28 de enero de 2009

Boquitas pintadas, Manuel Puig

Leí en estos días Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Me gustó mucho. Llevo dos de dos (también frecuenté hace poco El beso de la mujer araña) con este autor argentino, al que sin saber muy bien por qué había relegado y relegado entre mis lecturas. Y menos mal que he desecho el entuerto: es de esos autores cuyos libros quiero tener cerca para releer y vacunarme frente a tanto virus de la modernidad como anda suelto. Etiquetado desde siempre como «escritor pop» y denostado por parte algunos integrantes del boom latinoamericano, lo encuentro un narrador imprescindible y mucho más moderno que tanto posmo que pulula por los suplementos literarios actuales.

A continuación rescato algunas ideas que he anotado mientras leía el libro, un novelón con historias de amor de provincias en forma de folletín por entregas (abandonen ya mismo la sala los sesudos prohombres de la literatura que no enfrentan nada que esté por debajo de Robert Musil o James Joyce). Por mi parte, afiebrado, con dolor en la amígdala derecha y convaleciente en la cama, me pongo a teclear algunas ideas antes de que me invada la pereza. O me tumbe del todo el resfriado.

I

Hoy que, cualquier producto literario envasado en capítulos breves, servido con una estructura fragmentaria y aderezado con un desarrollo no lineal, es susceptible de ser vendido como el paradigma de la cultura pop, la biblia de la posmodernidad o cualquier otra etiqueta vanguardista es un buen momento para redescubrir a Manuel Puig (General Villegas, Argentina, 1932). Como suele pasar en esta vida, los elixires de la eterna juventud que algunos intentan vendernos como novedosos en los escaparates del siglo XXI resulta que están inventados desde hace tiempo. ¿Qué hay que hacer para acceder a ellos? Por ejemplo, renunciar a tanta referencia estadounidense y ser algo más permeable a la literatura hispanoamericana. Los del otro lado del Atlántico nos llevan mucha ventaja en términos literarios. Cuarenta años de dictadura y tanto estado del bienestar primermundista no pasan en balde.

II

Manuel Puig me parece un autor imprescindible. Qué dominio del lenguaje oral y del tiempo en los diálogos, qué manera de dotar de contenido a un experimento formal; pero, sobre todo, qué manera de fabricar literatura popular permitiéndose toda clase de libertades a la hora del cómo suministrarle la información al lector... Aunque es un lugar común y ya está mil veces dicho, conviene avisar al lector despistado: Boquitas pintadas o El beso de la mujer pantera ¡están construidas sin narrador! Y sin embargo tienen un ritmo, una legibilidad y una profundidad narrativa admirables. Como se estila decir ahora cuando uno quiere estar en sintonía con las nuevas tendencias: qué bien hace dialogar Puig a la alta con la baja cultura... Claro, que Boquitas pintadas es de 1972.

III

Según explica Cabrera Infante en el prólogo, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges despreciaban a Manuel Puig. La frase del segundo a un periodista sobre Boquitas pintadas es genial: «Imagínese. Una novela de Max Factor»... Me parece una buena definición sobre qué es y qué debe provocar una novela verdaderamente pop en los ratoncitos de biblioteca, tan ocupados ellos en hablar con pompa y marcialidad de la existencia. Por cierto, ya que estoy: qué enciclopédico y aburrido el lenguaje barroco de Borges en Historia universal de la infamia, y qué rico y lleno de matices el lenguaje folletinesco de Manuel Puig aquí.

(La comparación viene porque me compré los dos libros a la vez en los saldos de la Cuesta de Moyano. Empecé el primero y lo abandoné a la mitad. Comencé el segundo, y me fascinó. Cosas de la literatura: Borges no me toca como me tocaba antes, parece.)

IV

Puig escribe con una libertad infinita. Intercala las cartas que se envían los personajes, descripciones de álbumes fotográficos, notas tomadas de una agenda personal, informes policiales, monólogos interiores, escenas dialogadas... Y con todo ello hilvana una narración multipunto de vista —perdón por el palabro—, estructurada con una lógica no lineal, sin narrador, con formidables e imprevisibles elipsis narrativas y saltos en el tiempo... Y lo mejor de todo: sin que por ello el lector sienta que ese libro sólo lo entenderán los académicos, los críticos, otros escritores o los miembros de la misma secta que uno. Al contrario, sorprende y hace sentir inteligente a cualquier lector, no sólo a una mínima parte de ellos.

