25 de julio de 2008

Tatami, Alberto Olmos

Alberto Olmos sigue a lo suyo: publicar todos los libros con que Japón lo fecundó en sus tres años de estancia allá. Esta vez le toca el turno a Tatami, que salió la semana pasada, y que es su quinta novela, la tercera que publica desde finales de 2006 —año en que regresó de Moka— y la segunda con ambientación nipona. Además del exotismo japonés, esta novela comparte con Trenes hacia Tokio el espíritu de entretenimiento literario y el propósito de escribir sin plantearse grandes pretensiones. Digo: el párrafo único de A bordo del naufragio o los experimentos estructurales de El talento de los demás pertenecen a otra categoría.

Tatami tiene un aire a Veinticuatro horas con una mujer, de Stefan Zweig, o a la peli Before sunrise, la de Ethan Hawke y Julie Delpy. Y digo eso: «un aire». El autor parte de una situación narrativa muy concreta: el encuentro acotado en el tiempo entre un hombre y una mujer que son compañeros de asiento en un vuelo entre España y Tokio. De ahí que la novela sea, fundamentalmente, una conversación de 120 páginas entre Luis y Olga, que así se llaman ellos, los dos pasajeros.

Ella es filóloga, joven, virgen, gorda y percibe «con bastante puntería cuando alguien me está mirando los pechos». Él tiene 39 años, es un ex profesor de español en Japón y vouyeur adicto a las adolescentes niponas. Luis quiere contar su historia y siente que Olga es una interlocutora válida; ella, en cambio, opina que él es un depravado y un tío asqueroso. Sin embargo, y como quiera que Olga sólo puede exhibir un presente intelectual tan brillante como su inmaculada biografía pretérita, la chica termina por no querer hacer callar a Luis. Y es que al fin y al cabo, el muy pervertido sabe más de eso de lo que a ella ya le gustaría saber aunque sólo fuera algo. (Se entiende, ¿no?, que Olguita jamás diría la palabra polla...).

Pese a lo que parezca por el argumento, Tatami es un texto menos desenfrenado que Trenes hacia Tokio o que la segunda parte de El talento de los demás. Por supuesto, hay algunas fulguraciones características de Alberto Olmos, como «mi escote no es algo que se pueda mirar como un paisaje pirenaico» o «La vida de Lili, en la facultad, consistió en dejar caer monedas al suelo y pasarse un buen rato recogiéndolas, con el culo firmemente en pompa»; con todo, esta vez el acento cae más sobre las ideas que en la apuesta lírica o la experimentación con las estructuras. Es más: después de tanto párrafo único, voces en segunda persona o probar con las tensiones carverianas se nota que el autor quiso probar con otro registro: la historia dialogada.

La charla en cuestión tiene su miga, su punto de contienda intelectual y no pretende ser realista —no hay un búsqueda minuciosa de la oralidad—, sino sólo una excusa para sembrar algunas ideas punzantes y contar una historia bajo esa forma de toma y daca. La tópica guerra de los sexos, si la inteligencia es proporcional al expediente académico o a la actividad sexual, o cuán femenino es disfrutar de que te miren son algunos de los temas que circulan por el texto. Si bien los personajes exponen más bien puntos de vista, en determinados momentos el diálogo se tensa y alcanza momentos vibrantes como este:

—Sí, un matiz. En lo que a mí concernía, su estado civil era casi una anécdota, si lo enfrentamos al hecho de que yo había tardado casi un año en dirigirle la palabra.
—¿Y preparaste comida o algo así? No te veo...
—No preparé nada, claro. Solo salí a una farmacia a comprar preservativos.
Dedico unos segundos a asimilar esta información, y a disponerme para lo peor.
—Compré preservativos y me senté sobre el tatami a esperarla. Habíamos quedado a las dos de la tarde. La televisión estaba apagada y yo miraba la pantalla.

Eso sí, los mejores momentos suceden cuando Olga monologa y comienza a contar de sí misma. Por ejemplo, acá, en la página 77:

No quiero oír más: me repito esa afirmación mientras me estiro la cara en el espejo. Tengo ojeras, estoy cansada. Estoy, también, excitada. Me he dejado llevar, creo, y estoy pensando en mi misma como posible víctima de un mirón. A lo mejor he sido víctima de un mirón sin saberlo. La colegiala no lo sabía. La colegiala hacía su vida normal sin percatarse de que en el edificio de enfrente un hombre se masturbaba. No puedo dejar de pensar en un hombre que se masturba mientras me mira. Debo reconocer que me marea la imagen del onanismo masculino. Mi vida sexual apenas sí se ha iniciado. Besos, toqueteos recíprocos, un par de veces llevé al orgasmo a un amigo, con mi mano. Este es mi expediente sexual, mucho menos lucido que mi expediente académico.

Soy virgen. Estoy harta de ser virgen. Estoy harta del sexo de los demás, de todos esos hombres con los que se han acostado mis amigas. Las envidio. Pero también a la colegiala. A Luis, no. Es patético. Pero me gustaría que al menos hubiera habido un Luis en mi vida: ser virgen pero tener en exclusiva al otro lado de la ventana, deseándome. (...)

Son dos o tres zonas del libro donde irrumpe ese Olmos líricamente inconfundible y que logra que el texto cobre otra dimensión, mayor velocidad incluso. Pero son eso: fulguraciones aisladas; más que nada porque Olga, que hace de narrador-personaje, en vez de monologar se aboca a escuchar —qué remedio— al insistente Luis, que está con ganas de contarle con todo detalle sus observaciones desde la ventana de una lolita japonesa... En fin, que dan para bastante las catorce horas de vuelo.

Tatami no es la gran novela de Alberto Olmos ni pretende serlo; de ahí que haya que tomarla como lo que es: un divertimento, un ejercicio de exploración. Eso sí, su lectura no deja indiferente y da juego para tomarse unas cervezas y bromear entre colegas —amigos y amigas, se entiende— cuánto tiene cada cual de Olga y cuánto de Luis. ¿O es que nadie ha fantaseado con mirar o que le miren?
*

Tatami, Alberto Olmos.
Lengua de Trapo, Madrid 2008.

