5 de octubre de 2009

Entrevista a Leonardo Valencia

Esta entrevista debería haber aparecido en Teína; sin embargo, a nuestra voluntariosa criatura periodística hecha a pulmón, el tiempo (7 años en la brecha), las situaciones personales o la revolución 2.0 le han abierto importantes vías de agua. Por suerte, los cambios tecnológicos también nos permiten mantenernos a flote y publicar en nuestros blogs o en las redes sociales los contenidos que habíamos preparado para el n.º 21. A ello obedece esta entrada de Aviones desplumados.

Más adelante reflexionaré sobre esa aventura 1.0 que fue Teína; ahora es el momento de salvar los víveres de la bodega para que no se mojen más de lo debido. Por mi parte, rescato aquí la entrevista que le hice a Leonardo Valencia después de haberlo conocido a su paso por Madrid y haber asistido a la presentación de su libro Kazbek. Leonardo: disculpa este retraso de meses... Pero, como dice mi madre, cuando las cosas se tuercen, se tuercen.


«Un libro es una fuerza en potencia donde todo resuena»

Leonardo Valencia, narrador ecuatoriano afincado en Barcelona, sostiene que el libro es apenas un soporte de una entidad mayor: el mundo ficcional. También que en 2050 el sostén físico que seguirá existiendo será la voz humana. Su última novela, Kazbek, puede leerse como una apología de los libros de pequeño formato y una crítica sobre la fijación latinoamericana por escribir la «Novela Total». Su obra es una invitación al juego conceptual y al entrecruzamiento de géneros.

Rubén A. Arribas

Para Leonardo Valencia, el libro es apenas un soporte de una entidad mayor: el mundo ficcional. De ahí que le encanten las travesuras literarias que apunten a desacralizar el fetiche cultural burgués por antonomasia: la literatura. Entre sus fechorías narrativas destacan 1) una novela que tiene su hermana paralela en internet, 2) un único libro de cuentos que revisa y amplía en cada edición o 3) una breve novela fragmentaria que discute la fijación latinoamericana por escribir la «Novela Total». Por tanto, si alguien quisiera encasillar sus obras, debería colocarlas en el anaquel de las apuestas conceptuales, donde lo híbrido y el juego se dan la mano.

Y es que, si algo le molesta de la literatura actual, es que esta se haya vuelto esquemática. Según explicó en Madrid durante la presentación de su último ingenio, Kazbek, intenta que sus novelas no se conviertan «en un cajón a llenar»; lo importante es que la obra intente «fracturar lo que se entiende por literatura en cada momento». Una fractura, que como no podía ser de otro modo para un ecuatoriano afincado en Barcelona y que ha vivido en Perú, abarca también la exploración del idioma. Si algo debe caracterizar al escritor, dice Valencia, es la práctica de «la literatura como lugar de invención del lenguaje, no para la copia de la realidad».

Teína asistió a las dos presentaciones de Leonardo Valencia en Madrid —una en la librería Juan Rulfo y otra en la Casa del Libro—, compartió mesa y mantel con el autor y luego, a través del correo electrónico, charló con él sobre su obra.

Hemingway escribió un cuento de seis palabras, «For sale: baby shoes, never worn», que según el escritor argentino Eduardo Berti es el más breve que se conoce. Tú, que eres muy aficionado al n.º 6, ¿te animas a improvisar uno para Teína?

Es difícil. Curiosamente no tengo ahora cuentos de 6 palabras. Tengo un par de cuentos breves de cinco. Te los digo, pero todavía están en corrección. Así que tómalos como borradores. Uno se titula Últimas palabras: «Disparen —dijo el capitán— lentamente». El otro se titula Posible víctima: «No hay sangre. Venga mañana».

Para decirte la verdad, no es un género que me entusiasme particularmente. Mi noción de los fragmentario en la escritura no se vincula con lo breve en un plano de extensión, sino de interconexión entre textos, donde se superponen los planos. Como si lo que se buscara fuera un chisporroteo, un cortocircuito entre fragmentos. Lo que sí me apasiona de los textos breves es la sintaxis y la puntuación. Allí los puntos y comas son como disparos con silenciador.

