26 de junio de 2008

Yuri Herrera

En estos días anduve leyendo y disfrutando Trabajos del reino, de Yuri Herrera, un escritor mexicano que ha publicado en Periférica, una editorial cacereña. Nada más comenzar a leer, la novela pone sobre la mesa un concepto técnico que muchos narradores parecen haber olvidado: la densidad de palabra. Es decir: transmitirle al lector esa sensación de que la página en blanco es un silencio que el narrador sólo interrumpe cuando encuentra la palabra exacta, aquella con que intenta mejorar el vacío que la precede.

Quienes leen poesía tienen eso más que claro, y quizá esto les suene a descubrir la rueda, no sé; pero es que hay que leer lo que se publica y gana premios en España... Y, digo, si es que al final la esencia de la escritura no es tan difícil: consiste en saber elegir verbos, sustantivos y adjetivos, y construir con ellos oraciones, hilvanarlas con estilo, y hacer que cuenten una historia de un modo que sorprenda continuamente al lector, que consigan evocar imágenes que lo emocionen, que logren darle vida a ese golem de palabras que es cualquier personaje... En fin, lo que siempre hemos entendido por escribir literatura (dejemos por ahora el asunto de las fronteras entre géneros, que no es el momento).

Sé que lo anterior también parecerá una perogrullada; sin embargo, cada vez más los 'productos' de las editoriales oscilan entre una vacua verbosidad discursiva y una desprolija prosa de jardín de infancia, y si no entre la novela pseudohistórica y el guiño periodístico (¿qué es lo que se lleva, gays, saharauis, violencia machista, pues publiquemos un reportaje novelado sobre eso). Por suerte, Yuri Herrera lo primero que hace es poner su oficio como narrador sobre la mesa y lanzar el guante: vengo a contarte una historia; atrévete a quitarme una palabra del texto, si puedes. O formulado de otro modo: ven lector y disfruta, que yo, tu autor, he elegido mis mejores palabras para ti: te quiero
«fecundar la testa» con ellas. (Todo un detalle esto de que el escritor trabaje para el lector, convengamos, hoy que mucho malcriado y mediocre escritorzuelo reclama lo contrario).

Hay un breve capítulo, en forma de poema y con aires metaliterarios —la novela cuenta las andanzas de un cantor de narcocorridos—, que resume mejor que yo la estética literaria de este narrador:

Decir cuate, sueño, cántaro, tierra, percusión.
Decir cualquier cosa.
_____ Escuchar la suma de todos los silencios.
_____ Nombrar la holgura que promete.
_____ Y luego callar.

(Perdón por los
_____ de los tres últimos versos; pero es que la plantilla del blog no me toma la tabulación, y justo birlarle ahí esos silencios visuales al autor me pareció más feo aún. Ya voy a aprender un poco más de HTML, ya).

  • Uno: usar palabras comunes y del lenguaje oral.
  • Dos: saber cuándo hay que hablar y cuándo callar.
  • Tres: lograr que haya música entre esa combinación de palabras y silencios.
  • Cuatro: que la historia pide un poema o una canción, pues póngase nomás, que para eso habitamos la posmodernidad y una novela es para concederse cualquier capricho.

Y sí, ya hemos leído a Rulfo o ya hemos visto Babel, por ejemplo; con todo, leer a Yuri Herrera también ofrece ese componente de fiesta verbal que sucede cuando uno redescubre el idioma propio en boca de otros. Debe de ser mi vena cervantina, pero a mí me entusiasma encontrar oraciones como «Y el Artista se abocó a perseguir la plática que balconeara alguna intriga» o una línea de diálogo de la que pienso apropiarme cuando hable con mis amigos:

—A mí que me esculquen.

¿No es esto lo que, según Nabokov, le pasa a un lector ruso cuando lee a Gógol, que se apropia de las palabras del autor y las hace suyas? (Perdón, Vladimir, últimamente te cito demasiado de memoria, ya voy a buscar los pasajes exactos que te debo). Digo: en esos intersticios sucede la literatura. (O al menos la literatura que a mí me gusta, claro). Y es que como dice el Periodista, uno de los personajes de Trabajos del reino: «si uno disfruta las palabras es como pistear con el oído».

