28 de enero de 2009

Boquitas pintadas, Manuel Puig

Leí en estos días Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Me gustó mucho. Llevo dos de dos (también frecuenté hace poco El beso de la mujer araña) con este autor argentino, al que sin saber muy bien por qué había relegado y relegado entre mis lecturas. Y menos mal que he desecho el entuerto: es de esos autores cuyos libros quiero tener cerca para releer y vacunarme frente a tanto virus de la modernidad como anda suelto. Etiquetado desde siempre como «escritor pop» y denostado por parte algunos integrantes del boom latinoamericano, lo encuentro un narrador imprescindible y mucho más moderno que tanto posmo que pulula por los suplementos literarios actuales.

A continuación rescato algunas ideas que he anotado mientras leía el libro, un novelón con historias de amor de provincias en forma de folletín por entregas (abandonen ya mismo la sala los sesudos prohombres de la literatura que no enfrentan nada que esté por debajo de Robert Musil o James Joyce). Por mi parte, afiebrado, con dolor en la amígdala derecha y convaleciente en la cama, me pongo a teclear algunas ideas antes de que me invada la pereza. O me tumbe del todo el resfriado.

I

Hoy que, cualquier producto literario envasado en capítulos breves, servido con una estructura fragmentaria y aderezado con un desarrollo no lineal, es susceptible de ser vendido como el paradigma de la cultura pop, la biblia de la posmodernidad o cualquier otra etiqueta vanguardista es un buen momento para redescubrir a Manuel Puig (General Villegas, Argentina, 1932). Como suele pasar en esta vida, los elixires de la eterna juventud que algunos intentan vendernos como novedosos en los escaparates del siglo XXI resulta que están inventados desde hace tiempo. ¿Qué hay que hacer para acceder a ellos? Por ejemplo, renunciar a tanta referencia estadounidense y ser algo más permeable a la literatura hispanoamericana. Los del otro lado del Atlántico nos llevan mucha ventaja en términos literarios. Cuarenta años de dictadura y tanto estado del bienestar primermundista no pasan en balde.

II

Manuel Puig me parece un autor imprescindible. Qué dominio del lenguaje oral y del tiempo en los diálogos, qué manera de dotar de contenido a un experimento formal; pero, sobre todo, qué manera de fabricar literatura popular permitiéndose toda clase de libertades a la hora del cómo suministrarle la información al lector... Aunque es un lugar común y ya está mil veces dicho, conviene avisar al lector despistado: Boquitas pintadas o El beso de la mujer pantera ¡están construidas sin narrador! Y sin embargo tienen un ritmo, una legibilidad y una profundidad narrativa admirables. Como se estila decir ahora cuando uno quiere estar en sintonía con las nuevas tendencias: qué bien hace dialogar Puig a la alta con la baja cultura... Claro, que Boquitas pintadas es de 1972.

III

Según explica Cabrera Infante en el prólogo, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges despreciaban a Manuel Puig. La frase del segundo a un periodista sobre Boquitas pintadas es genial: «Imagínese. Una novela de Max Factor»... Me parece una buena definición sobre qué es y qué debe provocar una novela verdaderamente pop en los ratoncitos de biblioteca, tan ocupados ellos en hablar con pompa y marcialidad de la existencia. Por cierto, ya que estoy: qué enciclopédico y aburrido el lenguaje barroco de Borges en Historia universal de la infamia, y qué rico y lleno de matices el lenguaje folletinesco de Manuel Puig aquí.

(La comparación viene porque me compré los dos libros a la vez en los saldos de la Cuesta de Moyano. Empecé el primero y lo abandoné a la mitad. Comencé el segundo, y me fascinó. Cosas de la literatura: Borges no me toca como me tocaba antes, parece.)

IV

Puig escribe con una libertad infinita. Intercala las cartas que se envían los personajes, descripciones de álbumes fotográficos, notas tomadas de una agenda personal, informes policiales, monólogos interiores, escenas dialogadas... Y con todo ello hilvana una narración multipunto de vista —perdón por el palabro—, estructurada con una lógica no lineal, sin narrador, con formidables e imprevisibles elipsis narrativas y saltos en el tiempo... Y lo mejor de todo: sin que por ello el lector sienta que ese libro sólo lo entenderán los académicos, los críticos, otros escritores o los miembros de la misma secta que uno. Al contrario, sorprende y hace sentir inteligente a cualquier lector, no sólo a una mínima parte de ellos.