23 de julio de 2008

El malestar al alcance de todos, Mercedes Cebrián

Estoy releyendo algunos pasajes de El malestar al alcance de todos, de Mercedes Cebrián. Me colgué un poco con las notas que había tomado, y ahora me toca releer el libro; algo, que dicho sea de paso, está siendo de nuevo un placer. Además de un estilo fresco y desenfadado, Cebrián ironiza casi línea por línea sobre tópicos y temas cotidianos, y suele sacarte con frecuencia una sonrisa o un guiño cómplice. Vamos, que tiene uno de esos ojos y plumas que le sacan punta a todo.

Cada relato es como si te sentases en el sofá o en una cafetería con un amigo a repartir caña, con sutilidad y buenos modos, sin ese lenguaje coprofágico y tabernario que necesitan otros, contra ese colega que se ha casado por la iglesia, los excesos decorativos de una madre recién separada o la premura con que alguno se lanza a comprarse el pisito de marras. Como decía Chéjov, es más fácil hablar de Sócrates que de una cocinera o una señorita. Y Cebrián lo aplica a rajatabla: sus cuentos tienen cosméticos, hipotecas, intoxicaciones de cultura, redactores de enciclopedias que acuden a patéticas cenas de Navidad... En fin, la vida misma; esa con la que nos cruzamos a cada rato por la calle. Pero contada con más calma y estilo.

Huy, sólo iba a teclear un par de subrayados, y sin embargo veo que casi ya pasé a limpio algunas ideas que anoté sobre el libro. Es lo que tienen los blogs. De momento, paro con el desmuzamiento, y le pongo ya el neón de rigor a un par de subrayados.



I

A María es a la que más le cuesta. Desde pequeña la conozco y sé que la chavala es lista, de hecho solía sacar mejores notas que Olga, pero ahora se pasa toda la clase en Babia, escudada en su nuevo personaje de rubia lánguida recién liberada de la ortodoncia, dibujando en su cuaderno corazoncitos rellenos de Nachos e Ivanes o mirándose las puntas del pelo, que de un tiempo a esta parte han cobrado un interés exagerado para ella. Si le llamo la atención se pone un poco arisca, con lo cariñosa que era antes conmigo. Por otra parte es lógico, acaba de estrenar sus novedades anatómicas y creo que ella es la primera sorprendida. A esas edades empiezan a dedicarse a tiempo completo a atraer la atención de los chicos y piensan que hacerse un rasguño en el brazo o romperse una uña les va a hacer perder puntos en la cacería.


(Me encanta eso de 'rubia lánguida recién liberada de la ortodoncia' y el juego posterior con 'novedades anatómicas, qué va a ser).

II

Para qué ocultarlo: soy de las personas que, cuando van a una conferencia, siempre hacen preguntas llenas de alusiones a pensadores franceses y alemanes en las que por fuerza aparecen las palabras maniqueísmo y exégesis. No sé si os habéis visto en esa situación alguna vez, es muy incómodo: de repente se crea una atmósfera de rechazo casi irrespirable alrededor, como si hubieran pulverizado la sala con un spray de hostilidad tras vuestra intervención, y enseguida empiezan a brotar los comentarios del resto del público.

(Esto es lo que yo diría un inicio fulgurante para instalar un tono y un personaje, y por ende provocarle al lector ganas de seguir leyendo para saber de dónde carajo ha salido un tío que habla así).

*

El malestar al alcance de todos, Mercedes Cebrián.
Editorial Caballo de Troya, Madrid 2004.


21 de julio de 2008

Mario Delgado Aparaín

Un lírico canto contra el «despilfarro de autoridad» que supuso la llegada de la dictadura al Uruguay en la década del 70. Ese mensaje suena, desde un segundo plano pero de manera constante, en las 126 páginas que componen La balada de Johnny Sosa, de Mario Aparaín Delgado. Y se escucha, sobre todo, porque en esta novela hay música, una continua melodía que une las palabras más entre sí que cualquier idea. Eso sí, siempre con una cadencia y un tono muy contenidos.

Y es que el protagonista, Johnny Sosa, es un desdentado cantor negro que entona éxitos del blues acompañado de una Black Diamond, la guitarra con que acude a sus recitales en el burdel del pueblo. Por cierto, un pueblo tan mínimo en el mapa como el topónimo que lo nombra, esto es, acorde al tamaño o importancia de gente como Sosa frente a la dictadura que se avecina: Mosquitos. Dicho de otro modo: Johnny representa lo más humilde de lo más humildes.

De ahí que cuando sube al escenario, coloque «la brillante lata de dulce de membrillo
» de modo que el público lea en la etiqueta: «El caché a voluntad». Con todo, Johnny Sosa es feliz con esas pocas monedas que recauda entre los viciosos de la noche, con el «culo abundante» de su «rubia Dina» y escuchando en su roja radio Spika el programa musical de las siete de la mañana. A esa temprana hora, pertrechado de mate y caldera, Sosa escucha cómo Melías Churi pasa las canciones y cuenta la historia de Lou Brakley, un blanco de EEUU que cantaba como los negros y en cuya azarosa biografía Johnny se ve, en parte, reflejado.

La irrupción de los militares en el pueblo altera la rutina local y colisiona con todos y cada uno de los sueños de los habitantes de Mosquitos. Por chocar, choca incluso con los anhelos más simples y más ingenuos: Johnny canta en un inglés inventado clásicos del blues, pero los militares y el cura se empeñan en convertirlo en un cantante de boleros o de folclore. Es decir: quieren que cambie el That’s all right, mama o el Tutti-Frutti por el Bésame mucho, que deje el burdel para concursar en los amañados festivales de la costa. Y, como suele pasar con quienes detentan la autoridad, hacen de la cuestión algo excesivo y sospechosamente personal.

