13 de agosto de 2010

Esta vez el fuego, Michele Monina

Cada libro tiene su día, su hora y su circunstancia. Este esperaba cita desde hace varios meses, cuando lo empecé y lo dejé a mitad porque me puse con otra novela, creo. Al final retrasé tanto el momento de retomarlo que llegó el verano. Sin embargo, hace un par de fines de semana, que viajaba en tren desde Madrid a Alicante, lo empecé de nuevo y, esta vez sí, lo finiquité casi del tirón. (Ventajas de viajar en tren, que diría Antonio Orejudo). Quizá el contexto ferroviario de la novela me ayudara a ello, quién sabe.

La acción de Esta vez el fuego está ambientada en la protesta sindical que hubo en Roma en 1994 cuando Berlusconi llegó al poder y firmó la alianza con Bossi, el líder de Lega Nord. Para muchos, aquel acuerdo entre el empresario más rico del país y el separatista de la Padania anunciaba ya entonces algo parecido a lo que vive Italia hoy (o al menos a esa imagen del país que nos hemos formado algunos a través de los medios): caos ininterrumpido y decadencia neroniana. El protagonista, Michele, un chaval desempleado y que participa de los movimientos de izquierda, es uno más de los muchos que viajan a Roma desde los pueblos. Él y sus colegas lo hacen desde Ancona, y más que por las ideas viajan porque un sindicato les paga el desplazamiento.

En esencia, Michele comparte la esencia de la convocatoria —manifestarse contra una hipotética vuelta del fascismo y la conversión de Italia en una empresa berlusconiana más—; sin embargo, su discurso y su manera de actuar difieren de lo esperable en una persona que se manifiesta por una idea. Sus colegas y él son algo así como una banda de hooligans del Scavolini (supongo que de Pesaro). Y, como explica el propio Michele, el más reflexivo del grupo, la mayoría sostiene que es de izquierdas, no por convicción ideológica, sino simplemente porque no toleraría que alguien dijera que es lo contrario. En el ámbito de algunos ricos socialdemócratas, diríamos «corazón a la izquierda, bolsillo a la derecha». Aquí, donde todos están convencidos de llevar «una mierda de vida», el dinero podría cambiarse por un bate de béisbol, una navaja o una buena patada en los huevos.

Michele, de algún modo, sabe que una cosa es ser y otra parecer, y hasta rechaza la violencia. De hecho, reflexiona sobre ello; sin embargo, guarda silencio y se reserva para sí pensamientos como este:
No has entendido cómo funciona la regla: si lo pareces quiere decir que lo eres, si no lo pareces no quiere decir que no lo seas.
Ese es uno de los aprendizajes del viaje. Al fin y al cabo, las conversaciones con sus colegas giran alrededor del fútbol, los porros, la música o la violencia, es decir, que la profundidad ideológica no pasa de la proclama de trillados eslóganes antifascistas o de la serigrafía en una camiseta («Cuando el Estado te llama para morir se hace llamar patria», por ejemplo). Tampoco va más allá del merchandising de Malcom X, gorras de Los Angeles Raiders o el sentimiento de ser Ice Cube.

Incluso el protagonista avanza más aún en sus consideraciones en un momento de la novela. Algunos sindicalistas en la manifestación piden boicotear los negocios de Berlusconi, algo que incluye intentar cerrar la editorial Mondadori. El argumento que sostiene esa proclama es que si mandan «a casa a unos cuantos fascistas más, a quién le importa». El contrargumento de Michele revela su desacuerdo, pero también que algo falla dentro de él, pues, no se anima a defender en público su opinión:
(…) querría darles a entender que no es así como se puede derrotar a la derecha, que sobre todo hacen falta ideas.
Y este detalle no es menor... Sus amigos han ido a Roma para hacer lo mismo que hacen cuando van al estadio donde juega su equipo: darse de hostias con otros. En un monólogo que hay hacia el final de la novela, uno de los personajes secundarios monologa y nos deja entrever qué hay en la cabeza de esta gente. Como los ultras británicos del documental Putos hooligans, estos fans del Scavolini metidos a izquierdistas confiesan lo esperable: «El partido no llego a verlo nunca».

