25 de julio de 2008

Tatami, Alberto Olmos

Alberto Olmos sigue a lo suyo: publicar todos los libros con que Japón lo fecundó en sus tres años de estancia allá. Esta vez le toca el turno a Tatami, que salió la semana pasada, y que es su quinta novela, la tercera que publica desde finales de 2006 —año en que regresó de Moka— y la segunda con ambientación nipona. Además del exotismo japonés, esta novela comparte con Trenes hacia Tokio el espíritu de entretenimiento literario y el propósito de escribir sin plantearse grandes pretensiones. Digo: el párrafo único de A bordo del naufragio o los experimentos estructurales de El talento de los demás pertenecen a otra categoría.

Tatami tiene un aire a Veinticuatro horas con una mujer, de Stefan Zweig, o a la peli Before sunrise, la de Ethan Hawke y Julie Delpy. Y digo eso: «un aire». El autor parte de una situación narrativa muy concreta: el encuentro acotado en el tiempo entre un hombre y una mujer que son compañeros de asiento en un vuelo entre España y Tokio. De ahí que la novela sea, fundamentalmente, una conversación de 120 páginas entre Luis y Olga, que así se llaman ellos, los dos pasajeros.

Ella es filóloga, joven, virgen, gorda y percibe «con bastante puntería cuando alguien me está mirando los pechos». Él tiene 39 años, es un ex profesor de español en Japón y vouyeur adicto a las adolescentes niponas. Luis quiere contar su historia y siente que Olga es una interlocutora válida; ella, en cambio, opina que él es un depravado y un tío asqueroso. Sin embargo, y como quiera que Olga sólo puede exhibir un presente intelectual tan brillante como su inmaculada biografía pretérita, la chica termina por no querer hacer callar a Luis. Y es que al fin y al cabo, el muy pervertido sabe más de eso de lo que a ella ya le gustaría saber aunque sólo fuera algo. (Se entiende, ¿no?, que Olguita jamás diría la palabra polla...).

Pese a lo que parezca por el argumento, Tatami es un texto menos desenfrenado que Trenes hacia Tokio o que la segunda parte de El talento de los demás. Por supuesto, hay algunas fulguraciones características de Alberto Olmos, como «mi escote no es algo que se pueda mirar como un paisaje pirenaico» o «La vida de Lili, en la facultad, consistió en dejar caer monedas al suelo y pasarse un buen rato recogiéndolas, con el culo firmemente en pompa»; con todo, esta vez el acento cae más sobre las ideas que en la apuesta lírica o la experimentación con las estructuras. Es más: después de tanto párrafo único, voces en segunda persona o probar con las tensiones carverianas se nota que el autor quiso probar con otro registro: la historia dialogada.

La charla en cuestión tiene su miga, su punto de contienda intelectual y no pretende ser realista —no hay un búsqueda minuciosa de la oralidad—, sino sólo una excusa para sembrar algunas ideas punzantes y contar una historia bajo esa forma de toma y daca. La tópica guerra de los sexos, si la inteligencia es proporcional al expediente académico o a la actividad sexual, o cuán femenino es disfrutar de que te miren son algunos de los temas que circulan por el texto. Si bien los personajes exponen más bien puntos de vista, en determinados momentos el diálogo se tensa y alcanza momentos vibrantes como este:

—Sí, un matiz. En lo que a mí concernía, su estado civil era casi una anécdota, si lo enfrentamos al hecho de que yo había tardado casi un año en dirigirle la palabra.
—¿Y preparaste comida o algo así? No te veo...
—No preparé nada, claro. Solo salí a una farmacia a comprar preservativos.
Dedico unos segundos a asimilar esta información, y a disponerme para lo peor.
—Compré preservativos y me senté sobre el tatami a esperarla. Habíamos quedado a las dos de la tarde. La televisión estaba apagada y yo miraba la pantalla.

Eso sí, los mejores momentos suceden cuando Olga monologa y comienza a contar de sí misma. Por ejemplo, acá, en la página 77:

No quiero oír más: me repito esa afirmación mientras me estiro la cara en el espejo. Tengo ojeras, estoy cansada. Estoy, también, excitada. Me he dejado llevar, creo, y estoy pensando en mi misma como posible víctima de un mirón. A lo mejor he sido víctima de un mirón sin saberlo. La colegiala no lo sabía. La colegiala hacía su vida normal sin percatarse de que en el edificio de enfrente un hombre se masturbaba. No puedo dejar de pensar en un hombre que se masturba mientras me mira. Debo reconocer que me marea la imagen del onanismo masculino. Mi vida sexual apenas sí se ha iniciado. Besos, toqueteos recíprocos, un par de veces llevé al orgasmo a un amigo, con mi mano. Este es mi expediente sexual, mucho menos lucido que mi expediente académico.

Soy virgen. Estoy harta de ser virgen. Estoy harta del sexo de los demás, de todos esos hombres con los que se han acostado mis amigas. Las envidio. Pero también a la colegiala. A Luis, no. Es patético. Pero me gustaría que al menos hubiera habido un Luis en mi vida: ser virgen pero tener en exclusiva al otro lado de la ventana, deseándome. (...)

Son dos o tres zonas del libro donde irrumpe ese Olmos líricamente inconfundible y que logra que el texto cobre otra dimensión, mayor velocidad incluso. Pero son eso: fulguraciones aisladas; más que nada porque Olga, que hace de narrador-personaje, en vez de monologar se aboca a escuchar —qué remedio— al insistente Luis, que está con ganas de contarle con todo detalle sus observaciones desde la ventana de una lolita japonesa... En fin, que dan para bastante las catorce horas de vuelo.

Tatami no es la gran novela de Alberto Olmos ni pretende serlo; de ahí que haya que tomarla como lo que es: un divertimento, un ejercicio de exploración. Eso sí, su lectura no deja indiferente y da juego para tomarse unas cervezas y bromear entre colegas —amigos y amigas, se entiende— cuánto tiene cada cual de Olga y cuánto de Luis. ¿O es que nadie ha fantaseado con mirar o que le miren?
*

Tatami, Alberto Olmos.
Lengua de Trapo, Madrid 2008.

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