29 de agosto de 2008

John Gardner

Cuanto se escriba sobre el oficio de novelista es polémico. Y en el caso de John Gardner y su Para ser novelista, no iba a ser menos. De ahí que el lector deba tener en cuenta desde qué trinchera escribe el maestro de Raymond Carver mientras lo lee perorar sobre cómo se escribe una novela. A saber: para él, Nabokov, Joyce o Flaubert son pirotécnicos del lenguaje, escritores de segunda fila en comparación con Stevenson, Dickens, Melville o Tolstoi. Es decir: sin realismo, estructuras decimonónicas y ladrillos de más 600 páginas casi que no hay literatura. Se entiende: estoy simplificando (los matices, cerveza mediante).

Sigo aclarando cómo es el Parnaso gardneriano. Cervantes parece no existir. Borges tampoco. Gabo, ¿y ese quién es, m’hijo? Cortázar, Onetti, Rulfo, Monterroso... Uhhhh, con esos apellidos tan poco yanquis no sé yo si saben escribir. Como mucho, dame un Hemingway, un Faulkner, un Below. En fin, que la tradición en la que se inscribe Gardner es la de escritores estadounidenses más algún clásico universal: un Dostoievski por aquí, un Shakespeare por allá, etcétera.

Aclaro todo esto porque mucha gente toma estas lecturas como recetarios del tipo Aprenda chino mandarín en 10 lecciones. Y no. Ya lo dijo Michael Phelps: es más difícil aprender chino mandarín que ganar ocho medallas de oro en las olimpiadas. Quiero decir: no conviene convertir un libro de este tenor en dogmática biblia del oficio (tampoco creo que Gardner lo pretenda, vaya), sino más bien tomarlo como un punto de partida para animar el fuego de la conversación. (Claro que eso mismo dijo Solbes ayer sobre la financiación autonómica y así le fue...).

Pues eso, que este libro de Gardner sirve para opinar sobre el oficio, formarse ideas sobre la estética propia y ajena, saber cómo afronta el prójimo el proceso creativo y cuestiones similares. Aunque mantengo mis desavenencias con ciertos puntos de vista del autor, reconozco que
Para ser novelista está escrito con mucho sentido común y contiene pensamientos que no son baladíes. Además, como el propio Gardner defiende que «hasta el mejor consejo tiene sus límites», puedo aceptarle ese ánimo tan pragmáticamente yanqui que desprende a veces. Tomo lo que dice hasta donde a mí me sirve o me parece bien. Diferencia de temperamento. Cervantino que es uno.

A continuación, ocho subrayados que hice sobre la primera cualidad que Gardner le pide a un novelista: sensibilidad verbal.

01 :: Armarse de paciencia
«Escribir una novela lleva muchísimo tiempo, al menos para la mayoría, y es algo que pone a prueba la mente del escritor y puede llegar a desquiciarla».

02 :: Los inéditos también son escritores
«Hay escritores jóvenes que, debido a una peculiaridad de su forma de ser, no se sienten tales si no han conseguido publicar algo, como sea, donde sea. Probablemente, dichos escritores harán bien en conseguirlo y acabar con ello de una vez, pero harían aún mejor si, con las miras puestas en el futuro, mejoraran su nivel y lograran aparecer en publicaciones de mayor prestigio».

03 :: Más calle, menos retórica
«Puede que los niños negros que juegan en la calle a «las docenas» —a replicarse ingeniosamente con metafóricos insultos a sus respectivas madres, empleando metáforas que no son siempre gramaticales ni claras—, demuestren mayor sensibilidad verbal que los escritores de discursos que contribuyeron a crear la imagen de John Kennedy».

04 :: Como una película
«Cuando llevamos leídas cinco palabras de la primera página de una buena novela, nos olvidamos de que estamos leyendo palabras impresas en una página y comenzamos a ver imágenes: un perro husmeando entre cubos de basura, un avión volando en círculo sobre las montañas de Alaska, una señora mayor lamiendo furtivamente su servilleta en una fiesta...».

05 :: Prohibido interrumpir el sueño vívido y continuo
«Si el escritor comete una falta gramatical, el lector deja de pensar en la señora mayor de la fiesta y mira las palabras del texto, para ver si, como parece, la frase es gramaticalmente incorrecta. Si lo es, el lector piensa en el escritor o, posiblemente, en el editor —«¿Cómo es que se les ha escapado una cosa así?»— y no en la señora, cuya historia se ha visto interrumpida».

06 :: El contrato con el cliente
«El lector común exige una razón para seguir pasando páginas».

07 :: Profe, ¿sirvo para escribir?
“El escritor con menos posibilidades —ése a quien uno contesta en el acto: «No lo creo»— es aquél cuya sensibilidad para el lenguaje parece incorregiblemente pervertida. Su ejemplo más evidente es el del escritor que no consigue avanzar sin emplear frases como «con un gracioso parpadeo» o «los adorables gemelos», o «su risa franca, estentórea», expresiones trilladas producto de la emoción fingida de quien no siente nada en su vida cotidiana o le falta algo de lo que estar lo suficientemente convencido como para encontrar su propia manera de decirlo, y ha de recurrir a cosas como «reprimió un sollozo», «amable sonrisa oblicua», «enarcando una ceja con ese aire suyo tan peculiar», «sus anchos hombros», «ciñéndola con su fuerte brazo», «esbozando una sonrisa», «con un ronco susurro», «con el rostro enmarcado por sus bucles cobrizos»”.

08 :: Escribir es reescribir
«Lennis Dunlap, mi colaborador, era y sigue siendo uno de los perfeccionistas más exasperantemente tercos que he conocido. Trabajábamos cada noche cinco, seis o siete horas y a veces sólo conseguíamos terminar tres o cuatro frases. Me volvía loco, y consigo mismo tampoco se ablandaba: a veces teníamos que parar porque con la tensión de trabajar con un joven tan impaciente como yo, a Lennis le entraba dolor de cabeza. Con el tiempo yo adquirí la misma reticencia que él a dar una frase por definitiva si el significado de la misma no se veía tan claramente como un oso en una cocina bien iluminada. Descubrí lo que todo buen escritor sabe: que conseguir escribir exactamente lo que se pretende decir ayuda a descubrir lo que se pretende decir».

*


Para ser novelista, John Gardner.
Ultramar Editores, Barcelona 1990.
Traducción de Víctor Conill.

27 de agosto de 2008

De Franz Kafka para Milena Jesenská

Ahora me puse con las cartas que Franz Kafka le escribía a Milena Jesenská. Lo primero que no entiendo del libro es por qué están sólo las misivas del torturadísimo praguense... Se ve que Franz era el único que escribía genialidades en esa correspondencia literario-amorosa, no sé... Algo harto improbable, por otro lado: ella traducía al checo las obras de su amante postal y tenía catorce años menos que él.

Entonces.

A ver: ¿alguien va a intentar convencerme de que las cartas de ella carecían de interés?, ¿es que no eran tan sublimes como las de su enamorado (que no lo son, por cierto)?, ¿nadie se pregunta qué carajo le enviaba esta muchacha al Gran Escritor para que este dejase a un lado sus cuitas con las cucarachas, los procesos y los castillos, y le dedicase parte de su día a escribirle a ella?

De verdad que no, que no entiendo por qué hay que endilgarle al lector una tras otras las angustias del casi cuarentón Kafka y dejarlo sin los dos dedos de frente y el corazón sano que parecía tener esta veinteañera afincada en Viena.

En fin.