O dicho de otro modo: lo único que les importa es la violencia (una adicción como cualquier otra, por cierto). Leído ese partido, además de en el sentido literal en el figurado, quizá tengamos otra clave del libro: en política, lo que importa hoy es el simulacro. No las convicciones, sino aparentar que las tienes. «Si lo pareces es que lo eres», que diría el protagonista.

Pese a sus esfuerzos por tener 2 neuronas más que sus compañeros de viaje, Michele está solo frente a todos ellos. No tiene más asidero intelectual que él mismo. De ahí que diga «Es verdad: la manada te cambia» para justificar que le resulta más sencillo conectarse con su hooligan interior que hilvanar ideas para construir un punto de vista. Por tanto, al final, se sube al mismo carro que los demás:
Noto cómo la pierna del policía se parte bajo la presión de mi bota. Me viene a la cabeza Goicoechea rompiéndole la pierna a Maradona.
Esta vez el fuego ofrece una lectura inquietante sobre una generación que parece preferir el fútbol y la violencia —que no la lucha— a la política y las ideas. En una mezcla de realidad y ficción —el autor es periodista y asistió a la manifestación en Roma—, Michele Monina reflexiona sobre la inmadurez y el gusto por el simulacro que aqueja a la sociedad. O dicho de otro modo, el libro funciona como una caja de resonancia para un pensamiento del protagonista: «Me pregunto a qué estamos esperando para crecer, ya tenemos todos cierta edad». Quizá esa línea explique, en parte, por qué este músico colgó la guitarra y ahora combate desde las ideas.


Esta vez el fuego, Michele Monina.
Editorial Periférica (Cáceres, 2009).
Traducción de Eduardo Martínez de Pisón.

PD. Ahí va otro fragmentito que tenía copiado y que no sabía dónde colocarlo:
Me vuelvo de golpe y veo cómo el más joven de los de paisano abre la boca y deja salir un borbotón de sangre. Tiene los ojos en blanco, como hacíamos de pequeños para dar miedo. Después se derrumba en el suelo, dejando por ahí trozos de cerebro y sangre y huesos que huelen a quemado. En el aire hay el mismo olor que cuando mamá pasa las patas de la gallina por la llama del horno.

Veo a Drugo aparecer detrás de él, empuñando una pistola y con las piernas abiertas a lo Clint Eastwood. Quiero gritar, pero no me da tiempo porque él dispara dos tiros más al otro policía de uniforme. Se ha quedado de piedra y tiene la misma expresión que la Cosa, el monstruo de los Cuatro Fantásticos.

9 de agosto de 2010

Prosa leprosa, Andrés Ibáñez

Hoy rescato un clásico que guardaba desde hace tiempo en el disco duro y que cada tanto releo (o recuerdo). Ahora lo único que me falta es leer algo del autor, que me tiene comprado con este artículo desde hace años. Anotado queda en mi lista para la próxima visita a la biblioteca.


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Prosa leprosa

Andrés Ibánez

Fuente: hemeroteca del ABC

Hace unos años diseñé una máquina para escribir magnífica prosa castellana a la que llamé PC (de «Prosa Castellana»). Era un mecanismo relativamente sencillo gracias al cual era posible obtener textos dignos de los más grandes prosistas de la lengua, que eran, por aquel entonces, y por si usted necesita saberlo, Camilo José Cela y Miguel Delibes. La cosa funcionaba así: se cogía un texto «normal» y sin signos aparentes de ser gran literatura, se le aplicaban cuatro procesos, controlados mediante palanquitas de distintos colores, y aquel texto soso y poco expresivo se convertía automáticamente en una muestra de Magnífica Prosa Castellana.

Tomemos, por ejemplo, la frase «Juan salió a la calle y vio que había empezado a llover» que, al carecer de metáforas, comparaciones y adjetivaciones sorprendentes, está claro que no es ni literatura ni Magnífica Prosa Castellana ni nada de nada. El primer paso consiste en sustituir las palabras de la frase por sinónimos más castizos, más arcaicos y, en cualquier caso, más largos. «Juan asomó a la calleja y advirtió que había comenzado a molliznar».

