27 de noviembre de 2008

Plop, Rafael Pinedo

El martes pasado entrevisté a Daniel Martínez, editor de Salto de Página, para la revista Vulture y me llevó tres libros como muestra del trabajo editorial que hacen él y sus compañeros (Gonzalo Cabrera, Pablo Mazo y José Esteban): Como una novela de terror, de Jon Bilbao, Matar y guardar la ropa, de Carlos Salem, y Plop, de Rafael Pinedo. Si bien yo había leído ya a Pinedo hacía algunos años —en Teína publicamos en su día una reseña que escribió María Taltavull—, fue el primer libro que abrí cuando llegué a casa.

Esta mañana, mientras desayunaba con él abierto, ya iba por la página 81, de las 151 que tiene. Es la segunda vez que lo leo, pero el texto me sigue absorbiendo como si no conociera de antemano la historia. Es más: aquí estoy escribiendo sobre él, sin importar si estaba leyendo otros libros o si tengo tareas pendientes. Y es que Plop está escrito desde ese lugar inefable
—llámese el inconsciente o como se llame— con el que los buenos autores saben conectarse para comunicarle al lector una experiencia que modifique su percepción del mundo. Gran parte de la culpa la tiene esa atmósfera sombría y despiadada que construye Pinedo, y que te acompaña de regreso al mundo real cuando cierras el libro. Es un tópico, lo sé, pero viene al caso: no se es el mismo antes y después de la lectura (o de la relectura) de Plop.

La novela está ambientada en una suerte de era posnuclear donde el texto sagrado es la Teoría del Big Bang y donde la raza humana vuelve a ser nómada y cazadora (ahora de gatos, en vez de mamuts). No se habla de países, sino de asentamientos. Siempre llueve. Todo es barro, alambre, maderas rotas, huesos y óxido. Está prohibido enseñar la lengua o que los demás te vean cómo masticas la comida. Los retrasados mentales, los inválidos, los viejos o los niños albinos son comida para los cerdos. El incesto es legal. Follar con los demás —sean varones o mujeres, indistintamente— es una simple función a la que se denomina «usarse», y conceptos como pareja o familia se consideran muy raros, absurdos, inexplicables, cuando se observan en otros. La endogamia grupal es la única manera de ponerse a salvo de las enfermedades venéreas; así que, si usas o te dejas usar por alguien de otro grupo, tus propios compañeros te matarán. Y si infringes alguna norma o te rebelas contra la autoridad de cualquier imbécil que ocupe un escalafón superior al tuyo, tien
es dos posibles finales: que te despellejen para que alguien haga trueque con tus huesos o ser comida para los cerdos. En esencia, ese es el mundo en el que Plop —así se llama el protagonista— debe sobrevivir: un sitio donde «el horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombro y basura».

Y es que ya lo dice justo antes de morir la vieja Goro —quien cuidó de Plop cuando a su madre la carnearon para que así el grupo se desplazase más rápido en una de las migraciones—:

—Hijo de puta —le dijo con una sonrisa parecida a una mueca.
—¿Te morís? —preguntó [Plop].
—Sí.
—No jodas.
—No jodo, el que se jode sos vos, que te quedás en este lugar de mierda.
Y por si alguien duda de que sea una exageración lo de «lugar de mierda», ahí va otra muestra más:
Llegó un herido, caminando, arrastrándose.

Lo trajeron dos vigilantes. Lo tiraron en la Plaza. Plop pasaba por ahí y le dijeron:

—Ocúpate.

Un Secretario de Brigada que también cruzaba la Plaza repitió:

—Ocúpate.

Plop se alegró. Si se moría, tenía derecho a quedarse con alguna de sus cosas. Si se salvaba y quedaba bien, iba a contraer una deuda con él.

En el Grupo no siempre mataban a los de afuera.

Cuando llegaba un herido que podía salvarse y aportar lo curaban. Lo mantenían atado un tiempo hasta garantizar que no fuera agresivo. Y luego seguía vigilando otro período más. El único tabú era el sexo durante dos solsticios, hasta que se comprobaba que no tenía venéreas.

El Comisario General siempre decía:

—No somos salvajes. Si alguien sirve se lo acepta.
Ese es el concepto de normalidad que debe aprender Plop si quiere sobrevivir: un utilitarismo a ultranza. El clásico sobrevive o muere. En ese sentido, la novela permite establecer una analogía con el eslogan favorito de muchos altos directivos: nadie es imprescindible, todos —menos ellos, claro— somos intercambiables. En vez de una era posnuclear, tenemos una situación de crisis económica de dimensiones históricas; sin embargo, los efectos secundarios se parecen: le interesamos al Sistema mientras generamos utilidad económica a bajo precio; una vez exprimidos-ordeñados-vampirizados, nos dan una patada en el culo y solo servimos de comida para los cerdos. Es más: como Plop con el Comisario General en la novela, sobrevivimos como podemos a las decisiones arbitrarias y absurdas que toman instancias supranacionales como el FMI, la UE o el Banco Central Europeo sobre nuestro destino (so pena de mandarnos al infierno si no seguimos sus recomendaciones). Entre tanto, vemos cómo se diluye nuestra identidad social y hasta nuestro sentido de pertenencia a la única especie capaz de usar la lectura y la escritura para cuestionar ese poder, ese estado de las cosas.

Ahí reside la potencia de Plop, en que es —fue publicado en 2004— y seguirá siendo un texto que invitará a sus lectores a cuestionarse en qué clase de mierda están convirtiendo o dejando que otros conviertan el lugar donde viven. Más que nada porque, de no arreglarlo ya, terminaremos considerando normal estas palabras de la vieja Goro a Plop justo antes de morirse:

Si bien la vieja Goro era formalmente su propietaria, nunca había ejercido mucho sus derechos sobre él. A veces lo ignoraba, de pronto lo buscaba y le daba una orden absurda, raramente le contestaba el saludo apoyándole la palma en la nuca.

Nunca lo usó.

Esa vez lo miró un instante, le apoyó las dos manos sobre la cabeza y empujó violentamente hacia abajo, haciéndolo caer de cara al suelo.

—Salvaje, salvaje —repetía mientras lo levantaba, le quitaba el barro de la nariz y le hacía apoyar la cabeza en su hombro.

Plop estaba desconcertado por este último gesto. Se dio cuenta de que estaba muy borracha.

—Chiquitito, chiquitito, pendejo de mierda —musitaba en letanía—. No, no es así. La vida no es así. No es. No era. Yo sé. Yo sé.
*

Plop, Rafael Pinedo.
Salto de Página, Madrid 2007.

P. D.: en el Cono Sur, la novela puede conseguirse en Interzona.

26 de noviembre de 2008

Emil Cioran

Sólo tengo ganas de escribir cuando me encuentro en un estado explosivo, enfebrecido o crispado, en un estupor metamorfoseado en frenesí, en un clima de ajuste de cuentas en el que las invectivas sustituyen a las bofetadas y a los golpes. De ordinario, la cosa comienza así: un ligero temblor que se hace cada vez más fuerte, como tras un insulto que se ha soportado sin responder. Expresión que equivale a réplica tardía o a agresión diferida: yo escribo para no pasar el acto, para evitar una crisis. La expresión es alivio, venganza indirecta del que no puede digerir una afrenta y se rebela con palabras contra sus semejantes y contra sí mismo. La indignación es menos un estado moral que un estado literario, es incluso el resorte de la inspiración. ¿Y la sabiduría? Es precisamente lo contrario. El sabio que hay en nosotros arruina todos nuestros ímpetus, es el saboteador que nos disminuye y paraliza, que acecha al loco que hay en nosotros para calmarle y comprometerle, para deshonrarle. ¿La inspiración? Un desequilibrio repentino, voluptuosidad irresistible de armarse o destruirse. Yo nunca he escrito una sola línea a mi temperatura normal. Y sin embargo, durante largos años, me consideré como el único individuo sin defectos. Ese orgullo me resultó benéfico: me permitió emborronar papel. He dejado prácticamente de escribir en el momento en que, al sosegarse mi delirio, me he convertido en la víctima de una modestia perniciosa, nefasta para esa febrilidad de la que emanan las intuiciones y las verdades. Sólo puedo escribir cuando, habiéndome repentinamente abandonado el sentido del ridículo, me considero el comienzo y el fin de todo.

Escribir es una provocación, una visión afortunadamente falsa de la realidad que nos coloca por encima de lo que existe y de lo que nos parece existir. Rivalizar con Dios, superarlo incluso mediante la sola virtud del lenguaje: ésa es la hazaña del escritor, espécimen ambiguo, desgarrado y engreído que, liberado de su condición natural, se ha abandonado a un vértigo magnífico, desconcertante siempre, a veces odioso. Nada más miserable que la palabra y sin embargo a través de ella uno se eleva a sensaciones de dicha, a una dilatación última en la que uno se halla totalmente solo, sin el menor sentimiento de opresión. ¡Lo supremo alcanzado mediante el vocablo, mediante el símbolo mismo de la fragilidad! Pero lo supremo se puede también alcanzar, curiosamente, a través de la ironía, a condición de que ésta, llegando hasta el extremo de su obra de demolición, dispense escalofríos de un dios autodestructor. Las palabras como agentes de un éxtasis al revés... Todo lo que es verdaderamente intenso participa del paraíso y del infierno, con la diferencia de que el primero sólo podemos entreverlo, mientras que el segundo tenemos la suerte de percibirlo y, más aún, de sentirlo. Existe una ventaja más notable aún, de la que el escritor posee el monopolio, la de poder desembarazarse de sus peligros. Sin la facultad de emborronar páginas, me pregunto qué hubiera sido de mí. Escribir es deshacerse de nuestros remordimientos y de nuestros rencores, es vomitar nuestros secretos. El escritor es un desequilibrado que utiliza esas ficciones que son las palabras para curarse. ¡Cuántos malestares, cuántos arrebatos siniestros no he superado yo gracias a ese remedio insustancial! Escribir es un vicio del que puede uno cansarse. A decir verdad, yo escribo cada vez menos, y acabaré sin duda por dejar de escribir totalmente, pues he dejado de encontrar el menor encanto a ese combate con los demás y conmigo mismo.

Cuando se aborda un tema, sea cual sea, se experimenta un sentimiento de plenitud, acompañado de una pizca de altivez. Fenómeno más extraño aún: esa sensación de superioridad cuando se evoca una figura que se admira. En medio de una frase, ¡con qué facilidad se cree uno el centro del mundo! Escribir y venerar se dan juntos: quiérase o no, hablar de Dios es mirarle desde arriba. La escritura es la revancha de la criatura y su respuesta a una Creación chapucera.


*

Ejercicios de admiración y otros textos, E.M. Cioran.
Tusquets, Barcelona 1993.

25 de noviembre de 2008

Panfleto para seguir viviendo, Fernando Díaz

Qué buen libro desaprovechado por amor al llamado «compromiso social» o al «hagamos la revolución». Panfleto para seguir viviendo tiene 153 páginas; las primeras 110 —más alguna suelta del final— son novela, las demás conforman una suerte de apéndice ensayístico que está más cerca del wikipedismo que de otra cosa. Es una pena; pero parece ser la convención imperante entre quienes pretenden escribir lo más a la izquierda posible... Ideológicamente estoy más cerca del autor que de Mariano Rajoy; sin embargo, cuando abro una novela busco discursos que me azuzen la inteligencia y estimulen mi capacidad de imaginar (entre otras cosas), no me gusta que alguien me sermonee. Y este libro tiene dos tercios de excelente literatura y uno de prescindible panfletarismo (o sermoneo revolucionario).