A lo que venía: he llegado hasta la página 61, y además de lo anterior, dos detalles más me han cautivado. El primero es que Kafka es un agonías: le escribe a casi a diario a su amante (ella vivía en Viena, él en Praga), la aconseja, alaba su capacidad como traductora, desliza entre líneas que está enamorado, le comenta que no puede vivir sin sus cartas, que sueña con ella y toda esa clase de roncerías que suelen ponerse en toda correspondencia amatoria que se precie... ¿Y qué pasa después de tanto arrumaco retórico kafkiano? Que Milena le dice: «Hala, chaturrín, ¿por qué te no das una vuelta por Viena e intimamos». ¿Y qué hace entonces Kafka? Agarra el complejo de Gregorio Samsa, se metamorfosea, se pone cucaracho y le escribe a vuelta de correo lo siguiente:

No quiero (¡Milena, ayúdeme! ¡Comprenda más de lo que le digo!), no quiero (esto no es tartamudeo) ir a Viena porque no podría soportar la tensión mental. Estoy mentalmente enfermo, la enfermedad de los pulmones no es más que un desbordamiento de la enfermedad mental. Estoy así de enfermo desde los cuatro o cinco años de mis dos primeros noviazgos. (No podía explicarme la alegría de su última carta, por lo menos en el primer momento, sólo más tarde encontré la explicación que constantemente olvido: usted es en realidad tan joven, quizá tenga apenas veinticinco años, quizá veintitrés. Yo tengo treinta y siete, casi treinta y ocho, casi le llevo una vida entera, una breve generación, casi tengo el pelo blanco de antiguas noches y antiguos dolores de cabeza). No quiero desplegar ante usted la larga historia, con sus verdaderos bosques de detalles, que todavía me inspiran terror, como a una criatura, aunque carezco de la capacidad de olvido de las criaturas. Las tres historias de noviazgo tuvieron un rasgo común: que fui total e indudablemente culpable de todo, las dos jóvenes sufrieron por mi culpa, y en verdad —hablo aquí solamente de la primera, de la segunda no puedo decir nada, es muy sensible, y una sola palabra, aun la más afectuosa, sería para ella la más tremenda ofensa, lo comprendo bien—, y en verdad sólo por ella (aunque si yo hubiera querido tal vez ella se habría sacrificado) yo no podía sentirme definitivamente contento, tranquilo, decidido, capaz de afrontar el matrimonio, aunque se lo prometía sin cesar, por mi propia, absolutamente propia voluntad, aunque a veces me sentía desesperadamente enamorado, aunque no me imaginaba nada más digno de mis esfuerzos que el matrimonio en sí. La torturé durante casi cinco años (o si usted quiere, me torturé), pero por suerte era irrompible, de cruce judío-prusiano, una mezcla vigorosa e invencible. Yo no era tan fuerte como ella, de todos modos ella únicamente sufría, en cambio yo hería y sufría. [ ... ]

Demasiado, ¿no? (es que luego, encima, le dice a la pobre muchacha ¡que se va tres semanas de vacaciones no sé dónde!). Qué ganas de padecer las de este buen hombre. Cuánto insomnio y devaneo mental innecesario se habría ahorrado con sólo pasar unos días con la chica que le gustaba. Además, Franz, no jodas: Viena mola para pasear con tu novia, amante, lo que sea... ¿No viste Before sunrise, con Ethan Hawke y Julie Delpy? Si es que estos judíos centroeuropeos... Ay, Franz, Franz, si te hubiera pillado Jodorowsky por banda, ya te iba a dar él a ti «tensión mental».

(Bueno, bien pensado quizá me estoy adelantando: puede que en alguna de las próximas 200 páginas te dejes de pamplinas y hagas lo que no has hecho en las 60 primeras).

Ahora voy con la segunda cosa que me ha llamado la atención del libro. Se trata del efecto sinestésico que tienen las palabras para Kafka. Como Rimbaud en el Soneto de las vocales, Kakfa ve mucho más allá del simple vocablo, y le escribe párrafos como estos a su enamorada praguense residente en Viena y casada con un señor que le resultaba insoportable:

Usted me pregunta, por ejemplo, cómo es posible que yo permita que la duración de mi estancia en este lugar dependa de una carta, y se contesta: nechapú*. Es una palabra extraña en checo, sobre todo dicha por usted; es tan vigorosa, tan antipática, helada, parsimoniosa y sobre todo tan de rompenueces, las mandíbulas crujen tres veces, o más bien: la primera sílaba hace la prueba de coger la nuez, no lo consigue, entonces la segunda sílaba abre bien la boca, ahora la nuez entra y finalmente la tercera sílaba la rompe, ¿no oye usted los dientes? Especialmente ese cierre definitivo de los labios al final impide al otro toda posible explicación contradictoria, lo que de todos modos es mejor, por ejemplo, cuando el otro es tan locuaz como yo en este momento. En cuyo caso el charlatán, pidiendo perdón, replica: «Uno sólo se muestra locuaz cuando por una vez está un poco contento».

* En checo: «No comprendo». Kafka se escribía en alemán con Milena, la traductora de su obra al checo.

Y ahora otro ejemplo, esta vez con el nombre de la chica. Es sólo el encabezamiento de la carta, luego viene la carta propiamente dicha:

Hoy, algo que tal vez aclare muchas cosas, Milena (qué nombre grávido y rico, tan grávido y rico que casi no se puede levantar; al principio no me gustaba mucho, me parecía una griega o romana perdida por equivocación en Bohemia, violada por los checos, traicionada por el acento, y sin embargo una mujer de color y formas maravillosas, una mujer que uno se lleva en los brazos para arrancársela al mundo, al fuego, no sé a qué, mientras ella se abraza dócil y confiada; sólo el acento de la i es incómodo, ¿no se te escapa el nombre de un salto? ¿O será tal vez el salto de la felicidad que inspiras con tu peso?):

* Por lo visto, Milena es una palabra esdrújula en checo.

Joder, dan ganas de encargarle a Paquito Kafka un libro de estos de etimologías de los nombres, pero en este rollo. Me explico: estoy cansado de leer que Rubén es de procedencia hebrea y que, según quién dé la explicación, signifique «Dios ha visto mi aflición» (¡mentira cochina!) o «He ahí un hijo» (la más probable), y me encantaría encontrar una definición más en la línea Kafka, es decir, como si fuera la etiqueta de un buen vino. Voy a pensar en ello: lo más probable es que me la tenga que escribir yo mismo.

*

Cartas a Milena, Franz Kafka.
Alianza Editorial, Madrid 2000 (7ª edición)
Traducción de J.R. Wilcock.





26 de agosto de 2008

Raymond Carver

En estos días estoy releyendo algunos libros sobre escritura. En concreto tengo por ahí Para ser un novelista, de John Gardner, y Diez novelas y sus autores, de Sommerset Maugham. En fin, las cosas de andar preparando cursos de escritura on line y recopilando datos, ejercicios o lecturas que usé en anteriores talleres.

El otro día me puse con el de Gardner, y me quedé prendado con el prólogo que le dedica Raymond Carver a su maestro. Hay mucha polémica sobre el asunto de si se puede enseñar a escribir o no; en mi opinión Carver, además de responder a la cuestión, describe de una manera que siento cercana cómo debe trabajar un profesor en un taller. Para cuando mis alumnos tengan ganas de sacarme los ojos, dejo aquí constancia de esta especie de código deontólogico que nos legó el bueno de Raymond y con el que juro mi cargo.

*

Hace mucho tiempo —era el verano de 1958—, mi mujer, nuestros dos niños y yo abandonamos Yakima, Washington, para trasladamos a un pueblecito de las afueras de Chico, California. Allí encontramos una casa antigua por veinticinco dólares al mes. A fin de poder pagar este traslado había tenido que pedir prestados ciento veinticinco dólares a un farmacéutico para el que había trabajado de repartidor, un hombre llamado Bill Barton.

Con esto vengo a decir que en aquella época mi mujer y yo estábamos sin blanca. Nos ganábamos la vida a duras penas, pero el plan era que yo estudiara en lo que entonces se llamaba Chico State College. Pero desde mis primeros recuerdos, desde mucho antes de que nos trasladáramos a California en busca de una vida distinta y de nuestro pedazo del pastel americano, yo había querido ser escritor. Quería escribir, escribir lo que fuera —ficción, naturalmente, pero también poesía, obras de teatro, guiones cinematográficos y artículos para Sports Afield, True, Argosy y Rogue (algunas de las revistas que leía entonces), y para el periódico local—, cualquier cosa que requiriera juntar palabras y crear algo coherente e interesante para alguien aparte de mí mismo. Pero en la época en que nos trasladamos, yo sentía en lo más profundo que para llegar a ser escritor tenía que estudiar.

Entonces tenía muy buen concepto de los estudios —mejor del que tengo ahora, seguro, pero eso es porque soy mayor y tengo estudios—. Téngase en cuenta que nadie de mi familia había ido a la universidad ni pasado siquiera del obligatorio octavo curso de segunda enseñanza. Yo no sabía nada, pero sabía que no sabía nada. Así pues, junto con el deseo de estudiar, tenía también un deseo muy fuerte de escribir; era un deseo tan fuerte que, con el aliento que recibí en la universidad y el criterio que adquirí, seguí escribiendo durante mucho tiempo a pesar de que el «sentido común» y la «cruda realidad» me aconsejaban una y otra vez que desistiera, que dejara de soñar, que siguiera adelante discretamente y me dedicara a otra cosa.

Aquel primer otoño en la universidad de Chico me matriculé de las asignaturas obligatorias para la mayoría de los alumnos de primer curso, pero también me matriculé de algo que se llamaba Literatura Creativa 101. Esta clase la iba a dar un nuevo miembro del cuerpo docente de la facultad llamado John Gardner, que llegaba rodeado de cierto misterio y de un aire novelesco. Se decía que anteriormente había enseñado en Oberlin College, pero que se había ido de allí por alguna razón que no quedaba clara. Un estudiante decía que a Gardner lo habían echado —a los estudiantes, como a todo el mundo, les encantan los rumores y la intriga— y otro decía que Gardner simplemente se había ido a causa de algún lío.