El segundo paso consiste en añadir la mayor cantidad posible de palabras «vacías» (conjunciones, preposiciones, nexos y organizadores diversos, verbos auxiliares, etc.) «Así que Juan se asomó a la calleja, tuvo ocasión de advertir que había comenzado a molliznar».

El tercer paso, consiste en añadir algún adjetivo sorprendente y, si es posible, disparatado. «Así que Juan se asomó a la obliterada calleja, tuvo ocasión de advertir que había comenzado a molliznar».

El cuarto, y definitivo, añadir a) metáforas atrevidas y b) comparaciones bizarras, donde y cuando sea posible. «Así que Juan se asomó a la obliterada calleja, tuvo ocasión de comprobar que una mollizna de fino cristal esmerilado se destrozaba con avidez contra la acera». De este modo usted puede convertir cualquier texto, por soso y tontorrón que sea, en una muestra de MPC o, lo que es lo mismo, de prosa leprosa.

Fabricado en serie

Estoy convencido de que mi PC, mi máquina, que data de mediados de los ochenta, fue robado, fabricado en serie y distribuido secretamente por todas partes, porque, a pesar de lo que dice todo el mundo (y en España es siempre abismal la diferencia entre lo que se DICE y lo que se HACE), la leprosa florece por doquier y es lo que más admiran los críticos. Cuando abro una novela recientemente publicada y leo (tercera línea) «desgranaban los primeros días del verano de 1945» y luego, dos líneas más abajo, «un sol de vapor se derramaba sobre la rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido», sé que esto ha sido escrito con un PC.

Uno de cuyos efectos más devastadores ha sido que los lectores especializados, críticos exquisitos, etc. cuando leen ahora a Kafka, a Chéjov, a Hemingway o a Flaubert, sienten que eso no es buena prosa. Les parece que el complejo estilo modernista de Hemingway es «muy simple» y que el lenguaje maravillosamente poético de Kafka es «de acta notarial». El otro día leí escandalizado en la Revista de Libros que para mi querido amigo y muy admirado escritor Eloy Tizón (que, por cierto, no practica la prosa leprosa) la de Flaubert es nada menos que «prosa administrativa».

El centro del problema

Es posible que éste sea el centro del problema: no haber entendido a Flaubert. Porque la gran revolución de Flaubert consistió en sustituir la densidad de figuras retóricas por la densidad de la información. Flaubert entendió que la complejidad del mundo es más interesante que el ars combinatoria de las metáforas posibles y descubrió así una forma nueva de la belleza, una belleza moderna que tiene que ver con la precisión de lo real. En el desarrollo de la prosa moderna hay otras líneas posibles, la de Proust, la de Henry James, la de Conrad (que luego sería la de Faulkner), la de Kafka, pero sin esa forma de Flaubert de entender la prosa y la belleza de la prosa, no tendríamos a James Joyce, ni a Nabokov, ni la novela americana moderna (incluidas la novela posmoderna y la novela negra), ni la novela india en inglés, ni el cyberpunk, ni La vida, instrucciones de uso, ni a John Le Carré. Éste parece ser el axioma de Flaubert: «La belleza será información comprimida o no será».

Los leprosistas no se sienten interesados, entre otras razones, porque son vagos, y porque escribir prosa al estilo de Flaubert exige un ingente trabajo de documentación e información. Prefieren inventarse las cosas, convencidos de que con eso que ellos llaman su «imaginación» (y que en realidad es su mente) y un buen diccionario de sinónimos saldrán adelante de cualquier empresa. El resultado es prosa leprosa.

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La foto es de la UIMP.

2 de agosto de 2010

Sida mental, Lionel Tran

El «sida mental» es una enfermedad generacional que se incuba en los barrios periféricos. Esos donde siempre hay algún descampado o parking vacío donde conspirar contra las reglas del Sistema. Lugares donde las aceras están detrozadas y abunda la «hierba seca y quebradiza de las viviendas de protección oficial». Allí, entre familias desestructuradas, pandilleros que se entienden a puñetazos y unas densas gotas de machismo, se da el caldo de cultivo perfecto para que arraigue el virus. Un virus cuyo sintóma inequívoco es la adicción a la violencia.

