13 de diciembre de 2009

Tatuaje, Manuel Vázquez Montalbán

Hace poco leí lo que Emilia Pardo Bazán, a finales del siglo XIX, principios del XX, opinaba sobre lo que el vulgo consideraba una «novela». Y me encantó. Según ella, para el populacho sólo era «novela» aquella «donde el arte importa un bledo y lo que interesa únicamente es saber en qué parará y cómo se las compondrá el autor para salvar a tal personaje o matar a cual otro». Y, según Andrés Amorós, autor de Introducción a la novela contemporánea y de quien conseguí la cita, para Pardo Bazán el epítome de este mal eran Dumas y sus mosqueteros. A lo que añado yo, que en el siglo XXI lo son Pérez Reverte y los suyos. El folletín por el folletín mismo, en resumidas cuentas.

En esencia esa es la razón por la que no me gustan los best sellers, las películas que me ponen en el autobús entre Madrid y Bilbao o las novelas policiales. Suelen ser narraciones centradas en hacer malabarismos con el argumento y que desprecian otras posibilidades, como dibujar una atmósfera, montar una estructura o trabajar con el lenguaje. Por tanto, podría decirse que tienen un 25 por ciento de arte y un 75 de edulcorante. Una mezcla difícil de digerir para alguien que toma el café y el té solos, sin aditamento dulce alguno, vamos.

Por eso cuando empecé Tatuaje, de Manuel Vázquez Montalbán, su primer policial con Pepe Carvalho, pensaba que abandonaría antes de mitad de novela. No hace mucho leí El halcón maltés, de Dashiell Hammett, por ejemplo, y me aburrió soberanamente. Pero lo que se dice soberanamente. A partir de la página cincuenta, que es más o menos donde está ubicado mi umbral de tolerancia, me acometía una y otra vez ese pensamiento pardobazaniano: ¿y qué importa cómo acabe este embrollo de telenovela? Tuve que echar mano de mi disciplina de monje shaolín para terminar el libro y ponerle así la cruz de marras a otro clásico.

Está claro que Hammett, como explica Chandler en sus cartas de El simple arte de escribir, es importante en la literatura. Eso sí, para mí con esa novela creo haber leído todas las suyas más setecientas de sus epígonos de cualquier pelaje. Con Vázquez Montalbán pensé que me iba a suceder lo mismo. Sin embargo, aunque el último cuarto de novela me sobró —nuevamente me surgió el pensamiento pardobazaniano—, encontré unas cuantas cosillas que me mantuvieron atado a la narración. También, seré honesto, me ayudó bastante un viaje en autobús entre Bilbao y Madrid, definitivo para que le diera matarile de una sola sentada a las ciento y pico páginas que me faltaban. Si no no sé yo...

En fin, a ver si logro sintetizar qué me hizo llegar hasta el final Tatuaje, a pesar de su cuota de folletín telenovelero.

Uno aspecto fue el personaje. El inspector Pepe Carvalho me cae simpático, sobre todo por su obsesión gastronómica. Me recuerda a mi familia, donde el 90 por ciento de las conversaciones gira en torno a la comida o se producen comiendo. De hecho, me retrotrajo a charlas con amigos extranjeros, que no entienden por qué la comida ocupa un lugar tan central en la vida española. Aunque Tatuaje está ambientada en 1976, se ve que no hemos cambiado demasiado en ciertos aspectos.

Y es que Carvalho, como lo serían mis padres o mis abuelos, es un filósofo pantagruélico. Gallego como es, su gran legado para la humanidad son reflexiones como «¿Qué se puede esperar de una juventud que ni sabe ni quiere aprender a comer?» o «Realmente ningún ser humano indiferente ante la comida merece ser digno de confianza». Imagino que Francisco Umbral debe de estar revolviéndose allá donde esté, tan dandy como era; pero yo me identifico con este aspecto tan terrenal de Carvalho. Es más: yo tampoco me fío de la gente incapaz de apreciar un buen rape a la marinera.

Otro aspecto que me hizo desistir de abandonar la lectura es el talento que tiene Vázquez Montalbán para mezclar narración en imágenes y reflexión. Si bien se inscribe en la tradición del show, don’t tell, su narrador va más allá de ese narrador silencioso y —pretendidamente— objetivo del que tanto gustan los autores estadounidenses. Él trabaja con un narrador en tercera persona, omnisciente respecto de Carvalho y testigo respecto de los demás personajes. Ese recurso es fundamental a la hora de dotar al inspector de una cosmovisión propia. De un punto de vista. Y, en realidad, leo con avidez el texto porque me interesa conocer el punto de vista de Carvalho, su manera de ver y entender el mundo.

En este pasaje, grosso modo, queda enunciado ese lugar desde donde mira el protagonista:
—¿Qué eres tú? ¿Un poli?¿Un marxista?¿Un gourmet?
—Un ex poli, un ex marxista y un gourmet.
Y en este otro pasaje puede verse la pericia de Vázquez Montalbán para salirse del cliché del policial centrado meramente en el argumento y mantener a su lado a un lector como yo, tan poco predispuesto. Es un fragmento donde, además, mezcla con sabiduría e ingenio narración mediante imágenes con un relato más discursivo.

—Es horrible.
—¿Le conocía usted?
—Mucho.

Alzó la cabeza para mirar al techo. Tenía lágrimas en los ojos y una garganta blanca, ancha pero hermosa.

—Mucho, mucho.