El sexto de tus cuentos de La luna nómada se llama «Insuperable capítulo 6», tu novela El libro flotante de Caytran Dölphin tiene seis capítulos y Kazbek inaugura una hexalogía de novelas con títulos de seis letras y —mucho me temo— seis capítulos cada una. ¿Cómo surgió la fijación con este número?

Algo se explica en el cuento «Insuperable capítulo seis». Durante muchos años, desde que era niño e intenté leer el Quijote en la edición que tenía mi padre, en cuatro tomos, nunca pude pasar del capítulo seis. En 1997 estaba leyendo Madame Bovary y de pronto, en su capítulo seis, me detuve. Algo pasó. Sólo entonces pude volver al Quijote y pasar de su capítulo seis. Sé que esto no es una explicación, sino una anécdota. El seis es un buen número como cualquier otro y articula muchos sentidos posibles. A mí me tocó este número y trato de serle fiel en todas las circunstancias.

En una entrevista para el blog El síndrome de Chéjov, a raíz de La luna nómada, comentaste que «escribo novelas para entender mejor la fuerza del cuento». Según esa lógica, y respecto de tus novelas, ¿qué te aporta escribir cuentos?

La distinción entre novela y cuento, aunque tengan diferencias, me parece un lugar tópico de la crítica y de la academia. Creo que están fuertemente imbricados, y como casos ejemplares están Onetti y Kafka, que publicaron algunos cuentos como tales y que a otros los incluyeron íntegros en sus novelas. La concisión del cuento es un reto para una novela, y la capacidad panorámica de una novela sugiere al cuentista posibilidades que éste a veces descarta por la unidad de un tiempo y un lugar. Me gustan los que Ribeyro llamaba «cuentos máximos» y que han sido trabajados con la misma visión panorámica de un novelista que ha ido a lo esencial. Allí están «En la colonia penitenciaria» de Kafka, «Silvio en el Rosedal», del mismo Ribeyro, «El nadador» de Cheever, o los cuentos de Alice Munro. Incluso diría que una vez que escribo una novela para entender mejor la fuerza del cuento, diría que escribo cuentos para acercarme a lo que, para mí, es un imposible que mantengo como imposible: escribir un poema. Si pasamos a un nivel más complejo respecto a la relación entre cuento y novela, la clave estaría en el enfoque del personaje. No en el plano psicológico. La tesis de que el personaje en novela tiene un tratamiento psicológico que no lo tiene el cuento me parece imprecisa.

Creo que más bien hay otra situación a considerar. El cuento tiende a expulsar a un personaje, como si el cuentista se librara de él lo antes posible, como sugiere Cortázar. En la novela, en cambio, se intenta retener lo más posible al personaje. Creo que en esta dualidad entre expulsión y retención es donde podremos encontrar otros enfoques para la relación entre el cuento y la novela. Sería interesante retener a un personaje en distintos cuentos y, en la novela, ver la manera de expulsar al personaje hacia un terreno desconocido, o lidiar con un personaje que no quiere ser narrado. Esto ocurre con mi personaje Dacal, que salta de un cuento a otro y que, en Kazbek, no quiere ser narrado. Después de Pirandello y Unamuno, y sobre todo después de Kafka, ya no podemos tratar a los personajes de la manera convencional.

En tu obra abundan las referencias librescas y las reflexiones sobre el proceso creativo; sin embargo, prefieres evitar la etiqueta «metaliteratura». ¿Por qué?

