9 de febrero de 2011

El lenguaje de las células..., Nacho Gallego

Este es un libro que, en realidad, son 2. Si te da mal rollo el cáncer y la escritura en carne viva, puedes olvidarte del inicio y saltar a la página 133. A partir de ahí, comienza la sección «Otros viajes» y la cosa va en plan mochilero con un toque oenegé: un buena dosis de la Argentina menos conocida por los turistas, una pizca de trabajo social en Nicaragua o un chute en toda regla de curaciones ayurvédicas en la India. Son casi 200 páginas dedicadas a conocerse mejor a uno mismo saliendo de viaje por el mundo. Vamos, una lectura tranquila como la de un suplemento de viajes dominical.

Como lo mío son las drogas duras, centraré la reseña únicamente en la primera parte, El lenguaje de las células (Caballo de Troya, 2010) propiamente dicho.

Esas primeras 133 páginas son un conjunto de textos que Nacho Gallego (Madrid, 1971 - Zamora, 2007) escribió mientras estaba enfermo y que dejó inconclusos cuando le tocó abandonar el banquete de los vivos. Le detectaron un cáncer en los testículos —o eso he entendido yo— a los 24 años, se lo curó y, putas casualidades de la estadística, formó parte del 0,05% de las personas que padecen un rebrote. Cada 3 años tuvo una recaída y de la última no se recuperó. Entre medias de tanto ajetreo existencial se armó de valor, humildad y coraje, y vivió. También encontró consuelo en dedicarle un montón de horas a la lectura y a la escritura.

Bien pensado, tiene huevos —y nunca mejor dicho— lo de este chaval: si sabes que la muerte te acecha, ¿qué sentido tiene perder el tiempo leyendo los cuentos de Borges, los poemas de Jorge Calvetti, dejar que te toque un libro Gioconda Belli o leer a Eduardo Galeano para entender que los españoles no hicimos en América lo que nos contaron los curas en el colegio? Quiero decir: este Sistema conspira desde todos los ángulos justamente para lo contrario... Y va y aparece un tío como Nacho Gallego, que pelea contra la fecha de caducidad de su vida como tú contra tu jefe por un aumento de sueldo, y decide leer. También escribir. Y hasta deja unos textos más o menos apañados que testimonian que, como sostiene su editor, no ha vivido en vano.

Olé sus cojones.
Qué mejor manera de deshacer esta mentira del país de los sanos que contando historias que nos preparen para experimentar el viaje de la vida en todas sus dimensiones.
La literatura como herramienta para vivir con más intensidad: he ahí una de las enseñanzas de estas páginas. En un mundo lleno de superficiales discursos de autoayuda, vacía lírica vanguardista o sentimentaloide y prosas de refinado vendedor de crecepelos, alivia encontrarse con la honestidad de El lenguaje de las células, por deslavazados que resulten algunos de sus pasajes. Y es que todo el relato está recorrido por la más alta tensión literaria: vivimos para morir. (Lo demás son distracciones, que diría Kafka).

La grandeza de Nacho Gallego es que ni siquiera tira golpes bajos. No se regodea en su cráneo imberbe, en los vómitos o en la «amplia gama de averías» que padece su carne debido a un adenocarcinoma. Tampoco vende un discurso de superación que pueda servirle a los gerentes de las multinacionales para arengar a su tropa. La grandeza de este chaval anónimo es que intenta disfrutar aquí y ahora de su vida: del café que toma, del libro que lee, de su soledad, de las caricias de su novia, de transfomar el mundo que le rodea en un sitio más habitable. De vivir, en suma, en tiempo presente (un poema de José Ángel Valente que, seguro, suscribiría Nacho).

En estas páginas no hay gran literatura, si por esta entendemos los manierismos al uso que unos días excitan a los gafapasta avant-garde y otros, a la aristocracia de la reconfortante cita humanista. Es más, y conociendo a su editor, Constantino Bértolo, puedo decir que ni siquiera hay literatura, porque de eso se trata, de que no la haya, pues el mundo (literario o no) está saturado de juegos de palabras, de elipsis interesadas, de gastadas metáforas que velan la realidad para manipularla a beneficio de alguna cuenta corriente.

Lo que sí hay en el Lenguaje de las células es verdad. Una verdad que irradia un tipo que vive con el deseo ferviente de arder, no de consumirse. Alguien preocupado, además de por convivir con la rebeldía de los oncogenes, por rebelarse contra otra enfermedad, una enfermedad más grave aún que el cáncer y que ha infectado a buena parte de la sociedad occidental: durar como sinónimo de vivir. En estos blandos tiempos donde el negocio es comprar y vender felicidad satisfaciendo necesidades ficticias, va y resulta que las células tienen planes propios respecto de la estrella del horóscopo: nuestra salud.

Vivir, no durar.

Arder, no consumirse.
Con el dolor le ocurría como con el amor: no había nada que él pudiera hacer, tan sólo esperar a que pasara el pico de intensidad, sucumbir a cada arremetida.
Leídas esas 30 palabras, alcanza para comprender que Nacho Gallego sobrevivió al descenso al infierno y supo tocar el éxtasis con los dedos. Supo en qué consistía la soledad de ser hombre. Y eso ni lo cura la quimioterapia ni lo atenúan narcóticos como la Dolantina. Con todo, el bueno de Nacho todavía tiene arrestos para ironizar sobre ello y dejarnos entrever que, para películas en alta definición y sensaciones 3D, la vida:
Hasta el olor corporal era distinto: «Tu almohada huele a quemado», decía Ale cuando dormía a su lado; ella era la única que seguía tocando su cuerpo como si éste no se redujera a un saco de humores y líquidos. De tener ocasión, Joan lo hubiera cambiado por otro en la tienda más cercana: «Me da uno limpio, sin fármacos, por favor», solía bromear con Ale.
Así escriben y viven los valientes.

Amén.


PD. Aquí puede leerse unas cuantas páginas del libro.

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