Pero, ojo, que el placer de esta novela no estriba en el exotismo verbal o temático, sino en conversar con un autor capaz de comenzar el libro con una frase como «Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta», y hacerla funcionar como diapasón de la historia que vendrá después. O que usa al narrador para dejar caer símiles novedosos y sugerentes como «Él ya sabía de los libros, pero lo repelían como una patria que no invitaba». O que mezcla oralidad y lirismo para elaborar algunos capítulos donde la prosa se sostiene por sí sola, independientemente del argumento de la novela:

Están muertos. Todos ellos están muertos. Los otros. Tosen y escupen y sudan su muerte podrida con engaño pagado de sí mismo, como si cagaran diamantes. Sonríen los dientes pelados cual cadáveres; cual cadáveres, calculan que nada malo les puede pasar.

Simón.

Tienen una pesadilla los otros: los de acá, los buenos, son la pesadilla; la peste de acá, el ruido de acá, la figura de acá. Pero acá es más de veras, acá está la carne viva, el grito recio, y aquellos son apenas un pellejo chiple y maleado que no atina color. Un reflejo hecho materia blanda y prendido de alfileres.

A los muertos no se les pide permiso. Al menos, no a los pinches muertos. Se hace lo que se hace. Se agarra el modo y se presume, como quien pronuncia el nombre, y no se fija en lo que les buiga a los demás. O sí: para sentir su espanto, pues, porque el susto de los otros alimenta bien, remacha que la carne de los buenos es brava y necesaria, que hace bulto y zarandea las cosas.

Vamos, que ha sido un placer descubrir a Yuri Herrera. Entre otras razones porque Trabajos del reino es un libro generoso: sus capítulos breves y tejidos con «felina paciencia», como diría el narrador de la novela, logran el milagro literario: soportar la relectura y convertirse en fuente inagotable de sentidos para quien lo lee... Y de paso, entre página y página, permiten agarrar tonada mexicana, no vaya a ser que un día de estos uno quiera lanzarse y componer de un lapicerazo un narcocorrido. O una novela, quién sabe.



24 de junio de 2008

Andrés Neuman

A principios de este año entrevisté a Andrés Neuman para el n.º 18 de Teína. Fue una charla de unas dos horas y media, entretenida, intensa, muy sustanciosa, imposible de resumir en todos sus ejes en el texto que publiqué (y eso que es largo). Han pasado varios meses desde entonces, pero aún me resuenan tres conceptos que iluminan bastante bien, creo yo, cómo encara Neuman el oficio de escritor:

1. Nunca me voy a dormir hasta tener la sensación de que he trabajado provechosamente .
2. Si escribes dos páginas al día, tienes más de 700 al año.
3. Cada línea es una oportunidad narrativa.

Parecen preceptos sencillos, pero no lo son; basta sentarse a escribir en una silla a diario para saberlo. En la entrevista de Teína, él amplía estos conceptos, entre otros, y explica cómo escribe o cómo corrige, por ejemplo.

Por ahora me conformo con ofrecer ese texto. Tengo pendiente reordenar un poco lo que caratulé como 'caras b'; a ver si un día de estos me pongo con el cincel y el mandil periodísticos, y subo acá dos o tres preguntas que no publiqué (como se nota que estoy educado en la manchega 'filosofía del cocido': Aquí no se tira ná, que me decían de niño). De momento, rescato algunos subrayados que quise haber usado, pero de los que desistí por cuestiones de espacio

I

La escritura comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, que son las verdaderas decisiones que debe tomar el hacedor de cuentos. El cuento, en este sentido, aspira a una sencillez hermética: es el género que mejor sabe guardar un secreto.

El que espera, página 139.
Anagrama, 2001.

II

Toda forma narrativa propone algún modo de invadir el espacio. En este sentido, el cuento se movería igual que un dardo y la novela, igual que un radar. Toda forma narrativa propone además un modo de manipular el tiempo. Desde esta perspectiva, la novela sería un todavía y el cuento, un de repente: las novelas dibujan un esquema temporal, van enlazando un conjunto de transiciones; los cuentos trazan un corte, fabrican un estado abrupto.

Epílogo de El último minuto, página 135
Páginas de Espuma, 2007.


