30 de septiembre de 2008

Una verdadera novela, Philippe Sollers

He puesto de fondo las Goldbergvariaktionen de Bach tocadas por Glenn Gould. Es que voy a escribir sobre Philippe Sollers y su libro de memorias, y no quisiera que el sofisticadísimo intelectual francés se enojara conmigo por la vulgaridad del hilo musical. Según cuenta el niño terrible de las letras francesas en Una verdadera novela (memorias), él prefiere Mozart o Monteverdi... Lo siento: no tengo discos de ellos a mano, qué va a ser. Además, en mi casa mando yo. Así que Bach.

Más de cuatrocientas páginas de este amigacho de Barthes, Lacan o Bataille me he metido entre pecho y espalda. Y mira que a mí los intelectuales franceses me parecen unos pesados de aquí te espero: verborrágicos, descubridores demasiadas veces de la rueda... Pero, bueno, pasé por Páginas de Espuma para entrevistar a Juan Casamayor, y salí con este libro bajo el brazo. Y lo leí entre otras cosas porque él estaba entusiasmado con su reciente publicación dentro de la línea de ensayos con que está consolidando la editorial. También porque debía escribir un breve para una revista con la que comencé a colaborar, Vulture.

Después de zamparme este libro, tengo claro que

a. no leería una novela de Philippe Sollers y
b. sí leería sus ensayos.

Así de claro.

Se queja Sollers de que la crítica le ha reprochado siempre escribir «novelas que no eran verdaderas novelas». No me extraña. A lo largo de estas memorias, el autor rescata párrafos de sus novelas y, la verdad, asustan (narrativamente, digo). Incluso le dedica un capítulo del libro a los comienzos que escribió, y la gran mayoría anuncian una modorra impepinable. Y es que la suya es una prosa discursiva y presta al firulete estilístico, adora regodearse en las palabras y sostiene que lo importante es la «visión verbal»... Diagnóstico: verborrea.

A modo de autojustificación, Sollers argumenta que él se inscribe dentro de la tradición de la «novela filosófica francesa» y que la literatura se está echando a perder desde que los yanquis exportan su cine a Europa y los escritores pretenden ser visuales y contar historias... Es decir: Raymond Carver no sería un escritor, puede que Hemingway tampoco, según estos parámetros. En mi opinión, a Sollers parece pasarle lo mismo que le sucedía a Umbral cuando se ponía a novelar: cae preso de las ganas de exhibir su estilo —caen presos de la ostentación del lenguaje, como diría Barthes— y logran acrobacias dispersas, poco más.

Sin embargo, y como pasaba con Umbral en su ensayo Las palabras de la tribu, esa es una prosa que funciona muy bien en un libro de memorias o de apuntes literarios. De ahí que Una verdadera novela, leído como un dietario o una autobiografía, se convierte en un libro adictivo. ¿Por qué? Pues porque emerge con toda intensidad el dibujo de un personaje: el autor.

Un autor, que todo sea dicho, exhibe un ego que ya lo quisiera para sí cualquiera. Según él, Ponge, Barthes o Lacan lo admiraban y le han dedicado sus libros, lo han reseñado como es debido y han sabido darle, como Philip Roth —el único escritor estadounidense digno de su admiración—, el estatus que se merece. En fin, que Sollers se tiene por un mesías de la escritura al que sólo los espíritus finos saben reconocer. Y, por si fuera poco, tiene complejo de Teresa de Ávila:

No puedo hacer nada: el francés me habita, me precede, me escucha, me inspira. ¿Está contento de mí? Lo creo.

Ahí queda eso, camaradas.

Por cierto, que este caballero conoció a Octavio Paz —quien no sale bien parado de un encuentro que compartieron con Miterrand— y a Borges, de quien dice lo siguiente:

Vuelvo a ver a Borges, en verano, en blusa, en uno de los despachos de la editorial, preparando su Pléiade con Héctor Bianciotti. Abro la puerta, alza sus ojos de ciego, está declamando no sé qué en español bajo la mirada cautiva de Héctor. Igual vuelvo a verle, en su pequeña habitación del Hôtel des Beaux-Arts, hablándome muy de cerca de las prostitutas francesas de Buenos Aires, las mejores. ¿Se acuerda María Kodama de que hemos tenido una amiga japonesa común? Es posible.

¡Borges hablando de casas de lenocinio y meretrices con Sollers!