Alguien más decía que en Oberlin tenía que dar demasiadas clases, cuatro o cinco de Lengua de primer curso cada semestre, y que no le quedaba tiempo para escribir. Y es que se decía que Gardner era un escritor de verdad, es decir, en ejercicio, que había escrito novelas y relatos cortos. De cualquier modo, iba a dar Literatura Creativa 101 en Chico y yo me apunté.

Me emocionaba asistir a las clases de un verdadero escritor. No había visto un escritor en mi vida y la idea me imponía mucho. Pero lo que yo quería saber era dónde estaban esas novelas y esos relatos cortos. Pues bien, todavía no se había publicado nada. Se decía que no había conseguido que le publicaran sus obras y que las llevaba consigo en cajas. (Siendo ya alumno suyo, yo vería esas cajas de manuscritos. Gardner se había enterado de mis dificultades para encontrar un sitio donde trabajar. Sabía que tenía familia y que en mi casa no había sitio. Me ofreció la llave de su despacho. Ahora veo que aquel ofrecimiento fue decisivo. No fue un ofrecimiento casual, y yo me lo tomé, creo, como una orden —pues de eso se trataba—. Todos los sábados y domingos me pasaba parte del día en su despacho, que era donde tenía las cajas de manuscritos. Estaban apiladas en el suelo junto a la mesa.

Nickel Mountain, escrito en una de las cajas con lápiz de cera, es el único título que recuerdo. Pero fue en su despacho, a la vista de sus libros inéditos, donde llevé a cabo mis primeros intentos serios de escribir.) Cuando conocí a Gardner, él estaba detrás de una de las mesas instaladas en el gimnasio femenino durante el período de matriculación. Firmé la hoja de matrícula y me entregó el programa de la asignatura. Su aspecto no se acercaba ni de lejos al que yo imaginaba que debía tener un escritor.

La verdad es que en aquella época parecía un ministro presbiteriano o un agente del FBI. Vestía siempre traje negro, camisa blanca y corbata. Y tenía el pelo cortado al cepillo. (La mayoría de los jóvenes de mi edad llevaban el pelo al estilo DA [Duck's ass: «culo de pato»], es decir, peinado hacia atrás por los lados y fijado con gomina). Lo que digo es que Gardner tenía un aspecto muy normal. Y para completar el cuadro, conducía un Chevrolet cuatro puertas negro con neumáticos completamente negros, sin banda blanca, un coche tan desprovisto de lujos o comodidades que ni siquiera tenía radio. Después de haberlo conocido y de que me hubiera dado la llave, cuando estaba utilizando su despacho de forma regular como lugar de trabajo, me pasaba las mañanas de los domingos sentado en su mesa, delante de la ventana, tecleando en su máquina de escribir. Pero miraba por la ventana esperando ver su coche detenerse y aparcar en la calle de enfrente, como cada domingo. Después Gardner y su mujer, Joan, salían y, vestidos completa y severamente de negro, caminaban por la acera hacia la iglesia, para entrar en ella y asistir al servicio. Una hora y media después los veía salir, volver caminando por la acera hasta el coche, subir a él y marcharse. Gardner llevaba el pelo cortado al cepillo, vestía como un ministro presbiteriano o un agente del FBI e iba a la iglesia los domingos. Pero en otros aspectos no era convencional.

Comenzó a saltarse las normas el primer día de curso; en clase fumaba un cigarrillo detrás de otro, continuamente, y empleaba una papelera de metal como cenicero. Y cuando otro profesor que utilizaba la misma aula se quejó de ello a sus superiores, Gardner se limitó a hacernos un comentario acerca de la mezquindad y la estrechez de miras de aquel hombre, abrió las ventanas y siguió fumando.

A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela —creo que habría uno o dos—, un capítulo de unas veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio básico el de que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores.

Creo que la idea que tenía en 1958 acerca lo que era un relato corto seguía siendo esencialmente la que tenía en 1982; un relato corto era algo que tenía un principio, una parte intermedia y un final distinguibles. A veces iba hasta la pizarra y hacía un diagrama para ilustrar algún comentario que quería hacer sobre el aumento o el descenso de la emoción de una historia: cumbres, valles, mesetas, resolución, denouement y cosas así.

Yo, por más que lo intentaba, no conseguía interesarme mucho o entender realmente este aspecto de las cosas, todo eso que ponía en la pizarra. Pero lo que sí entendía eran las observaciones que hacía sobre la historia de algún alumno cuando ésta se comentaba en clase. En estos casos Gardner podía comenzar a interrogarse en voz alta acerca de las razones que tenía el autor para escribir, pongamos, un relato acerca de una persona inválida y dejar de lado la invalidez del personaje hasta el mismísimo final de la historia. «Así, ¿crees que es buena idea dejar que el lector se quede hasta la última frase sin saber que este hombre está inválido?» El tono de su voz traslucía su desaprobación, y la clase entera, incluido el autor, no tardaba más de un instante en ver que no era una buena estrategia. Emplear una estrategia que ocultara al lector información necesaria e importante, con la esperanza de cogerlo por sorpresa al final de la historia, era engañarlo.

En clase siempre hacía referencia a escritores cuyos nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren... (Leímos una historia de Warren llamada «Blackberry Winter» que por la razón que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner. «Pues vuélvela a leer», me dijo, y hablaba en serio.) William Gass era otro de los que nombraba. Gardner acababa de lanzar una revista, MSS, y estaba a punto de publicar «The Pedersen Kid» en el primer número. Empecé a leer la historia en manuscrito, pero no la entendía y volví a quejarme a Gardner. Esta vez no me dijo que lo volviera a intentar, simplemente me la quitó.

Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaak Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. «Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para deciros qué leer», decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba.

Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo; «Lee todo el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir».

Nos dio a conocer las publicaciones «de poca tirada» o literarias trayendo un día a clase una caja de dichas revistas y distribuyéndolas para que pudiéramos aprendernos sus nombres, ver cómo eran y qué sensación producía tenerlas en la mano. Nos dijo que allí aparecía la mejor ficción y casi toda la poesía que se escribía en el país. Ficción, poesía, ensayos literarios, críticas de libros recientes y de autores vivos a cargo de autores vivos. Yo estaba como loco de tantos descubrimientos como hacía.

Pidió para los siete u ocho de nosotros que estábamos en su clase unas carpetas negras y grandes y nos dijo que guardáramos en ellas nuestro escritos. Él mismo guardaba sus trabajos en carpetas de aquéllas, decía, y eso, naturalmente, fue definitivo para nosotros. Llevábamos nuestro relatos en aquellas carpetas y nos sentíamos especiales, exclusivos, distintos de los demás. Y lo éramos.

No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables.

En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos a tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era.

Siempre buscaba algo que alabar. Si había una frase, una intervención en el diálogo o un pasaje narrativo que le gustaba, algo que le parecía «trabajado» y que hacía que la historia avanzara de forma agradable o inesperada, escribía al margen: «Muy acertado»; o si no: «¡Bien!» Y el ver estos comentarios me infundía ánimos.

Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor. Después de esta primera y minuciosa charla sobre el texto, hablábamos de cuestiones más profundas relativas a la historia, del «problema» sobre el que yo intentaba arrojar luz, del conflicto que pretendía abordar, y de la forma en que mi relato podía encajar o no en el esquema general de la narrativa. Estaba convencido de que emplear palabras poco precisas, por falta de sensibilidad, por negligencia o sentimentalismo, constituía un tremendo inconveniente para el relato. Pero había algo aún peor y que había que evitar a toda costa: si en las palabras y en los sentimientos no había honradez, si el autor escribía sobre cosas que no le importaban o en las que no creía, tampoco a nadie iban a importarle nunca.

Valores morales y oficio, esto es lo que enseñaba y lo que defendía, y esto es lo que yo nunca he dejado de tener en cuenta a lo largo de los años desde aquel breve pero trascendental período.

