo hago».

SEIS. Esta es la Historia argentina contada por un nerd literario capaz de ir de Mickey Mouse a Borges pasando por Bob Dylan, Peter Pan, Philip K. Dick o Fitzgerald. Un nerd argentino muy anglosajón, pero anglosajón y literario de una manera distinta a la del señor ciego que leía la Enciclopedia británica y alrededor del cual orbita la literatura de allá (y parte de la de acá). Un nerd lleno de referencias musicales, por cierto. Si no cambias libros con él, seguro que cambias discos. Y si no, cómics.

SIETE. Además de enfrentarse a su modo a varias de las claves que descrifan la identidad argentina (gauchos, desaparecidos, Malvinas, fútbol, rock, etcétera), las historias de Fresán hablan mucho sobre cómo se cuenta una historia. Un ejemplo meridiano del tal inquietud está en la página 181:
«Mariana siempre discutió mi compulsión a contar una historia por encima de todo, por encima de maniobras estéticas. Una buena historia y la mitad del camino está hecho. Contarla sin demasiados artificios y fuegos artificiales. Las buenas historias son aquellas que vienen equipadas con su propia batería de efectos, esas a las que no hay que potenciar porque seguramente se ofenderían, con razón, de por vida. Mariana, en cambio, siempre prefirió las estructuras complejas. Salir de A y no llegar a B antes de pasar por Z. Dime cómo escribes y te diré cómo haces el amor».
OCHO. En un hipotético examen de literatura sobre Rodrigo Fresán, la segunda y última pregunta sería la siguiente: ¿Fresán hace el amor como Mariana?

NUEVE. En su día leí Esperanto y traté de adentrarme en Mantra. No pude con ellos. Quiero decir: no soy fresánico (o más bien: no lo era). Y sin embargo, hete aquí que me encuentro escribiendo esto... y pensando en que quizá no sería mala idea leer La velocidad de las cosas. Y luego el del cielo, el último. Quizá también el de los Jardines de Kesington. Eso sí, antes de buscar alguno de esos libros, una reflexión: Fresán publicó este libro a los 27 años y yo he llegado a él 18 años después. No sé a qué velocidad irán las cosas en Kesington; pero en este palacio, como suele decirse, van despacio.

DIEZ. ¿Por qué acabar en un número redondo si ya estaba todo dicho en ocho y el nueve ya estaba casi de más? Por una sola razón: mis amigos me matan si no escribo que Gardel era uruguayo (como el mate o el dulce de leche).

PD. Para saber más, recomiendo esta entrevista que publicó Cristian Vázquez cuando trabajábamos en Teína.

17 de octubre de 2012

La Fábrica del Lenguaje, S.A., Pablo Raphael

En mi libreta figuran unas cuantas notas sobre este libro, que sin embargo ya devolví hace un par de meses a la biblioteca. Como entonces seguía en crisis con el blog, ahí se quedaron y no las usé para escribir algo sobre este ensayo. Ahora, por el contrario, que estoy de lo más hacendoso, al menos quiero salvar 4 o 5 anotaciones que tomé. El sentimiento de culpa literario es lo que tiene.

Según mis apuntes, allá en la página 40 figuraba este pensamiento (no sé si literal o alterado por alguna distorsión mental mía): las generaciones actuales vivimos en una cultura tan global y no literaria que si le preguntáramos a la gente por 5 escritores o escritoras venezolanos es probable que ni siquiera un venezolano pudiese contestarte. (Y yo, ahí ahí estoy, ¿eh? A ver: José Balza, Ednodio Quintero, Rómulo Gallegos, Juan Carlos Méndez Guédez y..., y..., me falta uno, mierda. Vale, un momento que miro la estantería: Israel Centeno, carajo. Ya están los 5. Costó, cago en tó). La gente sabe de cine, de televisión, de telenovela, de casi cualquier cosa menos de literatura. Entre otras razones porque la sociedad lee cada vez menos literatura.

Otra nota que tengo —también debe de ser entre literal y medioinventada por mí— habla sobre la posmodernidad. Es más, dice que la posmodernidad literaria consiste en un puñado de nombres que intentan hacerse un hueco en la literatura y vivir de ella en tiempos del capitalismo; en tiempos donde un bote de sopa Campbell es arte, es decir, donde un libro, conceptualmente, es para muchos mandamases de la industria cultural una lata de atún que se coloca en un punto de venta para competir con otras latas de atún.

No figura la página... Así que quizá esto sea más una excrecencia mía que un pensamiento del autor. O algo a medias, vaya usted a saber.