Me explico.

Cuanto más grande sea el salón, cuanto más altos los techos, cuanto más espectacular el cuarto de baño, más sangre que asoma por la junta de los azulejos, como en una película de terror. En cada mansión hay varios obreros emparedados con la cabeza rota o los pulmones llenos de vegetales muertos. Cada mansión tiene su yonqui y su putita de trece años y su esquizofrénico atado con correas porque no hay recursos públicos para que pueda ser atendido con honor y dignidad. Sorel, tío, deja de querer entrar ahí, porque precisamente todo consiste en no dejarles entrar a ellos. Si quieren venir que vengan pero solos, desarmados y sin mansiones. (Página 51).

Esto es literatura. Hay ritmo, el autor dice algo que está mil veces dicho, pero lo formula desde una elaboración personal que transmite que esa —y no otra— es la única manera de contarlo aquí y ahora. Aunque Fernando Díaz quisiera sostener que lo escribió de manera intuitiva, del tirón, por ciencia infusa —algo que ni suma ni resta en este caso; tan sólo hablaría de su talento natural para narrar—; en ese párrafo el lector encuentra diferentes recursos técnicos que captan y mantienen su atención, y que le piden ingerir otra dosis de texto.

A saber: las oraciones tienen longitudes diversas, el párrafo arranca con una enumeración que se apoya en la repetición de cuando —como estamos en plan proletario obviaré el latinajo que etiqueta ese recurso— y que enfatiza la fastuosidad con que viven los burgueses. Asimismo, los sustantivos son palabras comunes, bien elegidas y que sólo soportan la carga de un adjetivo cuando es menester. Por haber, hay hasta intencionalidad en la construcción del párrafo: la información se dosifica en cinco oraciones y entre todas construyen una idea, que se cierra con la última de ellas, corta y contundente. Hay más cosas; pero no es momento de ponerse exhaustivo. Lo que importa: hay literatura y hay un escritor que busca hacer literatura.

Aunque no lo parezca, esta urdimbre técnica explica los efectos secundarios de la lectura del fragmento. El primero es el de querer alinearse con la tesis que se sugiere ahí y en los párrafos precedentes: hay que terminar con el concepto de literatura burguesa que hace soñar a Julien Sorel —personaje de Rojo y negro—, es decir, hay que liquidar el manierismo, el cultismo pedante o el lirismo ampulosamente vacuo; y hay que buscarle una utilidad más popular a la literatura. En definitiva, menos Stendhal y más Antonio Machado: arte para el pueblo, no sólo para el subjetivismo de cada cual. Y todo eso dicho con espíritu libertario.

Como lector, esa clase de texto me deja espacio para imaginar la historia a imagen y semejanza de mis obsesiones, esto es, yo le pongo cara a los burgueses a quienes decido guillotinar. El autor no me está diciendo qué debo pensar; sencillamente narra y yo entro o salgo de su discurso a placer. Quiero decir: es como encontrarse con un colega a tomar una cerveza y escuchar lo que se le ocurra contarte. Genial. Marchando un par de cervezas más.

Ahora, compárese ese párrafo con estos dos:

Yo tenía trece años cuando cayó la URSS y supongo que la mayoría habéis nacido cuando a la URSS le quedaban sólo dos o tres años de vida, o después. En Rusia hubo una revolución, eso lo sabéis: ocurrió en 1917, el país se hizo socialista y siguió siéndolo hasta 1991. En 1922 se creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y en 1991, en una noche de tormenta, dicen, se aprobó su disolución. Ahora ya no soñamos con la revolución rusa y lo que vino después, pero tampoco podemos quitárnosla de en medio.

De la URSS yo sabía muy poco, que tomaron el Palacio de Invierno durante la Primera Guerra Mundial, que tuvieron una guerra civil revolucionaria, que Lenin fue el Jefe del Comité Central del Partido Comunista y también el jefe del Estado Soviético y que a su muerte, en 1924, le sustituyó Stalin, hasta 1953. Después vinieron Malenkov, Jruschov, Brezhnev, Chernenko, Andrópov y Gorbachov, quién acabó con todo.

Esto es wikipedismo. Los apuntes de Historia de primero de bachillerato. Un profesor intentando darme clase. Didáctica. Pedagogía. Aquí no hay un colega con el que tomas cerveza; aquí tengo una voz en off que intenta contarme una milonga. Y, como lector, por ahí no paso; yo quiero lo otro, lo de más arriba.

Quizá estos dos párrafos podrían abrir una novela —no lo discuto—; pero encuentro un despropósito narrativo colocarlos en la página 112, cuando el texto ya tiene un tono y una voz construidas, por muy de izquierdas que sea uno. Pero es que, además, esos dos párrafos son sólo el principio de una retahíla interminable de ellos: el resto del libro —página más, página menos— conserva este estilo... Eso sí, precedido por un brindis al sol en la página 109 de «No quiero ser escritor. No creo que aguantara. Acabaría por importarme más el temblor que se queda dentro y no el efecto que sale fuera».

Si era un juego de fondo y forma, no funcionó... La estructura narrativa se derrumba, los personajes desaparecen, se pierde el tono de la voz narrativa... Y todo por incluir un panfleto que puede resumirse en un hiperenlace —de igual modo que hace el autor con unas cabañas en Noruega— y un clic que invite a visitar una página de la organización política de marras (que no aparece citada). En fin, que lo que había comenzado como una excelente novela termina como prescindible autoayuda revolucionaria.

Ya me veo a los de la casa okupa de Atocha diciéndome que no tengo ni puta idea, que esas ideas son verdades que alguien tenía que decir. O a los anarcos de Tirso de Molina llamándome burgués de mierda... O incluso a algún editor que me dirá que hay que combatir desde algún lado al discurso hegemónico.

Ya.

Pero resulta que narrativamente este libro marcaba otro derrotero desde el inicio. Empezaba con un tipo que quería golpear al Sistema, cuyo credo se resumía en
Pasar costo es lo más parecido a eso que llaman conciencia de clase. ¿Por qué vas a tener que aguantar que nadie te pise el cuello si con dos kilos de costo podrías sacar lo mismo trabajando medio años?
y que por horizonte laboral sólo tenía presentarse a unas oposiciones para bedel de instituto. Un chaval de 23 años que teorizaba sobre lo difícil que resulta mantener el enganche con tu novia cuando tú tienes un techo laboral de 10 mil euros al año y ella trabaja en un consultorio dental de mierda. Es decir, la canción de Jeanette pero en versión Kortatu, Barricada o La Polla: soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. La historia iba de eso y, como lector, me interesaba ese punto de vista y me estaba tocando la fibra. Sin embargo, hacia la página 110 el narrador le da un carpetazo a todo eso para, de repente, explicarme que las cifras que Martin Amis o Solzhenitsyn manejan sobre la represión stalinista son falsas... ¿Eh?

No, tío, sígueme hablando de Raquel, de tus padres y de la gente del instituto, que estaba aprendiendo otra manera de mirar el mundo, y deja las lecciones de comunismo para otro momento. Lecciones que, por otro lado, contienen contradicciones flagrantes. Ahí va una:
Sé que exagero pero también sé que a cada escritor reprimido por los comunistas, antes de que me contara sus penas en un libro, le pediría que me contara las penas de tres no escritores, las penas de una montadora de abrelatas, de un parado, de un muerto de hambre. (Página 133).
Esto es demagogia: ¡pero si el autor me está contando sus penas en este libro! Intuyo que se refiere a los Vila-Matas, Sergio Pitol y compañía, que escriben para otros escritores. Pero lo siento mucho: esa es una prosa sin sustancia y que cae en un guiño ya demasiado cristalizado (¿ qué es, Tom Wolfe hablando de que sólo puede haber novelas sociales, a lo Zola?), amén de inconsecuente con el propio discurso del texto.

Es que es para recordarle al autor que el libro comenzaba así:
Estoy aquí. Puede que no sea mucho, pero tampoco es nada. Significa que aunque fuerais a mandarlo todo a tomar por culo, yo seguiría aquí. Puede que lo último que queráis hacer en este momento sea pensar que hay alguien cerca. Esperaré. No estoy vendiéndoos una mierda lírica. Tampoco soy uno de los grandes. Los grandes no necesitan decirle a nadie que están aquí.

Digo: había una voz, un tono, una flecha disparada y que prometía hacer blanco 153 páginas más adelante. Si bien durante la novela el narrador cita a grupos de rock radical callejero, la afinación recuerda más bien a cuando un hiphopero se sube al escenario y comienza a largar, a un Tote King o los Violadores del Verso, pongamos por caso. Además, el texto logra mantener ese crescendo inicial y te obliga a seguir leyéndolo. De nuevo: ahí hay literatura.

Pero como el autor va de rebelde, se permite faroles como «a mí la literatura me la suda, os lo juro, a mí me importa producir un efecto»... Para luego contradecirse con «yo digo que esto no es una novela, pero ¿y si es literatura?». En cualquier caso, más que el gazpacho de ideas que tiene, lo genial es que se contradice con lo que escribe; resulta que le suda la literatura y escribe cosas como las anteriores o como esta:
Una secta, no te jode, y ella lo hacía para eso, para joderme, para herirme. Estaba un poco furiosa detrás de su cara de indiferencia sepulcral. Empecé a desearla, me toqué la polla por encima del pantalón y pensé que en medio minuto esa indiferencia podía convertirse en delirio. Pero no iba a pasar. Me habían puesto delante un coche desmontado, lo que una vez funcionaba y hacía que las cosas se moviesen ahora eran piezas sueltas, y algunas, seguramente, no estaban. No podía coger de la mano a Raquel, besarla, llevarla al baño o a un rincón y volverla loca. Simplemente no podía, estaba todo desmontado y no tenía ni la menor idea de cómo ponerlo en funcionamiento otra vez.
Esto es una epifanía literaria. Literatura de la buena. Ray Loriga en sus buenos tiempos hubiera dado la pistola de su hermano y hasta sus discos de David Bowie por firmar algo así. La potencia de la imagen para contar qué siente alguien cuando se encuentra frente a su ex novia —a la que quería con locura, con la que follaba como los dioses, pero con la que se jodió todo sin saber muy bien por qué— es demoledora: un coche desmontado. La sencillez con que está narrada es un ejemplo de inteligencia narrativa. Cuando dice «Simplemente no podía» convence. Esto sí es revolucionario; escribir desde ahí, con esa verdad. Esto sí que te sacude y te obliga a seguir leyendo.

Esto otro, no:
Por miedo a la traición se ejecutó a miles de oficiales del ejército. Por miedo a la traición a la patria y a la traición a la revolución.
Esto lo podría haber dicho cualquier falangista el pasado 20 N; es chascarrillo retórico. ¿Produce algún efecto, además de aburrimiento y previsibilidad en el discurso, esta prosa inflamada de sustantivos como miedo, traición, patria, ejército o revolución?