No queda claro por qué don Jorge Luis opina que las francesas son las mejores en ese rubro; pero, bueno, se lo puede exculpar: tampoco queda claro por qué Sollers opina en alguna otra parte del libro que las mejores son las putas catalanas. Mucha «visión verbal», pero pocos divine details, que diría Nabokov.

¿Qué más? Ah, sí a don Philippe le encanta ser burgués y haber nacido burgués; de hecho, opina que quienes le critican su cuna en realidad lo envidian (¿seré yo uno de ellos?). Disfruta de vanagloriarse de sus conquistas femeninas, de su promiscuidad, de haber sido quien ha rescatado a Sade, a Casanova o a Dante para la literatura francesa. Adora que la crítica, precisamente, lo desahucie por ser burgués y por vender una imagen de sí mismo de libertino, y luego visitar a Juan Pablo II para regalarle un libro. Visto desde fuera, parece que este gentilhombre de anillo en el meñique derecho y cigarrillo entubado en una boquilla alargada se sentiría fatal, desplazado, si sus compatriotas no lo consideraran el niño malo de la literatura francesa. De hecho, da a entender que Houllebecq, por ejemplo, no es más que una vedette aficionada en comparación con él a la hora de montar escándalos en la Sociedad del Espectáculo.

Por más peticiones que circulen pidiendo que me echen, artículos vengadores, virulentos libelos, panfletos encargados por las honradas gentes del condado, no pasa nada, sigo siendo el mejor Malvado disponible, sin mí la película tendría menos brillo. (Página 189).

Para entendernos: Sollers es una suerte de Juan Goytisolo; le encanta sacarse en procesión, mostrarse como la síntesis superadora de la mediocridad patria, venderse como el adalid de los olvidados valores de siempre y, de paso, victimizarse un rato diciendo que nadie lo quiere o lo entiende. Este párrafo, por ejemplo, si ajustamos los nombres de los países, podría haberlo escrito el heteróclito Goytisolo:

Me siento cada vez más europeo, y europeo por francés. Soy por lo tanto ultraminoritario entre mis compatriotas, que no quieren ser ni franceses de siempre, ni europeos de futuro. Así hay pocas posibilidades de que sea catalogado como «contemporáneo». No cambiaría sin embargo esa singularidad por otra. (Página 214).

Y, por si le faltaba algo a esa imagen creada a imagen y semejanza de su vanidad, y que según él ha arrojado a los perros salvajes de la Sociedad del Espectáculo para que la roan, Sollers da un paso más allá y conmina a los estudiantes de letras a que alguno haga una tesis doctoral sobre ¡la presencia de las mujeres en su obra!; más que nada porque, salvo quizá Picasso, nadie sepa tanto de ellas como él.

Hala, con dos cojones. Ni Nacho Vidal, oiga.

En fin, o Sollers usa una máscara y se construye a sí mismo como personaje o, de verdad, debe de ser un tío insoportable. Entre otras cosas porque, como suele pasar, dicen de él más las ausencias que las presencias. Y en el libro hay una ausencia clamorosa: su esposa —o ex esposa, según alguna web—, Julia Kristeva. Mientras que el escritor le dedica páginas y páginas a Dominique Rolin o se vanagloria de alguna otra nínfula con la que cardó para aumentar su pericia sexual, apenas le dedica unas líneas a la mujer que le dio un hijo y lo convirtió en (un supuesto) monógamo. Todo lo que cuenta de Kristeva se reduce a

a. una bella búlgara que vino con una beca a París,
b. una mujer inteligente,
c. una psicoanalista atea freudiana y
d. habla muy bien inglés y da conferencias en EEUU.

Y se acabó.

Ni una sola aventura. Ni una sola escena juntos. Ni una sola charla en el salón de casa entre Kristeva, Barthes, Lacan y Sollers... ¡Nada! Eso sí, de las otras, te cuenta sus aventuritas y te las saca a colación cada tanto. Esto parece prensa rosa literaria; pero ¿es que estos franceses están más allá del amor? ¿Tanto como para que Kristeva ni se inmute cuando lea las memorias? No sé, quizá ella es más la psicoanalista de él que su esposa... Ellos sabrán. Yo sólo leo y digo que no entiendo a estas parejas de intelectuales. Como diría Benjamin Constant, se ve que tengo espíritu de romántico alemán.