Este libro de Gardner me parece a mí que es una exposición honrada y sensata de lo que supone convertirse en escritor y empeñarse en seguir siéndolo. Está inspirada por el sentido común, la magnanimidad y una serie de valores que no son negociables. A cualquiera que lo lea le impresionará la absoluta e inquebrantable honradez de su autor, así como su buen humor y su nobleza. El autor, si se fijan, dice continuamente: «Sé por experiencia...» Sabía por experiencia —y lo sé yo, por ser profesor de literatura creativa— que ciertos aspectos del arte de escribir pueden enseñarse y transmitirse a otros escritores, en general más jóvenes. Esta idea no debería sorprender a nadie que se interese de verdad por la enseñanza y el hecho creativo. La mayoría de los buenos e incluso grandes directores de orquesta, compositores, microbiólogos, bailarinas, matemáticos, artistas visuales, astrónomos o pilotos de caza aprenden de personas mayores que ellos y más versadas en el oficio. Por el mero hecho de asistir a clases de literatura creativa, igual que si se trata de clases de cerámica o de medicina, no se convierte cualquiera en un gran escritor, ceramista o médico; puede que ni siquiera llegue a ser bueno. Pero Gardner estaba convencido de que tampoco era perjudicial.

Uno de los peligros de dar o recibir clases de literatura creativa radica –y hablo otra vez por experiencia– en animar en exceso a los jóvenes escritores. Pero de Gardner aprendí a correr ese riesgo antes que tomar el otro camino. Gardner daba y seguía dando aun cuando los signos vitales fluctuaran alocadamente, como cuando se es joven y se está aprendiendo. El joven escritor necesita sin duda tanto aliento como quien pretende iniciarse en otras profesiones, e incluso diría que más. Y ni que decir tendría que hay que alentar siempre con sinceridad y nunca para escurrir el bulto. Lo que hace que este libro sea especialmente bueno es la calidad de la manera en que anima.

El fracaso y las esperanzas frustradas son comunes a todos nosotros. La sospecha de que estamos naufragando y de que las cosas no nos salen como habíamos planeado aparece en un momento u otro de nuestra vida. Cuando se tienen diecinueve años se suele saber bastante bien qué es lo que no se va a ser; pero es más frecuente que a este conocimiento de las propias limitaciones, a la auténtica comprensión de éstas, se llegue cuando termina la juventud y comienza la madurez.

Si alguien de entrada no tiene facultades para convertirse en escritor, no llegará a serlo por más enseñanzas que reciba o por buenos que sean sus maestros. Pero cualquiera dispuesto a emprender una carrera o a seguir su vocación se arriesga a sufrir un revés o a fracasar. Hay policías, políticos, generales, interioristas, ingenieros, conductores de autobús, editores, agentes literarios, hombres de negocios y cesteros fracasados. También hay profesores de literatura creativa fracasados y desilusionados y escritores fracasados y desilusionados. John Gardner no era ni lo uno ni lo otro, y las razones de que no lo fuera hay que buscarlas en este maravilloso libro.

Mi deuda con él es grande y en tan breve contexto sólo puedo hacer mención de ello. No tengo palabras para expresar lo mucho que le echo en falta. Pero me considero el más afortunado de los hombres por haber recibido sus consejos y su generoso aliento.

*

Para ser novelista, John Gardner.
Ultramar Editores, Barcelona 1990.
Traducción de Víctor Conill.

21 de agosto de 2008

Ryszard Kapuscinski

Me faltan 30 páginas para terminar Ébano, de Ryszard Kapuscinski. Lo mejor de este libro es que no hace falta comentarlo para dar fe de su calidad; alcanza con copiar algunos párrafos y deleitarse con su relectura. Como le prometí a mi ex compi de taller, Lidia, acá van algunos párrafos más (así ella se anima a comprarse de una vez por todas el libro).

Este de la página 232 dibuja, con esa precisión que sólo demuestra quien lo ha vivido, en qué consiste viajar en coche en Etiopía. No hay grandes palabras, ni frases ingeniosas, ni tesis sesudas; tan sólo hay observación, exactitud, información de primera mano:

Las cataratas de Sabeta distan de Addis-Abeba veinticinco kilómetros. Viajar en coche por Etiopía es una especie de compromiso que se negocia a cada instante: todos saben que el camino es viejo, estrecho y lleno de gente y vehículos, pero saben asimismo que tienen que caber en él, y no sólo caber sino también moverse, trasladarse e intentar alcanzar sus destinos. A cada momento, ante todo conductor, pastor de ganado o viandante surge un obstáculo, un rompecabezas, un problema que exige solución: cómo pasar sin chocar con el vehículo que viene en sentido contrario, cómo llegar hasta las vacas, los carneros y los camellos sin pisar a los niños y a los tullidos que andan arrastrándose; cómo pasar al otro lado sin caer bajo las ruedas de un camión, sin ensartarse en los cuernos de un buey, sin arrollar a una mujer que lleva sobre la cabeza un peso de veinte kilos, etc. Y, sin embargo, nadie grita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo —lo más importante—, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascarlo; si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.

Y ahora copio estos otros de la página 172, que pertenecen a un viaje a una aldea cercana a Kampala (Uganda):

A la mañana siguiente me asomo a la ventana. Tengo la impresión de encontrarme en un inmenso jardín tropical. Palmeras, plátanos, tamarindos y cafetos, todo esto crece a mi alrededor; la casa está sumergida en una maraña de espesa vegetación. Hierba alta y arbustos entrecruzados campan por sus respetos de un modo tan todopoderoso y asedian tanto desde todos los rincones, que no dejan gran espacio para las personas. El patio de Godwin es pequeño, tampoco he visto ningún camino (excepto aquel por el cual habíamos venido) ni, lo que resulta aún más extraño, ninguna casa, aunque Godwin me había dicho que visitaríamos una aldea. En esta región de África, tan tupidamente cubierta de vegetación, las aldeas no se extienden a lo largo de los caminos (a menudo ni tan siquiera los hay), sino que tienen las casas diseminadas en vastos espacios, muy distantes unas de otras. Lo único que las une son unos senderos ocultos entre la eterna espesura, inescrutables para el ojo inexperto. Hay que ser habitante de la aldea para orientarse en sus trazados, direcciones y cruces.

Salgo con los niños a buscar agua, pues son ellos los encargados de tal cometido. A unos doscientos metros de la casa fluye un arroyo, cubierto de bardanas y juncos, del que apenas mana agua. En él, con mucha dificultad y no menos tiempo, los crios acaban llenando sus cubos. Luego, los transportan sobre la cabeza de tal manera que no se pierda ni una gota. Para ello, concentrados y atentos, tienen que caminar intentando mantener el equilibrio de sus menudos cuerpos infantiles.

El agua de uno de los cubos se destina a las abluciones matutinas. La gente se lava la cara de manera que no se gaste mucha cantidad. Así pues, coge del cubo un puñadito del precioso líquido que a continuación extiende por el rostro, meticulosa pero no demasiado enérgicamente, para que no se le escape a través de los dedos. La toalla no es necesaria porque desde el amanecer arde el sol y la cara se seca enseguida. Luego, cada cual arranca un trocito de la rama de un arbusto y muerde su punta hasta reducirla a pulpa. Como resultado, se obtiene un pincel de madera. Con él nos lavamos los dientes, minuciosamente y durante un rato bien largo. Hay personas que se pasan horas haciéndolo: para ellas, se trata de una ocupación, como lo es para otras masticar chicle.

Los tres párrafos son exquisitos, pero sobre el último es una joya. Kapucinski nunca olvida que, como periodista, él es un observador, una videocámara mental que emitie vía papel para el mundo: mira y cuenta, mira y cuenta, mira y... sigue contando. No se detiene a decir que el trabajo infantil debería estar penado, que los chicos deberían ir a la escuela o que alguien debería resolver el problema del agua potable en África. No. Lo único que hace es narrar cómo sale con los chicos a buscar agua o cómo la gente coge un puñadito, se la extiende por la cara e intenta que no se le escurra entre los dedos... Y por si hacía falta aclara: la toalla no es necesaria: hace tanto sol que la cara se seca enseguida... Magistral.

Qué bueno eres, Kapu.

15 de agosto de 2008

Ryszard Kapuscinski

Estoy leyendo Ébano, de Ryszard Kapuscinski (Ricardo, me vas a perdonar; pero acentuarte la ese y la ene, y ser justo así con el idioma polaco, complica demasiado la existencia de este bloguero español). Decía: hace tiempo que le tenía ganas a este libro, y por fin me lo he cruzado. Resulta que Javi y Cris se han ido a visitar a un amigo al Congo (Diego, che, a ver si publicas una foto con ellos en tu blog, que nos encantaría saber que han llegado sanos y salvos al corazón de las tinieblas), y me han dejado a cargo del riego de las plantas y etcéteras varios que uno le pide a los colegas cuando sale de vacaciones. Total, que el miércoles hice la primera ronda. Cumplidas mis tareas botánicas, abrí una cerveza (ya te la repondré, Javi) y escruté los libros que estaban en el salón. Allí estaba Ébano.