Y se echó a llorar. Carvalho jugueteó con un pomelo al que sin duda habían sacado brillo con un trapo. Igual habían hecho con las naranjas y los limones. Ella volvía a levantar la cara perlada de sudor y Carvalho le hundió los ojos colmillos en la hermosura de la garganta blanca. Tuvo la fugaz sospecha de que la viuda Salomons se había formado en alguna sucursal del Actor’s Studio en Rotterdam. Lloraba como Warren Beaty en Esplendor en la hierba. Había un silencio de mutis y la tristeza de la señora Salomons quedaba en un punto equidistante entre lo teatral y lo cinematográfico. «Hay gente para todo», pensó Carvalho, y empezó a mondar con los dedos una naranja. La viuda Salomons se levantó para buscarle un plato donde dejar las mondaduras. Carvalho entonces recordó un antigua boutade de un profesor de literatura francesa, Juan Petit: «Imagínense ustedes que el hombre angustiado de Sartre, en pleno ataque de angustia, oye una llamada a su puerta. Acude y es el cobrador de la luz. Si puede pagar, bien. Puede continuar con su angustia metafísica. Pero si no puede pagar se le va la angustia metafísica a paseo y le viene la otra». El profesor era tan lúcido como angustiante, con aquel fumigador de yodo con el que trataba continuamente de contener los accesos de asma.

—Perdone, le estoy dando el espectáculo.

Carvalho hizo un gesto ambiguo que la dama interpretó como un crédito de tiempo para que siguiera hecha polvo. Y, en efecto, volvió a derrumbarse entre lágrimas, esta vez colgantes, sólidas, pesadas, respaldadas por la agitación del cuerpo. Carvalho terminó la naranja y se levantó para limpiarse las manos en el grifo de la cocina. Por la cristalera veía a los adoradores del sol secándose los tumores corporales y espirituales bajo el más antiguo y sólido de los dioses. Recostó el culo en la fregadera, enfrentado al cuadro de desolación que componía la viuda Salomons y las mondas de la naranja sobre un platito de cerámica de Delft.

En esencia, fragmentos como este son los que me mantuvieron enganchado a Tatuaje, incluso son los que hacen que sea capaz de plantearme leerme otro policial de Vázquez Montalbán... Pasado un tiempo, eso sí, que dos seguidos sería empacho.

Por último, hay otro detalle que me interesa. Como diría el inspector de policía con el que charla Carvalho en Ámsterdam, es el aspecto sociológico. Esta novela fue publicada en 1976 y me sorprendió por su capacidad para hablarme, aunque sea desde un segundo plano, de asuntos como la emigración española al norte de Europa, el movimiento hippie o cómo se relacionaban las diferentes clases sociales en ese momento. Desconozco vivencialmente la época porque nací en 1975; sin embargo, si me pongo en la piel de los lectores de entonces, intuyo que debió de ser un bombazo leer sobre el barrio rojo de Ámsterdam o el consumo de drogas. Si para mi generación, la Holanda de mediados de los 90 equivalía a un paraíso de libertad, para un veinteañero o treintañero del 76 , con Franco recién enterrado, tuvo que ser casi inverosímil leer sobre un sitio así.

En fin, hasta aquí llegan mis disquisiciones sobre la novela. Como es mi blog, no tengo necesidad alguna de hacer cierres redondos ni nada por el estilo. Lo único, sí, quiero dejar anotado que mientras escribía estas líneas encontré la razón de por qué me gustó Tatuaje y me la leí entera: a Vázquez Montalbán, por suerte y con permiso de doña Emilia, le importaba el arte. No sé si un bledo, dos o mil. Pero, a pesar del impepinable folletín que conlleva toda obra de este género, se nota que le importaba el arte. Es más: Raymond Chandler o Mario Levrero leerían ampliamente satisfechos las novelas de Carvahlo en algún viaje en autobús

Y, ahora, a cenar unas alubias con chorizo y morcilla que me han sobrado de esta mañana. (Son pocas, no hay riesgo de que me caigan pesadas a estas horas).

*

PD: Tatuaje se repartió hace poco con el diario Público al precio de 2 euros (periódico incluido). Así que, en breve, estará por todos los puestos de saldos o el Rastro por 0,50 o un euro, como mucho.

1 de diciembre de 2009

Las lagartijas huelen a hierba, Cristina Sánchez-Andrade

En verano el pelaje verde de la colina y las cachitas del culo de las niñas se ponen prietos y naranjas. En verano el río mengua y a las niñas de pecho plano les despuntan las tetitas lindas, lindísimas, y van creciendo en silencio, redondas, rosas, suaves, mientras el río discurre lentamente, arrastrándose como un torpe reptil, día tras día, y un día, al final de ese verano, cuando el cauce está tan seco y cuarteado como los labios de una vieja, y sólo queda una estrecha lengua de agua con olor a hiel y a algas, las tetitas se convierten en un fruto lujurioso y surcado de venas, cuando en la colina, junto al río, está medrando el espino de ramas erectas y de pinchos recios, y las niñas juegan en las aguas sin cuerpo, junto a los frutos rellenos de pepitas venenosas, y chapotean en el flujo sosegado y fangoso con aspecto del caldo de verdura.

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A esto lo llamo empezar con fuerza una novela... Y es que, cuando hay un buen autor detrás, apenas un párrafo basta para dibujar un mundo propio, una manera singular de apropiarse de la realidad, la melodía personal que se pretende silbar. En cualquier momento me pongo con la novela y sigo, que está de lo más tentadora. De momento, leo y releo, gusto y degusto, este delicioso primer párrafo.

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Las lagartijas huelen a hierba, Cristina Sánchez-Andrade.
Lengua de Trapo, Madrid 1999 (segunda edición en 2008).
Fragmento completo: clic aquí.

PD: Hasta el título es sensorial en este libro.