26 de mayo de 2009

Pierre Bourdieu

No voy a hacer el ridículo describiendo el estado del mundo mediático, ante personas que lo conocen mejor que yo; personas que se encuentran entre las más poderosas del mundo, de ese tipo de poder que no procede únicamente del dinero, sino del que el dinero puede ejercer sobre los espíritus. Este poder simbólico que, en la mayoría de las sociedades era distinto del poder político o económico, se encuentra hoy concentrado en las manos de las mismas personas que detentan el control de los grandes grupos de comunicación, es decir, del conjunto de los instrumentos de producción y de difusión de los bienes culturales. A estas personas tan poderosas, me gustaría poder someterles a una serie de preguntas, igual que Sócrates hacía con los poderosos de su tiempo (en uno de sus diálogos, él preguntaba, con tanta paciencia como insistencia, qué es el coraje a un general célebre por su coraje; en otro diálogo, a una persona conocida por su piedad, le preguntaba, qué es la piedad, y así sucesivamente, demostrando en cada caso que estas personas no sabían verdaderamente lo que eran).

No pudiendo actuar de la misma manera, quisiera plantear un determinado número de cuestiones, que las personas que están delante de mí, con toda seguridad no se hacen (sobre todo porque no han tenido tiempo), cuestiones todas que convergen en una sola:

Señores del mundo, ¿tienen ustedes el control de su dominio?

O, para decirlo más claro, ¿saben ustedes realmente lo que hacen, lo que están a punto de hacer, así como todas las consecuencias de sus acciones? Son preguntas muy embarazosas a las que Platón respondería con su célebre frase, que también encaja perfectamente aquí: "Ninguna persona es voluntariamente malvada".

Se nos dice que la convergencia tecnológica y económica del audiovisual, de las telecomunicaciones y de la informática, y la confusión resultante de esta convergencia vuelven totalmente inoperantes e inútiles las protecciones jurídicas del audiovisual (por ejemplo, las reglas relativas a las cuotas de difusión de obras europeas). Se nos dice que la profusión tecnológica relacionada con la multiplicación de cadenas temáticas digitales responderá a la demanda potencial de los más diversos consumidores; que todas las demandas recibirán adecuada respuesta. Se nos dice, en suma, que todos los gustos serán satisfechos. Que la competencia, sobre todo cuando está asociada al progreso técnico, es sinónimo de creación. (Podría justificar cada uno de mis asertos con decenas de referencias y de citas demasiado redundantes).

Se nos dice incluso que la competencia de los recién llegados, mucho más poderosos, que proceden de las telecomunicaciones y de la informática, es tal, que el audiovisual difícilmente puede resistir; que las cantidades pagadas por derechos especialmente en materia deportiva son cada vez más elevados; que todo lo que producen y ponen en circulación los nuevos grupos de comunicación, tecnológicamente y económicamente integrados, o lo que es lo mismo, tanto los mensajes televisados como los libros, películas o juegos televisados, es decir todo lo que se conoce bajo la denominación común (catch all) de información, debe ser tratado como una mercancía como cualquier otra, y a la que, por tanto, deben aplicarse las mismas reglas que a cualquier otro producto; y que este producto industrial estándar debe, por tanto, obedecer a la ley común, la ley del beneficio, en detrimento de toda excepción cultural sancionada a través de limitaciones reglamentarias (como el precio fijo del libro o las cuotas de difusión). Finalmente, también se nos dice que la ley del beneficio, es decir, la ley del mercado, es eminentemente democrática, ya que asegura el triunfo del producto elegido por la mayoría.

A cada una de estas ideas podríamos oponer, no ideas, con el riesgo que conlleva de aparecer como un ideólogo perdido en las nubes, sino hechos: a la difundida idea de diferenciación y diversificación extraordinarias de la oferta, podríamos oponer la extraordinaria uniformización de programas de televisión y el hecho de que las múltiples redes de comunicación tienden cada vez más a difundir el mismo tipo de productos, juegos, soap operas, música comercial, relatos sentimentales como la telenovela, series policiales que no ganan nada, sino más bien al contrario, con el hecho de ser francesas, como "Navarro" o alemanas como " Derrick", y tantos y tantos productos que son el resultado de la búsqueda de los máximos beneficios, minimizando los costes; o en otro campo, la creciente homogeneización de los diarios y, más especialmente, de los semanarios.