Sí, tristeza por el talento narrativo desaprovechado; porque me parece infinitamente más proletario y más eficiente contra el Sistema cualquiera de los párrafos anteriores o este otro que tanto rollo bolche:
Ahora yo era un ordenanza con una madre en Toledo y un padre acojonado y un amigo en una cárcel francesa y un piso alquilado con muebles y una ex novia que no me llamaba y algún rollo esporádico y libros de Jack London abandonados en la estantería y una reunión de lunes a ocho para militar. Como si fuera a llevarles comida a los pingüinos de Faunia los lunes a las ocho de la tarde.
Eso es literatura. Algo como
Después vinieron Malenkov, Jruschov, Brezhnev, Chernenko, Andrópov y Gorbachov, quién acabó con todo
sólo me recuerda a la lista de los reyes Godos que estudiaban nuestros padres, pero cambiadas las referencias.

La contratapa y Fernando Díaz dirán lo que quieran de su espíritu rebelde, su militancia en una organización revolucionaria o de su actitud antiliteraria... No les creo. Me parece una impostación, una pose. Alguien que escribe esto es un escritor, por más que se empecine en lo contrario:
—No te he dado los gracias por el coche —dijo mi padre. Me clavó los ojos y vi en su cara grietas como las que se forman en las hojas que pisamos—. Gracias —dijo—. Venga, vámonos.
Y no tiene nada de antiliterario; más bien lo contrario. Si Fernando Díaz no se quiere hacer cargo de su vocación de escritor, allá él; pero las primeras 112 páginas de Panfleto para seguir viviendo, más alguna suelta hacia el final, lo delatan como un novelista nato, y que tiene más de Jack London que de Lenin. Imagino que determinados lectores me dirán que no he entendido nada y etcétera; yo sólo digo que la imaginación o las imágenes son mejor llave que las ideas para entrar en las casas —cabezas— burguesas. Por lo demás, Fernado Díaz (Madrid, 1979) sí que me parece un escritor a tener en cuenta para cualquiera que hable de nuevos talentos. Los demás no sé tienen algo que contar, él desde luego que sí. Y yo al menos estaré aquí para leerlo.

*

Panfleto para seguir viviendo, Fernando Díaz.
Editorial Bruguera, Barcelona 2007.

21 de noviembre de 2008

Mario Levrero :: la mesa

Ya conseguí un par de fotos de la presentación, para el blog, que sé que la hinchada uruguaya quiere comprobar que es cierto que hubo apóstoles reunidos en nombre de Levrero en un templo cultural llamado Casa de América (sí, damas y caballeros, no todo iban a ser conferencias o presentaciones de Vargas Llosa o Carlos Fuentes; no, no: ¡también hay lugarcito en la plaza de Cibeles para los olvidados como Mario Levrero!). En fin, que aquí nos tenéis; de izquierda a derecha: Ignacio Echevarría, la familia Levrero —Alicia, Juan Ignacio y Nicolás—, quien esto escribe y María Casas. De pie, se ve primero la Trilogía involuntaria y luego, La novela luminosa.

Algún día digeriré la sobredosis de instantáneas de vida que nos regalaron Alicia, Juan Ignacio y Nicolás (yo sólo conozco a Levrero por sus libros, por las muchas horas pasadas disfrutando sus textos), y entonces quizá pueda contar algo más elaborado. Por ahora, me quedo con el entusiasmo lector de Nicolás y de Juan Ignacio con la obra de Jorge (como ellos llaman a Levrero, claro), auténticos fans de sus novelas y de sus cuentos. Y también con una anécdota que me contaron y que, en mi opinión, lo pinta de cuerpo entero al homenajeado:

Por lo visto, un día Levrero fue al psicoanalista y le dijo a este algo así como Haga usted conmigo lo que quiera, pero no me quite la neurosis: la necesito para escribir.

Suena divertido, lo sé... Pero me hizo recordar una frase de Jung en Lo inconsciente:
No hay medio mejor que una neurosis para tiranizar a toda una casa.
Digo: tras las risas, me hizo pensar mucho sobre cuáles son los costes de esas vocaciones artísticas llevadas hasta el extremo. Intuyo que por eso le dije a Alicia que la admiraba por tener tanta paciencia con alguien que se parece demasiado a los narradores de sus novelas. Vamos, me pongo en el lugar de Alicia y me imagino que la convivencia con Jorge debió de ser más que complicada.

Yo, ya digo, sólo conviví con los textos de ML; de ahí que me impactara mucho cuando ella contó que Levrero sentía que la piel no lo protegía del mundo, y usó para ello imágenes como las de un mejillón sin valvas o la de un ser humano que estuviera dado vuelta como una media, con la piel hacia dentro y los órganos vitales hacia fuera. O que contará que cuando Jorge estaba por morir, él le pidió que lo llamase cada dos horas porque le daba miedo estar desvanecido en el suelo y que nadie lo pudiese ayudar. O que mostrase la cajetilla de cigarrillos Fiesta que él le entregó justo antes de internarse y que ella, pese a ser su doctora, le había permitido seguir fumando (Hablo como mujer, no como médico, dijo más o menos, explicando con una sola oración la irreversible desnudez que supone el amor hacia alguien).

Juan Ignacio habló después de su madre, y se lo notaba emocionado por el relato de ella. Entre otros temas, él abordó la importancia de la búsqueda del espíritu, la importancia que tenía para Jorge recuperar la inocencia infantil en la mirada, el que uno pudiese aprehender la realidad como si fuera la primera vez que la mira, aunque ya tenga en los ojos el peso de 60 años de vida. Y trazó ese hilo conductor para unir Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa y mostrar que las tres reflejan esa búsqueda, que podrían formar un único libro.

Nicolás, quien vivió lejos de Uruguay desde los once años, cerró las intervenciones familiares. Él se centró en recuperar el tono de las conversaciones y cartas con su padre, que por lo visto rezumaban ganas de jugar y estaban repletas de bromas. Es más: la única conversación seria que recordaba —si es que llegó a serlo— fue una sobre sexo... Conversación, claro está, de la que evitó darnos detalles en Casa de América o en la cena posterior. Luego, y cuando ya hubimos hablado todos, él leyó el famoso párrafo telépata de El discurso vacío. (Alicia y Juan Ignacio dicen que él es la prueba de que la genética es verdad; así que, por voz y por contextura, nos hicimos a la idea de que leía Mario Levrero).

Por último, Ignacio Echevarría mostró que la estética literaria de Levrero, esa manera tan genuina de hacer literatura, esto es, desde el concepto de verdad kafkiano, no existe en la literatura española. Y aventuró incluso que, hasta donde él conoce del otro lado del Atlántico —y es bastante—, tampoco. Traducción: Levrero ensanchó los límites de la literatura y mostró un modo de hacer donde, salvo quizá Felisberto Hernánez, no habíamos indagado. (Admítase la hipérbole panegírica, che, que estamos en una presentación). Desde esa excepcionalidad, dejó clara su admiración por este uruguayo tan singular.

También rescató su figura como antihéroe, de escritor poco dado al catecismo académico o a tomarse tan en serio a sí mismo como tantos autores del boom, del posboom o de ahora mismo. Y se refirió a que ciertos círculos intelectuales uruguayos hablan ya con desprecio de los levreritos, como ellos les llaman, y de la literatura que estos hacen. En ese sentido, destacó que le parece admirable que la gente joven se siga aglutinando alrededor de la obra de Levrero para formar una suerte de tejido alternativo a las estructuras que anquilosan el mundo cultural uruguayo. (Juraría que para lo de los levreritos citó un artículo en la revista Brecha. Juraría).

Le tiró un par de merecidas flores a María Casas y a Constantino Bértolo por arriesgarse a publicar a Levrero en España. Y recordó una anécdota que Juan Ignacio o Pablo Casacuberta le contaron sobre un niño (¿era el propio Pablo?) que con cuatro, cinco años escribió unos poemas, se los enseñó a Levrero y este dijo Muy bien, esto está pero que muy bien: ¡hay que publicarlo! Y a continuación se fue a la máquina de escribir, tecleó los poemas y le hizo al chaval cuatro ejemplares de ese poemario. Con ese mismo ánimo, contó, Levrero metió por la puerta de atrás del mundo literario a un montón de autores que lo están revitalizando. (Juraría que para esto citó un artículo de El País de Uruguay... ¿Juraría?).

PD: Mala crónica es esta, lo reconozco; pero es que contar estos saraos desde dentro es bastante más díficil que desde fuera. Si alguien le roba su libreta de apuntes a Patricio Pron, flamante Premio de Novela de Jaén 2008, prometo mejorarla (Patricio estaba en primera fila y copiaba sin parar... ¡Patricio: deja los apuntes en la fotocopiadora de Casa de América, porfa!). Y si no, si alguno de los que estaba por allí, se anima a completar los huecos que he dejado (o a enmedar los fallos o inexactitudes que haya cometido), por mí fantástico.

*

Créditos: la primera foto es de Jorge García del Campo y la segunda, de Cristian Vazquez.


18 de noviembre de 2008

Mario Levrero :: texto de la presentación

Esta mañana salí a caminar un rato para bajar las emociones que revolotearon ayer en la presentación de Trilogía involuntaria y La novela luminosa. Mientras deambulaba por Delicias, Atocha y no sé dónde más, y luego mientras esperaba a que me vendiesen un pollo asado por 3 euros —¡esto si que es una oferta, carajo!—, pensaba mucho en algo que comentó Alicia Hoppe en su intervención: Mario Levrero era un ser muy demandante; como buen hijo único, era capaz de absorberte hasta la última gota de energía. Alicia, queridísima Alicia, en este momento es cuando entiendo per-fec-ta-men-te a qué te referías: estoy molido; Jorge Mario Varlotta Levrero me dejó molido.

Y es que ayer el homenajeado, desde esa dimensión desconocida donde habita, se puso de lo más exigente con nosotros. Empezamos a charlar sobre él a las seis de la tarde en la cafetería del hotel, y me acosté a las cuatro y media, tomando cervezas con Nicolás y Juan Ignacio, sus hijos —en el sentido más levreriano de la palabra—, bajo una foto de Camarón de la Isla, escuchando flamenco en La Candela, en Lavapiés, y hablando monotemáticamente del gran protagonista de la noche. Mucha sensibilidad a flor de piel, digo, muchas horas poniendo del derecho y del revés la vida de cada cual tomando a don Mario como punto de referencia.

Entre medias, si mal no recuerdo, la familia Levrero, Ignacio Echevarría —tío simpático y divertido donde los haya—, María Casas —quien coordinó todo— y yo nos subimos al estrado de Casa de América, y durante hora y media peroramos para unas 45 personas. Dado lo minoritario del autor y que estamos en Madrid, la concurrencia puede considerarse multitudinaria. Quiero decir: disponemos ya de una masa crítica para comenzar la levrerización de esta España tan sosa a veces en sus propuestas literarias. ¡A por ellos, compañeros!

Por ahora, dejo acá el texto que leí ayer. (Va un pelín más abajo; paciencia, que vienen unas posdatas). También dejo un compilado con todos los textos referentes a Levrero que publiqué aquí o en Teína.

Nico, Juan Ignacio, Alicia: muchísimas gracias por venir y por la oportunidad de escribir una tarde y una velada luminosas para nosotros. Fue un placer enorme que compartierais esa desnudez que son los afectos más íntimos. Un abrazo grande. Nos vemos.

PD 01: En la semana, intento rescatar algunas imágenes y detalles que me parecieron imperdibles. Entre tanto, a ver si consigo alguna foto del acto. ¿Alguien tiene?