La tercera nota es más confiable, al menos figura que procede de la página 72. Y, según mi horrible letra a mano, dice lo siguiente: «Así como la necesaria reforma de la Iglesia católica no nacerá de Roma, el nuevo español sucede y vendrá del otro lado del Atlántico». (Esto tiene pinta de ser literal, de Raphael). Calculo que lo apunté porque estoy, en esencia, de acuerdo. También porque estoy cansado de algunas personas que están convencidas de que la gente del otro lado del Atlántico habla mal nuestro idioma. En fin, somos unos 400 millones de hispanohablantes y solo unos 46 —y menguando— en España; así que la matemática lingüística es clara.

También tengo transcrita una fórmula, que tiene pinta de receta generacional para los autores y autoras nacidos en la década del 70. Según Raphael, a diferencia de otras, esta generación no ha tenido una guerra en la que involucrarse y ha empleado su energía en otros menesteres. La fórmula dice así:
Rebeldía + Juego textual + Desdén por la alta cultura + Actitud 'forever young'
De la página 124, o a raíz de algo que leí ahí —sí, así de impreciso es esto—, anoté esta pregunta: ¿cómo influirán los escritores y la escritoras de la alta cultura en una sociedad que cada vez lee menos, y sobre todo que cada vez lee a ese tipo de autores porque ni siquiera sabe que existen? Mejor no contestar...

Una nota general —esta es mía— habla sobre que la manera de escribir de Pablo Raphael, que me recuerda a la de Iván de la Nuez... Hay momentos en que hay tanta pirotecnia verbal, en que el texto salta tan rápido de un tema a otro y sin fijar con calma los conceptos y las argumentaciones, que no entiendo nada, me pierdo. Unos lo llaman pensamiento arborescente. Otros, pensamiento Google. Yo, retórica algo empalagosa —¿afrancesada?— y zapping temático que me pone los nervios. Será que soy de Castilla la Mancha, no sé, tierra lejana de México y Cuba respectivamente.

Por último, un dato que aún debo investigar con mayor profundidad: existe un grupo de música que se llama Instituto Mexicano del Sonido que aparece varias veces en el libro. Como sé tanto de música mexicana como de literatura venezolana, procedo ya mismo a desasnarme al respecto. En principio me gusta: la letra de sus canciones me hace prestar atención a su música. Solo por eso ya merecía la pena este libro. 

Fin de este desastre. La próxima vez a ver si soy más serio y menos haragán... Aunque esto es un blog, apenas tengo tiempo libre y me prometí a mí mismo tomármelo esta vez de manera relajada. Veremos.

PD. Aquí una crítica de Nicolás Cabral no muy positiva sobre el libro. Desconozco quién es Cabral, pero Google me dice que es un autor mexicano y que publica artículos en Letras Libres. Para compensar, aquí una entrevista con Pablo Raphael y por acá, el booktrailer de La fábrica del lenguaje S.A., que tiene su punto.


11 de octubre de 2012

Historia de dos ciudades, Charles Dickens

Cada tanto, el sentimiento de culpa me puede y me cito con algún clásico que aún no he leído. Hace un par de semanas fue con Charles Dickens y su Historia entre dos ciudades. Como me suele ocurrir cuando me enfrento a un clásico decimonónico —y además en traducción—, me cuesta lo mío adaptarme a la manera de narrar de aquel entonces. O mejor dicho: tengo mis altibajos; momentos en los que me domina la euforia y me fascina la habilidad literaria de aquella gente, momentos en los que me aburro de tanta cháchara innecesaria y comienzo a leer sospechosamente deprisa... Muy deprisa.

Sin embargo, hay una tercera clase de instantes: aquellos en que no doy crédito a que un clásico haya escrito semejante pasaje o escena tan absurda. En la parte final de Historia entre dos ciudades encontré uno de esos momentos. Se trata de una escena donde van a pelear dos mujeres: Madame Defarge y la señorita Pross. El motivo de la reyerta, en versión muy resumida, es que la francesa quiere denunciar y mandar guillotinar a la señora Darnay, esto es, la señora a cuyo servicio está la inglesa.

Madame Defarge trabaja como tabernera en el barrio más peligroso de París y, desde que ha empezado la Revolución se pasea por ahí con un cuchillo en la cintura y una pistola entre los pechos (¿?). Ver descabezados a 40 o 50 aristócratas por día la pone de buen humor. Quiere la guillotina para la señora Darnay porque el marido de esta, Charles Darnay, pertenece a una familia de marqueses, los Evrémonde, que ha ultrajado a los suyos desde hace varias generaciones. Charles es la oveja blanca en una estirpe de ovejas negras; sin embargo, en tiempos de la Revolución, el aristocrático estigma familiar de los Evrémonde pesa más que su buena conducta, su negativa a heredar o que se gane la vida trabajando como profesor.