Abrí la ventana, me acomodé en el sofá y me senté a leer. Eran algo así como las diez de la noche. Estaba cansado porque me había pasado el día trabajando; sin embargo, abrí el libro y, trago va, trago viene, me ventilé las primeras 41 páginas y medio litro de Mahou. También media bolsa de patatas fritas (Javi, te las repondré también, de verdad). Entusiasmado, guardé el libro en la mochila y prometí devolverlo a la estantería cuando me toque hacer la segunda ronda de riego.

Hoy, mientras tomaba el primer café de la mañana, encontré unos párrafos que me encantaron. Kapu y dos más acaban de llegar a Zanzíbar. Son los primeros corresponsales de prensa que llegan a la isla tras el golpe de Estado que se acaba de producir. Pasados unos días, así describe este periodista polaco el amanecer en el país africano:

El tomarse el café por la mañana es aquí [Zanzíbar] un rito ancestral a partir del cual —junto con la oración— los árabes comienzan el día. La campanilla del vendedor de café que al amanecer recorre el barrio calle tras calle ha sido su tradicional despertador. Al oír este toque de diana, se levantan de un salto y salen de sus casas a esperar la aparición del hombre que distribuye café recién hecho, aromático y fuerte. El tomarse un café por la mañana es el momento de intercambio de saludos y parabienes. Momento en que unos informan a otros de que la noche ha transcurrido con normalidad y expresan su confianza en lo bueno que será —si Alá lo permite— el día que empieza.

Cuando llegamos aquí no había ningún vendedor de café. Pero ahora, apenas transcurridos cinco días, ha aparecido de nuevo: la vida ha vuelto a circular por sus cauces, la norma y la cotidianeidad han regresado. Es hermosa y reconfortante esa aspiración tenaz y heroica que el hombre tiene a la normalidad, esa instintiva búsqueda de ella contra viento y marea. Es que aquí, la gente corriente trata los cataclismos políticos —golpes de Estado, alzamientos militares, revoluciones y guerras— como fenómenos pertenecientes al mundo natural. De ahí que muestren ante ellos los mismos sentimientos de resignación apática y fatalismo. Como si se tratase de una inundación o una tormenta. No se puede hacer nada, hay que esperar a que pasen, guarecerse bajo techado y de vez en cuando levantar la vista hacia el cielo, a ver si ya han desaparecido los rayos y se han alejado las nubes. Si es así, ya se puede salir al exterior y volver a hacer lo que momentáneamente se ha interrumpido: el trabajo, el viaje, el sol.

En África la vuelta a la normalidad resulta un tanto más fácil y puede producirse un tanto más deprisa; como que aquí todo es provisional en grado sumo, inestable, liviano y precario; de modo que, a pesar de que se pueda destruir una aldea, un campo o un camino en tiempo récord, también se los puede reconstruir a la misma velocidad.

Al margen de la plasticidad y de la sencillez con que cuenta Kapu la vida cotidiana en Zanzíbar, lo que me se subyuga de él es cómo mirando ese amanecer, consigue hablar también, en clave de metáfora, de esos días difíciles que todos enfrentamos cada tanto, de esa necesidad que tenemos de instaurar la normalidad cuanto antes, de cómo se puede medir ese afán con una sencilla taza de café. Qué mirada tan limpia y precisa la de este caballero. Qué capacidad para mirar dentro de sí y entender el afuera.


*

Ébano, Ryszard Kapuscinski.
Anagrama, Barcelona, 2008 (18ª edición).



13 de agosto de 2008

Carlos Ruiz Zafón

Zafón, sí, de nuevo Zafón. Es que ayer estuve tomando una cerveza con Cristian en una terracita cerca de Parque del Oeste y él sacó el tema: ¿leíste lo que escribió Arcadi Espasa sobre Zafón? ¡Pardiez, no! Presto a desasnarme, esta mañana le he preguntado a Google, y esto me ha mostrado (publicado en El Mundo, el 14 de abril, y copiado de acá):

El periódico ha publicado una página de Ruiz Zafón
Arcadi Espasa

El Magazine del periódico publica un adelanto de la nueva novela de Ruiz Zafón. Este escritor es un caso serio: al parecer vendió diez millones de ejemplares de su anterior obra, La sombra del viento. Diez millones por 14,5 euros son 145 millones de euros. Es mucho movimiento.

Desconozco las razones del éxito de Ruiz Zafón. Supongo que tendrán que ver con la escritura, aunque no sé bien en qué sentido. He leído la presentación que hace en el periódico de su próxima novela y su prosa es muy escolar, aunque vete a saber tú cómo está ahora la escuela. Respecto a la escritura, sin embargo, mucho más interesante y significativo es el fragmento de la nueva novela que publica el Magazine:

"Una madrugada desperté de golpe sacudido por mi padre, que volvía de trabajar antes de tiempo. Tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le olía a aguardiente. Le miré aterrorizado y él palpó con los dedos la bombilla desnuda que colgaba de un cable. --Está caliente. Me clavó los ojos y lanzó la bombilla con rabia contra la pared. Estalló en mil pedazos de cristal que me cayeron en la cara pero no me atreví a apartarlos."
Etcétera. Es realmente malo. Pésimo. Siete líneas. Palpó con los dedos, declara. Las bombillas son de cristal, descubre. "Mil pedazos". "Clavó los ojos". "Inyectados en sangre". Y estos poderes del muchacho que en una habitación a oscuras ve en los ojos de su padre hasta las venillas. La cuestión principal no es que Ruiz Zafón sea un hórrido escritor. En los negocios esto no es importante. La cuestión principal atañe a sus editores: que después de haberse embolsado alrededor de 70 millones de euros con su primer libro no le hayan comprado al pobre Ruiz Zafón un equipo de correctores o al menos un programa informático de nivel medio. La dejadez editorial (que lo hayan abandonado con sus innumerables anacolutos y sus gozosos problemas de raccord) es lo realmente sorprendente. A menos que la dejadez no sea causa, precisamente, del éxito.

*

Impecable la lectura de Espasa. Impecable. Pero yo añadiría algo más: en tan poco espacio como un párrafo, hay tres oraciones con la misma estructura sintáctica... Tres. Sí, sí, las que llevan esa conjunción copulativa 'y'; de ahí que que el ritmo de la prosa sea digno de un escolar.

Y ahora, el postre. En el blog de Daniel Gascón encontré un artículo donde este comenta la entrevista de Zafón en El País, una entrevista donde Carlos Ruiz dice cosas como

El 99% de la mejor narrativa que se hace hoy, de la literatura de calidad, de la gente profesional sin pretensiones ni pedantería ni pose, de la que de verdad sabe construir personajes e historias, o sea, de los que de verdad saben escribir, está en la televisión o en el cine, pero sobre todo en la primera. Gente con ambición, oficio y talento ya prácticamente no está trabajando en literatura. Ésta se ha convertido en un gueto de mediocridad, de aburrimiento, de pretensión y de pose. (...) La televisión es hoy el equivalente a las cuadras de Shakespeare

Después de esto, queda claro el nivel como escritor del susodicho perpetrador de sombras eólicas y jueguecitos angelicales. Dada su prosa previsible, llena de lugares comunes, anacolutos y cacofonías tremebundas, ya hay que tener redaños para hablar de mediocridad y blablablá. Ya hay que tener. En fin.

11 de agosto de 2008

Soy una caja, Natalia Carrero

Clarice, Clarice Lispector, un texto que contenga a Clarice Lispector por todas partes. Eso es: que Clarice hable por mi boca. Por cierto, ya lo digo en el título: «Soy una caja». Ni idea de qué; pero una caja. Lo que no digo en ese título es que me llamo Nadila y que soy la narradora de este libro donde Clarice Lispector hace de lo que es, un personaje, y me ayuda a escribir mi primera novela; «ella me enganchó del mismo modo en que hoy sigue reclutando a cientos de jóvenes lectores y, para qué negarlo, con mayoría de mujeres». ¿Que por qué? No sé, quizá porque «era un río, una voz de mujer, una conciencia largando» y decía cosas como «escribo con el cuerpo» o «soy esta frase». Sí, para ella este oficio consistía en «escribir sin plan, poseyendo el don de la instantaneidad, sin jamás revisar ni retocar porque se le aparecía la frase hecha, pura forma». Lo suyo era la «escritura de la intimidad», y «yo, yo, yo quería esa fuerza que la mezcla de la escritora Clarice Lispector y la marca de whisky White Horse había generado en mi memoria». Aspiraba a reproducir su método, como por ejemplo cuando usa «frases cortas que cuentan lo que la narradora-protagonista ve. Que se mantienen lejos del fuego. Que son frías. Una tras otra. Pero van sumando. Suman muchas. Llenan páginas. Páginas. Construyen una ciudad. No huecas. Construyen una mujer». Y mientras leía sus libros se me ocurrían cosas como que «¿quién había puesto una lavadora en mi interior?» A lo que yo terminaba contestándome: «Una mujer dentro de mí la había puesto en marcha. Lo que se lavaba no era ropa, sino pensamientos, palabras, ideas, sueños, deseos. Y cómo dolía a la hora del centrifugado. Vértigo, dislocación, confusión, letras sueltas, cadenas, condenas, eslabones, entrelíneas, lo veía pero... cómo expresarlo incluso a mí misma». Vaya, vaya, «tenía los nervios a flor de piel y los miedos infundados (típicos de las jovencitas que habían recibido esa educación católica de la que ya te he hablado y que también era machista) pisándome los talones mentales». En fin, que si pilla lo que escribí un tío un poco cabrón me va a dar mucha caña; pero, bueh, «si no puedo evitar ser cursi, qué se le va a hacer»; «intento enderezar mi vida pero me da la impresión de que me está quedando un poco retorcida, con una forma confusa y opresiva». Además, «como buena devota clariceana que soy anoto lo que quiero decir sin literatura»; yo lo que quería era «un texto a secas, o un libro cualquiera».