III

Sin hacer de ello dogma, he comprobado que me agrada poner en práctica lo que podríamos llamar la técnica del minuto. Esta consiste en explotar al máximo los matices y las contradicciones de un fragmento temporal muy limitado, distorsionando la correspondencia entre el tiempo de la narración y el de la acción. Si alguna vez Napoleón dijo (aunque lo dudo) «vísteme despacio que tengo prisa», quizá muchos cuentistas escribimos pensando «narremos lentamente, que tenemos poco tiempo».

Epílogo de El último minuto.
Páginas de Espuma, 2007.

Más Neuman:
Fragmentos de Alumbramiento y El que espera
Reseña de Alumbramiento

La ilustración es de Miguel Herranz, compañero de fatigas en Teína.

21 de junio de 2008

Marcelo Cohen

Muchas veces oigo repetir que la novela puede ganarle al lector por puntos pero el cuento dejarlo KO. Nunca me gustó ese símil pugilístico; pienso que ni el gran cuentista que lo dejó escapar ni muchos de los epígonos que lo propagan no pararon nunca a considerar lo que esconde su ingenio. En dos escritores que admiro y difirentes entre sí a más no poder, Macedonio Fernández y William Burroughs, encontré otra idea: la literatura debe aspirar a conmover integralmente la conciencia del lector.

Claro que esa conmoción no debería parecerse en nada a la conmoción cerebral que causa un cascotazo en la cabeza. Si se habla de combate, y no hay poco de eso en la lectura, prefiero que el que entablan lector y autor sea mental; o, mejor todavía, que el éxito o el fracaso del autor se parezcan al del buen anfitrión. Aquí le ofrezco este lugar. ¿Le gustaría vivir en él una temporada? ¿Y qué le parece la idea de volver más adelante?

Por otra parte, si uno sólo busca que el cuento termine con el lector aturdido, el orgullo de haberle dado un golpe definitorio palidece ante la evidencia de que por un buen rato esa persona no va a pensar ni sentir nada. ¿Cómo va a pensar si está KO? No, lo bueno sería que el lector quisiese otra dosis, sin masoquismo, lúcidamente y en condiciones de discutir.

*

El arquero inmóvil (nuevas poéticas sobre el cuento), VV.AA.
Edición de Eduardo Becerra.
Páginas de Espuma, Madrid 2006.

20 de junio de 2008

Juan José Saer

De todas las artes, la novela es en la actualidad la más atrasada. Una de las causas de su atraso es la utilización sistemática de la prosa, que delimita su función a la simple representación verdadera y comunicable. No es que no haya novelas que transgredan la norma. Bien mirado, todas las novelas que valen algo la transgreden, para no hablar de las mayores. (Por esta vez prescindiré, como diría Pessoa, de "la cobardía del ejemplo".) Pero a menudo esa transgresión es parcial, lateral, casi vergonzante. La teoría de la prosa y la teoría de la novela se confunden: lo que se busca siempre cuando se la interroga es la coincidencia de texto y referente.

En música, en artes plásticas, en poesía, la ausencia de referentes es, por distintas razones, tolerada. La novela no goza de ese beneplácito: está condenada a arrastrar la cruz del realismo. A decir verdad, nadie sabe de un modo claro qué es el realismo, pero se exige de la novela que sea realista por la simple razón de que está escrita en prosa. Casi me atrevería a definir el realismo como el procedimiento que encarna las funciones pragmáticas generalmente atribuidas a la prosa.

Nadie considera realistas las descripciones minuciosas de Raymond Roussel, no porque no respondan a los criterios vagos de realismo, sino porque están escritas en verso. Si los mismos pasajes hubiesen sido escritos en prosa nadie les negaría la etiqueta honorífica de realistas.

*

La narración-objeto, Juan José Saer.
Seix Barral, Buenos Aires 1999.
Texto extraído de las páginas 58 y 59.

Nota: La foto está tomada de http://www.radiomontaje.com.ar/literatura/saer.htm

19 de junio de 2008

Luis Gusmán

A finales de noviembre de 2007, entrevisté a Luis Gusmán para Teína. Había leído seis libros de él, y sobre todo Tennessee y Villa me habían entusiasmado (algo que pocas veces me pasa). Es más: por Villa profeso tal fervor que incluso me animo a recomendarlo siempre, esté con quien esté... De hecho, es un libro que jamás prestaría.