PD 02: A mi hinchada personal (Javi, Cris, Alberto, Sara, Elenita, Alejandro, Isabel, Marisa y Cristian): muchísimas gracias por venir; fue muy lindo levantar la cabeza mientras leía --cuando dejé de tartamudear, digo-- y veros ahí, atentos a los disparates que decía. También muchas gracias a Fede, Carmen, Noel, Gabriela, Pablo y Laura, que invocaron a los dioses por mí desde lejos de Madrid y me escribieron para desearme suerte. Como se ve, la revolución levreriana de Gallegolandia está en marcha. ¡Hasta mis padres quieren leer a Levrero!
*

HOMENAJE A MARIO LEVRERO
Casa de América, Madrid 17 de noviembre de 2008


Perdidos en el laberinto de las coincidencias
Rubén A. Arribas

Desde que me invitaron a participar en esta mesa, le di muchas vueltas a qué podía decir. María Casas y Constantino Bértolo me pidieron que diera mi visión como lector; sin embargo, desoí su consejo y, por alguna razón, me enfrasqué en una aventura temeraria: intentar abarcar y esquematizar una literatura escurridiza como pocas. Eso puede hacerse cuando uno guarda la distancia del crítico, pero resulta muy difícil cuando se está imbuido del entusiasmo del lector.

Yo quería venir aquí y hablar del realismo interior y de cómo Levrero lee dentro de sí la llamada «realidad exterior», de su fascinación por la actividad cerebral, quería explicar que su escritura es orgánica, o incluso qué les enseñaba a sus alumnos en los talleres... Por suerte, el jueves pasado caí en la cuenta del error: quería venir a contaros ideas.

Y es que nada más contrario a la concepción artística de Mario Levrero que buscar como detonador de un relato precisamente eso: ideas... Él las odiaba. En la autoentrevista incluida en El portero y el otro lo dejó dicho con tal claridad que me avergüenza haberlo olvidado:

No confío en las ideas; son como una jaula.
Por suerte, previamente a eso había dicho esto otro:
Uno de mis grandes placeres es reconocer mis errores.
No es que yo experimente un inmenso placer reconociendo que me enjaulé solito en mis ideas y que encaré de manera equivocada esta intervención; pero, bueno, es una manera de empezar. Por favor, paciencia, que ya arranco.

Eso sí, ahora lo hago ya siguiendo los consejos del maestro. Para ello partiré de mis vivencias, de imágenes que veo dentro de mí; algo que ocupaba un plano secundario en aquel enfoque inicial. Con las ideas quizá hubiera conseguido un discurso intelectual más o menos apreciable, pero no hubiera podido transmitiros lo básico del credo levreriano; a saber, que la literatura intenta comunicar una experiencia espiritual.

Sé que esto suena a Enrique Iglesias... Pero es que la literatura para Levrero —así lo dejó escrito en la famosa autoentrevista— era precisamente eso: el intento de comunicar una experiencia espiritual desde el alma del autor a la del lector. El concepto procede, entre otras fuentes, del Tao Te Ching —hay está el precepto i shin den shin: la verdadera esencia sólo puede ser transmitida de mi alma a tu alma—, y del libro Psicoanálisis del arte, de Charles Baudouin.

(Por cierto, uno de los «gustos perversos» de Levrero era Julio Iglesias. O eso le contó a Pablo Silva, en Conversaciones con Mario Levrero, donde afirmó que si bien no podía defender sus canciones, había «algo irracional» que le hacía disfrutarlas.)

Con lo de la «experiencia espiritual», no es que pretenda haceros levitar ni que por una vez os palpite el corazón a loco con la literatura ni nada por el estilo; tan sólo es que si Levrero se cansó de aconsejar «Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención» o «Escribí lo que ves, no lo que pensás», parece adecuado que intente seguir sus consejos. Quizá así consiga dotar a mi discurso de verdad, ese concepto tan kafkianamente levreriano que señaló Ignacio Echevarría en su ensayo Levrero y los pájaros:
No es ver la verdad, sino serlo.
Y en eso estoy, en intentar ser la verdad—en la medida de mis posibilidades—, más que nada porque desde el jueves pasado veo a Mario Levrero enojado conmigo por intentar armar un discurso serio, sesudo; como si con esa llave pudiera abriros alguna puerta a un mundo donde no rige el espacio-tiempo conocido. Y es que acceder a la obra de Levrero es algo así como entrar en una ciudad laberíntica donde Beckett, Kafka y Chandler caminan de la mano por Alicia en el país de las maravillas. Por tanto, aun a riesgo de enojar todavía más a don Mario —quien odiaba cualquier acercamiento a un autor que no fuera el estricto duelo mano a mano entre lector y texto—, estoy intentando aproximaros lo más levrerianamente posible a su literatura, es decir, de manera zigzagueante, errática, sin pompa ni marcialidad, por escrito, tuteándoos. Además de las ideas, si algo odiaba Levrero era la seriedad y que lo tratasen de usted. Y si tendía a algo cuando escribía, era a la digresión.

En fin, al grano.

Desde que me enfrasqué en la preparación de este acto, me han sucedido cosas muy lindas; y de algún modo todas cristalizaron este jueves cuando Gabriela Onetto —amiga íntima de Levrero, el personaje Ginebra en La novela luminosa y organizadora allá por 2001 de los talleres virtuales que idearon juntos— dejó varios documentos en mi correo. En concreto, Gabriela me envió dos archivos que cambiaron el rumbo de este discurso: la carta con que ella postuló en 2003 a Levrero al Premio Juan Rulfo y un artículo que Elvio Gandolfo escribió para el diario El País de Uruguay, donde reseñaba una colección de libros, De los flexes terpines, que había dirigido Levrero.

Voy por partes.

Primero el asunto Rulfo. En aquel momento, Gabriela —uruguaya ella— vivía en Querétaro (México) con Guzmán, su marido, y convenció al Ateneo Español de México para que presentará a Levrero como candidato a los cien mil dólares del premio, pues Levrero siempre andaba corto de efectivo. Según me contó, él jamás leyó la carta porque «se hubiera muerto de vergüenza de que lo anduviera ponderando». La carta ni siquiera la compartió con los alumnos de ambos, y nadie a excepción de la gente del Ateneo y de mí la había leído.

El texto ocupa tres páginas Word y se extiende de manera desenfadada sobre algunos puntos bien conocidos de Levrero: que nunca sería un artista de masas, que pidió la beca Guggenheim en el 2000 porque necesitaba el dinero o que el crítico Ángel Rama lo había encuadrado en la generación de «los raros». Nada nuevo. Sin embargo, el último párrafo —ese donde se intenta dar el golpe de gracia al lector— me dejó boquiabierto: se trataba de una larguísima cita de El discurso vacío... La misma, salvo la última oración, que usó Constantino Bértolo para la contratapa del libro cuando lo publicó en Caballo de Troya, la editorial que él dirige. Constantino cita un párrafo entero de El discurso vacío —182 palabras, ahí es nada— y Gabriela, el mismo fragmento, salvo la oración final.

Me explico. Entre toda la obra Levrero, que rondará las dos mil quinientas páginas, una uruguaya residente en México había extractado en 2003 una más que generosa cita —media página del libro— de una obra que Levrero había escrito en Uruguay entre 1991 y 1993, y que luego un editor español había reproducido casi tal cual en 2007. Huelga explicar que Gabriela y Constantino no se conocen ni han hablado nunca. Pero es que el asunto no termina ahí.

En la contratapa de El discurso vacío, Constantino escribió lo siguiente:
Hace unos dos años le escribí un e-mail a Ignacio Echevarría donde le preguntaba, entre otras cosas, qué hacía. Me respondió: Leyendo.
A continuación, el lector encuentra el párrafo que Ignacio le transcribió a Constantino. No os leo el párrafo entero porque es largo y el tiempo apremia; con todo, y para que no os quedéis con el gusanillo, os leo al menos la primera oración:
Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores.

[* en esta versión escrita, incluyo el párrafo entero al final del texto]
Ya que estoy intentando ser la verdad os cuento que, en rigor no hubo un correo, sino que Constantino charló por teléfono con Ignacio y este le leyó el párrafo en cuestión. Como explica ahí Constantino, se hizo con los libros, le gustaron y quiso ser editor de Levrero. Para la contratapa, eligió contar esto que os digo y transcribir el párrafo que Ignacio le había leído, es decir, casi el mismo que aquel que Gabriela había usado en su carta para el Rulfo. Vuelvo aclarar: Gabriela nunca ha hablado con Ignacio o Constantino.

En fin, que tenemos a una uruguaya que en 2003 intentó convencer por escrito desde Querétaro a un jurado mexicano, y terminó transmitiéndole telepáticamente un fragmento de 151 palabras de esa carta a un crítico español, asentado en Barcelona, para que este en 2005 se lo leyese por teléfono a un editor radicado en Madrid, quien, a diferencia de los mexicanos, sí que cayó rendido a los pies del escritor. Para Levrero esto sería una clara manifestación de que existe una dimensión de la realidad que no podemos aprehender con el yo consciente.

Alguno debe de pensar que estoy chiflado... Pues os aseguro que no más que Levrero. Leedlo, ya veréis. Lo que yo acabo de contar aquí es apenas un aperitivo. De hecho, las coincidencias no han terminado.

En La novela luminosa, Levrero cuenta que su padre y su madre murieron un 14 de agosto (en años distintos, se entiende); así que ese día él —hijo único como era— lo pasaba muy mal. Gabriela, amiga y confidente suya, conoció la primera versión de la obra; sin embargo, no se enganchó con el borrador y lo abandonó, y no leyó la novela hasta que esta fue publicada, ya cuando Levrero había muerto. Al hacerlo, descubrió algo que su amigo le había ocultado: ella había dado a luz a su hijo Astor en Querétaro el mismo día que murieron los padres de Levrero, el 14 de agosto. La cercanía afectiva entre Levrero y Gabriela eran tanta que ella me escribió:
Mario fue lo suficientemente piadoso para no contármelo cuando Astor nació.
Levrero murió pocos días después del nacimiento de Astor, el 30 de agosto de 2004. Antes había tenido un sueño premonitorio, nítido, y que le había contado a sus amigos: había soñado la fecha exacta en que iba a morir. Gabriela dice que la erró por poco.

Tiempo después, ella y su familia regresaron a vivir a Montevideo. Este sábado en un correo me contó lo siguiente:
Hoy, luego de mucho tiempo, decidí bajar por la calle Bartolomé Mitre y pararme un momento afuera de su edificio. Y mientras venía caminando hacia allí, vi que dos edificios antes [del suyo] habían abierto un bar con un gran cartel que lo tapaba todo (...). Me puse a llorar por una rara emoción ante el misterio de las casualidades: se llama «Astor Place». Mi hijo se llama Astor; lo inscribí en el Registro Civil en México el día del entierro de Levrero en Uruguay (...). La muerte de uno y el nacimiento del otro quedaron indisolublemente ligadas.
Y añado: su hijo, en realidad, se llama Astor Rubén... Es decir: él y yo compartimos al menos un nombre.

Quienes lean a Levrero encontrarán por qué esta historia tiene sentido. Si para él la literatura era el intento de comunicar —y ya sé que me estoy poniendo muy pesado— «una experiencia espiritual» narrando hechos triviales, cotidianos, qué menos que intentar ofreceros algo parecido para presentarlo en sociedad. Eso sí, reconozco mis limitaciones; si él aseguró que su literatura no le alcanzó para narrar esta clase de «experiencias luminosas», imaginaos a mí... Y es que ya lo advierten Ignacio Echevarría y él: se puede narrar la oscuridad que rodea a esas experiencias, también la necesidad de luz; sin embargo, otra cosa —muy otra— es narrar la luz del espíritu que las anima. Por el mismo carácter inefable de esas vivencias resulta casi imposible. Sólo el lector puede llenar este discurso vacío con su propia experiencia.

