5 de agosto de 2008

Almudena Grandes

Mi amigo Alejandro me insiste en que lea a Almudena Grandes. Yo le pongo buena voluntad: me encantaría que me gustase porque ella me cae bien; sin embargo, no lo consigo. Hace poco estuve con Atlas de geografía humana y ahora me puse con Castillo de cartón, de la que he leído setenta y tantas páginas seguidas más unas cuantas salteadas... Lo siento, Álex, me he zampado ya más de un cuarto de la novela y me resulta insulsa. Ni fu ni fa, ni frío ni caliente, sino todo lo contrario.

En Atlas... me gustaba la frescura y llaneza del lenguaje con que Grandes abordaba determinadas situaciones cotidianas; pero me molestaba la abundancia de oraciones kilométricas adornadas de tanta quincalla verbal que casi podía venderse a granel. Con Castillos de cartón (Tusquets, 2004), el gusto y el disgusto me pasan por otro lado. Paradójicamente, esta vez el texto me transmite una contención excesiva, una perpetua corrección a la hora de formular las oraciones, la negación de casi cualquier escorzo estilístico. En fin, que me parece que ni era ese melifluo y verboso lirismo de Atlas... ni es el lenguaje neutro y expositivo de Castillos...

Lo que sí debo reconocerle a Grandes es que elige temas chulos. Acá un buen día Jaime González llama a Jose Sánchez y le dice que Marcos Molina, el otro integrante del trío amoroso que formaban, se ha suicidado. Hace veinte años (o los que sean) que no se veían y a Jose le entra la fiebre de la analepsis narrativa para reconstruir cómo se conocieron, cómo fueron aquellos porros de juventud y cómo se lo montaban en la cama los tres juntitos mientras estudiaban Bellas Artes. Es decir: relaciones humanas y sexo, asunto habitual en las novelas de Grandes. Sin embargo, al gancho del tema le falta ese tobogán que es el estilo y que arrastra al lector página tras página.

Si bien la prosa de la autora de Las edades de Lulu es llana y rápida, adolece de monotonía. Cada tanto aparece algún detalle estilístico como «Yo no tenía tanta experiencia con el sexo como con los canutos, y casi toda la que poseía se podía evaluar en términos de cantidad, porque calidad, la verdad, había habido muy poca»; pero no es lo frecuente. Casi tan genuino como lo anterior es encontrarse en los textos de esta autora olvidables fragmentos como

Nunca me había pasado nada parecido, todos mis amantes triviales, tontos, insípidos, habían acatado la ley de mi desnudez con el mecanismo riguroso, automático, de sus cuerpos potentes y fáciles de olvidar, pero ellos no sabían pintar la tristeza, ni expresar sentimientos que no tienen nombre, ni resolver la luminosidad compacta de los cielos con un color imposible. Marcos, sí.

O

No podía ser así, pero así era, y al despertarme por las mañanas sentía un escalofrío de miedo y de placer que me sostenía durante todo el día, y al entrar en clase, temblaba por dentro hasta que me sonreían, primero, luego el otro, y volver a casa nunca me apetecía, y retrasaba el sueño para pensar en ellos, para disfrutar mi confusión y de mi culpa, porque nunca había hecho nada parecido, nada comparable a esa clase de intimidad, de complicidad, de alegría. Era muy extraño, y sin embargo era así, y antes de acostarme con los dos a la vez, Marcos me gustaba y Jaime no, pero eso también había cambiado, porque seguían siendo dos personas distintas y habían empezado a ser una sola persona al mismo tiempo, un amante memorable, el más impotente y el más feroz, el más brusco y el más dulce, el más divertido y el más silencioso, el más intenso siempre de cuantos había conocido. Estaba hecha un lío, aún no sabía si felicitarme o compadecerme, si arrepentirme o tirarme sin paracaídas, no sabía qué hacer, dudaba, pero pensaba en ellos todo el tiempo y no era capaz de decidirme, de aclararme, de aceptar lo que me estaba pasando, pero lo deseaba.

El final del primero es clamorosamente malo: pintar la tristeza, sentimientos que no tienen nombre, colores imposibles... Pero es que el segundo tiene delito: he ahí 209 palabras de discursividad abstracta y llena de lugares comunes que podrían eliminarse sin que la novela cambiase un ápice. Y eso quizá podría permitírselo Tólstoi, que escribía a mano y en tiempo de los zares; pero no una autora profesional en el siglo XXI a los mandos de un ordenador. Y, además, ojo: no es el único fragmento así.

Entonces.

Si a la altura de la página 75 uno ya va renqueante en la lectura, con la sensación de que la historia y la prosa no despegan, cuando tropieza con semejante lodazal, se hunde, se cabrea y cierra el libro. (Lo siento, Álex, que yo sé que a ti te gusta y que me lo prestaste con la mejor de las intenciones). Pero es que al menos este lector espera de los amanuenses literarios que le suministren sólo la información estrictamente necesaria y que le eviten toda verbosidad que no tienda a esbozar una atmósfera, a generar una tensión en el lenguaje, a dar soporte a una estructura narrativa o a dejar correr el hilo argumental. Y si eso no está, mejor no seguir leyendo.

Dicho y hecho. Ya he terminado de leer Castillos de cartón.

*

Castillos de cartón, Almudena Grandes.
Tusquets Editores, Barcelona 2004.

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