PD:

—Tío, Rubén, que no has escrito casi nada de tu puño y letra...
—¿Cómo que no? Ahí están algunos subrayados que hice. El libro va de que la forma es el contenido...

—Ya... Pero, ¿te ha gustado o no?
—Ahí, ahí. Partes sí, partes no. Convengamos que no es el tipo de propuesta estética con la que me engancho.

—¿Por?
—Porque a mí me van los personajes, las atmósferas, la tensión en el lenguaje, el estilo, las tramas, los temas... Y acá no hay casi nada de eso. Es más: Nadila, la narradora-personaje, se escuda en Lispector para pasar olímpicamente de ello y recordarle al lector a cada rato que está frente a una escritura de la intimidad, de la interioridad, etcétera. No termino de identificarme con esa estrategia.

—Pero ese es el rollo del libro, ¿no? El tono y la forma de diario confesional en plan jovencita incapaz de escribir una novela terminan construyendo una voz, un personaje, una mujer, digo...
—Sí, sí. Pero me cansa esta moda femenina que aboga por el discurso interior y que, indefectiblemente, abandera siempre a las mismas amazonas: Clarice Lispector, Katherine Mansfield, Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik. Es como que siento que ya hay algo previsible en esa elección.

—No jodas; esos son prejuicios tuyos. Me imagino que a ellas les debe de cansar otras asociaciones de autores tan previsibles como estas y que resulta que os gustan a los tíos, no sé.
—Es cierto. Por ejemplo, a mí tiene harto lo de Vila-Matas con Kafka y Robert Walser; cualquier día los va a gastar de citarlos a todas horas. Aunque no sé si la analogía es exacta. Y tampoco yo soy vilamatense.

—Y ella menciona por ahí a Bolaño, a Joyce o la segunda parte del Quijote. Y lo de la Pizarnik y la Plath es de tu cosecha.
—Es verdad.

—El caso es que te has leído las 170 páginas de Soy una caja y estás escribiendo esto... Algo debe de tener el libro, digo yo.
—Sí, claro; sólo digo que a mí me hace disfrutar más el Quijote que el psicoanálisis. Y acá hay más de lo segundo que de lo primero. También hay tantico de metaliteratura, que eso lo llevo por días y por autores.

—Eres un poco cabrón.
—Puede ser. Pero lo mío son más las prosas visuales que las abstractas. Como decía Kurt Vonnegut: «Confieso abiertamente una carencia mía: todo lo que veo, oigo, siento, gusto o huelo es real para mí. Soy un juguete tan crédulo de mis sentidos...».

—Ya; en cualquier caso la obra de la Lispector es «compleja», y que yo sepa tú no has leído más que algún cuento de ella; le tienes un pelín de alergia.
—Sí, pero en su día me gustaba la Pizarnik. En cualquier caso, ¿no te hace sospechar cada vez que alguien necesita escudarse en eso de «obra densa» u «obra para la que se necesita una preparación»? Quizá la crítica y sus lectores tengan razón, puede ser. Lo que pasa es que a mí me aburre ver a la Lispector en una entrevista que hay YouTube y que no sonría nunca. No creo en la gente que no sabe sonreír. No confío. «Si no escribo estoy muerta», o algo así aparece varias veces en el libro como cita directa de la Lispector... Digo: esto es como lo de Sabato, que cada vez que lo dejan se pone a hablar de sufrimiento y escritura. Ay, ay, si es que parecen todos Teresita de Ávila. No sé, yo estoy más con lo que les dice Hebe Uhart a sus alumnos de taller de escritura: si sufren tanto, que no escriban, ¿no? Y de última, si lo que quieren es contar su despelote interior, me parece perfecto; pero ¿por qué no con una escritura visual que explore los sentimientos en vez de con una prosa discursiva que explore el flujo de pensamiento? Yo soy de los que opinan que mejor sentir a pensar tanto.

—¡Mec! Cita encubierta de Savater.
—O de Aute.

—Eso sí, los dibujos y demás intervenciones gráficas funcionaban precisamente como eso, como la manera de volver concreto el discurso.
—Ya, ya; pero tampoco es lo mío lo de los libros collage. El de Mark Haddon, el del perro noctívago ese, lo abandoné en página 20.

—Pero tío... En fin, tú sabrás. Por cierto, lo que dijiste de la mirada fría es una maldad.
—No: mira la entrevista en internet. O lee el libro: «Su mirada fría y arrogante también podía ser vista, sobre todo si la miraba yo, como una mirada que se distancia de las cosas, que se autoprotege de todo, porque si realmente mostrara su ternura podríamos ver a través de ella hasta la cosa más íntima que ella se había esforzado por controlar en el secreto».

—Bueno, pero no todo el libro es así.
—Yo con lo que más enganché es cuando Nadila, en vez de pensar tanto, trabaja en un par de tiendas y se esconde en un sótano para leer, o cuando cuenta que su hermano es esquizofrénico y la movida que es eso en la vida de la familia. Ahí sí; ahí me queda mucho más claro qué clase de mujer es. Lo demás me resulta bastante etéreo, abstracto: «Soy esta frase»... Yo lo que soy es un pelín analfaburribestia, me temo: ¿eso no es más psicoanálisis lacaniano que literatura?

—¡Mec! Prejuicios: tú y los franchutes nunca os habéis llevado bien.
—Pues sí. Ahí lo tengo a Barthes, que por ahora es incapaz de seducirme con su grado cero de la escritura. Cada vez que lo abro lo cierro diez minutos después.

—Oye, por cierto, según Nadila, Lispector se vengaba de los críticos que le daban caña. ¿Estará tu hora cerca?
—Opinar es arriesgarse a no tener razón, dice Rafa Reig en Visto para sentencia. Si termino con un White Horse con hielo en la camisa un día de estos, trataré de llevarlo con dignidad. Además, yo no doy caña: yo leo. O como dice el libro: esta es «mi lectura sesgada o misreading».

*

Soy una caja, Natalia Carrero.
Caballo de Troya, Madrid 2008.

10 de agosto de 2008

Madre noche, Kurt Vonnegut

*

Confieso abiertamente una carencia mía: todo lo que veo, oigo, siento, gusto o huelo es real para mí. Soy un juguete tan crédulo de mis sentidos que nada me resulta irreal. Esa férrea credulidad mía me ha acompañado siempre. Incluso en ocasiones en que he recibido un golpe en la cabeza o me he embriagado o hasta —una extravagancia pasajera, que no concierne a esta narración— bajo la influencia de la cocaína.

*

Extraído de Madre Noche, Círculo de Lectores.

6 de agosto de 2008

Visto para sentencia, Rafael Reig

Ya tengo libro del verano, el Mr Camiseta Mojada de la literatura, vamos: Visto para sentencia, de Rafael Reig. Empecé a leerlo el lunes y a día de hoy ya me he despachado unas 160 páginas de las 271 que tiene, y no paro de reírme. Y tampoco de tomarme cafés y cervezas, según la hora del día y mis responsabilidades laborales, para acompañar una lectura tan entretenida. Si algún literato en ciernes, consagrado o por consagrar no sabe con qué distraerse en el chiringuito de la playa, en el viaje en tren hacia las montañas de Heidi o en la consulta del dentista de guardia, este es su libro. De verdad: qué jartá a reír.

Visto para sentencia recopila los artículos que Reig publicó en El Cultural, el suplemento de El Mundo. En ellos, a modo de juicio sumario, pasaba revista a la actualidad literaria, redactaba las diligencias oportunas y dictaba sentencia contra cuanto escritor, intelectual o institución pública se le pusiese a tiro, sin importar sexo, edad, religión o país de procedencia.