Desde el punto de vista técnico, me parece una novela brillante y con la que aprender literatura. Los diálogos, la definición del personaje central y de los secundarios, el ritmo interno de las escenas, el uso de la escritura visual o el empleo de ciertos juegos poéticos dotan a la historia de ese deseado intangible que es la 'tensión narrativa'. Para mí, ya digo, es un libro de cabecera.

A continuación rescato algunas caras B de la extensa entrevista que publiqué en Teína.

Uno evoluciona, la escritura también
En mi caso, hay como un pasaje de la fascinación inicial por la escritura y por la extraterritorialidad que practicaba en los 70 hacia, primero, querer contar una historia y, luego —porque no es lo mismo—, crear personajes.

*

En el principio fue la teoría aplicada
En los 70, la nuestra era una elección contraria al estado de la lengua en ese momento. Si Borges partía del siglo XIX y del inglés como referencias, nosotros buscábamos las del estructuralismo francés del siglo XX: Barthes, Bataille, Blanchot o Lacan. La principal crítica que nos hicieron era que hacíamos teoría aplicada, es decir, que escribíamos novelas para aplicar las teorías literarias que defendíamos. Yo más bien entiendo que había un estado hospitalario de la crítica que favorecía un contexto de lectura que daba cabida a esas nuevas propuestas: El Fjord, La traición de Rita Hayworth o El frasquito. Por otro lado, con estilos tan personales como había, era imposible que aplicáramos teorías.

*

Con la mitología personal a cuestas
Soy un escritor de libros muy distintos entre sí; sin embargo, y como diría Gombrowicz, a la vez siempre estoy escribiendo el mismo libro: existen hilos secretos que los conectan entre sí con una mitología personal.

*

Borges, siempre Borges
Él era deleuziano. Era una máquina de inventar. A diferencia de otros escritores, su ingenio era un talento natural, no era forzado. A mí un día me dijo «Qué cosa jovencito: usted que me leyó tantas veces... y yo sólo me escribí una». Era así. Si vos lo querés hacer, no te sale. Borges era una máquina discursiva. Para mí es una alegría recordarlo.

*

La aduana Borges
¿Si me influyó Borges? Acá valdría la frase de Quique Fogwill de que Borges es una aduana literaria. Él la interpreta de manera negativa, yo la veo en positivo: sí, es una aduana, y como tal la contrabrandeás o pagás algún tipo de peaje... Pero no podés no pasar por ahí; como diría un chico: es un «nombre de autor», como Marx o Freud. Por eso me da risa cuando en las notas periodísticas citan a Saer, Piglia, Fogwill, Puig, al que se te ocurra, y a continuación a Borges. Me parece que muchos no registran que Borges está fuera del conjunto.

18 de junio de 2008

La patria, Federico Jeanmaire

Llegaron mis libros... El Correo Argentino no los perdió, no se hundió el barco que cruzaba con ellos el Atlántico, sobrevivieron intactos a la aduana española: 50 kg de papel (gracias Laura por llevarme hasta ese inframundo que es el Centro Postal Internacional de Buenos Aires y ayudarme a ponerle papel madera, hilo y demás a las tres cajas). Para celebrarlo, hoy transcribo un capítulo del libro de un amigo de allá al que admiro como escritor: Federico Jeanmaire.

                                                             *

Hicimos el amor en la bañadera. Riéndonos. Jugando. Como mejor pudimos teniendo en cuenta que era la primera vez que lo hacíamos, que nuestros cuerpos no se conocían quiero decir, y teniendo en cuenta, además, las muy escasas dimensiones del sitio al que nos habían arrojado un par de extraordinarios errores en mi comprensión del inglés.

Ella repetía que nunca había gritado desde el baño y que nunca me había pedido que me desnudara y que me metiera en la bañadera, que no, que la canilla no estaba abierta, que de ninguna manera, que eso jamás se le había pasado por la cabeza, pero que le había divertido mucho verme ahí, abriendo primero la canilla y luego quitándome sin ninguna vergüenza, y en menos de tres segundos, la infinita cantidad de ropa que llevaba puesta. Y que todavía se había divertido mucho más cuando vio que yo entraba con toda naturalidad en la bañadera y enseguida ponía cara de auxilio, socorro, por favor apurate, no sé nadar o nunca nadé solo dentro de una bañadera francesa.


La amaba.