Por su parte, la señorita Pross, tiene de «señorita» lo que indicaba antes ese remoquete: su soltería. Poco más. Es la típica mujerona que lleva décadas trabajando para una familia, guisa bien y nunca ha padecido las servidumbres de la libido. Y así es feliz, parece ser. De todos modos, lo relevante para disfrutar de la escena acaso sean estos otros datos: lleva casi 2 años en París y no ha aprendido una palabra de francés, y concurre a la pelea tan solo muñida del amor a su patria y a la familia donde ha servido tantos años.

Presentadas a las mujeres que contienden, vamos al meollo. Así pinta Dickens el preámbulo a la lucha:
Los negros ojos de madame Defarge la siguieron en todos estos rápidos movimientos y se pararon, fijos en ella, cuando se detuvo. La señorita Pross no había sido nunca una mujer hermosa, y los años no habían suavizado ni dulcificado los rasgos indómitos y severos de su rostro; pero también ella era, a su modo, una mujer resuelta, y midió a madame Defarge de arriba abajo con la mirada:

«Por las trazas podrías ser la consorte del mismísimo Lucifer —dijo la señorita Pross para su capote—, pero si crees que me arredras, te equivocas. Soy inglesa».
Ya sabemos que la gente de siglos anteriores hablaba de otro modo; ahora bien, digamos que tiene su puntito eso de las trazas, la consorte y Lucifer. Lo de acudir a la nacionalidad de una para armarse de valor también tiene su aquel, que diría mi abuela; pero, bueno, aceptemos por un instante que las mujeres inglesas del siglo XVIII pensaban —en el sentido literal— así, como describe Dickens. Al fin y al cabo, digo, las españolas siempre se han tenido a sí mismas en muy alta estima. (Quizá esté muy influido por Isabel, no lo sé).

En fin, sigamos:
Cada una hablaba en su lengua y ninguna entendía las palabras de la otra, así pues estaban ambas muy atentas para deducir, por la actitud y el gesto, lo que aquellas voces inteligibles significaban.

—No le beneficiará nada esconderse de mí en este momento —dijo madame Defarge—. Los patriotas sabrán lo que eso significa. Déjame que la vea. Ve y dile que quiero verla. ¿Me oyes?

—Aunque esos ojos que tienes fuera escoplos —dijo la señorita Pross—, y yo fuera de madera, no iban a sacarme ni una viruta, arpía extranjera. Vas a encontrarte con la horma de tu zapato.  
Que los británicos son muy suyos, ya lo sabíamos. Ahora bien, aquí a Dickens se le va el asunto un poco de las manos, ¿no? Digo, tiene mérito que, estando en París, la señorita Pross llame «arpía extranjera» a una francesa de los barrios bajos de la ciudad... Es un sinsentido. Y casi tanto mérito o más tiene que, si ninguna de las dos mujeres habla y entiende el idioma de la otra, la inglesa acuda a la retórica de ebanista zapatero para explicar su punto de vista de la situación. Es curioso, porque, en cambio, la línea de diálogo de Madame Defarge resulta bastante verosímil.

Dickens parece reflexionar sobre eso a su manera...
Mal podía entender Madame Defarge estos giros idiomáticos en un sentido estricto, pero adivinaba lo suficiente para comprender que se la trataba con absoluto desdén.

—¡Marrana estúpida! —dijo madame Defarge, frunciendo el entrecejo—. No eres quién para replicarme. Exijo verla. ¡O le dices que estoy aquí y quiero verla ahora mismo o te quitas de delante de la puerta y me dejas pasar! —esto último acompañado de un colérico y elocuente ademán del brazo derecho. 
—Nunca en mi vida me figuré que pudiera sentir ganas de entender esa imbecilidad de lengua que hablas —dijo la señorita Pross—. Pero daría todo lo que tengo, menos la ropa que llevo puesta, por saber si sospechas la verdad o un parte de ella.
No sé qué es más memorable: si lo de «la imbecilidad de lengua que hablas» o el recato a quedarse desnuda que tiene esta mujer... Por lo demás, las mujeres francesas parecen más normales que las inglesas: donde las segundas te dicen «aunque esos ojos que tienes fueran escoplos...», las primeras se limitan a gritarte «marrana estúpida». Se ve que la ebanistería y la zapatería estaba menos desarrolladas en la Francia revolucionaria que en la Inglaterra aristocrática

Con todo, Dickens lleva un poco más allá la xenofobia inherente a su señorita Pross y acude de nuevo a la cuestión de la patria para justificar la valentía de este personaje:
Ninguna de las dos dejaba de observar un solo instante los ojos de la otra. Madame Defarge no se había movido del sitio en que la vio la señorita Pross por vez primera; pero entonces avanzó un paso.