V

Ya lo reseñé en El beso de la mujer araña; pero no está de más volver a insistir: jamás había leído a nadie con una capacidad como la de este autor para hacer atractiva la descripción de la ropa. En esta novela es menos acusado que en la otra, pero aun así aparece de nuevo esa minuciosa delicadeza que lo distingue.

De todos modos sacó del armario el flamante uniforme de Suboficial de policía y pasó la yema de los dedos por la gabardina de la chaqueta y los pantalones, por el cuero lustroso de las botas, por los hilos dorados de las charreteras, por los botones de metal, todos exactamente iguales, sin defectos de fabricación, bruñidos, cosidos a la gabardina con hilo doble.
Cosidos a la gabardina con hilo doble... Ay, qué feliz serías en Chueca, Manuel.

VI

Llevo un rato pensando cómo ponerlo, pero no encuentro cómo meter en un mismo párrafo que Boquitas pintadas me evocó una mezcla de tres autores españoles, cada cual costumbrista a su manera y en su tiempo. A ver, siento que esta novela es algo así como Entre visillos (1957), de Carmen Martín Gaite; la segunda parte de Cinco horas con Mario (1966), de Miguel Delibes, y todo ello pasado por el cerebro kitsch de Pedro Almodóvar. Es una mezcla curiosa, lo sé; pero me lo sugiere el estudio de los usos amorosos de las mujeres en sociedades machistas, la enunciación de los tabúes y tópicos sociales de la época o esa irónica mirada gay sobre una sociedad poco inclusiva con ellos. Lo de usar autores patrios, no sé, quizá sea por exagerar la distancia literaria entre ambas orillas.

(Nota al paso: Almodóvar salió de un pueblo llamado Calzada de Calatrava, y Puig de uno llamado General Villegas. Los dos adoran el cine... Aunque sin rotundidad académica, quede constancia de estos nexos.)

VII

Me maravilla cómo Puig elige subgéneros —en este caso, el folletín— y temáticas denostadas por los Grandes Escritores para experimentar y lograr eso que denominan «alta literatura». Cómo puede urdir historias de telenovela, dotar de una honda psicología a los personajes y, a la vez, usar lugares comunes del habla como «¡casada con un médico! Lo que todas las chicas sueñan», «Me ama un muchacho bueno, pero de incierto porvenir» o «Mire, yo me voy a morir con esta vida que hago, nada más que trabajar en la casa y renegar de los chicos». Pero sobre todo me gusta esa mirada tan suya para dibujar un personaje común con un solo trazo, sin caer en la cursilería o lo manido: «Raba pensó en que el día había sido liviano, sin cortinados que lavar o pisos de madera que rasquetear». Ya está, el lector ya saben quién es Raba.

VIII

Se presenta como un libro liviano, de entretenimiento; sin embargo, hay que ver qué mirada incisiva sobre las fuentes del machismo o las aspiraciones de la clase media provinciana, y sin eludir uno solo de los tópicos: la virginidad, el servilismo, el racismo contra los morochos, el miedo a quedarse soltera, los círculos de arpías comentalotodo, la lucha de clases, la emigración a la gran urbe... No se deja nada en la gatera Puig. Y, por la época que narra, más o menos entre 1932 y 1968, la novela puede leerse como una suerte de aquí vengo, en este caldo de cultivo me trajeron al mundo y comencé a sobrevivir. Vamos, que la Argentina debió de ser un país difícil para Manuel Puig a la hora de encontrar su identidad.


*

Eso tenía yo para anotar. Por ahora ya está, que me sube la fiebre y me duelen todas las articulaciones. Mañana será otro día (espero).

Boquitas pintadas, Manuel Puig.
Seix Barral, Barcelona 1972.

20 de enero de 2009

Curso de Librería, Fernando San Basilio

«No sirve de nada todo lo que sabéis, vuestra cultura literaria, si no sabéis vender...». Decir unas cuantas verdades del barquero respecto del «estado real del sector del libro» es el propósito de Curso de Librería. Su autor, Fernando San Basilio, no pretende mucho más que eso con esta novela: poner en circulación una historia que denuncia cómo el marketing se ha convertido en la poética literaria imperante. Leído así, San Basilio consigue lo que se propone, esto es, suministrar datos, ideas y argumentos para que cualquiera caiga en la cuenta de que el mercado editorial español rezuma mediocridad.