Porque la metaliteratura es literatura sin etiquetas. Casi me siento como los autores a los que se los califica de novelistas policiales o de intriga, sin serlo, o porque dicen mucho más que la obviedad de la etiqueta. El asunto está en otra parte, la que se quiere tapar con las etiquetas. Allí está el dedo, tapando el sol, hasta que el dedo se cansa y discretamente se retira. Pero quedemos, cedo, con el dedo de Dios que tapa el sol. Y entonces sí, me gusta la metaliteratura, me encanta, y esa es la familia larga que va desde Dante y Hermann Broch tomando a Virgilio como personaje, o Borges incluyéndose e inventándose a sí mismo, hasta César Aira inventándose escritores súbitos y apócrifos e inéditos en Varamo o Parménides.


DESACRALIZAR, FRACTURAR, INNOVAR

Tu primera novela, El desterrado, responde a un formato clásico; sin embargo, las dos siguientes giran alrededor del fragmento. El libro flotante... tiene por eje un libro fragmentario cuyos pasajes lee y comenta Iván Romano, y Kazbek es una novela fragmentaria. ¿Cómo y por qué llegó a ocupar un lugar tan importante el fragmento en tu evolución estética?

Quizá cuando tuve conciencia de que una novela, esencialmente, es una superposición de planos o fragmentos atravesados por una intuición poética. El desterrado, dentro de su apariencia convencional, está absolutamente fragmentada. No la había vuelto a releer hasta que tuve que revisar las pruebas de impresión para una reedición, cuando vi que a pesar de que está articulada en cuatro partes, dentro de cada una de ellas hay un fragmentación donde los planos se relacionan con mucha movilidad y donde hay elipsis que no dejan tan evidente el sentido. Pero es cierto que la apariencia es de mayor estabilidad, sin mayores turbulencias ni saltos mortales al vacío. De alguna manera quería decirlo todo y tenía un poco de miedo ante el vértigo de la discontinuidad de los fogonazos de lo que yo imaginaba.

Con las siguientes novelas encontré que no es necesario decirlo todo, sino saber qué hay que ocultar. Quizá el paso sea de un primer momento en que el escritor quiere decirlo todo, y el segundo sea el de saber qué no decir, qué eliminar, y que eso, en sí mismo, pueda sugerir otros niveles de lectura. Allí vuelvo siempre a Kafka, que fue experto en sabotear datos. Basta cotejar sus borradores y las versiones finales. Escribía por descarte, y no se equivocan sus biógrafos cuando dicen que toda su obra es un campo de ruinas. Pero qué ruinas han quedado. Sin embargo, y aquí hay una sospecha que a veces me asombra, posiblemente El desterrado sea la novela mía que más se volverá a leer.

En la «Nota flotante» que funciona como epílogo a El libro flotante..., hay una apología de «la condición anárquica del escritor». Allí justificas el entrecruzamiento de géneros y hablas de «la carencia en lengua española al separar novela, pensamiento y poesía». ¿Es tan esquemática y estructurada nuestra literatura en relación a otras?

Con los pocos casos de excepción, lo es. Todavía se mantiene, en su tradición fuerte o mayor, una especie de escepticismo y desconfianza a combinar novela, pensamiento y poesía. Sobre todo de quienes vienen de la novela y que la consideran una simple plataforma para contar historias realistas. Los pensadores y los poetas son muchos más generosos y abiertos, más dúctiles. No es gratuito que los novelistas más innovadores de la lengua española tengan algún vinculo con la poesía o con el ensayo, sea porque han escrito poesía o ensayo, o porque la han traducido, o porque son grandes lectores de poesía y ensayo. Son los raros, y por eso mismo confirman la regla.

¿Tiene algo que ver esta postura tuya con que en Kazbek o En el libro flotante... aparezca de manera explícita y de forma asidua la palabra juego?

No lo había notado… Es verdad. Si perdemos la capacidad para jugar nuestras novelas se volverán tochos serios y representativos y no dejarán que pase a través de nuestros libros ese aire liberador al que debemos darle empuje, esa brisa que nace de adentro. Cada vez trato de jugar más con mis libros. El juego, a fin de cuentas, hace cosquillas, busca al menos la sonrisa. De manera que sí, una novela es un complejo y arriesgado juego mental que hace cosquillas. A veces cosquillas terribles.