Por mi parte, y aunque de manera más rudimentaria, tan sólo he intentado ilustrar algo que sostiene el narrador de La novela luminosa:
El Inconsciente sabe que puede hacer muchas cosas que nuestro pobre yo consciente ni imagina posibles.
Para cerrar, retomo el asunto que había dejado pendiente, el de Elvio Gandolfo y la editorial De los flexes terpines, donde Levrero actuó como editor. Tan sólo quiero mostraros que Levrero, además de usar la escritura para explorar su inconsciente y de usar sus novelas o cuentos como excusa para enviarle por telepatía su alma a los lectores, aportó también lo suyo en esta tridimensionalidad más tangible. Os leo el inicio de esa reseña, donde Gandolfo se ocupa de los quince libros que sacó en 2001 esa editorial cuyo nombre debe a un verso de Alicia tras el espejo, de Lewis Carroll:
En pleno reacomodamiento y achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una colección de quince títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría inéditos, o sea el sector más golpeado por las limitaciones económicas del momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero.
En sus libros, Levrero suele mostrarse como un ser ensimismado con su mundo interior, «introvertido», «fóbico a las calles» o que nunca se sintió «diseñado para sobrevivir en este mundo»; sin embargo, también aportó cosas a la «realidad exterior». Otro asunto es que necesitara ayuda para ponerlas en práctica porque era un desastre en menesteres cotidianos.

De los flexes terpines surgió como consecuencia de su enfado con el mercado editorial uruguayo. Según señala Gandolfo o puede leerse a Levrero en algunas entrevistas, las editoriales uruguayas publicaban a pocos autores del país —y mucho menos primeras o segundas novelas—; los libros eran muy caros allá y nadie quería arriesgar a publicar a desconocidos u obras poco comerciales. En ese contexto, Levrero impulsó el mercado del libro de bolsillo: quería libros económicos y que albergaran propuestas artísticas que rechazaba el mercado.

(Y llegados a este punto, no puedo evitar referirme a que precisamente, ¡oh, cielos!, la Trilogía involuntaria está publicada en una editorial que se llama DeBolsillo y hace libros... de bolsillo, o que Constantino Bértolo es un editor que se dedica a publicar primeras y segundas novelas a muchos autores desconocidos.)

En este quimérico proyecto, entre otros, lo ayudaron Pablo Casacuberta y Fernanda Trías, dos escritores con 30 y 36 años menos que él. Quiero decir: sí, es cierto que Levrero tenía y tiene algo de gurú para los jóvenes. Pero aclaro: para los jóvenes de espíritu, no de edad; todavía hoy sus alumnos de taller, que formaron el grupo Narrares, se reúnen en su honor semanalmente para escribir.

Y concluyo ya este evangélico esfuerzo por acercaros hasta las puertas del mundo levreriano. Me hago cargo de que alguno considerará que cuanto dije es cháchara de vendedor ambulante de enciclopedias... Que si el alma, que si el inconsciente, que si la telepatía... De ahí que como último recurso apelaré al argumento de autoridad. En este caso, la de Rodolfo Enrique Fogwill, autor argentino de referencia. Lo hago desde la contratapa de La ciudad (y se lo dedico a vuestro yo consciente):
La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero.
Leí bien: dice «literatura argentina». He ahí la prueba irrefutable de que Levrero es un genio. Como pasara con Carlos Gardel, el mate o el dulce de leche, los argentinos están dispuestos a apropiárselo y a convertir el asunto, dicho en rioplatense, en un afano más contra los pobres uruguayos... Y es que ya lo dijo Cortázar en alusión a Felisberto Hernández, precursor de Mario Levrero:
Qué cosa los uruguayos: esconden sus mejores valores.
Sonará a tópico, pero es cierto: los uruguayos son gente especial, singular. Como cuenta Levrero en La novela luminosa, y como podréis corroborar si vais a Montevideo, al fin y al cabo Uruguay es un país donde las cartas se envían desde las farmacias, pero donde los carteros no reparten medicamentos.

**
*

Al final de la presentación, Nicolás Varlotta, hijo de Mario, leyó ese famoso fragmento al que aludo (fragmento que, por cierto, según me contó María Casas ¡fue el que le envió Constantino Bértolo a ella y la decidió a publicar Trilogía involuntaria en DeBolsillo!). Y, ya que estamos, Ignacio Echevarría contó que él llegó a Levrero a través de Fogwill, que fue quien le envió los libros desde Buenos Aires. Ah, y Juan Ignacio llevaba un libro de Pablo Casacuberta en la mochila... Y así. Todo así. Una coincidencia tras otra. Con razón necesitamos encontrar después un par de bares donde saciar la sed. ¡A ver si repetimos, compañeros!

EL PÁRRAFO TELÉPATA

Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde ir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte, o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de apariencia inofensiva, hoy sabemos de aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que somos.

* La última oración (Y si bien hubo...) no la escribió Gabriela en su carta al Rulfo. Cuando le pregunté que si sabía por qué la había omitido, me dijo lo siguiente:

No creo que yo lo haya quitado por una causa «racional», «premeditada», sino a pura intuición, como elegí las otras frases. Claro, esta es la de cierre, y me parece increíble ahora que conozco el desenlace: al año siguiente, Levrero moriría. Quizás fue mi manera inconsciente de decírselo al jurado, pero no resultó.

MENSAJES SOBRE LEVRERO EN AVIONES DESPLUMADOS Y TEÍNA

. Levrero 01
. Levrero 02
. Levrero 03
. Levrero 04
. Levrero 05
. Levrero 06
. Levrero 07
. Levrero 08
. Levrero 09
. Levrero 10

15 de noviembre de 2008

Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva

Conversaciones con Mario Levrero se consigue por ahora sólo en Uruguay... Así que mi original se lo tengo que devolver a Constantino Bértolo, y conformarme temporalmente con el ejemplar fotocopiado que me hice (lo siento, Pablo, tenme paciencia: prometo comprar tu libro algún día o enviarte los derechos de autor en forma de te invito a un cafecito donde quieras si pasas por Madrid). Decía: sí, me lo he fotocopiado, y me lo he fotocopiado porque el material que contiene me parece imprescindible para acercarse con propiedad a la manera de entender la literatura de Levrero. Es más: junto con la autoentrevista de El portero y el otro, el material del taller de Gabriela Onetto y el obituario que escribió Ana Inés Larre Borges, esta correspondencia electrónica que mantuvieron durante 4 años Pablo Silva y Levrero debería ser de obligada consulta para quien desee aproximarse a la figura del autor. Por tanto, Pablo: gracias por la paciencia en ordenar y sintetizar tanto correo.

A modo de comentario adicional, y antes de pasar a los doce subrayados que extracto, un dato: el posfacio es de Ignacio Echevarría. Se trata de la versión íntegra del artículo que él publicó el año pasado en Diario Perfil. Al parecer, antes de salir en la prensa, Echevarría sacó Levrero y los pájaros, que así se llama el texto, en la revista de la Universidad Diego Portales de Chile, allá por 2007. Ni qué decir que en su versión completa el ensayo gana en calado y fluye mejor en su prosa (en la versión del diario había algunos cortes abruptos; las cosas del periodismo, vaya).

En fin, paro ya de perorar; a lo que venía, los subrayados:

(PD: prometo no ser tan pesado el lunes, en la presentación de Casa de América; es más, si no me entra el tartamudeo, el pánico escénico, el tremendísimo cagazo, etcétera, tengo previsto contar algunas aventuritas sobre telepatía...)

I

Casi diría que lo único que importa en la literatura es escribir con la mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero jamás para escribir.

II

Ser escritor no significa escribir bien (hay quienes escriben mal, como Roberto Artl, o con un lenguaje poco literario, como Kafka, y sin embargo son grandes escritores), sino estar dispuesto a lidiar durante toda la vida con tus demonios interiores. Y esa lucha no puede ni debe ser impuesta desde afuera, sino que forma parte de la búsqueda o el encuentro personal de cada uno.

III

Los textos preexisten a la escritura (y por supuesto a su formulación mental); están adentro, y ya con su forma definitiva, y por eso estoy seguro que el final va a venir solo, a caer maduro, incluso cuando hay enigma.

IV

Narrás lo que percibís, y lo narrás tal como lo percibís, sin atarte a otra cosa que a esa percepción. Así podés tranquilamente hacer mierda el espacio y el tiempo y la forma narrativa, y sin embargo todo se sostiene en un mágico equilibrio, sólo porque las cosas son así.

Y esa percepción del narrador ya tiene un ritmo, una cadencia, un tempo, que es lo que define el estilo del texto. Probablemente porque tenga razón Lacan, que detrás de la imagen está la palabra.

(Yo agrego que esa palabra está encriptada, está en un idioma del inconsciente —o quizás a un nivel tan profundo que, sin estar encriptada, no podemos captarla directamente—, y sólo podemos recuperarla cuando se hace imagen; agarramos la imagen y la volvemos a traducir a palabra, en nuestro lenguaje.)

La imaginación siempre es la puerta, la vía de comunicación con las cosas profundas ocultas a la consciencia.

V

[El profesor del taller] Tal vez no toque, ciertamente, las fibras más íntimas, donde se genera un texto; pero sí modifica, y mucho, la comunicación del alumno con esas fibras íntimas. No olvides que los textos surgen desde un impulso oscuro, no racional, probablemente a través de movimientos anímicos y emocionales, y poder traducir eso a imágenes y las imágenes a palabras sí que es una capacidad que se adquiere.

VI

A mí me llevó unos veinte años decir «soy escritor» y sentirlo, además.

VII

Cuando llegás al punto de que te importa un bledo lo que piensen los demás, ahí es cuando todos empiezan a respetarte y admirarte. La inseguridad crea huecos por donde se mete inexorablemente el sadismo ajeno, o sus ansias de dominio. Es inevitable; pasa con las mejores personas (incluso yo siempre estoy fuertemente tentado de herir al débil). Naturaleza humana le dicen.

VIII

Cuando el yo busca, es difícil que encuentre, porque estorba, quiere dirigir demasiado en algo que no sabe.

IX

Yo sigo con mis crisis de adolescente, un poco limadas por la vejez. Pero me parece afortunado que tanto mi niño como mi adolescente no estén enterrados. Generalmente reacciono de inmediato cuando alguien se sitúa en un plano de, digamos, sentido común. No creo que lo adolescente o lo infantil sea algo para sepultar; por lo general son cosas que enriquecen a la gente. Eso no habla en contra de la maduración, sino de una falsa maduración, que es la dominante en esta sociedad. Una serie de actitudes acartonadas que no son realmente maduras porque corresponden a personas no individuadas, más bien prototipos, como quien dice vegetales. Creo que la verdadera madurez incluye a un niño y a un adolescente intactos.

X

La telepatía es instantánea, a tal punto que no se sabe qué forma de energía puede utilizar, porque desafía las ecuaciones de Einstein (tendría que viajar más rápido que la luz). Pero una cosa es el momento en que se recibe, y otra el momento en que aflora a la consciencia. La mayor parte de las veces no aflora, a menos de que se trate de un hecho grave, dramático o particularmente interesante para el sujeto, pero a menudo aflora durante el sueño, porque baja la censura de la consciencia y del superyó. También puede aflorar con facilidad en vigilias cuando estás distraído o, por el contrario, tan concentrado en algo que estás en un estado equivalente al de trance.