Y lo cierto es que hicimos el amor con toda la ternura que nos permitía el lugar y que después salimos del agua y, todavía mojados, nos tiramos en su cama y que, casi inmediatamente, Jolanda empezó a llorar.

Yo le acariciaba el pelo y ella lloraba. No paraba de llorar. No podía. Y su llanto incomprensible me desgarraba.

Así durante un rato bastante largo.


Justo hasta que pudo hablar.


Al principio, de manera entrecortada, dijo en voz muy baja que hacía dos años que no hacía el amor, que muchas veces, durante ese tiempo, había llegado a pensar que nunca lo iba a poder hacer otra vez, que no entendía cómo era que había pasado, que esa noche le hubiera resultado tan fácil hacerlo conmigo, en definitiva. Después, y ya sin cortes, un poco más calmada, me explicó que dos años antes de la fiesta de abajo y de mis extraordinarios errores en la comprensión del inglés, la habían violado. Una noche, cerca del pueblo donde vivía, un tipo, desde su bicicleta, la había empujado y ella había ido a parar con la suya cerca de unos árboles que había al costado del camino y que no más terminar de caer al pasto ya tenía al tipo encima de ella tomándola por el cuello, que la ahogaba, que casi no podía respirar, que incluso creyó que la quería matar, que sólo la iba a matar, aunque, al mismo tiempo, con la otra mano el tipo se las había ingeniado para bajarle el pantalón hasta las rodillas y arrancarle la bombacha de un tirón y ya la estaba penetrando. Que todo había pasado muy rápido aunque había sido eterno, pero que, sin embargo, eso no había sido lo peor, que lo peor había empezado después de que el tipo se había escapado a toda velocidad en su bicicleta, que lo peor era que en su cabeza la escena seguía pasando continuamente y que, además, tenía unas pesadillas horribles y estaba medicada y había pensado que nunca más podría volver a hacer el amor porque sentía que todo el tiempo el tipo la seguía violando.

Que nunca más podría.


Aunque al rato, claro, ya no lloraba y estábamos otra vez haciéndolo, mudados definitivamente a mi furgoneta celeste. Nos amábamos estacionados sobre la margen izquierda de la Rue de Sebastopol. Muy cerca del Centro Pompidou y más cerca, todavía, de la Rue de Saint Denis.

Entre el cielo y el infierno.


Justo ahí, nos amábamos.
*

Capítulo extraído de La patria, Federico Jeanmaire.
Seix Barral, Buenos Aires, 2006.

17 de junio de 2008

La hija del caníbal, Rosa Montero

Hace unos días comencé La hija del caníbal, de Rosa Montero. Llegué hasta la página 65 en el primer envión, y ahí sigue el señalibros desde entonces, sin avanzar. Hoy he decido que ahí se quedará: se lee fácil el libro, pero no me engancha la historia ni el tono con que está contada. Salvo Conan Doyle en mi adolescencia y algo de Chandler ahora, nunca me han tirado demasiado los policiales. Y Montero plantea un policial en tono algo paródico, que resulta inverosímil —pero queriendo ser más bien lo contrario—, trufado de reflexiones sobre la identidad y con Durruti de por medio... Demasiado para mí.

La historia comienza de una manera sugerente e ingeniosa: una mujer extravía a su marido en el cuarto de baño del aeropuerto de Barajas. De hecho, la oración inicial apunta alto:
La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios.
Es más: el primer capítulo intenta profundizar en la psicología de la protagonista, que es una insoportable neurótica de armas tomar, y que incluso se define a sí misma de una manera ocurrente, muy narrativa:
Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcito del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase [al baño] justo cuando estábamos esperando el embarque.
Y hasta ahí todo fantástico: casi parece una novela de Javier Tomeo. Sin embargo, en los siguientes capítulos el libro decae porque el tono así lo hace. ¿Por qué? Entre otras cosas porque en el primer párrafo de los capítulos aparecen oraciones de este tenor:
A veces me embarga la intuición de la profundidad, de que somos más que el mero momento que vivimos y que la carne efímera.