Kazbek, como la poesía, trabaja desde lo que denominas la «disponibilidad del artista». Esa idea se resume en que este debe aprender a dejar espacio a lo imprevisto, escucharse a sí mismo y saber «ir a la contra de lo que pretendía escribir». ¿Qué suele anteponer un autor experimentado como tú para evitar escribir sobre lo que de verdad quiere?

Hay muchas cosas. La tentación siempre está ahí y hay que vencerla. A veces hay que hacerle creer que has caído y luego subvertirla desde dentro. No es fácil para el escritor tal como está la situación hoy en día sobre los criterios de valor de una obra por sus ventas o su impacto o la prisa por publicar o las exigencias de los editores, y lo que es peor, la autocensura del propio escritor que sabe que está haciendo concesiones y que sabiéndolo las hace. Luego está la competitividad de las ventas o las traducciones o la firma de libros. Todo es absurdo, pero es real. Pero el verdadero disfrute es no querer complacer a nadie, sino retarse a uno mismo como escritor. Lo siento si los lectores creen que escribo para complacerlos. Lo que quiero es respetarlos, y eso es muy distinto, y respetar a un tipo de lector que creo que es el idóneo para mis libros. En realidad, quien mejor lo explicó fue Piet Mondrian, cuando dijo que no le interesaba hacer cuadros, sino descubrir cosas. Quisiera descubrir cosas, y para hacerlo hay que quitarse ciertos velos que nos tiende la realidad común. No es fácil, pero créeme que es divertido.

Kazbek defiende el «Libro de Pequeño Formato» frente la «Gran Novela» o «La Novela Total». ¿Pueden entenderse sus 117 páginas como una autocrítica frente a las 438 de El libro flotante...?

Fíjate que Orhan Pamuk dijo algo muy interesante sobre la identidad del escritor, que debe ser capaz de salir de su identidad porque de lo contrario no podría entender ni crear la identidad de otros personajes. Estoy de acuerdo con él. A mí me gusta alejarme de mis propios libros, discutir con ellos, llevarles la contra. Sí, Kazbek es una autocrítica frente a El libro flotante de Caytran Dölphin, que a su vez es una autocrítica de El desterrado. Ya en El libro flotante le llevaba la contra a su narrador la posibilidad abierta en ese libro paralelo que es su página web www.libroflotante.net. En el fondo, es lo que siempre sostengo: que el reto es sólo con uno mismo, contra uno mismo. Lo divertido es que algunos lectores asumen posturas defendiendo el libro mío con el que se identifican y discuten frente a los otros. Y entonces yo desaparezco y dejo que el diálogo continúe por su cuenta.

¿Y cómo dialoga este «Libro de Pequeño Formato» con dos novelas en forma de diario que aluden, según tú, a la «Novela Imposible», como La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, y La novela luminosa, de Mario Levrero?

Estos dos son grandes maestros periféricos. Pero es que es cierto. La novela es un imposible. Y ellos hieren la idea de esa consecución porque enfrentan la noción de la Gran Obra, no porque no les interese hacer un gran libro, sino porque quieren rebatir una idea que está en la raíz de Occidente, y que es el remitirse a un libro sagrado, fundacional, y hasta diría fundamentalista. Ribeyro y Levrero, y podríamos decir Macedonio y Onetti y Aira y Borges y Goytisolo y Vila-Matas, vienen desde los márgenes, que es como decir que vienen de Oriente. Todos ellos son autores chinos. Están en contra de ese texto sagrado fundacional. He leído hace poco los ensayos de François Jullien donde precisamente habla de que la cultura china no piensa en un texto sagrado o canónico, que su visión es otra, la de un recorrido, o mejor dicho, la de un recorrer. Hay una mitificación del libro en Occidente. ¿Resulta curioso que un autor que gusta de lo metaliterario abogue por la desmitificación del libro? Entonces habría que replantear el término metaliterario, ya que significaría, etimológicamente, lo que está más-allá-de-lo-literario.