Para demostrar su tesis, el autor toma a unos cuantos desempleados que están apuntados al Servicio Regional de Empleo de Madrid y los manda a la Academia Diderot, a un curso ocupacional de nombre homólogo al título de la novela. Allí un par de profesores, tan fracasados y mediocres como ellos, les hablarán de conceptos como precio fijo, multiproducto o rotación de un título, y les enseñarán cómo montar una mesa de novedades o los acompañarán a visitar librerías. La gloriosa intención de este emprendimiento educacional es instruir a la primera hornada de libreros del país (con formación profesional y especializados en técnicas de venta, se entiende). Como no podía ser menos, el resultado es desastroso académica y laboralmente.

La novela cuenta los tres meses que dura el curso. El narrador es un periodista de unos 27 años al que lo han echado de su periódico —¿El País?— por inventarse y exagerar las historias de vida del lumpen madrileño al que entrevistaba. Como actores de reparto lo acompañan, además de un hatajo de gandules de toda laya, otros compañeros de pupitre algo más presentables; a saber: un padre de familia que no encuentra trabajo, una ingeniera que fantasea con dedicarse a un oficio más cultural o un anarquista que quiere mejorar sus técnicas para expandir la revolución en su librería autogestionada. Junto a este elenco de gente gris actúan Salcedo y Alfonsina, dos profesores que tienen más hambre y deudas que vocación pedagógica, y cuyo convencimiento sobre la utilidad del curso parte de que deben mantener engañado al Estado para conservar la subvención sea como sea. Como se ve, el cuadro social resulta idílico.

Frente al refinamiento que suele asociarse a quienes frecuentan los libros y la literatura, San Basilio opone el lado más casposo del asunto. Esto es: rompe con esa aspiración casi litúrgica que dimana del ampuloso discurso del letraherido de turno y pone sobre la mesa la vulgaridad que reina alrededor del negocio editorial. Santificado y hasta endiosado como está socialmente el libro, nadie parece querer darse cuenta de la mezquindad de tanto industrial y feligrés aliterario que vive de él. Y es que una cosa es adorar a la Virgen y otra, montar un puesto donde vender el merchandising de esa señorita (como sucede en cualquier catedral que se precie, por cierto). En la cultura española, muchos se vanaglorian de lo primero, y resulta que sólo hacen lo segundo.

Al margen del narrador, hay un personaje que sobresale: Alfonsina. Ella, la flamante directora de la Academia Diderot, marca cuál es el nivel de imbecilidad que impera en la cultura española. En sus quince warholianos minutos de gloria, entre cóctel y cóctel, le confesará al lector que el Curso de Librería, en efecto, es un engaño para subsistir y que todo tiempo pasado fue mejor... Porque antes ella sí que era alguien: ¡ella fue jefa de prensa de la Casa Libro y compartió mesa incluso con Mario Vargas Llosa! Pedirá comprensión por su dolor, que es inmenso, claro, pues fue desalojada del mundo cultural mediante un despido tan proletario como el de un albañil o un fontanero. El narrador, inteligente él, subrayará entonces el patetismo de la escena diciendo que Alfonsina vive del «recuerdo de sus años espléndidos, cuando llenaba vasos de agua de los escritores».

Clap, clap, clap.

Curso de librería es una novela ligera que apreciarán los interesados en saber sobre los intríngulis del mundillo editorial... y que no engullan sólo obras maestras, autores consagrados y grandes talentos por descubrir. Es decir, aquellos que también incluyen en su dieta libros menores donde explorar qué se cuece por ahí.