A veces el atraso puede ser muy grande, y el contenido, la información recogida telepáticamente, aflorar espontáneamente en un momento de necesidad, cuando la necesitás. Se dice que el café y el ácido cítrico favorecen los fenómenos telepáticos, y la aspirina los bloquea. Una forma de conseguir una combinación fuerte es exprimir un limón adentro de una taza de café, pero es un asco. Por otra parte, se recomienda no fomentar esos fenómenos porque a la larga debilitan el yo y por lo tanto la voluntad y la consciencia. Yo desde hace algunos años me volví alérgico a la aspirina, de modo que no puedo hacer nada por bloquear los fenómenos y me los tengo que bancar. Tampoco puedo prevenir el infarto.

XI

Los que luchan por fabricarse un estilo son los que no pueden mirar hacia dentro.

XII

Las grandes obras, las obras maestras suelen ser muy complejas, mundos enteros (Kafka, Faulkner, Joyce, Proust), y tienen que ver con cierta capacidad cerebral pero sobre todo con cierto compromiso con la realidad. Para ser más preciso, los límites de mi literatura están impuestos por mi egoísmo, mi narcisismo, mi limitada experiencia del mundo, mi casi solipsismo o casi autismo. Yo veo muy claramente dónde están mis límites, pero no puedo estirarlos manejando palabras o técnicas o estilos, sino ampliando mi compromiso con la realidad —cosa que no estoy dispuesto a hacer, y menos de viejo—. Repito: esto no afecta al estilo, ni es culpa del estilo. Dije en algún reportaje algo así como que «hay constructores de catedrales y hay jardineros. Yo soy más bien jardinero de plantitas en el balcón».

*

Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva Olázabal
Editorial Trilce, Montevideo 2008

13 de noviembre de 2008

Trayecto, Ignacio Echevarría

Estoy en racha; la mesita de mi cuarto está llena de títulos que me hacen pasar buenos ratos. Ahora estoy enfrascado con Ignacio Echevarría y Trayecto: un recorrido por la reciente narrativa española, donde este crítico ha reunido «setenta y una reseñas correspondientes a otros tantos libros publicados por autores españoles entre 1990 y 2004». El compendio abarca desde el descuartizamiento de El camino del corazón y de El manuscrito carmesí —las novelas con que Fernando Sánchez Dragó y Antonio Gala fueron finalista y ganador del Premio Planeta 1990— hasta la acerada crítica de El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga (reseña que motivó que el director de El País desempleara a Echevarría de Babelia por considerar que su texto, válame, Dios, ¡era «un arma de destrucción masiva»!) Junto a ese material, casi 70 páginas de prólogo y unas 30 de otros artículos publicados aquí y allá. Hasta el ahí el contenido neto; ahora, a los bifes.

Trayecto ofrece muchos niveles de lectura, demasiados para estas neuronillas mías que tienden siempre a querer agotar el tema. Por el momento sólo rescato estos cuatro ejes:

1. No es lo mismo cultura de la Transición que transición cultural

A la vista de tanto grupejo literario, que si la Nueva Narrativa Española —década del 80—, que si la Joven Narrativa Española —década del 90—, que si lo que se tenga a bien etiquetar, ahí va una pregunta:

¿se han operado en el plano de las actitudes estéticas transformaciones tan definitivas como las que, al parecer, han tenido en el plano social y político?
Leído lo leído en Trayecto, la respuesta del autor apunta a que no. Y usa como referencia un dato: antes de la democracia, cultura y poder eran poderes enfrentados; sin embargo, a partir del gobierno socialista de 1982 sucedió algo inaudito: la cultura se arrimó al poder y este, con ánimo de legitimarse intelectualmente, cooptó a muchos autores. Visto ese efecto en conjunto, puede decirse que los escritores dejaron de producir una literatura destinada a cuestionar los cimientos del Estado o los nuevos discursos imperantes, y prefirieron convertirse en meros comparsas de lo que se denominó la «fiesta de la cultura».

¿Qué o quiénes han sobrevivido a esa resaca?

Echevarría no parece tener buenas noticias al respecto. A decir de él, la literatura española está desarticulada desde entonces respecto de su tradición y vive confinada fuera de cualquier ámbito político, es decir, lo que produjeron los autores españoles entre 1990 y 2005 fue «incapaz de incidir en la vida pública, de interpelar a la colectividad en cuanto tal». Y si ellos no lo consiguieron, y a falta de que haya habido alguna revolución en estos últimos tres años, es más que probable que los de hoy sigan la estela de los anteriores. Según explica el ex crítico de El País, hemos pasado de un concepto de cultura como resistencia contra el poder a uno donde prima el «éxito como canon» y donde asistimos a la «industrialización de la cultura», por usar las palabras de Damián Tabarowsky y Rafael Sánchez Ferlosio que cita Echevarría.

Amén.


2. Secretos a voces

Chusmerío literario, sí, qué va a ser. Nos gusta, sobre todo cuando aparece en papiro y el chisme pasa ya a dato concreto por el que alguien puede sentirse aludido. Aquí va un subrayado que, como los anuncios de «Fumar mata» de las cajetillas de tabaco, debería aparecer en la contratapa de algunos libros y en el faldón de algunas revistas culturales:

Es un secreto a voces que hay autores «blindados», con los que un periódico no prefiere no correr el riesgo de tener un disgusto. Ejemplos extremos de autores pertenecientes a esta categoría son, por lo que a El País toca, y por razones bien distintas, Arturo Pérez-Reverte y Juan Luis Cebrián. El hecho es que ningún reseñista puede abstraerse del tejido de connivencias más o menos asumidas a que dan lugar, en un periódico cualquiera, los intereses y las solidaridades que ese periódico comparte con una determinada constelación de escritores cercanos a la casa, por uno u otro motivo. En el caso de El País, la circunstancia de que este diario pertenezca al mismo grupo empresarial que una importante editorial literaria, Alfaguara, no hace sino incrementar esta tendencia general a «blindar» a determinados escritores.
Moraleja: si publicas en Alfaguara, nunca te critican en El País. Vale, eso ya lo sabíamos. Ahora bien: ¿quién nos cuenta a quiénes no se puede criticar en ABC, El Mundo, Público, La Vanguardia...? Porque los hay, hay intocables en otros medios.

Lo otro que detalla genialmente Echevarría es cómo algunos escritores, el criticado Antonio Gala, por ejemplo, son «rencorosos» y ¡usan sus columnas en los diarios para ningunear a quien ose toserles sobre su amanerada prosa de señoritingo o sus inverosimilitudes! ¡Toma tronío, chulería y egocentrismo! Y de otros escritores, como Antonio Muñoz Molina, pues uno se entera de que le va el corporativismo. ¿Que después de tres reseñas elogiosas a Rafael Chirbes escribes una donde le das un palo a su amigo, pues, hala, venga, ven que entonces te arrimo yo, el Jinete Polaco, desde mi columna y cuestiono quién te ha dado a ti vela en el entierro de opinar sobre libros? (Por cierto, hay que leer los argumentos y pucheritos de Gala o Molina: ni de comentario de texto de 2ª de BUP. Un escándalo).

El último punto del chismerío que rescato es el auge del llamado «criptolibelo», que pronto estudiarán los filólogos para comprender la literatura contemporánea. Este incipiente género consiste en poner a parir a alguien pero sin escribir nunca el nombre y el apellido de esa persona. O en decir qué malo y corrupto está el sistema por culpa del mercado y hay qué ver cuánta mierda publican, pero no poner un solo nombre en esa lista negra. En el prólogo de Visto para sentencia, Reig sostenía algo similar.


3. Qué es un crítico

Del mismo modo que unos definen su arte poética o narrativa, Echevarría explica parte de sus convicciones sobre la crítica literaria. Hay un par de declaraciones de intenciones; esta, como es la más breve, es la que copio (la otra leedla del libro, ¡haraganes!):

La necesidad de la crítica, si la hubiera, pasa por tener bien claro que el crítico no es un lector más. Tampoco es un lector mejor. En todo caso, es un lector otro. Es un lector puesto en situación de «leer» su propia lectura y hacerla pública, con vistas, entre otras cosas, a orientar al resto de los lectores acerca del interés que merece el libro en cuestión, y en caso de que lo merezca, a orientar —a instrumentalizar, incluso— el tipo de lectura que se haga de él. Para ello el reseñista debe poner en juego no sólo su bagaje y su experiencia como lector, sino también toda su suspicacia respecto a su propia lectura, y ello con voluntad de rendir un servicio. Voluntad que no le viene de ningún celo altruista, sino de su creencia, quizá apasionada, en una determinada escala de valores tanto éticos como estéticos que ciertas obras encarnan o contribuyen a promover, en tanto que otras los usurpan o contribuyen a socavar.


También deja caer tres pensamientos, fruto de su dilatada experiencia como reseñista y crítico (no es lo mismo, ojo), que cualquier epígono debería recordar siempre:

  • «El crítico reseñista se construye su propia autoridad».
  • La autoridad dimana, como dijo Musil, de la capacidad de tener razón.
  • «La resonancia de las pullas es infinitamente superior a la de los elogios, por encendidos que estos sean».

  • Más tres recomendaciones para quien desee apuntalar sus conocimientos:

  • Dirección única, de Walter Benjamin.
  • La literatura en la construcción de la ciudad democrática, de Manuel Vázquez Montalbán.
  • El agente provocador, de Pere Gimferrer.


  • 4. La juventud como etiqueta

    Al parecer, el mercado está como Humbert Humbert en Lolita: quiere presas jóvenes. De un tiempo a esta parte, explica Echevarría, la bisoñez se ha convertido en un «valor añadido al talento del escritor en ciernes, y un valor tan cotizado que hasta puede fácilmente usurpar el lugar mismo del talento». Por desgracia, no se extiende al respecto, pero da entender que se produjo un salto cualitativo entre la irrupción de Ray Loriga con Lo peor de todo y la de Lucía Etxebarría con Beatriz y los cuerpos celestes cinco años después... (¡Ah, yo quería saber más de esto!) De hecho, este crítico no tuvo empacho en merendarse a José Ángel Mañas, a Félix Romeo o a José Machado cuando saltaron a la palestra.

    Como botón de lo que opina Echevarría sobre este asunto de juventud y talento, dejo aquí este subrayado:
    Juventud y promesa son términos casi sinónimos, empleados por lo general para engatusar las conciencias con la inminencia de una renovación que en definitiva sólo acierta a producirse en un plano biológico y que se traduce simplemente en un recambio de públicos y de clientelas. Y ello ocurre a tal punto que debe considerarse seriamente en qué medida la juventud se ha convertido en un estamento en el fondo conservador, susceptible hoy más que nunca a las manipulaciones de la publicidad y de las propagandas de toda índole, servidas en forma de lemas para las camisetas. La sola posibilidad de que sea realmente así justificaría por sí sola el que, abandonando toda clase de paternalismos y condescendencias, la crítica empleara con ella una atención, una dedicación y una severidad que, absurdamente, todavía hoy se juzgan impropias, sin entender que sólo así puede fomentarse una reacción favorable.
    *

    Hasta aquí mis notas, por ahora. Estoy leyendo salteado —un placer que permiten esta clase de libros— y todavía no me he zampado todas las reseñas, pero sí parte, amén del aparato teórico. Para ir cerrando el kiosco y ser ilustrativo sobre lo que me está pareciendo Trayecto, diré que el día que alguien me lleve a Ikea y pueda comprarme por fin un par de estanterías, lo pondré al lado de Las palabras de la tribu, de Francisco Umbral, y de Visto para sentencia, de Rafael Reig. Nobleza obliga.