Otro ejemplo. A las "ideas" de competencia y de diversificación, podríamos oponer el hecho de la extraordinaria concentración de grupos de comunicación, concentración que, como muestra la más reciente fusión, de Viacom y CBS, es decir, de un grupo orientado hacia la producción de contenidos y de otro orientado hacia la difusión, conduce a una integración vertical donde la difusión manda en la producción. Pero lo esencial es que las preocupaciones comerciales y, en particular, la búsqueda del máximo beneficio a corto plazo, se imponen progresivamente, y cada vez de manera más amplia, al conjunto de las producciones culturales. Así, en el campo de la edición de libros, cuestión que he estudiado de cerca, las estrategias de los editores y especialmente de los responsables de los grandes grupos, están claramente orientadas hacia el éxito comercial.

Sobre este particular deberíamos aún plantearnos algunas cuestiones. Me he referido a las producciones culturales. ¿Todavía es posible hablar hoy, y durante cuanto tiempo, de producciones culturales y de cultura? A quienes organizan el nuevo mundo de la comunicación y que son, a su vez, conformados por él, les gusta evocar el problema de la velocidad, de los flujos informacionales y de las transacciones, que cada vez son más rápidas. E indudablemente, y al menos de manera parcial, tienen razón cuando piensan en la circulación de la información y en la rotación de los productos. Dicho esto, la lógica de la velocidad, y la del beneficio, que convergen en la búsqueda del máximo beneficio a corto plazo, (con la medición de las audiencias en la televisión, el éxito de ventas en el libro —y por supuesto en el diario—, el número de entradas en las películas) me parecen incompatibles con la idea de cultura. Cuando, como decía Ernst Gombrich, las "condiciones ecológicas del arte" son destruidas, el arte y la cultura no tardan en morir.

A modo de prueba, podría contentarme con mencionar lo sucedido al cine italiano, que fue uno de los mejores del mundo y que apenas sobrevive gracias a un pequeño puñado de cineastas, lo mismo que el cine alemán, o el de Europa del Este. O la crisis que, a falta de circuitos de difusión, conoce el cine de autor. Sin hablar de la censura que los distribuidores de películas pueden imponer a ciertos filmes, siendo el más conocido el caso de Pierre Carles. O incluso, el destino de tal o cual cadena de radio cultural, hoy día condenada a su desaparición en nombre de la modernidad, de las audiencias y de las connivencias mediáticas.

Para comprender verdaderamente lo que significa la reducción de la cultura a la condición de mero producto comercial, debemos recordar cómo se constituyeron los universos de producción de las obras que nosotros, en el ámbito de las artes plásticas, de la literatura o del cine, consideramos universales. Todas estas obras, que están expuestas en los museos, todas estas obras de la literatura que han llegado a ser clásicas, todas estas películas conservadas en las filmotecas, son el producto de universos sociales que se han ido constituyendo poco a poco, alejándose de las normas vigentes de su tiempo y, en particular, de la lógica del beneficio.

Un ejemplo, para entendernos: el pintor del Quattrocento tuvo que luchar, —lo sabemos a través de la lectura de los contratos— contra quienes les encargaban las obras, para conseguir que éstas dejasen de ser consideradas como simples productos, valoradas en función de la superficie pintada y el precio de los colores empleados. Tuvo que luchar para obtener el derecho a la firma, o lo que es lo mismo, el derecho a ser tratado como un autor, y también para que se le reconocieran, desde una fecha bastante reciente, lo que se ha dado en llamar derechos de autor (Beethoven todavía luchaba por este derecho). Tuvo que batallar por la rareza, la singularidad, la calidad; tuvo que luchar también, con la colaboración de los críticos, de los biógrafos, de los profesores de historia del arte, etcétera, para imponerse como artista, como "creador".