Esta es una novela de ideas que, con un lenguaje sobrio y una prosa ágil, busca hacer cuña entre tanto ruido mediático y abrirle los ojos a algún alma cándida que todavía no se haya dado cuenta de que las grandes superficies como FNAC, El Corte Inglés o La Casa del Libro han mandado casi a la extinción el oficio de librero. Le falta temperatura a la prosa —demasiado enunciativa, muy periodística por momentos— y dinamismo a la estructura; pero las 247 páginas se leen en dos o tres sentadas. Eso sí, ese lenguaje más neutro que colorido se nota que es una decisión consciente del autor: tiene oficio como amanuense y quiere que el peso de la lectura recaiga única y exclusivamente sobre las ideas (no sobre los personajes, no sobre la estructura, no sobre procedimiento alguno). En fin, novela no apta para adictos a los manierismos de Francisco Umbral o ávidos de vanguardismos. Pero libro necesario para abrir hueco a que vengan otros en esta línea temática.

*

Curso de librería, Fernando San Basilio.
Caballo de Troya, Madrid 2006.

15 de enero de 2009

Editorial El Gaviero

La distribución es una de las mayores trabas para conseguir el éxito en una editorial independiente. Se trata de una cuestión meramente económica, es decir, distribuir es muy caro, y casi siempre resulta poco eficaz, o como mínimo no se cumplen las expectativas del editor. En España prima una distribución que convierte al distribuidor en un auténtico cacique cultural, ya que decide de antemano qué libros pueden interesar a los lectores, qué libros van a las mesas de novedades, qué libros deben esconderse o qué editoriales son susceptibles de ser apoyadas o machacadas.

En este sentido podríamos decir que los distribuidores son intermediarios (a priori su labor consistiría en llevar los libros desde las editoriales hasta los puntos de venta, y en algunos casos también almacenarlos) con mucho poder, quizás los que tienen más poder en la cadena de producción del libro. Bastantes editoriales han sido fagocitadas por sus distribuidores a causa de las deudas contraídas con éstos; y quizá por ello las grandes editoriales tienen sus propios servicios de distribución.

*

Ana Santos Payán dirige junto a Pedro J. Miguel la editorial El Gaviero. El texto está copiado y pegado de la entrevista que Inés Matute les hizo para la revista Luke.

14 de enero de 2009

Víctor García Antón

El lugar desde donde un narrador dice es tanto o más importante que lo que dice porque, en palabras de Anderson Imbert, esa mirada «Postula el mundo». Por eso me parece tan importante que el escritor viva, experimente y lea todo lo que esté a su alcance, pues sus narraciones han de imaginar el mundo.

Como lector, lo que pido -casi exijo- a la voz narrativa en un texto es que sea verdad. Verdad en el sentido de que su único interés sea transmitirnos una idea, una emoción, un sentimiento, de la manera más efectiva posible. Y también, y sobre todo, verdad en el sentido de una coherencia mínima entre lo que el escritor escribe y lo que la persona siente y hace. Me preocupa esa ruptura entre vida y discurso. Estoy un poco harto de ciertos textos postmodernos sobre vidas inaprensibles, desgarradas, aisladas. Después te encuentras al autor firmando en la feria del libro, y enseguida te das cuenta de que todo eso que ha escrito no va con él, que es mentira. Cada vez creo más en los hechos, en las acciones. Escribir a la vez que se hace, escribir con lo que se hace.

*

Copiado y pegado de la entrevista que figura en el blog El síndrome de Chéjov, regentado por Miguel Ángel Muñoz.

12 de enero de 2009

Leo Masliah



Me encantan los narradores orales y la improvisación, sobre todo la que avanza hacia el absurdo y juega de manera inteligente con las palabras, con los sentidos escondidos dentro de estas. Hay algo mágico en ese ida y vuelta entre el silencio del público y la tensión que rompe el rapsoda cuando habla y se ofrece como guía hacia el sinsentido. ¿Dónde escucha, de dónde le vienen esas palabras con las que, de repente, hace progresar la historia y mantiene en vilo la atención de quienes lo oyen, pese a que no cuenta nada trascendente? ¿Cómo ocurren todas esas asociaciones que se encadenan una detrás de otra?

Ayer domingo estuve viendo un espectáculo de improvisación teatral, y me fijé bastante en algo que me interesa mucho: los mecanismos creativos de los actores. O dicho de otro modo: dónde acaba el recurso técnico (el mero entrenamiento actoral) y dónde comienza a desplegarse ese intangible llamado talento. En artistas que trabajan con el absurdo, esa frontera se aprecia de una manera mucho más clara que en otros que acometen registros menos arriesgados, más tópicos. Y es que, como demostrara Cervantes con el Quijote, qué divertido es lograr convertir en verosímil lo inverosímil; pero qué difícil es. Los chicos de ayer cuajaron sólo una de las diez o doce improvisaciones que hicieron a partir de frases del público. Lo demás fueron destellos, pruebas, material reciclable.