—Soy inglesa —dijo la señorita Pross— y estoy en una situación desesperada. Mi propia vida no me importa un ardite. Sé que cuanto más tiempo te entretenga aquí, mayores serán las esperanzas de salvación para mi Palomita. ¡Como me llegues a poner un solo dedo encima, no te dejo ni un mechón de ese cochino pelo sobre la cabeza!
A esta altura, la escena más que alta literatura parece un sketch de Faemino y Cansado, y reconozco que seguía leyendo porque me parecía una escena muy divertida de tan inverosímil como eran las líneas de diálogo de la señorita Pross. Lo de «soy inglesa y estoy en una situación desesperada» me sonó estratosférico. Quizá fuera lo que pensaba ayer Carlos Wert, nuestro ministro de cultura, mientras hablaba sobre el catalán en el Parlamento: «Soy español y estoy en una situación desesperada».

Vaya usted a saber.

En fin, que en una pelea entre dos mujeres sencillas, humildes y que no entienden sus idiomas respectivos hubiera bastado con dos líneas de diálogo. Madame Defarge podría haber dicho: «¡Marrana estúpida!», y la señorita Pross haber contestado: «¡Como me pongas un dedo encima, no te dejo ni un mechón de ese cochino pelo sobre la cabeza!». Así, ambas se hubieran entendido la mar de bien y hubieran presentido que, de no tener cuidado, la otra le iba a zurrar. Todo lo demás, Dickens sabrá por qué lo puso.


PD 01. La foto de arriba procede de la entrada que esta novela tiene en Wikipedia.
PD 02. Deberes: a ver si veo la película, que aquí está completa.

8 de octubre de 2012

Palabra del capitán Spock



«Las necesidades de muchos anteceden a las necesidades de unos pocos, incluso a las de uno mismo». Esas son las últimas palabras del capitán Spock al comandante Kirk antes de morir. Como no soy trekkie, las he aprendido hoy gracias a un capítulo de The Big Bang Theory, una serie llena de frikis adictos a Star Trek. Y me han gustado mucho; me hicieron recordar uno de los grandes eslóganes de Occupy Wall Street: «Somos el 99%».

PD. En el vídeo, la frase está hacia el 2:10. En español se dobló así.

2 de octubre de 2012

Walsh, Bolaño y los sombreros

Hace algunos meses leí Cuentos para tahúres y otros relatos policiales, de Rodolfo Walsh (Espasa Calpe, 2003). Allí figuraba un cuento que me llamó la atención, «Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar el muerto)», en cuya estructura el autor —si es cosa de la editorial, mi hallazgo se viene abajo ya mismo— insertó cuatro sombreros dibujados en la tercera sección del relato:




Como suele pasar en todo policial, alguien ha matado a alguien y el investigador, Daniel Hernández, coloca «los cuatro sombreros sobre el escritorio» para reflexionar sobre quién de los tres sobrevivientes ha liquidado al que falta. Todos, por supuesto —y por fortuna para el lector—, niegan ser el asesino; así que el detective debe echar mano de su capacidad de observación y de razonamiento para deducir a quién detiene. Parte de la gracia del cuento nace de que Walsh construye un relato policial sobre una estructura similar a la del acertijo de periódico dominical o al típico juego en que si mueves una o dos cerillas formas tal o cual objeto. Fiel al tono del libro, el autor plantea, más que un asesinato, un problema de lógica. Y en este caso, además, lo hace con cierto tono zumbón, humorístico, como corresponde a ese género de acertijos domésticos.

Pero no venía yo a hablar de eso... Lo que motivó esta entrada fue encontrar los sombreros dibujados en la tercera sección. Esos sombreros que aparecían en un libro de relatos policiales de 1953, según figura en el prólogo del libro, y que me recordaron a otros sombreros literarios: los de Bolaño en Los detectives salvajes (Anagrama, 1998):

(Escaneé fatal, perdón; pero es demasiado gordo el libro).