Todo esto es precisamente lo que se encuentra hoy amenazado por la reducción de la obra a un producto y a una mercancía. Las actuales luchas de los cineastas por el final cut y contra la pretensión del productor de retener el derecho final sobre la obra, son el equivalente a las luchas que mantenía el pintor del Quattrocento. Los pintores necesitaron casi cinco siglos para conquistar el derecho a escoger los colores empleados, la manera de emplearlos y, finalmente, el derecho a escoger el tema, especialmente haciéndolo desaparecer, como en el arte abstracto, con gran escándalo del patrocinador burgués. De la misma manera, para que exista un cine de autor, se precisa de todo un universo social, de pequeñas salas y de filmotecas, proyectando películas clásicas, y frecuentadas por los estudiantes; de cine clubs animados por profesores de filosofía cinéfilos formados en la asistencia a las citadas salas; de experimentados críticos que escriben en Cahiers du cinéma; de cineastas que han aprendido su oficio visionando películas, de las que luego daban cuenta en estos Cahiers. En resumen, un medio social en el cual un cierto tipo de cine tiene valor, es reconocido.

Son estos universos sociales —hoy amenazados por la irrupción del cine comercial y por la dominación de los grandes difusores—, con los que los productores –salvo cuando ellos son también difusores- deben contar. Sin embargo, como consecuencia de una larga evolución, han entrado hoy en un proceso de "involución"; representan una vuelta atrás, de la obra al producto, del autor al ingeniero o al técnico que, utilizando recursos técnicos —los famosos efectos especiales— y vedettes —unos y otros tremendamente costosos—, tienden a manipular o a satisfacer las pulsiones primarias del espectador (anticipadas muchas veces gracias a las investigaciones de otros técnicos, los especialistas en marketing).

Reintroducir el reino de lo "comercial" en universos que han sido construidos poco a poco contra él, significa poner en peligro las más grandes obras de la humanidad: el arte, la literatura e incluso la ciencia. No pienso que alguien pueda realmente querer esto. Por eso, al principio, evocaba la célebre fórmula platónica: "ninguna persona es malvada voluntariamente". Si es realmente cierto que las fuerzas de la tecnología -aliadas con las fuerzas de la economía, la ley del beneficio y de la competencia-, amenazan a la cultura, ¿qué se puede hacer para contrarrestar este movimiento? ¿Qué se puede hacer para reforzar las oportunidades de aquellos que no pueden existir sino en el largo plazo, es decir, de aquellos que, como los pintores impresionistas de antaño, trabajan para un mercado póstumo?

Sin duda necesitaría mucho más tiempo, pero quisiera convencerles de que cuando se trata de libros, de películas o de cuadros, la búsqueda del máximo beneficio inmediato no obedece necesariamente a la lógica del interés bien entendido: identificar la búsqueda del máximo beneficio con la búsqueda de la máxima audiencia, es exponerse a perder el público actual, sin conquistar otro, es decir, a perder el público relativamente restringido, constituido por aquellas personas que leen mucho, frecuentan asiduamente los museos, los teatros y las salas de cine, sin, ganar, a un tiempo, nuevos lectores o espectadores ocasionales.

Si se sabe que, al menos en todos los países desarrollados, no para de crecer la edad de escolarización así como el nivel medio de formación, y como consecuencia de esto aumentan todas las prácticas muy relacionadas con el nivel de formación (asistencia a museos o teatros, lectura, etc.), podemos pensar que una política de inversión económica en los productores y en los productos llamados de "calidad" puede ser incluso económicamente rentable, al menos a medio plazo (si bien a condición de contar con los servicios de un sistema educativo eficaz). De esta forma, no se trata de elegir entre la “mundialización”, es decir la sumisión a las leyes del comercio, y por tanto al reino de lo “comercial” -que es siempre lo contrario de lo que más o menos y de manera universal se entiende por cultura-, y la defensa de las culturas nacionales o de tal o cual forma de nacionalismo o localismo cultural.