Eso me llevó a pensar en Leo Masliah, que me parece un genio en esto del absurdo, o de lo que los rioplatenses llaman delirar. Y también lo correlacioné con mis dos recientes lecturas interrumpidas de César Aira, Las aventuras de Barbaverde y Las curas milagrosas del Doctor Aira, que empezaron sorprendiéndome y que me terminaron aburriendo soberanamente, tanto como para abandonar. No puedo con Aira, lo siento, ¡oh, mundo académico...! Y mira que lo he intentado: hace un par de años también abandoné dos veces en la página 70 El congreso de Literatura y sólo he podido terminar Haikus, que tiene 45 páginas tamaño A7 o A8.

El caso: que no entiendo por qué la gente pondera tanto a César Aira como un paradigma del manejo del absurdo, cuando en mi humilde opinión, está bastante por detrás de un auténtico genio como Leo Masliah. Se ve que la impostura de Masliah por tener tintes más populares y no jugar tanto con la metaliteratura no cotiza al alza, no sé. Pero, desde luego, está por ver quién hay más tremendo que él para sacarle punta a cualesquiera dos palabras en la situación más cotidiana que uno pueda imaginar. Su talento es brutal.

PD: ¿Enganchados a Leo Masliah? Hala, a escucharlo entonces cantar El neoliberalismo. ¡Por favor, Leo, ven a España!

11 de enero de 2009

Roger Wolfe



Se ve que estoy en plena euforia de incorporar recursos blogueros a mis habilidades virtuales. El otro día empecé a usar el TinyUrl —que resulta muy útil para Twitter o Facebook— y hoy comencé con el Goear, que me ha parecido una revelación de dimensiones bíblicas. (Che, ténganme paciencia los frikis de la web 2.0 por descubrir la rueda; pero es que yo llego tarde a todas las revoluciones, sobre todo a las tecnológicas). En fin, que mientras descansaba de editar un artículo para el n.º 20 de Teína, trasteé un rato por esa discoteca ambulante que es el Goear y descubrí que contiene poemas, además de canciones. Así que decidí rescatar este que Roger Wolfe grabó para el disco La máquina del fin del mundo, del que es coautor con Diego Vasallo (uno de mis letristas favoritos).

PD: Algún día —¡hala, otra promesa a incumplir!— escribiré sobre mi amado Diego Vasallo... ¡Ah, mira, esta la canción de La vida te lleva por caminos raros!

Dime qué hay detrás
de esas sonrisas tan tristes:
¿un motor que no funciona
o sólo corazones rotos?
Es mejor un cielo
acostumbrado a defraudar
que fábricas de anhelos
esparcidos por la lluvia.
Hummm... Cómo diría el testicular Pérez Reverte: «Qué bien canta al desamor este grandísimo hijo de puta». Vaya, para lo que dan estas tardes de domingo. Voy a seguir editando Teína, que el próximo número tiene que salir este mes. Hala, mañana vuelvo a pasar por aquí.

8 de enero de 2009

Editorial Salto de Página

Ya está dando vueltas por ahí el nuevo n.º de Vulture, donde un mes más este desplumador de aviones sigue explorando el mundo de los sellos literarios independientes en España. Esta vez charlé con Daniel Martínez, uno de los cuatros socios que formaron a finales de 2006 Salto de Página. Hablamos allá por noviembre en el Café Comercial, en la glorieta de Bilbao... Lo cual no deja de ser azaroso: uno de sus autores emblema se llama Jon Bilbao. En fin, las cosas de la dimensión desconocida, que diría Levrero. Por cierto, a partir de ahora también incluiré en el blog las mini reseñas que acompañan a la entrevista en su formato de papel (¿Será esta una medida retroactiva? Pues, como siempre, dependerá del tiempo, ¡carajo!).

. Vulture de enero en formato html: clic aquí.
. La entrevista en formato pdf: clic aquí.