Técnicamente, lo mejor de esta balada hay que buscarlo en los elementos mínimos y bien elegidos que selecciona el autor para construir una «parábola de la opresión y la libertad» —así la califica Luis Sepúlveda en el prólogo—. No hay discursos o diálogos grandilocuentes, tampoco arengas políticas; sólo personajes que ven desmoronarse de un día para otro una felicidad hecha de caprichos insignificantes como oír la radio, ir al cine a ver El puente sobre el río Kwai o presumir que se tiene gramófono para organizar bailes. El mensaje que, en ese aspecto deja la novela, resulta claro: incluso en esas teóricas nimiedades cotidianas injieren quienes usurpan el poder. La voluntad de controlar carece casi de límites.

Asimismo, como señala Sepúlveda en el prólogo, este libro es un brindis por la oralidad. Se nota que está escrito para leerlo en voz alta. Contiene ese lirismo bien medido que le da tono de balada, y que puede imaginarse, por ejemplo, recitado por alguien como Zitarrosa. Las oraciones no llevan sobrecarga de adjetivos ni alardean de forzados tirabuzones; con todo, siempre contienen un epíteto aquí, una elipsis allá, una prosopopeya acullá. En fin, un fraseo de elocuencia entre el tango y el folclore.

La sensación global es que Delgado Aparaín equilibra con pericia el lirismo de su prosa y que busca, más que dejar sentencias para la posteridad, impregnar al lector de un sentimiento de melancolía que crece con cada página. De hecho, el libro más que a balada suena a blues, un blues rioplatense donde el bueno de Johnny Sosa, en nombre de Mosquitos y por extensión del Uruguay, pelea por conservar la dignidad y no dejarse aplastar por las «botas adoquinadas» de los militares. Él personifica la resistencia frente a quienes, además de apropiarse impúdicamente del país, intentan despojar incluso de los sueños a cualquier hombre, por humilde que este sea. De ahí que Sosa, el negro Sosa, parece cantar que cuando la opresión aprieta la libertad empieza por encontrar la manera de seguir siendo fiel a uno mismo.

*

La balada de Johnny Sosa, Mario Delgado Aparaín.
Ediciones B, Colección Tiempos Modernos.
Prólogo de Luis Sepúlveda.
Montevideo 1991, Barcelona 1995.

16 de julio de 2008

El portero y el otro, Mario Levrero (fragmentos)

Ya avisé de que este blog era una especie de cuaderno de apuntes público, así que como en estos días ando enganchado con Mario Levrero me voy a permitir una segunda entrada sobre este narrador uruguayo. (Aviso: no será la última). Es que estoy preparando una reseña sobre El discurso vacío, pero como suele sucederme cuando me entusiasmo con un libro son muchos los apuntes que tomo, demasiadas las cosas que quiero contar; y al final se vuelve una carga onerosa ordenarlos y ponerlos bajo control, sobre todo porque uno, claro está, también anda con otros asuntos. Además, escribir sobre Levrero es complicado: es de esos autores que parecen superficiales, y sin embargo tienen calado.

Parte de que ande atascado con esas notas es que estoy abriendo otros libros de Levrero que me traje de Montevideo (originales, de Editorial Arca, casi una reliquia). En concreto, como en el mensaje anterior, sigo releyendo la autoentrevista que epiloga El portero y el otro. Tiene razón Levrero cuando asegura que él está ahí de cuerpo entero; el texto resulta esclarecedor respecto de casi cualquier duda estética que pueda derivar de leerlo. El problema es que cada vez que engullo un fragmento entiendo mejor algún concepto y aumenta el volumen de mis notas. En fin, un desastre. Ya se irá calmando esta furia escolar que me ha dado.

A lo que venía: los subrayados de marras.

I

Otro error es buscar fuentes exclusivamente literarias para la literatura, como si un fabricante de quesos tuviera que alimentarse exclusivamente de quesos.

II

No conozco ideas fijas. Uno de mis grandes placeres es reconocer mis errores. No confío en las ideas; son como una jaula.

III

Sé que mi literatura es un arte menor. Pero también sé que es un arte. La valoro como algo auténtico.

IV

Yo creo que la experiencia erótica es esencialmente espiritual, y que por ese mismo motivo es algo prohibido. Es más: la actual «liberación sexual» no hace más que acentuar la contradicción del dogma y acentuar la prohibición de lo espiritual. Estamos en un momento de extremo imperio del materialismo. Se permite el sexo en tanto se mantenga estrictamente en los límites del materialismo. El erotismo, o sea, la comunicación sigue prohibido. Por eso florece la pornografía, y el arte erótico sigue marginado. También el ocio se hace cada día menos posible y más sospechoso. Todo esto augura un próximo florecimiento espiritual; no hay, como decía Lao-Tse, más que llegar a lo más alto para empezar a caer. Y ya que citamos, dejame recordar aquellos versos de Ezra Pound que fueron el lema de la efímera revista Opium: «Cantemos al amor y al ocio / que nada más merece ser habido».

V

¿Podríamos decir que «lo que no escribís, no lo vivís?
Algo así; tal vez no tan extremo, pero algo así. Por lo menos, «lo que no pienso, no lo vivo». Pero me consuelo pensando que podré pensarlo después, rescatarlo.


El portero y el otro, Mario Levrero.
Arca Editorial, Montevideo 1992.


Foto de El diario de la República.

14 de julio de 2008

Gianni Rodari

Tuve la suerte de entrevistar a Francesco Tonucci (clic aquí y y aquí), compañero de fatigas Gianni Rodari y autor incluso de uno de los dibujos que ilustran los textos de Gramática de la fantasía (introducción al arte de inventar historias). Con Tonucci, tenía que charlar sobre la lectura en la escuela y de su proyecto La ciudad de los niños; con todo, aún nos sacamos ambos unos minutillos para conversar sobre Rodari y la gestación de la Gramática..., imperdible para todo aquel que esté interesado en la creatividad o en escribir literatura infantil. Por lo que charlé con Tonucci, calculo que Rodari debía de parecerse bastante a él: desbordante de vitalidad, divertido y radical en sus juicios a favor de los niños. Hoy anduve trasteando por los estantes de la biblioteca, saqué la Gramática de la fantasía y copié algunos subrayados que hice.