LA VOZ ES EL SOPORTE,
EL OÍDO ES QUIEN DECIDE

En El libro flotante..., Iván Romano —el narrador— habla de que el hermano de Caytran Dölphin «rechazaba en bloque toda la pintura figurativa, de corte clásico, europea» y que le gustaban «los expresionistas abstractos como Arshile Gorky, De Kooning o Pollock». Valga la analogía pictoliteraria: ¿sería esa una buena manera de etiquetar el estilo hacia el que tiende Leonardo Valencia?

No etiquetemos. Pero todavía los novelistas deberíamos aprender de lo que ha pasado en el siglo XX en pintura y escultura. Me gustaría ver, por ejemplo, una novela que se aproxime al Marsyas de Anish Kapoor. Los poetas y los cuentistas ya lo han hecho hace mucho tiempo y lo siguen haciendo. Los novelistas se han vuelto paisajistas y retratistas a la manera de los flamencos. Exquisitos, sí, pero para museos.

Tu obra aborda el asunto del desarraigo, de las «raíces flotantes», como diría Iván Romano. Sin nombrarlo, planteas cierto vagabundeo lingüístico; de hecho, en tu español resulta imposible identificarte como ecuatoriano, y sin embargo tu lenguaje es rico en matices. ¿Qué decisiones tomaste o tomas a la hora de asimilar influencias lingüísticas de los países donde has vivido?

Mi oído es el que toma las decisiones. Escribo de oído y depende del tono que pida cada libro. Mis fuentes son claras, por las ciudades en las que he vivido: Guayaquil, Quito, Roma, Lima y Barcelona. Las huellas están escritas.

Algo que me llamó la atención cuando he leído en tu web o te he escuchado en tus conferencias es que pareces haber acuñado algunos términos para delimitar ciertos conceptos literarios. Por ejemplo, ¿a qué llamas «ficción progresiva» o «idea móvil del libro»?

La ficción progresiva es la idea de que, más que libros, trabajamos en mundos ficcionales y que los libros son un recorrido, que no son estáticos, sino potenciales en un sentido diferente al del movimiento. A mí me cuesta desprenderme de un personaje. Lo sigo viendo, lo imagino, queda mucho que contar de él que él mismo se ha encargado de ocultar. Un libro es una fuerza en potencia donde todo resuena. La idea del libro móvil, como La luna nómada que crece en cada edición con nuevos cuentos y que sea mi único libro de cuentos, va contra la idea de cerrar canónicamente un libro, que es una idea religiosa o, mejor dicho, eclesiástica. Si el novelista es alguien que pone en diálogo voces que incluso son contrapuestas, eso puede implicar también el que sus propios libros se rebatan a sí mismos.

Aludes al libro como un mero «soporte para el mundo ficcional» y sostienes que «no hay tener miedo de los nuevos formatos: los mundos ficcionales son superiores al libro». ¿Cómo imaginas las novelas en el 2050, por ejemplo?

No tengo la menor idea de cómo podrán ser en 2050. Tendré 81 años cuando eso ocurra. Sea lo que sea que ocurra, estaré alerta, sonriendo y apoyando las travesuras que hagan los descubridores de cosas. Pero algo no va a cambiar. Seguiré leyendo en voz alta los fragmentos y textos y poemas que me gustan. Ese es el soporte que va a durar más: la voz humana.

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Leonardo Valencia exprés. Guayaquil (Ecuador, 1969). Realizó estudios de Ciencias Sociales y Políticas y se doctoró en Literatura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Dirige el Laboratorio de Escritura de Barcelona y fue seleccionado para el Festival Bogotá 39 como uno de los 39 autores más destacados de la nueva literatura latinoamericana.

Cuento

La luna nómada (1995, 1998, 2004).

Novela

El desterrado (Debate, 2000)
El libro flotante de Caytran Dölphin (Funambulista, 2006)
Kazbek (Funambulista, 2008)

Ensayo

El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008),

En la web

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Editoriales

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Eterna Cadencia (Argentina)



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