Llevo tiempo dándole vueltas a si existe una relación entre los sombreros mexicanos de Bolaño y los portugueses de Walsh. Quizá los de Walsh fueron cosa de algún editor y no de él, lo desconozco (y no escribiré a Espasa o a Ediciones de la Flor para averiguarlo). Mi quimérica hipotésis —y por eso me gusta y no tengo intención de contrastarla con la realidad— es que puede que haya algún puente oculto entre ese libro de 1953 y el de 1998, entre el investigador Daniel Hernández y los detectives Arturo Belano y Ulises Lima, entre ese argentino medio irlandés llamado Rodolfo Walsh y ese chileno medio mexicano llamado Roberto Bolaño, ambos muertos cuando tenían 50 años. En fin, que se me ocurrió esta pequeña conspiración literaria y no me resistí a escribir sobre ella.

PD. Ya sé que mi hipótesis es un poco estúpida; sin embargo, gracias a mi estupidez y a escribir con ella esta entrada del blog, descubrí que muchos profesores argentinos usan este cuento para que los chavales prueben a hacer un poco de cine y así, de paso, tomen contacto con la literatura. Y eso me dejó planteada una pregunta: ¿hacemos algo parecido en España? (Tendré que averiguarlo).

De los vídeos que he encontrado en YouTube, he seleccionado este, de la Escuela N.º 260, que si Google no miente está en General Roca, provincia de Río Negro (la de Walsh, vaya). Además de que la estética me ha parecido estupenda, los protagonistas me han resultado enternecedores. Felicidades para ellos y para su profe.



PD walshiana. Aquí, una pequeña contribución mía: reseña de Operación Masacre.

28 de septiembre de 2012

25S | ¿Y si fuera tu madre?



Esta mañana he recordado una frase que leí hace tiempo en el blog de un amigo. Decía así: «Cuando algo importante está sucediendo, guardar silencio es mentir». Y se la adjudicaba a A.M. Rosenthal, un periodista que ganó unos cuantos premios, entre ellos el Pulitzer en 1960. Si yo guardase silencio sobre este video, mentiría. Por eso esta entrada.

Mi novia y yo vimos la detención de esta persona. Y hasta donde alcanzo a recordar, la detención fue arbitraria. Yo no vi que cometiese algún delito. Y mucho menos alguno de los delitos que la juez de instrucción número 8 de Madrid le imputa. (Asumo que a todos los detenidos les acusa de lo mismo: atentado, resistencia y delito contra las instituciones, etcétera). Es más: aseguro que a esa hora, alrededor de las 21:45 h, la plaza de Neptuno estaba en calma y que nadie incordiaba a la policía. Insisto: la plaza estaba en calma. Las piedras estaban en el suelo, no en el aire.

Lo que sí vimos es lo que muestran las imágenes.

Si alguien se pregunta por qué no hicimos nada, se lo diré: había policías antidisturbios por todas partes, unos cubriéndose a otros, armados. Nosotros, como mucho, teníamos nuestros teléfonos. Todos corríamos el riesgo de terminar en el suelo, vapuleados y pisoteados por una banda de energúmenos a quienes les pagamos para lo contrario, es decir, para que nos protejan. Por suerte, alguien fue más valeroso que yo y grabó de cerca estas imágenes.

Desde aquí quisiera decirle a esta mujer, a su familia y a sus amigos que estoy con ella, que aquí va mi abrazo y mi reconocimiento por su civismo, por su valentia. También a la persona que grabó y subió este vídeo.

A los policías les hago la misma pregunta que se escucha en el vídeo: ¿y si esa persona hubiera sido su madre?

Es más: a la alcadesa, Ana Botella, y a la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, que han justificado en público la actuación policial, les pregunto más directamente: ¿y si hubieran sido ellas?

PD. Por si alguien quiere saber a qué nos arriesgamos por protestar en la calle contra los recortes del Gobierno, le aconsejo ver este otro vídeo. Lo que le pasó a este chico también pudo haberme pasado a mí, a ti o a cualquiera. La doctrina del miedo consiste en esto, en intentar acobardarnos a golpes. No lo conseguirán. Mi homenaje también para este chaval, ejemplo de educación y civismo.

PD para políticos. Ser ciudadano es mucho más que ir cada 4 años a votar.

26 de septiembre de 2012

El 25S y una consigna que narrar



A continuación proporciono una idea para aquellos que quieran escribir cuentos y novelas y estén faltos de inspiración. O de tema. O de lo que sea. Vaya por delante que la clave es realista; así que es probable que los interesados en policiales suecos, intrigas palaciegas del siglo XVIII, enfermos de metaliteratura, practicantes confesos de la individualista posmodernidad o adictos al sexo en Nueva York —en todas sus posturas y variantes literarias/televisivas— prefieran buscar otra consigna para mostrar su talento como narradores. Lo entenderé. Eso sí, yo tenía que avisar.