I

Las cosas no maduran en estaciones fijas, como los duraznos.

II

Una palabra, lanzada al azar en la mente, produce ondas superficiales y profundas, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, implicando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, complicándolo el hecho de que la misma mente no asiste pasiva a la representación, sino que interviene continuamente para aceptar y rechazar, ligar y censurar, construir y destruir.

III

Paul Valéry dijo: «No hay palabra que se pueda comprender si se penetra a fondo». Y Wittgenstein: «Las palabras son como una película superficial sobre un agua profunda». Las historias se buscan, buceando bajo el agua.

IV

En todo error hay una posibilidad de historia.


V

[Según Vigotsky] El juego no es un simple recuerdo de impresiones vividas, sino una reelaboración creadora de estas, un proceso a través del cual el niño combina entre sí los datos de la experiencia para construir una nueva realidad, que responda a sus curiosidades y a sus necesidades.

*

Gramática de la fantasía, Gianni Rodari.
Traducción de Roberto Vicente Raschella.
Ediciones Colihue Biblioser, Buenos Aires 2000.

PD: Por cierto, a la gente de Colihue Biblioser: las mayúsculas se acentúan, y más aún en la portada de los los libros.

11 de julio de 2008

Sergio Algora

Hace unos años publiqué una reseña sobre Paulus e Irene, el segundo poemario de Sergio Algora. (Del primero, creo, no quedaron rastros). Fue en un periódico quincenal de Alicante, Modalacant, donde yo colaboraba coordinando un par de páginas culturales. Gracias a esta fantástica biblioteca borgeana que es la web 2.0, me permito rescatar aquel texto de mi disco duro y colocarlo en la estantería correspondiente a la letra A. No sé si lo llegaste a leer, Sergio, pero aquí queda, compañero. (Para la ocasión, le he puesto título y he cambiado un par de minucias; el vicio de corregir, ya sabes).

Un caudaloso orgasmo onírico
Rubén A. Arribas

Modalacant, 4 de marzo de 2004.

Pocas veces la solapa de un libro resulta tan acertada y útil como la dedicada por Ángel Gracia a Sergio Algora a propósito de Paulus e Irene. «¿Cómo leer poesía en un tiempo asolado por las sombras de tanta imagen repetida?», sostiene Gracia al principio de su panegírico. En efecto, estamos ante un libro de poesía; y como tal necesita de la complicidad y la colaboración activa del lector, pues su lenguaje no se adapta a los cánones de lo conocido o lo cotidiano. Muchos dirán, simplemente, que este es un libro difícil de leer... Tampoco faltará quien, de manera peyorativa, lo tilde de vanguardista, sin detenerse a leerlo con calma. En fin, cuestión de mayor o menor interés por la literatura.

Pero vayamos, vayamos con el libro. El amor es causa de las más cruentas y sofisticadas carnicerías. Aquí, Paulus e Irene hacen picadillo sus cuerpos, convertidos en ciudades, en virtud del amor que se profesan. Paulus emprende una campaña militar para sitiar e invadir la ciudad-cuerpo de su amada, Irene; sin embargo, previamente debe escapar de la suya, donde es prisionero de sí mismo. La batalla es tan cruel que, a su término, sólo quedan los cuerpos sajados de los contendientes... Apenas un largo poema que cuenta lo acaecido. Lo sangriento del asunto es culpa de ese mundo oscuro y alucinatorio, el inconsciente, que anida emboscado en la trastienda del cerebro y convierte a las personas en verdugos sonámbulos y sordos del prójimo. A su manera, Algora cuenta una historia épica, saturada de un onirismo propio de El Bosco o de Goya.

Si bien es cierto que el lenguaje empleado es, en ocasiones, excesivamente hermético, a ningún lector debiera escapársele lo sensual y sugerente de este. Algora se toma al pie de la letra que el lenguaje es una convención y que todo él es metáfora; por ello, al leer este poemario, conviene dejarse llevar por la intuición, pues el autor podría haber alterado la significación habitual de las palabras. Asimismo, es patente la afinidad por lo orgánico: el cuerpo humano es misterio suficiente como para asombrarse. Venas, uñas, meñiques, linfa, óvulo o gárgara son palabras poco asiduas en otras poéticas; aquí son bienvenidas, rezuman carnalidad y evocan sentimientos muy fuertes.

«Mi identidad es un parecido. Saldré a buscar a mi otro exacto», dice Paulus. No hay instante, por feliz que este sea, en que no estemos lejos de quienes somos: nuestra aspiración de ser dioses choca contra nuestra naturaleza de hombres; ese es el germen de la monstruosidad con que cargamos. Asustados al descubrirlo, huimos de nosotros, sin darnos cuenta de que también ejercemos como centinelas y azuzamos a los perros guardianes que nos persiguen durante la fuga. Por supuesto: terminamos por atraparnos y encarcelarnos, hasta convertirnos de nuevo en fugitivos y a la vez perseguidores de la versión renovada de quienes somos. Es un círculo vicioso difícil de eludir. Dentro de sí, uno es prisionero de su cerebro, o como dice Paulus de esas «otras manos, las que sin cuerpo aprietan». La tragedia de este héroe es que para ser libre y acercarse a Irene, debe destruir la ciudad donde nació —alegóricamente él mismo—, y soportar la tortura, perder sus pies para poder librarse de los grilletes, ser sólo sangre, y deshacerse así de las credenciales con que se había erigido ante la ciudad de su amada.

Finalmente, Paulus llega a Irene a través de la boca, por donde entra como un hombre bala, disparado por un cañón de su ejército. Ya dentro de ella, Paulus navega por la sangre de Irene hasta encontrar su sexo; una vez allí, sobre las cálidas aguas de su río, ella le pide algo que lo tenga todo... El poemario concluye al grito de «Palada, palada, palada»; una canoa porta a sus remeros hacia el orgasmo final.