DANIEL MARTÍNEZ, EDITOR DE SALTO DE PÁGINA

«Somos una nueva generación de editores, lectores y libreros abiertos a experimentar»

En apenas dos años de vida, esta editorial especializada en narrativa hispanoamericana ha publicado trece títulos y ha ganado tres premios con autores noveles.

Rubén A. Arribas


—No hay ningún texto que nos envíen y que no leamos: lo leemos todo; somos un equipo mediano que todas las tardes lee.

Daniel Martínez resume así la divisa de Salto de Página, la editorial que dirige junto con tres socios y amigos: Gonzalo Cabrera, Pablo Mazo y José Esteban. Y es que estos cuatro treintañeros dedican gran parte de su tiempo a cribar manuscritos entre los que identificar talentos emergentes. Encontrar novelas y cuentos escritos en español cuya calidad contente a los críticos, pero a la vez haga disfrutar al público, son su objetivo.

Esta disciplina lectora, explica Martínez, resulta fundamental para la supervivencia de un sello pequeño como el suyo. A él y a sus compañeros, por ejemplo, les ha permitido descubrir al argentino Leonardo Oyola o al español Jon Bilbao, con quienes ganaron en 2008 el Premio Dashiell Hammett de novela negra y el Premio Ojo Crítico de Narrativa respectivamente. La precisión que aporta el verbo descubrir resulta trascendental: ellos fueron los primeros en leerlos y publicarlos.

Una década atrás, recuerda este peruanomadrileño de 33 años, los agoreros vaticinaron el final de la edición independiente y el reinado hegemónico de los grandes grupos. También que los editores ya no iban a leer y que estos serían, simplemente, ejecutivos similares a los yuppies de La hoguera de las vanidades. Desde que crearon la editorial a finales de 2006, Martínez y sus socios están «empeñados en desmontar esa ilusión derrotista». Es más: participan de la quimera de la literatura como «buscadores de oro».

De ahí que, cuando topan con un autor cuyo potencial brilla entre la arena de los manuscritos, le pidan todo su material inédito y celebren un «maratón de lectura» para analizarlo. Con Carlos Salem, por ejemplo, se zamparon seis obras suyas antes de apostar por Camino de ida. La estrategia les funcionó: ganaron el Memorial Silverio Cañada a la mejor primera novela negra publicada.

Además de por la disciplina lectora y el trabajo con el autor, estos jóvenes editores apuestan por internet como «una importante caja de resonancia» para combatir el ruido mediático que generan los grandes grupos. Por eso envían sus libros a revistas electrónicas y a blogueros especializados, y no sólo a los suplementos culturales de siempre. Esto les agiliza mucho la difusión y los ayuda a cuestionar aquellas teorías agoreras que desalentaban a cualquiera:

—Somos una nueva generación de editores, lectores y libreros abiertos a experimentar y demostrar que aquellos vaticinios, en el fondo, eran una ilusión derrotista.


*

MINI RESEÑAS DE LIBROS DE SALTO DE PÁGINA

Como una historia de terror, de Jon Bilbao. Jon Bilbao explora en sus relatos qué hay de monstruoso o poco favorecedor en el carácter humano. Para ello elige personajes comunes y los enfrenta a conflictos sencillos, cotidianos, pero capaces de revelar —a través del cómo los aborda cada cual— qué clase de personas son los involucrados. Por ejemplo: ¿por qué un exitoso ejecutivo roba lencería a sus vecinas? Este libro abre el catálogo de Salto de Página al género del cuento.

Plop, de Rafael Pinedo. Plop nace y vive —más bien sobrevive— en un mundo con ambientación posnuclear, cuyo «horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombro y basura» y cuyo texto sagrado es la Teoría del Big Bang. Esta novela despiadadamente deliciosa plantea un futuro posible donde todos somos intercambiables y donde el utilitarismo explica la involución de la especie humana. (¿Plop desplumado? Aquí
—soy un fan de este libro—).

Matar y guardar la ropa, de Carlos Salem. Un asesino a sueldo va en coche a pasar las vacaciones con sus hijos. A mitad de viaje, la Empresa lo llama y le ordena vigilar en un camping nudista de Murcia a un cliente cuya matrícula pertenece al coche de su ex mujer. Novela negra en la estela de Pablo Tusset, pero con toques a lo Osvaldo Soriano y situaciones a lo Tonino Benacquista.