Para los demás narradores sin inspiración, tema o lo que sea, aquí van unas cuantas indicaciones. Ojalá que les sean útiles para poner a prueba sus cualidades y adentrarse en emociones estéticas nuevas.

01 | Contexto. Si no has leído los periódicos o no has visto la televisión, échale un vistazo al vídeo de arriba sobre la manifestación del 25S. Son solo 5 minutos, descuida. TVE, la televisión española, retransmitió en directo lo que sucedió ayer hacia las 19 h en Madrid. Aprovecha que tienes material de primera mano... En el telediario de hoy, la empresa que purga con mano firme el experto Leopoldo González-Echenique ya había editado lo que le había parecido oportuno.

(Y si quieres ampliar, te recomiendo estos 8 vídeos que ha publicado www.eldiario.es o este otro que ha salido en El País.)

02 | Historia. De los 5 minutos de vídeo, me interesa lo que sucede aproximadamente entre 2:26 y 3:10. Es menos de un minuto... Pero es una historia brutal, en el sentido literal (y en todos los demás sentidos). Te invito a que veas de nuevo el vídeo, pero fijándote en estos detalles:

  • Busca una chica que lleva una chaqueta de color rojo/rosa. Tras la carga policial cae al suelo junto con otras personas. Se levanta; sin embargo, la vuelven a tirar y un policía va a por ella. Cuando este la agarra, la golpea sin paliativos (¿como un maltratador?). También hay un chico, viste de negro. Él intenta protegerla: primero cubre su espalda, luego se abraza a ella para que no los separen... y, como alentó ayer el jefe del SUP, también recibe «leña y punto».
  • No pierdas de vista la patada que le pega un policía a él para separarlo de ella. Tampoco, cómo un policía la levanta a ella del suelo y la sujeta por el cuello.

03 | Conflicto narrativo. El que tú quieras. Mira 5 veces la secuencia que menciono y decide uno. Ahora bien, puntúa triple escribir un monólogo interior del policía que golpea a la chica y la agarra del cuello. Pegarle a un chico está muy visto ya en la literatura; darle leña —y punto— a una chica cuyas armas son sus manos desnudas no tanto...

04 | Consideraciones. Supón que ella y él son pareja (es solo por abreviar) y que asisten a la manifestación para protestar contra los recortes en educación y sanidad, el cambio en la ley del aborto, los recortes salariales o la subida del IVA, del IRPF y de todos los suministros. Intenta meterte en su papel: piensa que esas dos personas sois tu chica/o y tú. En mi caso, una pregunta que me plantearía es esta: ¿qué haría yo si un policía antidisturbios golpea a mi novia como lo hace el señor del vídeo con la chica de rojo/rosa?

En caso de querer contar algo desde el punto de vista del policía, no estaría de más suponer que tiene pareja, una hija, sobrinas... Y que ellas lo ven ejercer su oficio en este vídeo. Lo reconocen, vaya.  ¿Están orgullosas de él? Toque posmoderno: que valoren de uno a diez su profesionalidad.

A la parte sentimental, añadamos unas restricciones al más puro estilo Oulipo. Esto siempre evita la dispersión. Ahí van:


05 | Sugerencia para la dedicatoria. Piensa en algo ocurrente a la par que sentido para esos dos chavales. No son héroes de cómic o de teleserie, son héroes de carne y hueso, y según los periódicos están acusados, como el resto de los detenidos, de haber cometido un delito contra la nación. Ojalá que tu cuento o tu novela consiga explicarme cuál.

Bonus track (por si tienes problemas para identificar a los protagonistas).





24 de septiembre de 2012

Ignacio Echevarría: artículos para repensar la crítica literaria

La semana pasada asistí a un seminario de Ignacio Echevarría, crítico literario y autor de la columna semanal  Mínima molestia en El Cultural. Como disparador para el debate y la reflexión, Echevarría se preguntó si la crítica tradicional ha muerto y si asistimos a un cambio de paradigma respecto al principio de autoridad. A partir de ahí, la gavilla de temas relacionados que abordamos fue notable. Destaco solo un par: la defunción de los suplementos literarios convencionales como vehículo para ejercer la crítica y la existencia —o no— de una nueva generación de críticos con los conceptos teóricos suficientes como para alumbrar una manera diferente de enjuiciar las obras.

Quizá más adelante me anime a escribir algo sobre las conclusiones; por ahora, me conformo con poner a salvo unos cuantos artículos que recomendó Echevarría para acercarse a la cuestión y guiar la charla. Como los argentinos nos sacan ventaja en cuestiones literarias y mantienen en los medios polémicas de más alto vuelo teórico que las nuestras, dedicamos una parte importante del seminario a ponernos al día de lo que acontece al otro lado del Atlántico. 