    *

    Trayecto: un recorrido crítico por la reciente narrativa española, Ignacio Echevarría
    Editorial Debate, Barcelona 2005

    12 de noviembre de 2008

    Leo Masliah


    Sin palabras: Leo Masliah, un genio de la narración oral. (Y, como se ve en la foto, amigo de Mario Levrero). Por cierto, entre las famosas conversaciones de Vargas Llosa con Onetti y las de Levrero con Masliah, tengo más que claro a qué mesa me sentaría... Vaya dos. Tremendos. A ver si lo traemos a España a don Leo.

    ¿Más? Clic en Horóscopos y en Autoyuda.

    11 de noviembre de 2008

    Entrevista con Constantino Bértolo

    Acaba de salir el n.º de noviembre de Vulture, donde he publicado una entrevista a Constantino Bértolo, el editor de Caballo de Troya (en verdad, y como él me corregiría, el 'director literario' de ese sello, que pertenece a Mondadori). Además de escritor, ex crítico de El País, descubridor de talentos como Ray Loriga o editor de una cantidad inmensa de autores jóvenes, es también el artífice de que la obra de Mario Levrero circule por fin en España. El año pasado publicó Dejen todo en mis manos y El discurso vacío y, junto con Ignacio Echevarría, ha empujado para que Mondadori saque todo lo demás. Por cierto, entre lo que leo en este momento figura La cena de los notables, el ensayo sobre crítica literaria y lectura que Bértolo ha publicado con Periférica. Pronto daré señales de vida al respecto; por ahora, la entrevista con este caballero.

    Versión en pdf: clic acá.
    Versión en html de la revista: clic acá.

    Versión transcrita, siga leyendo, por favor:

    CONSTANTINO BÉRTOLO, EDITOR DE CABALLO DE TROYA

    «Busco autores que escriban sobre la precariedad
    como una manera de estar en el mundo»

    Su fuerte es descubrir nuevos talentos. Y su pasión, combatir el aburguesamiento literario. A sus 62 años, este editor quiere volver a descubrir otro icono como Ray Loriga.
    Él fue quien descubrió a Ray Loriga. Corría 1992 cuando le publicó su primer libro, Lo peor de todo, en Debate. Entonces esta editorial era independiente y atravesaba problemas económicos; de ahí que le encomendase a Constantino Bértolo buscar nuevos autores, pues el sello «no podía competir en el mercado de los adelantos». Según él, sólo vendió unos 600 ejemplares de esa novela, y no fue hasta la segunda, Héroes, cuando Loriga despegó. De aquella época suya, cuenta, son también escritores como Germán Sierra, Marta Sanz o Josán Hatero.

    Hoy, Debate pertenece a Mondadori, y Bértolo dirige desde 2004 —año de su creación— Caballo de Troya, también propiedad de ese grupo. Este nuevo sello mantiene la filosofía con la que más se identifica Bértolo: buscar talentos emergentes. Y si bien trabajar para una multinacional siempre lo pone a uno bajo sospecha, el editor subraya que un proyecto tan arriesgado como este sería inviable económicamente fuera de un grupo así. De hecho, incluso el nombre sugiere su carácter poco comercial:

    —Se llama Caballo de Troya porque intento entrar en el terreno del enemigo utilizando algo que este aprecia. Al fin y al cabo, la Literatura —así, con mayúscula— es una conscripción que pertenece a ámbitos elitistas y que, históricamente, ha estado en manos de la burguesía.

    El terreno del enemigo es el discurso narrativo dominante, ese que homogeniza el gusto y neutraliza el disenso. Ese que impone que la cultura que no vende no existe. De ahí que Bértolo defina su proyecto como «una editorial de intervención» y que busque autores capaces de cuestionar la actual Sociedad del Espectáculo. Títulos, como Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, de Julián Rodríguez, o El año que tampoco hicimos la revolución, del colectivo Todoazen, indican hacia dónde encamina Bértolo principalmente su caballo de batalla.

    Aunque sabe que el efecto de esa intervención es bajo —publica entre 9 y 11 títulos anuales y vende unos 640 ejemplares por libro—, lo que le importa es dar el mensaje de que existe la posibilidad de algo distinto. Entre tanto, Mondadori suma autores con que nutrir a medio y largo plazo su división literaria; eso sí, pendiente de si da con un nuevo Ray Loriga. ¿Que cómo sería ese icono del cambio generacional?

    —Debería descubrir lo que está emergiendo y hacerlo ver con fuerza, no quedarse en la espuma. Por ejemplo, me interesa la aparición de la precariedad; ya no como horizonte de vida, sino como una manera de estar en el mundo. El día que alguien cuente lo que no vemos ahí quizá demos con un autor distinto. Por ahora, la narrativa mileurista no logra salir del neocostumbrismo
    .

    10 de noviembre de 2008

    Vladimir Nabokov y el buen lector

    *
    Es él, el buen lector, el lector excelente, el que una y otra vez ha salvado al artista de su destrucción a manos de emperadores, dictadores, sacerdotes, puritanos, filisteos, moralistas, políticos, policías, administradores de Correos y mojigatos. Permítaseme describir a ese lector admirable. No pertenece a una nación ni a una clase concretas. No hay director de conciencia ni club del libro que mande en su alma. Su actitud ante una narrativa no se rige por esas emociones juveniles que llevan al lector mediocre a identificarse con tal o cual personaje y «saltarse las descripciones». El buen lector, el lector admirable, no se identifica con el chico ni con la chica del libro, sino con la mente que ideó y compuso ese libro. El lector admirable no acude a una novela rusa en busca de información sobre Rusia, porque sabe que la Rusia de Tolstoi o de Chéjov no es la Rusia promediada de la historia, sino un mundo concreto, imaginado y creado por el genio personal. Al lector admirable no le preocupan las ideas generales: lo que le interesa es la visión particular. Le gusta la novela, pero no porque le ayude a vivir integrado en el grupo (por emplear un diabólico cliché de la escuela progresista); le gusta porque absorbe y entiende todos los detalles del texto, porque goza con lo que el autor deseó que fuese gozado, porque todo él se ilumina interiormente y vibra con las imagenierías mágicas del falsificador, el forjador de fantasías, el mago, el artista. A decir verdad, de todos los personajes que crea un gran artista, los mejores son sus lectores.

                                                                                     *

     
    Del evangelio según san Vladimir Nabokov, también llamado Curso de literatura rusa.



    4 de noviembre de 2008

    El arte de hipnotizar, Mario Levrero

    Yo sigo a lo mío: Levrero y más Levrero. Trabajo de campo lo llaman. En la presentación calculo que habrá que hablar 10 minutos o así, pero yo quizá escriba algo para Teína, quién sabe; así que sigo recabando material. Hoy quiero dejarme en el blog una entrevista de Pablo Silva para el diario El País, de Uruguay. Está centrada en cuestiones técnicas de la escritura, y me parece que Levrero encierra con precisión su arte narrativa (se nota que el cuestionario fue por escrito). El material es bueno, y ya desde el título da una clave fundamental de la narrativa de don Mario: la literatura es el arte de hipnotizar.

    Para variar, he resaltado en negrita lo que me ha parecido oportuno. Lo hago porque siempre subrayo los libros que leo y porque, no nos engañemos, ¡el blog es mío! Ah, por cierto, también encontré esta página, donde están reunidos varios artículos de cuando Levrero murió, en 2004. Como diría este uruguayo singular, ya retomaré este asunto más adelante.

    La entrevista la saqué de aquí. (En la foto juegan al ajedrez Mario Levrero, izquierda, y Leo Masliah, derecha).

    *

    EL ARTE DE HIPNOTIZAR


    MARIO LEVRERO es un escritor uruguayo, con una vasta obra en novelas y cuentos. También dirige, a través del correo electrónico, un taller literario virtual. Lo siguiente es una síntesis de la correspondencia mantenida con el escritor en el marco de ese taller.

    ¿Qué papel le adjudicás en la escritura literaria a las técnicas? ¿Y al argumento?
    En mi opinión, lo principal, casi diría lo único que importa en literatura es escribir con la mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero jamás para escribir. Aunque en realidad siempre se usan técnicas, pero son técnicas propias que uno va descubriendo, o creando mientras escribe. Si usás técnicas aprendidas, son aprendidas de otros; así nunca escribirás con tu estilo personal, es decir, no se te reconocerá, por mejor escrito que esté el texto.

    Cuando el autor sabe demasiado sobre el argumento, a veces se apura a contarlo, y la literatura va quedando por el camino. La literatura propiamente dicha es imagen. No quiero decir que haya que evitar cavilaciones y filosofías, y etcétera, pero eso no es lo esencial de la literatura. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. Pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y lo mantiene leyendo, es el argumento contado a través de imágenes. Desde luego, con estilo, pero siempre conectado con tu imaginación.

    En ese énfasis por la imagen ¿no hay riesgo de caer en una suerte de "descripcionismo", de que sólo prime la imagen? Yo no creo haber hablado de descripciones; suelen aburrirme mortalmente. Hablé de imágenes, y las imágenes no se contraponen a la acción, sino que la cuentan de la mejor manera. No es lo mismo decir: le dio tremenda trompada, que decir: el puño chocó contra la carne blanda y la aplastó hasta que se oyó el crujir del hueso, o cosa por el estilo.

    Tampoco dije que un relato deba consistir exclusivamente en imágenes, sino que eso es la esencia; pero a menudo la esencia pura es desagradable, como por ejemplo la vainilla. Si la mezclás en un refresco pasa mucho mejor. Hago hincapié en las imágenes porque es la gran falla de nuestra literatura; todos somos retóricos, todos cantamos la justa, todos sabemos cómo arreglar los males del país, todos estamos deseosos de mostrar nuestra visión del mundo, todos queremos volcar nuestros sentimientos (oh, las mujeres que escriben poemas llenos de abstracciones: estoy triste, qué mal me siento, el mundo es terrible). Desde el punto de vista literario no dicen nada, pero nada; el lector simplemente se paspa. Mientras tanto, la literatura queda por el camino; el lector se distrae, y la literatura nacional adelgaza y muere.

    Si agarrás a los grandes, por ejemplo a Felisberto, recordarás sin duda cuando le levantaba las polleras a los muebles, o a la vieja que tomaba mate metiendo la bombilla por un agujero del tul. Son imágenes. Andá al capítulo cuarto de La vida breve de Onetti, se llama "Naturaleza Muerta", es cien por ciento descriptivo y uno de los fragmentos más notables de nuestra literatura. Sin acción ni personajes ni invención; sólo imágenes.

    ¿Cómo lograr el balance adecuado entre imágenes y descripciones, para que no entorpezcan el desarrollo de la trama?
    Es fácil, tenés que pensar —al corregir, no al escribir; cuando se escribe hay que soltarse, sin nada que inhiba la escritura—, si tal descripción es necesaria para la acción que estás narrando. Eso te dará el lugar adecuado. Luego pensá si no han pasado demasiadas descripciones sin nada de acción y ahí tenés la proporción acertada. Al leer un texto tuyo después de un tiempo (nunca antes de, digamos, un mes), si hay excesos de descripción lo notás en seguida porque te aburrís.