Pero yo estoy convencida de que el arte primordial es el narrativo, porque, para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos.
Que chirrían notablemente con la intención, al menos en apariencia, de contar en tono paródico... Porque a fin de cuentas la narradora descubre que a Ramón lo ha secuestrado un movimiento llamado Orgullo Obrero, ella tiene por Watson a un octogenario llamado Félix Roble y la acción transcurre el día de San Silvestre... Vamos, que hay como una mezcla entre Chomsky y El día de la bestia. Así que cuando el argumento vira hacia México y Durruti, la tensión narrativa hace rato que se ha diluido.

En cualquier caso, antes de cerrar el libro encontré algunos detalles que me gustaron; por ejemplo algunos símiles muy visuales:

Su mano mutilada se movía con toda precisión, como una pinza.

Además había lápices, todos con las puntas relucientes y afiladas, como soldaditos en formación con bayonetas.


Estaba encajada en su silla como una ostra en su concha.


Los ojos ojerosos como un panda (este es cacofónico, pero me gusta la imagen: ojeroso como un panda).


(...) golpeó contundente la cabeza del chico, que se desplomó sobre el suelo como un traje vacío.

Y un párrafo:
Asimismo es cierto que Lucía Romero posee un lunar coqueto en la comisura de los labios. Esa marca menuda es el centro de gravedad de su atractivo, el vértice de sus relaciones con los hombres, porque todos sus amantes, incluidos los más vertiginosos y fugaces, han pretendido poetizar sobre ese milímetro de piel. «Es el mojón que marca el camino hacia tu boca», le dijo una vez uno, por ejemplo. «Es una isla desierta en la que he naufragado», adornó un segundo. «Es un lunar de puta que me la pone dura», comentó algún otro expeditivamente. De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas que en algún momento devenga en cáncer.

*

La hija del caníbal, Rosa Montero.
Colección de El Mundo «Las mejores novelas en castellano del siglo XX», 2001.

(Soy un vago y no quiero escanear la portada; por eso he puesto la de Alfaguara, que es la primera que he encontrado).

16 de junio de 2008

Antón Chéjov y sus personajes

Este fin de semana, mientras andaba de tranvías y trenes desde Campello a Valencia, anduve releyendo varios cuentos de Chéjov. Hacía un tiempo había estado con algo de teatro suyo, y ahora tenía ganas de volver sobre algunos relatos que ya había leído. Antes y ahora, siempre encuentro en don Antón algo que me gusta mucho: su talento para lograr que los personajes pasen de ser apacibles, enamoradizos y llenos de vitalidad a suicidas a quienes nadie consigue salvar a tiempo. Algo que suelo asociar con eso tan etéreo que llamamos lo ruso.

Además, lo genial es que todo sucede con la mayor naturalidad del mundo, sin grandes aspavientos, como si fuera algo normal. A diferencia de otros autores, Chéjov nunca saca un inverosímil as de la manga para justificar un quiebre repentino en el argumento. Él pone a la vista del lector personajes que comen y beben mientras charlan sobre su pasión por la jardinería, que viajan a un balneario de Crimea o Yalta para descansar, que se irritan en dos milisegundos con quienes antes adoraban, que intrigan por algún amor imposible... Muestra eso, y sin embargo entre tanto esos personajes cambian de manera casi imperceptible y suelen dirigirse hacia un final trágico.