Para ello, quizá lo mejor sea empezar por leer «Crítica insurgente», de Ignacio Echevarría, donde sitúa de manera sucinta el quid de la cuestión. Y luego seguir con estos artículos publicados en diversos medios de allá:


De regreso a la vieja y oxidada Europa, leímos las opiniones vertidas por algún francés (Bernard Pivot), alguna inglesa (Claire Armtistead) y algún español (Alberto Olmos) en «Radiografía de la crítica literaria», de Winston Manrique Sabogal. (El País publicó una versión ampliada de ese artículo, pero aún no la he localizado).

En cuanto al tono con que debería escribir un crítico contemporáneo, parte de las conclusiones están recogidas en una miniserie llamada «Informes de lectura», publicada por Echevarría en El Cultural. Son tres artículos, y en ellos el autor reflexiona sobre un par de libros que recogen los desinhibidos, divertidos y agudos comentarios que Roberto Balzen o Gabriel Ferrater redactaron para sus editores mientras cribaban obras. Haciendo pie en esos escritores se pregunta si ese es el estilo «despiadadamente personal» que pedía Martin Walser a finales de los 60 —otro momento en que no se sabía si la crítica se moría o se reinventaba— y que parece que reclamamos los lectores del siglo XXI.

Fue interesante cómo llegamos hasta ahí partiendo de una polémica surgida a raíz de esta entrada, «La crítica kitsch (o el retorno de la crítica conservadora)», de Alberto Santamaría en su blog. Este crítico español discute allí, desde una posición más o menos tradicional, el trabajo realizado por dos blogs bastante conocidos, Lector Mal-Herido y La Medicina de Tongoy. Según Santamaría, ambos son representativos de «un "decir directo", sin concesiones al lenguaje teórico» y donde «se “reseñan” novedades asentando su lectura sobre un criterio de verdad (no argumental) que hace del cinismo su forma».

Y hasta aquí por ahora.

PD 01. Arriba menciono los artículos que he localizado en la web. En cuanto a bibliografía tradicional, leímos extractos de Crítica de la crítica, de Peter Hamm; La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, de Walter Benjamin, y Función de la crítica, de Terry Eagleton.

PD 02. Añado un par de artículos más, pero estos de mi cosecha, nada que ver con el taller. Uno, «La crítica muy crítica», del que me acordé porque figura en Literatura y fantasma, de Javier Marías; y otro, «¿Y dónde está la crítica? Algunas notas sobre un oficio en extinción», de Maximiliano Tomas, que me lo encontré ayer mientras navegaba.

20 de septiembre de 2012

Los lemmings y otros, Fabián Casas

«No hay soledad más profunda que la del samurái, salvo quizá la del tigre en el jaula». Eso dice el Bushido, según Fabián Casas, un poeta y cuentista argentino algo karateka. Y eso, entre otras cosas, es lo que me parece que plantea su libro Lemmings y otros. Al menos a mí, que hay días que juraría ser un hámster que corre en su ruedita para divertir a otros.

O dicho de otro modo: da igual que te llames Sebald, escribas libros tipo Austerlitz y seas el paradigma del escritor para escritores, o que te llames Astérix, seas el encargado suplente en un bloque de apartamentos y que tus grandes aportaciones a la humanidad consistan en asesorar sobre el celo de una gata revoltosa o salir a bailar con un vecino que está por separarse de su pareja. Da igual, en serio. En la batalla contra la muerte, en la pelea por estar vivos, siempre estamos a solas con nuestra conciencia. Cada uno en su jaula. Cada uno con su arte marcial peleando lo mejor que puede por resolver el viejo dilema: ¿oxidarse o resistir? 

La respuesta del libro procede del mismo sitio que la pregunta: de una canción, «Una casa con diez pinos», de la banda argentina Manal (cuyos primeros acordes me recuerdan alguna canción de Hendrix que no termino de identificar):
[...]

Un jardín y mis amigos
no se puede comparar
con el ruido infernal
de esta guerra de ambición
para triunfar
y conseguir
prestigio en la ciudad,
dinero y nada más,
sin tiempo de mirar
un jardín bajo el sol
antes de morir.
Quizá por eso estos cuentos buscan hablar de aquello que en algún momento nos pasó resbalando y no conseguimos apresar/apreciar del todo. Aquello que primero pareció trascendente, luego lo contrario y, con los años, volvió a ocupar el centro de nuestro tablero emocional porque aún tenía algo que contarnos. En ese baúl de la memoria cabe cuanto podamos imaginar: desde las conversaciones interminables con los amigos sobre nuestra banda favorita hasta las charlas más estúpidas (inmaduras) sobre la escuela, las drogas, la violencia, el amor, la libertad... Todo eso. Escribir sobre ello, sostiene el libro en alguna de sus páginas, sirve para construir el pensamiento y vivir en él.