¿Que si exagero? Página 371:

Finalmente di la vuelta a los prejuicios que me conciernen. Origen «burgués», ni vychista ni tradicionalista, mala nota. Depravado católico, malo, malo. Expulsado un poco por todas partes, incluido el ejército, extraño. Relación, a los quince años, con una diabólica extranjera, más bien lesbiana, de edad dos veces mayor y de nivel social «inferior», execrable. De nuevo una mujer bellísima de más edad (pero no tiene edad, y eso provoca el escándalo) que no es realmente francesa puesto que su origen es belga, pero sobre todo, judía polaca, muy mal tolerado. Clandestinidad buscada, rebuscada, y nunca cumplida, extraordinariamente sospechoso. Y además una joven y bonita extranjera, llegada, en aquella época, de un país comunista, brillante intelectual que ha llegado a ser, además, «esposa legítima», traición, deserción, defección, cordón sanitario, cuidado.

A falta de 50 páginas para terminar el libro y después haber insistido al menos 3 ó 4 veces esto mismo en otras partes, Sollers incluye este inaudito recuento... ¿Qué pasó entre él y su esposa? Ni idea. ¿Cómo fue su relación? Ni idea. ¿Se quieren? Y yo qué sé... Eso sí, lo que me queda claro es que este hombre está obsesionado con que su lector lo entienda a él y que lo tenga por un subversivo porque sus novias eran extranjeras, mayores que él, de otra clase social y cosas similares. Nunca tiene empacho en reescribir lo que le obsesiona, como si intentara un autoanálisis que le permitiese constatar sobre el papel alguna mínima variación a lo largo del tiempo sobre sus explicaciones.

Un momento, que releo... Vaya, sí que me enrollado con Sollers, ¿no? Es que el libro es entretenido.

¿Qué es lo que más me ha gustado? Algunos latigazos excelentes, dispersos aquí y allá, como corresponde a un estilista nato. Por ejemplo, cuando cita a Teresa de Ávila para decir «el infierno es un lugar donde no se ama». O cuando acuña frases límpidas y aceradas, como «Odio la religiosidad neurótica, pero odio tanto o más el sueño y la sordera que se llaman (equivocadamente) razón». Pero sobre todo cuando se enzarza con algunas reflexiones sobre su hábito de escribir:

El papel, la tinta, la pluma, la madera de un escritorio o de una mesa que cruje (pues, claro, todos los muertos están ahí). La respiración lenta, los hombros, el brazo, el codo, la muñeca, los dedos. Cuántas veces no leo, en mis cuadernos de notas, con la fecha y tras el exilio forzado de charlas insustanciales, esta mañana «Recobrada mi mano». Sé exactamente cómo me encuentro con sólo mirar mi grafismo, es mucho más seguro que un electrocardiograma, una radiografía o un análisis médico. Resulta que he dormido donde tenía que hacerlo, que la mano se encuentra bien en el interior de las letras y de las palabras, que ha llegado a ser una voz, una escritura cifrada. El blanco, el azul, y ya está: es liso, legible.

Estos plásticos momentos de intimidad son lo mejor de Sollers. Cada tanto se repiten. Incluso yo diría que le habrían encantado al Mario Levrero de El discurso vacío.

Paro ya, paro ya... porque, me conozco: estoy intentando agotar los temas del libro, y es no es posible. Con todo lo que escribí, diría que queda claro que este libro lo disfrutarán los seguidores del pensamiento francés del siglo XX; pero también quienes, como yo, se enganchan con los personajes y disfrutan de la escritura autobiográfica pergeñada con estilo. A mí un escritor que abre su libro diciendo

Alguien que más tarde dirá yo entró en el mundo humano el sábado 28 de noviembre de 1936, a mediodía, en los suburbios inmediatos a Burdeos, junto a la ruta hacia España,

me resulta sugerente... Veo ahí el movimiento de una inteligencia que comienza a desplegarse.


PD: En el Twitter dejé e iré dejando algunas frases más de Ph. S.