Como se ve, Paulus e Irene hay que saborearlo con paciencia, pues una primera lectura no agota su caudal visual y emocional; es aconsejable leerlo de principio a fin y viceversa; así, varias veces. Por cierto, es posible que esta lectura sea errónea o sólo una alucinación. Avisados quedan los lectores.

=

Paulus e Irene, Sergio Algora.
Editorial Olifante, Zaragoza 1998.
http://www.olifante.com

9 de julio de 2008

Sergio Algora

Me acaba de llamar Alejandro: ha muerto Sergio Algora. Glups. Lo había entrevistado. De hecho, fue una de las primeras entrevistas que hice en mi vida, cuando Teína más que una revista era un fanzine. Fue un capricho personal: lo admiraba. Sus letras me acompañaron casi desde que entré en la universidad. Por supuesto, El niño gusano era mi grupo favorito en aquel entonces.

Cuatro veces los fui a ver. Tenía hasta una camiseta, que me compré cuando tocaron en el festival de Benicàssim. Me sabía las letras de memoria. Las estudiaba. Veía simbolismos eróticos en ellas por todas partes. Algora me parecía el letrista más surrealmente genial que había dado España. O al menos el más ajustado a lo que yo buscaba en ese momento, claro.

Aquella ahora lejana entrevista fue por carta. Ni siquiera por correo electrónico o por teléfono. Corría finales de 2001, principios de 2002, y Algora decía no saber qué era un ordenador; así que me envió unas cuantas hojas pulcramente manuscritas como contestación a mi cuestionario. Mis preguntas eran las clásicas de un fan sabelotodo deseoso de mostrar que sabía más de la poesía del autor que el propio autor: largas, sinuosas, excesivamente rebuscadas; fallos clásicos de un primerizo. Sus respuestas fueron sencillas, diáfanas, alegres. Una respuesta suya me dolió: me dijo que sus canciones eran «poesía de baja intensidad».

A mí me encantaban Paulus e Irene y Otro rey, la misma reina (que me lo envió en forma de borrador con gusanillo porque todavía no lo había publicado); pero la aportación de sus canciones al panorama musical español me parecía superior al poético. Para mí era, sobre todo, un gran constructor de imágenes acompañadas de música. ¿Cómo calificar si no «Lo mejor de mi interior bajo sábanas está, como en una casa cerrada en invierno»? Eso se cantaba, no se leía. Y era de una fina intensidad lírica que yo no encontraba en otros escritores o letristas.

La suerte quiso que Miguel, quien fuera compañero de casa de Alejandro y mío, se casara en Zaragoza en julio de 2002, creo (soy nefasto para las fechas). La noche del sábado un amigo me dijo que había visto a Algora en no sé qué bar que estaba a tres calles de donde parábamos nosotros. Salí, lo busqué y lo encontré: estaba leyendo Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio, que se lo había prestado el del bar mientras esperaba a que su novia terminase el turno. Charlamos quince, veinte minutos. De aquella breve conversación, lo que más grabado me quedó fue, misterios de la vida, que sabía cocinar sopa de cerezas. Me pareció un detalle a la altura de la mitomanía que yo me había formado de él.

Luego me marché a Buenos Aires, y Jesús Jiménez Domínguez iba contándome las novedades. Incluso me mandó los discos de uno de los primeros grupos de Algora, Tras el francés, o el disco de homenaje a El niño gusano, Pana pijama lana. Allí estaban The Jackson Souvenirs o Rosario Bléfari, dos representantes argentinos de hasta dónde había llegado la influencia gusanoide. Y así, en la distancia, fui manteniendo el vínculo con la obra de un autor cuyo descubrimiento... (Un segundo para el paréntesis musical:

Tejí con hilo verde
una alfombra de hojas donde tumbarme.
También fabriqué un dado
con la palabra hoy en cada lado.
Yo no sé contar
lo que pasa en la realidad

...) me resultó providencial para encontrar un verdadero aire fresco literario entre el amaneramiento verboso autocomplaciente, el costumbrismo guerracivilista de siempre, el reclamo de compromiso social, la estupidez naif de tanto pop patrio o el realismo sucio de la generación Kronen, que parecía oponerse a todo eso.


Todo son cabezas de césar y de dios,
telescopios, mapamundis equivocados
y niños que al ser azotados
en la espalda
la sangre se les coaguló tan rápidamente
que quedaron para siempre alados.
Todo es un sinsabor extenso,
lo que casi es lo mismo
más terrible, más dulce

Algora tenía un talento innato para crear imágenes oníricas de una belleza genuina. Sus textos muestran que era de esas personas que miraban y sentían el mundo de otra manera, de un modo singular y a la vez reconocible donde lo leyeses o lo escuchases. Ahí radicaba su poesía. Y, por fortuna para sus lectores y oyentes, además contaba con las palabras adecuadas para nombrarlo. Como cantaste alguna vez, querido Sergio: «Y si un día el cielo nos vuelve a dar la espalda, le clavaremos un muñeco de papel». Así sea.


Posdata:

Somos como las flores que desconocen su hermosura y han olvidado que van a morir. Despreciar el placer te envejece más que conocer el dolor.

No hay que aprender a escribir. Hay que aprender a callar. El camino más largo es el del silencio.
Eso me dijiste en la entrevista... Que Mallarmé y Bretón, y todos tus afectos y placeres, te acompañen, oh, fabricante de alas de mariposa, en este largo silencio que emprendiste hoy.

Blog de Sergio Algora
Algoravia, Blog con poemas de Sergio Algora

8 de julio de 2008

Mercedes Cebrián

Hace unos días terminé El malestar al alcance de todos, de Mercedes Cebrián, que salvo por la cacofonía del título (al-al), me ha gustado enterito. Lo tengo dando vueltas por la mesa, a ver si un día de estos le doy forma a las notas que me he tomado y lo reseño. Entre tanto he releído el ensayo que publicó en El arquero inmóvil (nuevas poéticas sobre el cuento), y que se llama Cualquier parecido con la realidad es pura poética. Paso a limpio algunos subrayados que tengo (sí, me encanta esto de hacer de dj literario, ¿y?).