V

Ya lo reseñé en El beso de la mujer araña; pero no está de más volver a insistir: jamás había leído a nadie con una capacidad como la de este autor para hacer atractiva la descripción de la ropa. En esta novela es menos acusado que en la otra, pero aun así aparece de nuevo esa minuciosa delicadeza que lo distingue.

De todos modos sacó del armario el flamante uniforme de Suboficial de policía y pasó la yema de los dedos por la gabardina de la chaqueta y los pantalones, por el cuero lustroso de las botas, por los hilos dorados de las charreteras, por los botones de metal, todos exactamente iguales, sin defectos de fabricación, bruñidos, cosidos a la gabardina con hilo doble.
Cosidos a la gabardina con hilo doble... Ay, qué feliz serías en Chueca, Manuel.

VI

Llevo un rato pensando cómo ponerlo, pero no encuentro cómo meter en un mismo párrafo que Boquitas pintadas me evocó una mezcla de tres autores españoles, cada cual costumbrista a su manera y en su tiempo. A ver, siento que esta novela es algo así como Entre visillos (1957), de Carmen Martín Gaite; la segunda parte de Cinco horas con Mario (1966), de Miguel Delibes, y todo ello pasado por el cerebro kitsch de Pedro Almodóvar. Es una mezcla curiosa, lo sé; pero me lo sugiere el estudio de los usos amorosos de las mujeres en sociedades machistas, la enunciación de los tabúes y tópicos sociales de la época o esa irónica mirada gay sobre una sociedad poco inclusiva con ellos. Lo de usar autores patrios, no sé, quizá sea por exagerar la distancia literaria entre ambas orillas.

(Nota al paso: Almodóvar salió de un pueblo llamado Calzada de Calatrava, y Puig de uno llamado General Villegas. Los dos adoran el cine... Aunque sin rotundidad académica, quede constancia de estos nexos.)

VII

Me maravilla cómo Puig elige subgéneros —en este caso, el folletín— y temáticas denostadas por los Grandes Escritores para experimentar y lograr eso que denominan «alta literatura». Cómo puede urdir historias de telenovela, dotar de una honda psicología a los personajes y, a la vez, usar lugares comunes del habla como «¡casada con un médico! Lo que todas las chicas sueñan», «Me ama un muchacho bueno, pero de incierto porvenir» o «Mire, yo me voy a morir con esta vida que hago, nada más que trabajar en la casa y renegar de los chicos». Pero sobre todo me gusta esa mirada tan suya para dibujar un personaje común con un solo trazo, sin caer en la cursilería o lo manido: «Raba pensó en que el día había sido liviano, sin cortinados que lavar o pisos de madera que rasquetear». Ya está, el lector ya saben quién es Raba.

VIII

Se presenta como un libro liviano, de entretenimiento; sin embargo, hay que ver qué mirada incisiva sobre las fuentes del machismo o las aspiraciones de la clase media provinciana, y sin eludir uno solo de los tópicos: la virginidad, el servilismo, el racismo contra los morochos, el miedo a quedarse soltera, los círculos de arpías comentalotodo, la lucha de clases, la emigración a la gran urbe... No se deja nada en la gatera Puig. Y, por la época que narra, más o menos entre 1932 y 1968, la novela puede leerse como una suerte de aquí vengo, en este caldo de cultivo me trajeron al mundo y comencé a sobrevivir. Vamos, que la Argentina debió de ser un país difícil para Manuel Puig a la hora de encontrar su identidad.


*

Eso tenía yo para anotar. Por ahora ya está, que me sube la fiebre y me duelen todas las articulaciones. Mañana será otro día (espero).

Boquitas pintadas, Manuel Puig.
Seix Barral, Barcelona 1972.

2 comentarios:

  1. Este cansancio que te produce lo posmoderno, me parece que quizá tenga que ver con lo que le pide Victor García Antón, en el post de anteabajo, a un texto: Verdad.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Y sí, Manuel, algo de eso hay. Y es que ya lo decía Kafka: hay que ser la verdad, el texto debe convencer desde la imperiosa necesidad por contar lo que dice... O como le pedía Chéjov a los actores de sus obras de teatro: más 'ser' y menos 'representar'.

    Abrazo.

    ResponderEliminar