Los productos kitsch de la “mundialización” comercial, como el pantalón vaquero, la Coca-Cola, la soap opera, o la película comercial con efectos especiales y de gran éxito, o incluso, la world fiction, cuyos autores pueden ser italianos o ingleses, se oponen, bajo todo punto de vista, a los productos de la internacional literaria, artística y cinematográfica, cuyo centro está en todas partes y en ninguna. Esto no entraña ninguna contradicción con el hecho de que hace tiempo París hubiera sido, y puede que lo continúe siendo, lugar de una tradición nacional de internacionalismo artístico, lo mismo que Londres y Nueva York. De la misma forma que Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett o Gombrowicz, productos puros de Irlanda, de los Estados Unidos, de Checoeslovaquia o de Polonia se han hecho en París, un mismo número de cineastas contemporáneos como Kaurismaki, Manuel de Oliveira, Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami, y tantos otros, no existirían sin esta internacional literaria, artística y cinematográfica, cuya sede social está ubicada en París. Sin duda porque es allí donde, por razones estrictamente históricas, después de mucho tiempo, se constituyó, y ha conseguido sobrevivir el microcosmos de productores, de críticos y de receptores experimentados, que son necesarios para la supervivencia del arte.

Hacen falta, lo repito, muchos siglos para que existan productores que produzcan para mercados póstumos. Resulta, por tanto, incorrecto exponer el problema, como a menudo se viene haciendo, mediante la oposición de una “mundialización” y un mundialismo que estarían del lado de la potencia económica y comercial -así como del progreso y de la modernidad-, y un nacionalismo, apegado a formas arcaicas de conservación de la soberanía. Se trata, de hecho, de una lucha entre una potencia comercial que pretende universalizar los intereses particulares del comercio y de quienes lo dominan, y una resistencia cultural, basada en la defensa de las obras universales, producidas por la internacional desnacionalizada de los creadores.

Quisiera acabar con una anécdota histórica, que tiene también relación con la velocidad y que explicará bien, lo que, según mi opinión, debieran ser las relaciones que un arte liberado de las presiones del comercio podría mantener con los poderes temporales. Se cuenta que Miguel Ángel, cuidaba tan poco las formas protocolarias, en su relación con el Papa Julio II, que era quien le encargaba las obras, que éste estaba obligado a sentarse muy rápidamente, para así evitar que Miguel Ángel se sentara antes que él. En un sentido o en otro, podrá decirse que aquí, he intentado perpetuar, muy modestamente, aunque de manera fiel, la tradición, inaugurada por Miguel Ángel, de distancia, en relación a los poderes, y especialmente a estos nuevos poderes que son las potencias conjugadas del dinero y de los medios de comunicación.

*

Pierre Bourdieu pronunció este discurso, Cuestiones a los verdaderos amos del mundo, el lunes 11 de octubre de 1999, en París, ante el Consejo Internacional del Museo de la Televisión y de la Radio (MTR). Días después, Le Monde, publicaba su texto el jueves 14 de octubre de 1999, p. 18.)

Fuente: Pierre Bourdieu.blogspot.com

17 de mayo de 2009

Arturo Pérez Reverte vs Robert Musil



Alguien podría creer que los humoristas de Muchachada Nui exageran sobre el testicular legionario de las letras españolas, don Arturo Pérez Reverte; pero no, en absoluto, este ex corresponsal de guerra amigo de Javier Marías sólo escribe para machos, para aguerridos lectores con los cojones bien puestos, para valientes que van por la vida con un cuchillo entre los dientes y gotas de sangre española chorreando por la comisura de los labios. Acabo de abrir Cabo Trafalgar y su inicio dice así (no tienen desperdicio las dos primeras líneas de diálogo):
El teniente de navío Louis Quelennc, de la Marina Imperial francesa, está a punto de figurar en los libros de Historia y en este relato, pero no lo sabe. De lo contrario, sus primeras palabras al amanecer el 29 de vendimiario del año XIV, o sea, el 21 de octubre de 1805, habrían sido otras.