El tono lo es todo
Para mí el relato exitoso es el que no da crédito ante lo que ocurre, se sorprende a sí mismo y opta por pararse o quizá por seguir, pero siempre tratando de explicar lo que acaba de ser revelado. Y entiendo que todo esto ha de hacerse a través del tono, término que casi me atrevería a considerar sinónimo de relato.

*

El narrador es quien lleva los pantalones
[Percibo] el relato como experiencia de flaneo a la manera de [Walter] Benjamin: es a medida que voy construyéndolo cuando consiento que el narrador, cuidadosamente elegido por mí, me conduzca adonde él o ella tengan a bien.


*


Una paradoja demográfica
No debería haber frases saltables en un relato, ni espacios desaprovechados: el relato no es un país con grandes extensiones poco pobladas, es más bien un recinto tokiota donde se hacinan las palabras e ideas, pero a la vez hay que permitirle que actúe como un flâneur, que recale quizá en lo obvio para muchos, que elija mil palabras frente a la tan ponderada imagen.

El arquero inmóvil (nuevas poéticas sobre el cuento), VV.AA.
Edición de Eduardo Becerra.
Páginas de Espuma, Madrid 2006.

7 de julio de 2008

Mario Levrero

Tengo pendiente releer El discurso vacío, de Mario Levrero, un libro que en su día me pareció de una sutileza exquisita cuando me lo prestaron en Buenos Aires, y que ahora ha publicado Caballo de Troya en España. Así que antes de comenzarlo, me ha dado por abrir los otros libros que tengo por casa de este uruguayo impar. Hoy estuve releyendo algunas partes de la autoentrevista que publicó como epílogo a El portero y el otro, un libro de cuentos. A continuación cinco fragmentos de ese monólogo disfrazado de entrevista.

I

Lo imprescindible, no ya para vivir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio. Mediante el ocio es posible armonizarse con el propio espíritu, o al menos prestarle algo de la atención que se merece.

II

Hablabas de cierta relación entre un texto y tu vida personal. ¿Esto debe entenderse como formas autobiográficas de narración?
Eso depende de tu concepto de 'autobiográfico'. Yo hablo de cosas vividas, pero en general no vividas en ese plano de la realidad con el que se construyen habitualmente las biografías.

¿No es una forma un poco retorcida de calificar a tu literatura de 'imaginaria'?
La imaginación es un instrumento; un instrumento de conocimiento, a pesar de Sartre. Yo utilizo la imaginación para traducir a imágenes ciertos impulsos —llamalos vivencias, sentimientos o experiencias espirituales—. Para mí esos impulsos forman parte de la realidad o, si lo preferís, de mi 'biografía'. Las imágenes bien podrían ser otras; la cuestión es dar a través de las imágenes, a su vez representadas por palabras, una idea de esa experiencia íntima para la cual no existe un lenguaje preciso.

III

A veces pasan años antes de que comprenda la relación entre un texto determinado y las cuestiones personales con las que está ligado, qué fue lo que resolví o lo que intenté resolver con ese texto. Muchas veces no descubro nada; el texto parece tener una vida propia, bastante ajena a la mía. Pero, de todos modos, no es esa la intención literaria; no se trata, como decías, de una forma de terapia. Hace un rato hablábamos de comunicación. Ya no soy yo, a solas con la perturbación, buscando liberarme de ella, sino que soy yo tratando de comunicarme, creando una estructura que me represente ante otro ser.

IV

Mirá, yo soy muy haragán; me pongo a escribir cuando me resulta imperioso, ineludible, del mismo modo que me pongo a hacer cualquier otra cosa cuando me resulta imperioso e ineludible. Vivo de stress en stress. Mi ideal de vida es el resposo absoluto. Para que me ponga a hacer algo hace falta un estímulo, y en el caso de la literatura es necesario un estímulo de dos puntas: la necesidad de sacar algo a la luz, y la necesidad de comunicarlo a alguien.

V

No cultivo las letras, sino las imágenes; y las imágenes están muy próximas a la materia prima, que son las vivencias. (...) Cuando me meto dentro de mí mismo, lo que encuentro allí es también el mundo exterior, solo que trasmutado en un 'lenguaje' que me permite percibirlo mejor.


*

El portero y el otro, Mario Levrero.
Arca Editorial, Montevideo 1992.


5 de julio de 2008

Matanza y Navidad, Carlos Labbé

La peor pregunta que te pueden hacer sobre Matanza y Navidad, de Carlos Labbé, es: ¿de qué va? Yo sólo podría resumirla así: una novela que hay que leer escuchando a Clara Rockmore tocando el theremin. Sólo así puede entenderse cabalmente. El sonido de la Rockmore ilustra la atmósfera inquietante de esta delicada ficción y el casi imposible equilibrio con que se sostienen entre sí los materiales que Labbé usa para construirla. Asimismo, la manera de tocar que exige el instrumento, donde las cuerdas que se tañen son invisibles campos magnéticos, es la analogía que mejor le calza al experimento formal que ofrece, y que el texto parece justificar y resumir así: «La literatura es una mentira. Abrazar el viento». Abundar en explicaciones, con ese otro theremin wittgensteniano que es el lenguaje, sólo alcanzará a generar confusión. Pero, bueno, ahí voy.

Como sucede con todo artefacto literario situado en el plano más experimental y lúdico, resulta difícil escribir la sinopsis de marras. Hay varias historias dando vueltas, muchos guiños literarios —Lewis Carroll, Nabokov, George Lynch, Chesterton, Wittgenstein, Edgar Lee Masters...—, cruces de la realidad con la ficción, detalles oníricos, metaliteratura, alegorías musicales, amén de varios niveles de significación. Es decir: el asunto argumental queda casi a elección del consumidor; sería raro que dos lectores coincidiesen a la hora de resumir el argumento. Cada quien verá lo que le pareciere.