Y bien visto, es probable que algunos nos empeñemos en «construir pensamiento» para agrandar un poco la jaula, para achicar una pizca el tamaño de la soledad. En definitiva, para resistir la oxidación. Eso sí, para resistir... hasta donde puedas. Nadie está exento de que llegues a los 75 y justo te pegue el viejazo la semana previa a que San Lorenzo juegue la final de la Copa Libertadores. Y que entonces se te ocurran ideas como tatuarte el escudo de tu equipo o, torpe de ti, sentarte sobre tus gafas poco antes de ir al estadio. Ese día, si tú eres el hijo y ese es tu padre, empiezas a comprender mejor el drama de cuando Luke Skywalker descubrió que Darth Vader era su padre.

Porque la oxidación no respeta a nada y a nadie. Ni siquiera a Maximo Disfrute, el tipo más popular de tu barrio, que parecía capaz de todo: acaudillar la barra contra la de Parque Rivadavia, hacerse el inmortal tras su prestigiosa aureola de dealer o escupir aquella frase, la de «Boedo queda donde estemos nosotros», que aún te da vueltas en la cabeza tiempo después. Incluso él, un buen día, años después, mostrará en un programa de telerrealidad qué clase de decadencia le trajeron las drogas, las respuestas banales a los dilemas de siempre y las canciones que no hablaban de nada. Ese día, pese a Manal y la casa con diez pinos, el barrio entero se oxidará —y tú con él— un poco más deprisa.

*

PD 01. Un fragmento del libro, aquí, en Deshojando renglones.
PD 02. Deberes: tengo que ver esta entrevista, a ver si he acertado en algo...

18 de septiembre de 2012

Enrique Urquijo




Anoche tocó insomnio. Y cuando abrí los ojos a las 4:23, esta canción, «Aunque tú no lo sepas», de repente estaba allí. No es que sea un fan de Los Secretos o de Enrique Urquijo —o no al menos por ahora—; sin embargo, la había escuchado por la mañana mientras Pancho Varona contaba en la radio un par de anécdotas de Urquijo con Joaquín Sabina y, desde entonces, la melodía se me quedó prendida como la mugre del verano al cristal de mi ventana. Ignorante de mí, solo conocía la versión de Quique González.

Un tipo tímido, tierno, cariñoso y necesitado de cariño. Más o menos así describió Varona a Urquijo. Eso mismo corroboran algunos artículos que, cada tanto, han conmemorado el aniversario de su muerte (16 de noviembre de 2001). Lo suyo fue una sobredosis. Lo encontraron una noche en un portal de Malasaña, en la calle Espíritu Santo, cerca de donde yo viviría años después... Aguantó hasta los 39 años la pelea contra la heroína y otros excesos. Ni siquiera su hija, con la que posaba radiante en algunas fotos, consiguió salvarle del abismo.

Ni siquiera su hija.

Se ve que esto de vivir no es tan fácil como algunos quieren hacernos creer, que no solo depende de la economía o del éxito profesional. Somos seres complejos, repletos de emociones, más frágiles de lo que creemos. Hay días buenos y días malos... Y los malos a veces son muy malos. Quizá tuvieran algo que comentar al respecto Antonio Vega o Carlos García Berlanga, dos compañeros de generación de Enrique Urquijo que también abandonaron pronto este escenario desde donde yo ahora escribo. Uno en 2009, a los 51; el otro en 2002, a los 42. Los dos, también, auspiciados por las drogas.

Por alguna razón, escuchar una y otra vez esta canción triste me ha servido para retomar el blog después de varios meses sabáticos. Más adelante, y si el impulso dura, puede que descubra el porqué. No sé, quizá sea la crisis de los 40, que se acerca. Por ahora, me conformo con (re)tomarme esto de bloguear sin más horizonte que pasar un buen rato y poner a salvo unos cuantos pensamientos/sentimientos. Últimamente todo es demasiado existencial en este país.

PD 01. Enrique Urquijo versioneando un canción de Carlos García Berlanga, «El hospital». Tal para cual.

PD 02. Deberes: tengo que sacar 2 horas para ver este documental sobra la Movida Madrileña. Tiene buena pinta.