—Hijos de la gran puta.

La cubierta mojada de la Incertain se balancea bajo sus pies en la marejadilla, unas treinta millas al sudoeste de Cádiz. Poco más o menos. Comparada con la que va a caer de aquí a nada, la Incertain es una piltrafa náutica: una balandra de dieciséis cañones. Los ingleses la llaman cúter: cortador. Pero ya se sabe que los ingleses siempre fueron en exceso tajantes para sus cosas. Mejor balandra. Y encima, volviendo a lo de los cañones que artilla Quelennec, a su balandra, o cúter, como se diga, la han aligerado de cuatro para que navegue más veloz. Aun así, la embarcación parece arrastrarse entre la niebla que gotea la humedad por la jarcia y los puños de las velas. Cric, croc. Crujiendo al balancearse de banda a banda, como si gimieran sus cuadernas doloridas. Apenas hay viento, y sólo una brisa leve hincha a ratos las lonas que cuelgan como ropa sucia del palo y los estays, o agita la bandera mercante portuguesa izada en el pico de la cangreja. La pirula de la bandera es normal. En el mar todos juegan sucio y mienten como bellacos.

—Hijos de la gran puta —repite el comandante.

Lo repite en francés, naturalmente. Fils de la grande putain, o algo así. Pero se le entiende. El timonel y el piloto, que están detrás, junto a la biblioteca, se miran sin decir ni pío. El ayudante del piloto, que también está cerca, no se entera de nada porque es español. Como era de esperar, se llama Manolo y es bajito, moreno, con una sola ceja negra. De Conil de la Frontera, por más señas. Provincia de Cádiz, o sea, de allí mismo. Por eso lo han embarcado de ayudante sin preguntarle lo que opina al respecto. Por la cara. Manuel Correjuevos Sánchez, patrón de pesca, contrabandista, padre de familia. Lo típico. Para los gabachos, Manoló Coguegüevos. Cada vez que oye a uno de éstos llamarlo por su apellido, al ayudante del piloto le sienta como una patada en los mismos.

—Llámame Manolo zi no le importa. Mezié.
*

Acojonante, ¿no? Pues, además de vender libros como churros, este señor es miembro de la Real Academia de la Lengua. Como diría Cortázar, «Es muy impresionante».

PD 01: Imperdible este magistral artículo, La potencia de Pérez, que publicó Rafael Reig en su blog y que está recogido en su libro Visto para sentencia.

PD 02: Cabo Trafalgar está dedicado a Juan Marsé... Me quedé pensando y se me ocurrió que quizá fuera porque Pérez Reverte darío un brazo —en el sentido literal del término, por supuesto— por escribir el cuento Teniente Bravo, del reciente Premio Cervantes. ¿Estaré en lo cierto?

8 de mayo de 2009

Luis Britto

RUBÉN NO. Estudia Rubén no te jubiles Rubén no fumes Rubén no salgas con tus amigos Rubén no te pelees Rubén, Rubén no te montes en la parrilla de las motos Rubén estudia la química Rubén no trasnoches Rubén no corras Rubén no ensucies tantas camisas Rubén saluda a tu tía Paulina Rubén no andes en pandilla Rubén no seas tan enamorado, Rubén no hables tanto, estudia la matemática Rubén Rubén no te metas con la muchacha del servicio Rubén no pongas tan alto la radio Rubén no cantes serenatas Rubén no te pongas de delegado de curso Rubén no te comprometas Rubén no te vayas a dejar raspar Rubén no le respondas a tu madre Rubén, Rubén córtate el pelo, coge ejemplo Rubén.

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Microcuento de Luis Britto, extraído de La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, VV.AA.
Compilación de David Lagmanovich.
Editorial Menoscuarto, Palencia, 2005.