Más o menos así describe esta novela una banlieue cualquiera. Si bien, como el autor, Lionel Tran, vivió su infancia en la de Vaulx-en-Velin y el libro tiene su cuota autobiográfica, todo hace suponer que la narración está inspirada en esta barriada lyonesa. (Ahí van 3 vídeos sobre ella: I, II y III). En parte, la atmósfera de hostilidad permanente me recordó El odio, la película de Mathieu Kassovitz.

Sida mental es una de esas novelas que busca impactarte y plantearte preguntas. Esa es principalmente su apuesta. El editor, quizá citando de manera encubierta a los Sex Pistols, se interroga en la contraportada sobre si hay futuro para gente como el protagonista. (Vamos, la misma pregunta que te harías después de ver un reportaje sobre la mara Salvatrucha). A mí, además de esa duda, el libro me sugiere otra: si esta proliferación de 2, 3, de muchos potenciales Unabomber —salvando las distancias, vaya— es una manera más de luchar contra ese otro «sida mental» que nos aqueja como sociedad: la inveterada costumbre de favorecer el privilegio de unos pocos y enviar hacia los márgenes cada vez a más personas. ¿Lo es?

No lo sé. Mi única certeza es que libros como este nos hablan de que esa fuerza centrífuga de exclusión termina despertando otra igual de intensa, pero en sentido contrario. Suena a obviedad, claro; sin embargo, la cuestión es, y con esto cierro la reseña, cómo arreglas la cabeza de alguien que puede verse reflejado por pasajes así:


1980

Mamá va a volver tarde por la noche. Estoy solo en casa. Puedo hacer lo que quiera. Voy a buscar su escopeta de cartuchos en el armario de plástico del pasillo. Está en lo más alto, en el cartón. Cojo un taburete de la cocina. Delante hay una gran bolsa de basura con un edredón. La pongo en el suelo. La escopeta pesa. Me da miedo que se me resbale. Hay que tener mucho cuidado. Cojo la caja de cartuchos. Vuelvo a subir el edredón. Cierro el armario. Mamá no debe enterarse. Voy a mi cuarto. La escopeta era de un amigo de mamá. Ella se la compró. No me gustan los amigos de mamá. Sostengo la escopeta en las manos. Pesa. Soy fuerte así. Me gustaría tenerla fuera, cuando los demás se meten conmigo. Para enseñarles quién soy realmente.

Coloco un cartucho. Mamá me ha enseñado cómo se hace. Colocar la escopeta en las rodillas. Presionar sobre el cañón. Clac. Colocar el cartucho en el agujerito. Abro la caja. El cartucho me resbala entre los dedos. Está lleno de grasa. Ahí. Clac. Ahora puedo disparar. Puedo matar a alguien. Coloco los playmobils en fila contra la pared. Es una ejecución. Para dar ejemplo. Hay que modelar el espíritu del pueblo. Instaurar un clima de terror. Me pongo en posición. No moverse. Me tiembla la mano. Clic. He fallado. El cartucho se ha incrustado en la pared. Recargo. Clic. He fallado otra vez. Recargo. El cartucho me resbala entre los dedos. Está en el suelo. Lo recojo y lo meto en el agujerito. Clac. Me acerco a la pared. Pongo el cañón de la escopeta contra la cabeza del playmobil. Clic. Se ha caído. Muerto a quemarropa.

Vuelvo a empezar. Clic. Clic. Todos los rehenes han sido ejecutados. Recargo. Mamá vuelve tarde, está en el Grupo de Mujeres. Voy al balcón. La gente camina por la acera. Los coches van por la circunvalación. Apunto. Son más pequeños que los playmobil. Apunto a un viejo con su perro. Clic. Miro. Está lejos. Ya casi no lo veo. He fallado. Cargo otro cartucho y apunto a un coche. Clic. He fallado. Recargo y disparo a una mujer. Clic. Sobre una niña. Clic. Sobre un árabe. Clic. Clic. Clic.

Están demasiado lejos. Qué pena no tener un verdadero fusil.


Sida mental, Lionel Tran.
Traducción de Eduardo Martínez de Pisón.
Editorial Periférica, Cáceres 2008.