*

Una verdadera novela (memorias), Philippe Sollers
Páginas de Espuma, Madrid 2008

Traducción de Mauro Armiño
Edición de Francisco Javier Jiménez

14 de septiembre de 2008

John Gardner

Ando liado, entre otras cosas, con una mudanza de casa y editando el próximo n.º de Teína; así que tengo el blog manga por hombro. Lo sé, lo sé. Quería contar un par de cosas sobre Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño, que me decepcionó. Quería darle caña a Dostoievski, de quien leí Crimen y castigo (qué razón tienes Nabokov, qué razón), y que ni yo me explico cómo he llegado hasta el final de semejante mamotreto. Incluso me dije que iba a tirar unas líneas sobre los libros que leo en este instante: Una verdadera novela, de Philippe Sollers (memorias), Una propuesta imposible, de Javier Sáez de Ibarra (cuentos) y El androide y las quimeras, de Ignacio Padilla (cuentos). Como se ve, lo mío es inflarme de buenas intenciones; sin embargo, escasea el tiempo y abundan las tareas. En fin, que ya llegará el momento de recobrar el ritmo bloguero.

Entre tanto, me hago un huequito para rescatar otros ocho subrayados de Para ser novelista, que sin parecerme una maravilla es un libro que me hace pensar sobre el oficio y posicionarme a favor o en contra de lo que comenta Gardner. Y me gusta eso de pelearme con los autores que leo. Aquí van mis notas (los títulos son míos, claro).

01 :: Una cuestión de orfebrería y agudeza
El detalle es la savia de la ficción literaria.

02 :: Fidelidad a uno mismo
A las imitaciones literarias les falta lo que se espera de toda buena literatura: la visión propia del autor.

03 :: Show, don’t tell (I)
[Un buen escritor] en lugar de escribir: «Se encontraba fatal», es capaz de comunicar —por medio de un ademán, una mirada o poniendo en boca del personaje determinado giro— los más sutiles matices del comportamiento de éste. Cuanto más abstracto es un escrito, menos vívido es el sueño a que da lugar en la mente del lector. Hay mil maneras de estar triste, feliz, aburrido o malhumorado, y el adjetivo abstracto no dice casi nada. El ademán preciso, sin embargo, refleja con toda exactitud el único sentimiento que corresponde al momento.

04 :: Show, don’t tell (II)
No es difícil darse cuenta de que lo abstracto rara vez es tan eficaz como lo concreto. «Se disgustó» no está tan bien como, incluso: «Desvió la mirada.»

05 :: El texto contiene todas las respuestas
La buena narrativa origina en la mente del lector un sueño vívido y continuo. Es «generosa» en el sentido de que es completa y autónoma: responde, explícita o implícitamente, cualquier pregunta razonable que el lector se pueda plantear.

06 :: Inventar, no filosofar
El deseo de dar lecciones morales a la gente es contrario a los más nobles impulsos de la ficción literaria.

07 :: Leer críticamente
El joven escritor debe leer tratando de averiguar cómo lo hace el autor para crear los efectos que consigue, de captar sus procedimientos, incluso pensando qué habría hecho él en la misma situación y si su manera de hacerlo habría dado mejor o peor resultado y por qué. Tiene que leer con la misma actitud que el arquitecto novel al mirar un edificio, que el estudiante de medicina al presenciar una operación, con devoción y espíritu crítico al mismo tiempo, deseando aprender de un maestro y atento a cualquier error posible.

08 :: Paciencia, paciencia y más paciencia
Según mi propia experiencia, no hay nada más duro para el aprendiz de escritor que superar la ansiedad que le produce pensar que se está engañando a sí mismo y tomando el pelo a su familia y a sus amigos o haciendo que se avergüencen de él. Para la mayoría de la gente, incluso para quienes no leen excesivamente, el ser escritor tiene algo especial y vagamente mágico, y les cuesta creer que alguien a quien conocen personalmente —y bastante corriente en muchos aspectos— pueda serlo. Suelen sentir por el joven escritor una mezcla de cariñosa admiración y de lástima, ya que les parece que el pobre es un inadaptado. Que yo sepa, ninguna actividad humana requiere más tiempo que escribir, y es muy raro que alguien llegue a ser un escritor de renombre sin pasar varias horas al día sentado ante la máquina.

2 de septiembre de 2008

Ray Loriga

El otro día estaba chateando con Alberto y va y me pregunta si me acuerdo de comienzos de novela que me gusten... Y nos pusimos a cambiar cromos apelando a los clásicos, que es lo que suele hacerse en estos casos para quedar como alguien más o menos leído. Que si el de las familias felices e infelices de Tolstoi en Ana Karenina, que si el de Santiago Nasar al que Gabo ya sabía que lo iban a matar desde el primer párrafo de Crónica de una muerte anunciada, que si, en fin, en un lugar de la Mancha y tal y tal y tal. Vamos, que parecíamos dos eunucos filológicos de esos para quienes sólo existe el pasado.