Por todo ello, el texto podría etiquetarse como «novela juego». De hecho, la tensión reside sobre todo en su estructura narrativa: un rompecabezas que sólo es posible ordenar parcialmente. El punto de partida parece ser una suerte de policial donde nadie resuelve nada, sino donde todo parece complicarse siempre aún más, y donde las piezas nunca terminan de encajar. El lenguaje empleado o el argumento son funcionales a ese objetivo; de ahí que el lector asista a una generación continua de historias paralelas que forman bucles que se realimentan infinitamente entre sí. ¿El efecto? Una novela que se cierra constantemente sobre sí misma, como si fuera una cinta de Moebius.

Quizá todo esto suene marciano, pero es que esta novela hay que tomarla desde la experimentación formal. Por ejemplo, resulta imposible establecer una cronología temporal exacta de los acontecimientos — o quizá sí, pero haría falta leer cuarenta veces el libro—, porque el texto desvía continuamente la atención del lector de un nivel de significación a otro, de una historia paralela a otra, de un personaje a otro. El coqueteo con la inverosimilitud y la confusión premeditada llega a tal extremo que, por ejemplo, resulta imposible saber a ciencia exacta si Boris Real o Patrice Dounn son o no un solo personaje. Aparecen, desaparecen, cambian de nombre, mutan incluso en otros personajes... El efecto conjunto de todos estos recursos técnicos produce un efecto estético singular: la lectura avanza hacia la desintegración del texto, en vez de hacia la clásica unidad.

Y para conseguir esto, Labbé inventa gente ociosa que roba toallas en la playa, narra con un periodista que sigue el caso de dos adolescentes desaparecidos, idea un secreto club vip que alquila dos pueblos chilenos enteros para una fiesta mundial a la que asisten sólo diez mil elegidos, habla en clave de ciencia ficción sobre el hadón —el éxtasis del odio—, se pone enigmático y exótico al sacarse de la manga un thereminista congoleño —el tal Patrice Dounn—, dota de metaliteratura a personajes que se llaman Lunes, Martes, Miércoles.... y abre hasta un taller de escritura en un laboratorio de biología. En fin, que hay mucho donde elegir y es difícil sintetizar.

De todos modos, de entre todo lo que propone el libro, me quedo con la alegoría del theremin, que parece un instrumento de mentira pero cuya música suena tan real como la de una guitarra, un oboe o un bombo. Asimismo, el lenguaje es tan invisible como esos campos magnéticos que circundan al theremin, y en ambos casos sólo la pericia del instrumentista logra sacar los sonidos adecuados para componer una melodía y modularla para 'contar' algo con ellos. Por último, el theremin, como el libro, es visible; sin embargo, la música que emiten es inapresable. Quizá la oración que mejor resuma esta apuesta literaria esté en el propio texto: «Bruno ejecutaba el encantamiento». Parece dicho por el propio Mario Levrero.

4 de julio de 2008

Alberto Lema

¿Podrían las mujeres acabar con el capitalismo y el sistema patriarcal que lo auspicia formando un grupo terrorista de ideología antimachista y liquidando a los tíos que, por ejemplo van de putas? O dicho de otro modo: ¿la revolución violenta de las mujeres es una vía posible para lograr la transformación social de este sistema donde viven en desventaja? Como queda claro desde la enunciación, Una puta recorre Europa es una novela de tesis y encasillable en a eso que algunos llaman «literatura social».

Vaya por delante que, personalmente, no me interesa esta clase de narrativa; sin embargo, debo reconocerle varios méritos a Lema para haberme llevado hasta el final de las 143 páginas del libro. Uno, el tema de fondo sobre el que hablan y pelean Ada y Luz, las dos lesbianas que protagonizan la historia: ¿debería legalizarse la prostitución? Otro, que el autor blanquea desde el principio que más que novela pretende hacer sociología, algo que logra que un lector como yo acepte de mejor grado compartir el tono del texto. Y un tercero es que el estilo acompaña bien a la intención del autor.

Esta es una narración donde predomina el presente de indicativo, donde los diálogos —con una oralidad bastante conseguida— apenas dejan espacio al narrador, con oraciones cortas, párrafos mínimos y capítulos breves, y donde ni siquiera hay guiones que anuncien las intervenciones de los personajes (como en El lápiz del carpintero, del también gallego Manuel Rivas). Todos esos recursos buscan dotar al texto, sobre todo, de la máxima velocidad en la lectura, amén de darle una inevitable pátina de obra teatral.

Es más: parece haber un juego de fondo y forma con que los personajes son —y, por extensión, las personas somos— actores manejados por los hilos de los poderes fácticos del Sistema. O así lo sugiere este fragmento de la página 124: «No puedes entenderlo, Luz, no puedes entenderlo. Tú sólo ves números, actores, no ves a la gente». Por cierto que, en el fondo, ese es el gran protagonista de este libro: el Sistema.

Y es que el libro, aunque breve, parece no querer eludir cita alguna: el patriarcado, el capitalismo, los narcos como poder paralelo al de las instituciones, la corrupción política de los altos cargos, el lesbianismo militante, El segundo sexo de Beauvouir, sociólogos que van a la tele a opinar, los polis... En fin, que no se priva de tema alguno Lema. Eso sí, quizá lo más narrativo hubiera sido descartar alguno o darle mayor densidad a oraciones como «¿Pero tú crees que la policía son los buenos, no?», que entre tanta miscelánea pasan casi inadvertidas. Claro, que justamente parece haber una intención estética de ir en la dirección contraria y eliminarle al lector cualquier posibilidad de significar o embelesarse por su cuenta.

En ese sentido, llama la atención que, pese a las ganas de Lema por fijar sistemáticamente la prostitución en la mente del lector, la imagen más indeleble del libro la proporcione un sicario cuando dice: «Iban conduciendo para Santiago; aquella ciudad no le gustaba, demasiada piedra, demasiadas bufandas». Algo poco social, vaya. Y todo un desliz lírico en lo que parece ser una obra sujeta a estrictas restricciones formales al respecto.