Eso sí, tiraba a dar con nombres y apellidos, sin abstractas apelaciones a confabulaciones en la sombra y demás estrategias de lanzar la piedra y esconder la mano tan habituales en este quejumbroso gremio, donde si criticas a Bernardo Atxaga te echan de El País, como le pasó Ignacio Echevarría. En fin, que Reig reparte estopa —y mucha—; pero la jerigonza y el lenguaje hiperbólico son un dato secundario frente a lo genial del libro: ¡el autor argumenta por qué no le gusta lo que no le gusta...!

Sí, damas y caballeros: Reig va y dice no me gusta Javier Marías por esto, por esto y por esto, ídem con Fernando Vallejo o con César Vidal... Y lo hace en un suplemento cultural de tirada nacional.

Olé.

Bueno, bueno, como se ve hay mucho para contar del libro; así que ya prepararé algún mensaje más; de momento, me contento con subrayar otra anormalidad de Visto para sentencia: es un libro de crítica literaria donde, además de aprender, te diviertes. Es más: como no tengas cuidado, terminas escupiendo el brebaje que estés trasegando contra las hojas del libro.

¿Que por qué? Pues es que resulta que Juan Cruz está acusado de «grave delito de conspiración periodística para abolir la cultura» por sus condescendientes y aduladoras entrevistas a John Berger o a Pérez Reverte. Alessandro Baricco es considerado autor de «estragos sensibleros» y se le imputa que su novela Seda es «tan almibarada que desencadena la diabetes intelectual». Y Carlos Fuentes, Juan Goytisolo o Tomás Eloy Martínez, que tanto gustan ir de notables prohombres de las letras por la vida, reciben acertadísimos tirones de orejas por querer puntuar en todos los kioscos culturales con tal de seguir ganando premios prestigiosos.

Y es que por recibir, reciben hasta las agencias literarias, que parecen ser un flagrante caso de «discriminación laboral» donde cabría aplicar la «ley para la igualdad» porque, al fin y al cabo, en España «la inmensa mayoría están exclusivamente a cargo de mujeres». Es decir: las Antonia Kerrigan, Carmen Balcells, Silvia Bastos, Ángeles Martín y así un largo etcétera.

Vamos, imperdible como tinto de verano o caña al paso este Visto para sentencia. Ya digo: ideal para el piscolabis.

Seguiré informando.

                                                                                     *

Visto para sentencia, Rafael Reig.
Caballo de Troya, Madrid 2008.

5 de agosto de 2008

Almudena Grandes

Mi amigo Alejandro me insiste en que lea a Almudena Grandes. Yo le pongo buena voluntad: me encantaría que me gustase porque ella me cae bien; sin embargo, no lo consigo. Hace poco estuve con Atlas de geografía humana y ahora me puse con Castillo de cartón, de la que he leído setenta y tantas páginas seguidas más unas cuantas salteadas... Lo siento, Álex, me he zampado ya más de un cuarto de la novela y me resulta insulsa. Ni fu ni fa, ni frío ni caliente, sino todo lo contrario.

En Atlas... me gustaba la frescura y llaneza del lenguaje con que Grandes abordaba determinadas situaciones cotidianas; pero me molestaba la abundancia de oraciones kilométricas adornadas de tanta quincalla verbal que casi podía venderse a granel. Con Castillos de cartón (Tusquets, 2004), el gusto y el disgusto me pasan por otro lado. Paradójicamente, esta vez el texto me transmite una contención excesiva, una perpetua corrección a la hora de formular las oraciones, la negación de casi cualquier escorzo estilístico. En fin, que me parece que ni era ese melifluo y verboso lirismo de Atlas... ni es el lenguaje neutro y expositivo de Castillos...

Lo que sí debo reconocerle a Grandes es que elige temas chulos. Acá un buen día Jaime González llama a Jose Sánchez y le dice que Marcos Molina, el otro integrante del trío amoroso que formaban, se ha suicidado. Hace veinte años (o los que sean) que no se veían y a Jose le entra la fiebre de la analepsis narrativa para reconstruir cómo se conocieron, cómo fueron aquellos porros de juventud y cómo se lo montaban en la cama los tres juntitos mientras estudiaban Bellas Artes. Es decir: relaciones humanas y sexo, asunto habitual en las novelas de Grandes. Sin embargo, al gancho del tema le falta ese tobogán que es el estilo y que arrastra al lector página tras página.

Si bien la prosa de la autora de Las edades de Lulu es llana y rápida, adolece de monotonía. Cada tanto aparece algún detalle estilístico como «Yo no tenía tanta experiencia con el sexo como con los canutos, y casi toda la que poseía se podía evaluar en términos de cantidad, porque calidad, la verdad, había habido muy poca»; pero no es lo frecuente. Casi tan genuino como lo anterior es encontrarse en los textos de esta autora olvidables fragmentos como

Nunca me había pasado nada parecido, todos mis amantes triviales, tontos, insípidos, habían acatado la ley de mi desnudez con el mecanismo riguroso, automático, de sus cuerpos potentes y fáciles de olvidar, pero ellos no sabían pintar la tristeza, ni expresar sentimientos que no tienen nombre, ni resolver la luminosidad compacta de los cielos con un color imposible. Marcos, sí.

O

No podía ser así, pero así era, y al despertarme por las mañanas sentía un escalofrío de miedo y de placer que me sostenía durante todo el día, y al entrar en clase, temblaba por dentro hasta que me sonreían, primero, luego el otro, y volver a casa nunca me apetecía, y retrasaba el sueño para pensar en ellos, para disfrutar mi confusión y de mi culpa, porque nunca había hecho nada parecido, nada comparable a esa clase de intimidad, de complicidad, de alegría. Era muy extraño, y sin embargo era así, y antes de acostarme con los dos a la vez, Marcos me gustaba y Jaime no, pero eso también había cambiado, porque seguían siendo dos personas distintas y habían empezado a ser una sola persona al mismo tiempo, un amante memorable, el más impotente y el más feroz, el más brusco y el más dulce, el más divertido y el más silencioso, el más intenso siempre de cuantos había conocido. Estaba hecha un lío, aún no sabía si felicitarme o compadecerme, si arrepentirme o tirarme sin paracaídas, no sabía qué hacer, dudaba, pero pensaba en ellos todo el tiempo y no era capaz de decidirme, de aclararme, de aceptar lo que me estaba pasando, pero lo deseaba.

El final del primero es clamorosamente malo: pintar la tristeza, sentimientos que no tienen nombre, colores imposibles... Pero es que el segundo tiene delito: he ahí 209 palabras de discursividad abstracta y llena de lugares comunes que podrían eliminarse sin que la novela cambiase un ápice. Y eso quizá podría permitírselo Tólstoi, que escribía a mano y en tiempo de los zares; pero no una autora profesional en el siglo XXI a los mandos de un ordenador. Y, además, ojo: no es el único fragmento así.

Entonces.

Si a la altura de la página 75 uno ya va renqueante en la lectura, con la sensación de que la historia y la prosa no despegan, cuando tropieza con semejante lodazal, se hunde, se cabrea y cierra el libro. (Lo siento, Álex, que yo sé que a ti te gusta y que me lo prestaste con la mejor de las intenciones). Pero es que al menos este lector espera de los amanuenses literarios que le suministren sólo la información estrictamente necesaria y que le eviten toda verbosidad que no tienda a esbozar una atmósfera, a generar una tensión en el lenguaje, a dar soporte a una estructura narrativa o a dejar correr el hilo argumental. Y si eso no está, mejor no seguir leyendo.

Dicho y hecho. Ya he terminado de leer Castillos de cartón.

*

Castillos de cartón, Almudena Grandes.
Tusquets Editores, Barcelona 2004.

4 de agosto de 2008

Sin noticias de Gurb, Eduardo Mendoza

A veces uno siente que llega tarde a determinados libros. A mí me ha pasado con Sin noticias de Gurb: cuando comencé a leerlo, una de mis compañeras de piso me sonrió condescendiente, rollo: tío, ¿aún no lo habías leído?; el camarero del Pepita, un bar de la calle Madera Alta, le hizo una sinopsis en voz alta a un colega mientras yo sorbía la espuma de mi doble de cerveza, y mi amigo Alejandro, que me lo había prestado, descubrí que lo tenía desde 1993 porque se lo había regalado su novia. Además, y por si fuera poco lo anterior, desde hace meses me retumbaba en la cabeza el «desopilante» con que varios amigos argentinos habían calificado a esta novela... En fin, que lento pero seguro he llegado a este hito de la literatura española contemporánea.