7 de enero de 2009

André Breton

Lo del entusiasmo son rachas. Cada tanto me emociono con algún libro y lo subrayo de arriba abajo. Es como si lograra sintonizar mis búsquedas personales con el texto en cuestión, que de repente me ayuda a correlacionar, a ordenar y sistematizar datos que intuía o que había reunido de manera dispersa. Algo así me ha pasado con la lectura de las 372 páginas de André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, de Michel Carrouges, cuya lectura me ha tenido subyugado esta Navidad. Antes ya me interesaba este movimiento artístico-espiritual, ahora casi me embarga un fervor evangélico (ya bajará, ya bajará). Calculo que las intensas lecturas levrerianas de los últimos meses han tenido que ver. En fin, durante 2009 veré cómo decanta esta dosis de teoría surrealista en mi bagaje literario. Entre tanto rescato diez citas textuales que Carrouge hace sobre André Breton. Para mí, encierran una manera fascinante de entender el mundo.

I

El espíritu nos nutre obstinadamente con un continente futuro.

II

La belleza será convulsiva o no será.

III

No hay sofisma más temible que el que se empeña en presentar la consumación del acto sexual como necesariamente acompañado de una caída del potencial amoroso entre los seres; caída cuya reiteración los abocaría de un modo progresivo a no bastarse ya el uno al otro. De este modo, el amor se expondría a arruinarse a medida en que se prosiguiera su realización misma; y así también, una Julieta que hubiera conseguido sobrevivir a su drama no habría conseguido, en cambio, ser siempre Julieta para Romeo.

IV

Todo el esfuerzo técnico del surrealismo —desde sus inicios hasta hoy— ha consistido en multiplicar las vías de penetración en las capas más profundas de lo mental. "Afirmo que hay que ser vidente, volverse vidente". Para nosotros, no se trata sino de descubrir los modos de hacer aplicable esta consigna de Rimbaud.

V

La espera es el sexto sentido que nos hace percibir las señales del azar objetivo; es el sentimiento que nos dicta ese «comportamiento poético» con el que cooperamos a la eclosión de lo imprevisto, y es también esa esperanza irrenunciable capaz de afirmar —frente a todas las simas de negrura y los bancos de hielo— que el porvernir está sembrado de deslumbrantes maravillas y orientado hacia el punto supremo.

VI

¿Conocemos realmente todas las secretas comunicaciones que pueden existir en el mundo que nos rodea tanto entre uno mismo y los demás como entre uno mismo y todo lo visible y lo invisible?

VII

Surrealismo: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se trata de expresar, sea verbalmente, por escrito o de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento en ausencia de todo control ejercido por la razón, y ajeno a toda preocupación estética o moral.

VIII

¿Cómo aceptar ser esclavo de la propia mano? Es inadmisible que el dibujo y la pintura estén hoy en el mismo punto en que estaba la escritura antes de Gutenberg.

IX

No se trata de reproducir un objeto, sino la virtud de ese objeto, en el sentido antiguo de la palabra.

X

No se trata de poner en funcionamiento el "pensamiento no-dirigido", como de pensar dirigido de otra manera.

*

Todos los subrayados proceden de André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, Michel Carrouges.
Traducción de Ángel Zapata.
Gens ediciones, Madrid 2008.

Más Michel Carrouges desplumado: aquí y aquí.

5 de enero de 2009

Ángel Petisme canta a Gaza



Algunos no servimos para artistas comprometidos; pero otros sí. Por suerte. Así, cuando leo o escucho sobre la invasión israelí de Gaza en estos días, enseguida me acuerdo de Ángel Petisme, poeta y músico zaragozano al que entrevisté para Teína. Suyo es el poemario Insomnio de Ramalah (poemas palestinos), fruto de su viaje a Palestina en 2004. Hoy he entrado en el blog de Petisme y, como era de esperar en alguien de su nobleza, ahí estaba él, en primera línea de combate con sus canciones y sus poemas. Y firmando, claro está, el manifiesto que algunos intelectuales y artistas españoles están impulsando para que Zapatero, entre otras cosas, llame a consultas al embajador israelí. En su blog hay enlaces al citado manifiesto, a gente que conoce bien el caso palestino o a la carta de Aministía Internacional. Ojalá que podamos evitar que Gaza se convierta en un gueto similar al de Varsovia.