En eso que Alberto dice que a él le molan los inicios de Chuck Palahniuk. Yo no he leído a este señor, pero sé que es el de El club de la lucha; así que deduje que debía de estar vivo y que la cosa se ponía contemporánea. Según Albertix, este novelístico luchador «te agarra por las solapas y no te suelta» o algo así. (Han pasado algunas cervezas desde entonces, digo). Liberado de las referencias clásicas, me animé a contraatacar con algo equivalente a Palahniuk: La pistola de mi hermano (caídos del cielo), de Ray Loriga, que justo acaba de leerlo.

—Jo, ese libro quiero leerlo y ya no se consigue —dice Alberto.
—Yo se lo he pillado a unos amigos que me han dejado encargado de regarles las plantas mientras están de vacaciones —contesté.
—¿Mola? A mí Héroes me gustó.
—Ese no lo he leído. Yo leí Trífero y Tokio no nos quiere.
—¿Y?
—El primero me gustó, el segundo lo abandoné en la página 90 dos veces. La pistola de mi hermano, qué sé yo, está bien: te lo lees de un tirón, no incordia, tiene sus destellos. No es literatura para la posteridad y la historia no es gran cosa, no sé; pero se sostiene por la voz del narrador. Loriga es un estilista nato, y a mí eso me gusta: estructura fragmentaria con capítulos breves, oraciones cortas y cada tanto lapidarias, poética Generación X... En fin, esas cosas de los 90. El comienzo mola. En concreto, la primera página casi es el primer capítulo y me parece que está bien, que invita a seguir leyendo:


—¿Y ahora qué?

No sabía muy bien a qué se refería. Llevaba toda la mañana con el estómago revuelto. Con un dolor en el estómago. Un dolor agudo, como un clavo. Lo sé porque me lo dijo ella misma antes de darme la pistola. La pistola no era suya. Eso se dijo, pero no era cierto. La pistola era de él. Se dijeron muchas tonterías, da igual, era de él. Seguro. Una pistola grande, automática, negra.

—No se mueve.
—Ni se moverá, está más muerto que yo.
—Tú no estás muerto.
—Lo estaré.

Tenía razón. Dos horas después le pegaron tantos tiros que hacía falta quererle mucho para ir a mirarlo. Mamá no fue. Nadie le quería mucho. Nadie le quería nada. Ella tampoco. Ella había visto todas esas películas de asesinos juveniles. Estaba en babia. Pero de eso al amor hay un paseo.

—No da asco.
—No.
—Tampoco mucha pena.
—Da lo que da, vámonos de aquí.

Subió al coche, se acordó de mamá, seguro, se acordó de mamá diciendo: Algo me dice que todo esto estará limpio mañana. Arrancó el coche y dijo:

—Algo me dice que esto no va a estar limpio mañana.

**

Y así quedó la cosa. Alberto dijo que sí, que no estaba mal. Ahora, de yapa y ya que me pongo a actualizar el blog, dos fragmentos más del libro en cuestión. O mejor dicho: dos capítulos más:

El sol entraba por las ventanas abiertas y también el viento que la despeinaba y la volvía a peinar y no hacía ni frío ni calor, ni era pronto ni demasiado tarde, los dos bebían cerveza y la carretera se alargaba como si no fuera a terminarse nunca y parecía de verdad que Dios estaba tocando sus grandes éxitos.

(Capítulo 38, página 133.)

*

Se estaba haciendo de noche. No había nubes. No había casas. No había nada.

—¿Dónde vamos a dormir?

Él volvió la cabeza y la miró sorprendido. Hubiera jurado que iba solo.

(Capítulo 32, página 115.)

*

La pistola de mi hermano (caídos del cielo), Ray Loriga.
Plaza & Janés Editores S.A., Barcelona 1997.


PD para Alberto: Che, que dice el otro Alberto que Alfaguara publicará todo Loriga dentro de poco; así que pronto podrás pillarte este libro y el que quieras. Por cierto, que también dice Alberto que, además de Heroes, el que hay que leerse de Loriga es El hombre que inventó Manhattan. Dicho está.