Y en buena hora lo he hecho; Sin noticias de Gurb es eso: un hito, una genialidad. Así, sin más. Sin paliativos. Y Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), qué duda cabe, es un escritor genuinamente español, cervantino, de lo mejorcito que tenemos. Es más: es uno de esos valientes letraheridos que, en vez de predicar el acojono frente a la hoja en blanco, practica la desmesura del entusiasmo. Como diría Federico Jeanmaire, Mendoza es de los que ponen punto final porque hay que ponerlo; si lo dejasen, podría empalmar una novela con la siguiente.

Desconozco si alguien ha intentado traducir esta obra; pero aventuro que debe de ser difícil. No sólo es complicado traducir un texto cuando la poesía de este corre por el lado de la sutilidad; también lo es cuando el lirismo se despliega en forma de una prosa veloz, pretendidamente cristalina, con un estilo que rezuma ingenio verbal y que toma elementos de la vida cotidiana para distorsionarlos a través del prisma de la hipérbole. ¿Que no? A ver: ¿cómo se traduce y se le hace entender a un inglés, a un ruso o a un islandés, por ejemplo, qué clase de guiño es que un extraterrestre pida en un restaurante pescadito frito, tarta al whisky, café, copa, se fume un Farias y termine la faena en casa con un Alka-Seltzer. ¿Cómo?

Ni idea. Y sin embargo Mendoza es un autor universal. Esta es una novela capaz de hacer reír de 0 a 99 años, en América Latina, en Alemania o en España, mientras la disfrutas en la cama, en el avión o en una terraza tomándote una cerveza. Es adictiva. La empiezas, y quieres leértela de un tirón. La terminas, y quisieras regalarle un ejemplar a tus seres queridos para que así al menos abandonen su cara de amargados durante un par de días. Incluso te acuerdas de todos esos Erasmus de Austria, Finlandia o Suecia que chapurreaban español en tu época universitaria y piensas: una novela así le daría sentido a su alocado deseo de intentar hablar como nosotros, los hermanaría aún más con este país tan descerebrado que somos. Y eso, convengamos, pasa pocas veces, lo consiguen pocos autores.

El secreto de esta novela, además de lo disparatado de su temática, es la forma en que está contada: una suerte de diario Twitter, una estrategia que acerca el relato a la micronarración y que le concede una velocidad vertiginosa a la lectura. Cada capítulo es un día en la vida del narrador, un alienígena anónimo que ha perdido contacto con su compañero Gurb, quien nada más aterrizar en Barcelona decidió tomar la forma corpórea de Marta Sánchez y desaparecer del mapa. Este alienígena cuyo nombre el lector nunca llega a conocer acumula en su moleskine interestelar acotaciones, ocurrencias y observaciones sobre los humanos, todo ello parcelado en horas y minutos. El resultado del experimento formal es un artificio que permite encadenar la acción a través de pequeños textos, en apariencia intrascendentes, y avanzar el relato sin más objetivo argumental que ver si algún día aparece Gurb.

Asimismo, Mendoza se sirve con maestría de la máscara que le proporciona el narrador y la lleva hasta la última consecuencia. Como Cervantes en el Quijote, se pasa por el arco del triunfo el asunto del verosímil realista y escribe lo que la da la gana. Es más: cuanto más inverosímil e hiperbólico, mejor que mejor. ¿Extraterrestres que se alimentan de churros? Hala, venga, por qué no. ¿Extraterrestres que se ponen el pijama, se lavan los dientes, rezan el Jesusito de mi vida y se echan a dormir? Pues con un par. En esta obra, el autor de La ciudad de los prodigios o El último trayecto del comandante Horacio Dos, vuelve a demostrar que es de los que sabe cómo poner en marcha una máquina irrefrenable de urdir disparates.

Pero la frescura que irradia el libro no procede solo de la estética del disparate, sino del dominio técnico del autor. La soltura con que Mendoza emplea recursos como las repeticiones absurdas —cada tanto remata alguna entrada del diario con el pronóstico meteorológico— o la libertad con que usa como leit motiv cuestiones indescifrables para los alienígenas como qué es un mayordomo y en qué consiste fruncir el ceño, avivan la hoguera de ese dinamismo. Además, estas estrategias tienen poco de alocadas: funcionan como estrategemas para cohesionar un texto que, en caso contrario, se hubiera desparramado excesivamente y hubiera perdido al lector debido a la velocidad con que se narra.

Eso sí, lo impagable de Sin noticias de Gurb es que el libro transmite una felicidad exultante, unas ganas de escribir tremendas, en definitiva, una envidiable sensación de hedonismo literario. Y, además, lo hace con una inteligencia exquisita: inventa sin repetirse, divierte línea por línea y siempre huye hacia delante con la historia. De ahí que firme una parodia redonda sobre la soledad contemporánea poniéndola en boca de un extraterrestre tan peculiar como cualquier humano. De ahí que Mendoza le entregue al lector con este libro una literatura imprescindible.
                                                                                         *

Sin noticias de Gurb, Eduardo Mendoza.
Seix Barral, Barcelona 1992.

3 de agosto de 2008

En las nubes, Ian McEwan

Se me ha atragantado la caña del domingo a mediodía. Me las prometía muy felices con En las nubes, de Ian McEwan... Pero me he pegado el gran batacazo de la semana. Y todo por ingenuo y crédulo. Además de la prensa favorable de que goza este señor, en la contratapa Anagrama dice que la novela es «una encantadora obra de ficción que se dirige por igual a niños, jóvenes y adultos». En la banda promocional —3ª edición—, Ernesto Ayala Dip sostiene que este es un «hermosísimo libro» y Sergi Sánchez que McEwan está «a medio camino entre Roald Dahl y Franz Kafka». Y de nuevo en la contratapa, The New York Times Book Review acota: «El mejor McEwan». Vamos, que aunque fuera la mitad de lo que prometían, la novela todavía daba juego para acompañar la cervecita matinal. Pero, bueno, ya lo dice el refrán literario: no te fíes nunca de los paratextos. Nunca.

Pero es que de verdad: ¿qué libro ha leído esta gente? ¿El mismo que yo? ¿En alguna reencarnación podríamos llegar a intercambiar algún libro, aunque sólo sea un Quijote por otro? No sé, no sé yo... En la vida se me ocurriría a mí recomendar este librito amarillo de la colección Panorama de narrativas, de Anagrama. En la vida. O sí, a algún sobrinito de diez años.

Empiezo por reconocer un prejuicio: me suelen aburrir los escritores que intentan emular la voz de un chico como narrador. No los soporto. Los encuentro inverosímiles, no les creo, me parece que mienten sin estilo, que toman al lector por un imbécil redomado. Quizá por eso le he aguantado sólo 41 páginas a McEwan, es decir, medio doble de cerveza y la mitad de la tapa de aceitunas. Y eso que, ya digo, el chaval lo tenía todo a favor para triunfar conmigo.

De hecho, tan insulsa y sin temperatura me ha resultado la prosa, que al final me he concentrado en saborear la Mahou de barril —qué bien tiran las cañas en Madrid— y en ver pasar a la gente cerca del Palacio de Conde Duque —qué vacía que está la capital del reino en agosto—, mientras me culpaba por no haberme llevado un libro de reserva. En fin, que En las nubes no es una narración en tono bajo o con voz de niño, no; es, sencillamente, un libro para niños. O para adultos que beben zumitos de papaya con pajita en bares pop y que todavía duermen con papá y mamá. Veredicto: libro prescindible donde los haya. Quince euros que es mejor no gastarse.

(Quizá los lectores del naïf Seda de Baricco sepan disfrutar a McEwan. Yo no. Yo cambio ya mismo de libro: ¿intento terminar Castillos de cartón, de Almudena Grandes, que me tiene al borde del abandono; continúo con Gog, de Giovanni Papini, que empezó bien pero que me está aburriendo ya; o voy a lo seguro y releo alguno que ya me gustó?).

PD: Ahora que lo pienso, que no, que ni siquiera merece la pena esta novela como libro infantil. Sin ir más lejos, Historias de Jorge I y II, los dos excelsos volúmenes de Santiago Pérez Minocci que leí nueve veces a los diez años, tenían mejor sentido del ritmo, conseguían mejores tonos narrativos y el contenido era más divertido. Esta tarde me he tomado un café en casa y lo he vuelto a intentar con McEwan, pero nada de nada: no sé qué rescatar... He intentado leer el último capítulo y no he podido. He sobrevolado la novela intentando entrar por alguno de los siete capítulos que la integran; tampoco. No me resulta atrapante mire la línea del libro que mire. Lo siento Ian; no sé si habrá segunda vez.
                                                                               *

En las nubes, Ian McEwan.
Anagrama, Barcelona 2007.