    ¿Cuándo considerás que un relato no es verosímil?
    Cuando no está bien resuelto. Ambas expresiones—verosímil y "bien resuelto"— son casi sinónimos. Cuando digo que algo no es verosímil, quiero decir que como lector no lo creo. Y te aseguro que soy muy crédulo cuando la realización me encanta (me hipnotiza, quiero decir). El texto ideal sería aquél en el cual el lector pierde de vista el hecho de que está leyendo, y cree que esas cosas que se transmiten a su cerebro están sucediendo realmente. En ese sentido, puede haber extraterrestres y fantasmas y enanos multicolores, siempre que el lector crea en ellos en ese momento porque el autor lo engatusó. La verosimilitud, entonces, significa en este contexto "engatusamiento".

    ¿Cómo elaborás el inicio de los textos? A veces parece difícil lograr un buen principio que "enganche" al lector y que sea coherente con la obra...
    No sé porqué, pero casi siempre tengo que rehacer los comienzos de mis cuentos. Es posible que al comenzar algo, uno arrastre de cosas anteriores el estilo o el modo de decir. Y resulta que cada relato tiene su propio estilo; es un bloque, va junto con el argumento y todo lo demás. Pero uno trata de hacer lo que sabe, o lo que le salió bien la vez anterior, y arranca con eso. Después uno va chocando contra el cuento existente, a medida que lo va descubriendo y sacando a luz, y ahí empieza a ajustarse, a escuchar mejor lo que tiene adentro.

    ¿Qué es eso de que "cada relato es un bloque, tiene su propio estilo"?
    Me hace acordar a aquello que decía Miguel Angel de que él sólo se limitaba a sacar el mármol que le sobraba al bloque.
    Vos sabés que la percepción no es objetiva ni mecánica; cuando yo miro algo, estoy proyectando mucho de mí, o todo, sobre el objeto. Al mismo bloque de mármol Miguel Ángel le sacaría ciertas cosas, yo otras, vos otras distintas. El diálogo que uno entabla con el objeto no es diálogo, sino monólogo narcisista. Creo que si lo pensás es muy fácil de entender. Cualquier cosa que vayas a narrar la estás rescatando de esa forma de percibir(se). Y ahí es donde aparece el estilo personal; por eso insisto en encarar a los alumnos de mi taller con ellos mismos, a que experimenten con la percepción.

    ¿Cuándo y cómo te das cuenta de que el estilo es el apropiado, el que te pide el tema?
    En mis cosas, me doy cuenta cuando no me siento con el estado mágico de la escritura inspirada. No me divierto, no sufro, no estoy metido por completo en el texto. Esto me pasa cuando escribo regularmente por necesidad económica. Uso un oficio, uso algo de inspiración, pero me doy cuenta de que eso que aparece ahí no es "nuevo".

    En los textos ajenos me doy cuenta porque me pasa casi lo mismo; la lectura me puede entretener, pero no deslumbrar. Y lo ves en la facilidad con que vas prediciendo lo que va a venir, porque todo tiende a encajar en un molde. El texto no es una cosa viva.

    Lo último que leí que me produjo una impresión tremenda, pero tremenda, como pocas cosas en los últimos años, es Franny y Zooey, un libro de Salinger. Ahí ves claramente lo que es un texto vivo, un texto inspirado.

    ¿Cómo corregir, pulir y aún rehacer un texto sin perder el entusiasmo en el proceso?
    Bueno, son tres cosas distintas. En general, hay algo común a los tres procesos: conviene dejar pasar un tiempo (depende de cada uno, pueden ser días o meses) hasta que el texto se vea como es. Si uno está todavía bajo la sugestión de la creatividad, no ve el texto como es, sino como lo tiene en la mente, y le suele parecer perfecto. Se trata de ver el texto como quien mira una fotografía de sí mismo, que siempre impresiona peor que mirarse al espejo, porque en el espejo uno crea su imagen; en la foto no. Veamos:

    Corrección: esto es ni más ni menos un trabajo técnico, que puede ser divertido o no, según el talante de cada cual. Pero es más bien mecánico: leer el texto buscando rimas, repeticiones enojosas, cacofonías, erratas y cosas así.

    Pulido: hay que leer el texto en un estado muy atento, viendo si en algún momento hay algún factor de perturbación en la lectura, algo que, aunque no se pueda identificar la causa concreta, uno "siente" que no está bien, algo por lo cual uno preferiría pasar rapidito. Subrayar eso y seguir, hasta el final. Después buscarle la vuelta a cada caso particular, tratar de desentrañar por qué eso no resuena bien. A veces se trata de su relación con lo que se venía diciendo (salta alguna incongruencia, alguna repetición de palabra, etc.) y a veces de algo propio de ese fragmento. A veces ayuda preguntarle a otro.

    "Refacción", si cabe el término: hay que quitar limpiamente el fragmento que no marcha, y tratar de hacerlo de vuelta buscando un clima similar al del momento de la creación. Situarse en la escena y no conservar nada del texto descartado. Por más lindo que parezca en alguna parte, hacerlo todo de vuelta como si fuera por primera vez, visualizando nuevamente la escena, la imagen que lo originó. Lo mismo para agregar algo, al principio, en el medio o al final de un texto. Visualizar siempre la escena antes de escribir.

    Hay veces en que basta cambiar de lugar el fragmento eliminado, sobre todo en una novela, pero no hay que contar mucho con eso.

    ¿Hasta cuándo corregir, rehacer, pulir?
    Bueno, hasta que te deje razonablemente satisfecho. Hasta que sientas que se puede publicar. Yo siempre recurro a algún lector amigo, que me merezca confianza, para que lea y opine. A veces un lector común, mientras sea buen lector, te dice cosas acertadísimas; a menudo les hago caso. Por norma nunca publico nada que no hayan visto otros ojos que no sean los míos.

    ¿Qué pasa si en el proceso de corrección perdés el entusiasmo, si el texto ya no te causa sensaciones placenteras o positivas de ningún tipo?
    A veces los textos descansan por años... Habitualmente, semanas o meses. Las cosas breves y escritas como trabajo, como las "Irrupciones", de todos modos las voy acumulando en borrador y revisando cada tanto; cuanto más tiempo pasa entra la escritura y la corrección, tanto más fácil es la corrección. Y no hay nada como la publicación, o mejor dicho, la inminencia de publicación: cuando estoy por enviar un texto, le doy un vistazo, y es seguro que cambio bien a último momento tres o cuatro cosas que estaban realmente mal. No sé si le pasará a otros, pero siempre trabajo para mí y con la mente puesta en alguien que lo vaya a leer (el amigo lector, mi mujer, quien tenga a mano); recién tomo conciencia de que va a haber lectores desconocidos cuando estoy por mandarlo, y ahí funciona la adrenalina, y las macanas saltan por sí solas.

    Para la corrección funciona otra forma de inspiración, otra parte del cerebro. Desde luego no produce lo mismo que escribir, pero a mí me resulta un ejercicio atractivo. También se puede no corregir; muchos no lo hacen. Después de todo no es un pecado que un texto no sea perfecto.

    ¿Puede el argumento, por ejemplo, salir de una simple asociación de ideas, de un disparate intelectual?
    Tenés que sacarte de la cabeza la idea de que se escribe a partir de la palabra, y sobre todo a partir de la invención (intelectual). Se escribe a partir de vivencias, que sólo pueden traducirse mediante imágenes. Las palabras sirven para describir las imágenes; por sí solas no generan otra cosa que discursos o simple información.

    ¿Cuál es tu criterio para titular un texto?
    Siempre uso el mismo sistema: una vez terminado el texto, empiezo a leerlo, seguido o salteado, buscando algo que me resuene. Y siempre encuentro el título; en mi caso, está siempre en el texto. Aunque a veces me hago el vivo; pero en general busco que sea más bien simple y que yo mismo pueda asociarlo fácilmente con el texto.

    ¿Cuándo te das cuenta de que termina un texto? ¿pensás mucho, al escribir, en el final?
    No pienso para nada en el final. A veces, en una novela (incluso en aquellas de estructura policial, con algún misterio o enigma, como Fauna o Dejen todo en mis manos) empiezo a vislumbrar el final después de haber pasado los dos tercios del total, y me pongo nervioso; ahí me cuesta más mantener un ritmo de escritura parejo y no empezar a correr como loco. Es gracioso pero yo confío en que los textos preexistan a la escritura (y por supuesto a su formulación mental); están adentro, y ya con su forma definitiva, y por eso estoy seguro de que el final va a venir solo, a caer maduro, incluso cuando hay enigma. Aunque llega un momento en que me pongo nervioso. Porque ¿y si no se resuelve? Pero hasta ahora...

    Me doy cuenta de que el texto termina porque no veo cómo seguirlo. Con uno tuve problemas; lo guardé como veinte años como principio de novela, y cuando lo releí me di cuenta de que era un relato terminado; sólo le faltaba una frase de cierre. No había manera de seguirlo.

    ¿Qué hay con ciertas reglas del "escribir bien"? Cosas como evitar los adverbios terminados en -mente o no repetir palabras... No se trata tanto de evitar los adverbios sino de no abusar. Forman palabras muy largas, pesadas, y si te encontrás dos o tres en una misma frase suena realmente desagradablemente, verdaderamente realmente desagradablemente.

    También suelen formar rimas con demasiada facilidad, y la rima en la prosa me hace saltar, si es que es rima. Porque se pueden usar palabras consonantes entre sí sin que formen necesariamente rima; el problema es cuando la consonancia se subraya con alguna puntuación o una forma de ubicación en la frase que lo hace aparecer como un versito; es un problema de métrica + rima. Por otra parte, a veces acumulo esos adverbios a propósito, uno tras otro, para dar énfasis (o por capricho). En El alma de Gardel, por ejemplo, el lector de la editorial me hizo notar una frase cargada de adverbios terminados en mente, pero la mantuve porque era a propósito; para mi gusto ahí están distribuidos de tal forma que no pesan.

    Con respecto a eso de "no repetir palabras", hay que desconfiar del uso de sinónimos. Si vengo diciendo "casa", y "casa", y "casa" y de repente digo "morada" sin nada que lo justifique, me parece de décima. Yo a veces he abusado un poco de las repeticiones, conscientemente, pero cuando no es así, y las detecto en un texto mío durante la corrección, en lugar de sustituir la palabra trato de reorganizar toda la frase, o todo el párrafo.

    Eso sí me molesta, si resulta chocante al oído (porque el lector oye el texto), y sobre todo si se nota que está ahí por torpeza y no en forma deliberada. A veces simplemente se puede eliminar la palabra repetida porque es innecesaria. Pero el uso de sinónimos para ocultar la falta de elaboración es la máxima torpeza.

    Y al escribir, ¿les prestás atención a todo eso, son cosas importantes?
    Al escribir, nada, sólo escribir, no pensar ni controlar --salvo ese foco de atención crítica para que el inconsciente no te lleve al carajo, pero lateral, como distante, y con mucha cancha para hacer la vista gorda y no trabar la escritura cuando viene fluida.

    Por otra parte, sólo son opiniones mías; no es palabra de Dios; lo mejor es usar tu propio criterio.

    *

    (Amén).