3 de enero de 2009

Antonio Orejudo

«Miren ustedes: los hombres de mi generación, especialmente si han vivido en el centro de Europa, han presenciado un auténtico cataclismo. Para ustedes tal vez sea difícil de entender porque son muy jóvenes y porque España apenas ha sufrido la guerra. Pero para los centroeuropeos de mi generación, la guerra ha sido devastadora. Yo siempre fui, lo reconozco, de los que pensaron que aquello jamás sucedería; que las relaciones diplomáticas podrían crisparse más o menos; pero que a estas alturas de la civilización la vieja Europa no se entregaría jamás a una guerra medieval; pensaba que veinte siglos de cultura no podían haber transcurrido en vano. Pero me equivoqué.

Nos equivocamos todos. Se equivocó Bolzano, se equivocó Krauss, se equivocó Carnap, se equivocaron Wittgenstein, Rilke, Kafka y Musil; se equivocó Freud. Todos, nos equivocamos todos. Veinte siglos de cultura occidental no sólo no impidieron que se matara a millones de hombres, antes bien, todos ellos fueron asesinados en el nombre de la misma cultura occidental. He estado frente a un pelotón de fusilamiento, he perdido a gran parte de mi familia, y mi mejor amigo es un muñón de carne; por eso me río cuando alguien me habla de la belleza de las rosas o de las estrellas que hay en el cielo; por eso mis simpatías estarán siempre con aquellas personas que contribuyan a revelar esa gran mentira, ese fiasco sobre el que hemos vivido tanto tiempo y que se llama cultura occidental, es decir, la hipocresía de banqueros y nuevos ricos.

Ese es el empeño que me une a [André] Breton. Su propósito va más allá de lo literario porque Breton es, más que un literato, un revolucionario que usa las palabras entre otras muchas armas. Las pretensiones de Breton no consisten en cambiar la literatura o en crear un hito dentro de la historia del arte; su ambición no es construir una nueva metafísica, sino algo mucho más inmediato, palpable y, por ello, grandioso: liberar al hombre de la opresora cultura del santo Occidente; demostrar la fragilidad de sus pensamientos y de su moral; mostrar las arenas movedizas sobre las que han edificado sus viviendas. El escándalo es por eso un instrumento óptimo para denunciar las desigualdades sociales y la influencia embrutecedora de la religión y del militarismo. El escándalo es un arma eficaz para hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que hay que derribar.»

*

Fabulosas narraciones contadas por historias, Antonio Orejudo.
Tusquets Editores, Barcelona 2007.
(1ª edición, Lengua de Trapo, Madrid 1997.)


1 de enero de 2009

Robert Louis Stevenson

«El problema de la educación es doble: primero conocer, luego expresar. Cualquiera que vive algo semejante a una vida interior, piensa más noble y profundamente que habla; y el mejor de los maestros sólo puede impartir imágenes rotas de la verdad que percibe. El lenguaje que enlaza dos naturalezas, y lo que es peor, dos experiencias, es doblemente relativo. El que habla entierra su significado; es el que escucha el que ha de desenterrarlo; y todo discurso, escrito o hablado, se cifra en una lengua muerta hasta que halla un oyente deseoso y preparado.

Más aún, tal es la complejidad de la vida, que cuando en nuestro consejo condescendendemos a los detalles, podemos estar seguros de que condescendemos con error; asimismo, la mejor educación consiste en dejar caer algunas pistas magnánimas. Ningún hombre ha sido nunca tan pobre que pudiera expresar todo lo que lleva dentro de sí por medio de palabras, miradas o actos; su verdadero conocimiento es eternamente incomunicable, porque es un conocimiento de sí mismo; y su más alta sabiduría viene a él no por una elaboración de la mente, sino por una orientación suprema de su 'yo', que en sus dictados permanece cambiante de hora en hora, en consonancia con la variación de acontecimientos y circunstancias.»

*

Moral laica, Robert Louis Stevenson.
Traducción de Miguel Ángel Bernat.
Acuarela Libros, Madrid 2002.