Ah, y lo más punzante, nada tiene que ver con el feminismo o la prostitución, sino con otro asunto candente: hay una enumeración de víctimas donde Galicia aparece como un país independiente de España... Digo: ¿eso no descentra la atención del lector?

En cualquier caso, el autor logra con su estrategia lo que se propone: que le prestes un par de horas de tu tiempo, que leas el libro del tirón y que le tengas cierta simpatía por ocuparse de un tema social vigente. Pero hasta ahí. Un ensayo, un reportaje o una entrevista con un especialista en la materia aporta más datos e ideas. En cualquier caso, si se lo toma como lo que es —un libro sin más pretensión que volver visible el asunto del que trata—, cumple.


Nota: justo en Teína publicamos una entrevista muy interesante sobre este asunto de legalizar o no la prostitución. Aquí está (es con Ruth Mestre y Magdalena López, autoras del libro Trabajo sexual. Reconocer derechos).

parte 1 :: http://www.revistateina.com/teina/web/teina18/dos4.htm
parte 2 :: http://www.revistateina.com/teina/web/teina18/dos4b.htm
parte 3 :: http://www.revistateina.com/teina/web/teina18/dos4c.htm

3 de julio de 2008

Lecturas para un traslado

Lo sé, lo sé: últimamente vengo flojo con la actualización del blog... Pero, bueno, la cosa es que este fin de semana me mudé a vivir a Madrid. Además, previamente, visité a mi familia, que hacía más de dos años que no nos encontrábamos, así que anduve viajando entre Guadalajara, Horche y Brihuega. En fin, que escribir pasó a un segundo plano. Eso sí: leer, leí.

Como no tengo carné de conducir, para mí viajar leer equivale a leer. Y debo decir que ese es un contexto en el que me encanta abrir un libro. De hecho, las casi cinco horas de viaje entre Campello y Guadalajara dieron bastante de sí. Primero terminé el par de relatos que me faltaban de El malestar al alcance de todos, de Mercedes Cebrián, un libro que mezcla poemas y cuentos (me gustó este libro, me gustó). Cuando terminé ese, empecé Una puta recorre Europa, de Alberto Lema, una novela de tesis sobre la prostitución, y que si bien no me hizo tilín —no es lo mío la literatura social— la terminé poco más allá de Albacete, después de haberme comido un bocata de chorizo con mis padres en Los Molinos. En la parte final del viaje, leí las primeras cincuenta y tantas página de Mr Vertigo, de Paul Auster, que me aburrió tanto que aún no he vuelto a abrir el libro.

Una vez en Guadalajara el asunto literario vino de manera accidental y por otro lado. Estuve en Brihuega, que por lo visto es donde vive Manu Leguineche, a quien, todo sea dicho, no he leído. En casa de mis padres está Los topos, pero todavía no le he echado el guante. A ver si en una de estas... Por cierto, que este ex reportero de guerra y hombre viajado donde los haya vive en una plaza que lleva su nombre, en una casa de un color naranja muy cálido y rodeado de monumentos históricos. Vamos, que vive de puta madre... Claro, que según nos contó la guía, la salud de Leguineche está floja y apenas se lo ve por el pueblo.

Y para no salir ni de Brihuega ni de la literatura, tiro ahora por Cela, quien paró acá cuando escribió Viaje a La Alcarria. Es más: según la guía, incluso eligió el pueblo como centro operaciones: iba y venía desde allí y ahí fue donde escribió gran parte del texto. ¿Verdad o exagerado fervor por la tierra propia? No lo sé; quizá la solución esté en el libro —muy influido por Hemingway, dicho sea de paso—, del que sólo leí la mitad, harto como estaba de que Cela se pusiese en tercera persona y repitiese hasta saturar la página «el viajero», sin ni siquiera molestarse en usar un sujeto tácito cada tanto (sus razones tendría, imagino). Cualquier día, aunque sólo sea por orgullo alcarreño —uno lo es, a pesar de su tonada argentina—, lo terminaré.

Para cerrar el recuento de lecturas —ya vendrán críticas, ya, paciencia—, dos anotaciones más. La primera es sobre Seda, de Baricco, que lo tenía mi tío Jesús por el salón, en Horche, y del que el domingo por la mañana me zampé en su jardín las primeras sesenta páginas. Salvo un par de filigranas estilísticas y un capítulo —ese donde ella gira la taza del té para poner sus labios exactamente donde él los había puesto antes para beber—, la novela me pareció un aburrimiento, además de naif. Mucho capítulo corto. Mucha oración breve. (Es decir: lectura ultrarrápida).
Más dato histórico que profundidad en los personajes. Uso y abuso de lugares comunes y previsibles (típico exotismo japonés visto con ojos europeos). Momentos con lirismo de parvulario —«la voz de ella era bellísima», cito de memoria, y similares—. Y, en fin, un libro que lleva 43 ediciones y que me siembra dudas sobre si hace falta intentar leer Novecento, la otra novela por excelencia de Baricco.

La última anotación es sobre Nocilla Dream, de Agustín Fernández Mallo. Elena, mi compañera de piso, tiene por casa ese y Nocilla Experience, así que me he propuesto resolver de un plumazo mi deuda con la pospoética de este fan del Sr. Chinarro. Sin embargo, empezaré por la segunda entrega de la trilogía en vez de por la primera... Señores de la editorial Candaya: el libro que tenemos por casa comienza en la página 207, llega hasta la 217, luego va a la 23, viene sin el prólogo de Juan Bonilla y, en fin, es aún más posmoderno que el original... Por si alguien de la editorial lee esto: ¿podrían cambiárnoslo por otro? (Elena, niña, ¿dónde tienes el tique, che?).

Y, por hoy, hasta aquí. Ahora vamos a ver si pillo el minuto bueno de la red inalámbrica —tenemos el módem estropeado— y consigo subir el texto. Si no tendré que esperar.

(No, no lo pillo, tengo que esperar).

PD: La foto es de un torreón que hay en Brihuega y la hizo mi prima Noelia, quien luego me trajo en coche a la capital. Gracias, primunchi. (Y gracias, David, claro, que eras tú quien conducía, che).