El lector lo que ve son personajes en movimiento que hacen su vida cotidiana, y tarde o temprano se da cuenta de que tanta normalidad es sólo apariencia; detrás de esa vida normal hay un despelote tremendo que emerge desde un segundo plano y que no se sabe en qué terminará (bueno, con Chéjov con algún suicidio, casi seguro). Como narrador, Chéjov suele ausentarse para cederle todo el protagonismo a los personajes. Él ve a través de los ojos de estos. O dicho de otro modo: asume que el papel del narrador es el mismo que el de Nopa Stepan, el criado revolucionario de Historia anónima, respecto de su amo:
Entré al servicio de dicho Orlov por causa de su padre, gran político, enemigo de mi partido. Supuse que, viviendo con el hijo, me enteraría, por las conversaciones que oyese y por las cartas y demás papeles que encontrara de los planes e intenciones del padre.
Más claro, el agua: vivir en la piel del personaje, y desde ahí contar todo lo que este siente.
¿Pero cómo contar? Señala Galina Tolmacheva en el prólogo al Teatro completo (Adriana Hidalgo, 2005), que el propio Chejov le decía a los actores del Teatro Alejandro, donde se representaba La gaviota:
Está bien, pero hacen demasiado teatro. Un poco menos de teatro sería mejor... Hay que hacerlo completamente sencillo... Tal como se hace habitualmente en la vida. Pero cómo conseguirlo en la escena, eso yo no lo sé. Ustedes lo saben mejor que yo.
Por cierto, que entre los actores estaba Stanislavsky, que hacía de Trigorin, y quien se sentía desconcertado con las obras de Chéjov: este pedía que los actores fueran los personajes, no que los representasen. Tolmacheva lo dice así:
En los dramas de Chéjov todos sus actores tienen que ser y no representar, tienen que vivir continua e intensamente la vida de los personajes y llenar con ella el escenario: tienen que sumergirse en sus héroes, no salirse del papel ni siquiera por un minuto. Entonces su actuación cobrará esa continua tensión y fluidez de la vida real, esa naturalidad que constituye la esencia misma de los dramas de Chéjov. En una palabras, los actores tienen que actuar ‘sencillamente’.
Y acota:
Pero actuar sencillamente no es nada sencillo, sino todo lo contrario: muy difícil. Más difícil que de cualquier otra manera. Y, por otra parte, actuar en la escena como en la vida tampoco es suficiente. Hay que hacerlo a la manera de Chéjov, porque el verismo de Chéjov no es el de los naturalistas: su verdad es una verdad sutil, nada trivial a pesar de su aparente trivialidad. Esta verdad hay que interpretarla con goce, con ternura, con profunda sinceridad y musicalmente. Porque así es el estilo de Chéjov.
Va, y la última (Antón, no te quejarás, te estamos poniendo por las nubes):
Decía Nemiróvich-Dánchenko: “En las obras de Chéjov el actor no puede vivir sólo con las palabras que pronuncia en el momento y con el contenido que surge en la primera lectura. Cada personaje de Chéjov lleva en sí algo no dicho, algún drama o sueño secreto, vivencias ocultas, toda una vida que no está expresada en la palabra”.
A buen narrador, pocas palabras hacen falta. (Y si por si hacen falta: hay que lograr personajes que sean).
(P.D.: Claro, que como diría Nabokov, los personajes femeninos chejovianos se parecen todos demasiado, siempre son jóvenes poéticas, ingenuas y líricas. Pero, bueh, eso queda para otra vez).

13 de junio de 2008

Vladimir Nabokov habla de Chéjov

*
Los críticos rusos han señalado que el estilo de Chéjov, su elección de palabras y demás, no revela ninguna de esas especiales preocupaciones artísticas que obsesionaban, por ejemplo, a un Gógol, un Flaubert o un Henry James. Su léxico es pobre, su combinación de palabras casi trivial; el pasaje artístico, el verbo jugoso, el adjetivo de invernadero, el epíteto de crema de menta servido en bandeja de plata, todo eso le era ajeno. No fue un inventor verbal, como lo había sido Gógol; su estilo literario acude a las fiestas en traje de diario.

Por eso es un buen ejemplo que aducir cuando se intenta explicar que un escritor puede ser un artista perfecto sin ser excepcionalmente brillante en su técnica verbal ni estar excepcionalmente preocupado por la flexión de sus frases. Cuando Turguéniev se pone a examinar un paisaje, nos damos cuenta de que le preocupa la raya del pantalón de la frase; cruza las piernas con la vista puesta en el color de los calcetines. A Chéjov no le importa, no porque esas cuestiones no sean importantes —para algunos escritores lo son, con una hermosa naturalidad cuando se da el temperamento adecuado—, sino porque el temperamento de Chéjov es totalmente extraño a la inventiva verbal.


Hasta una pequeña falta gramatical o una frase desaliñada, periodística, le traían sin cuidado. Lo mágico está en que, a pesar de tolerar fallos que un principiante de talento hubiera evitado, a pesar de quedarse satisfecho con la medianía en lo que a las palabras se refiere, con la palabra de la calle, por así llamarlo, Chéjov conseguía dar una impresión de belleza artística muy superior a la de muchos escritores que creían saber lo que es la prosa rica y bella. Lo hacía manteniendo todas sus palabras a la misma luz moderada y con el mismo tinte exacto de gris, un tinte que está a medio camino entre el color de una empalizada vieja y el de una nube baja.


La variedad de sus atmósferas, el centelleo de su ingenio arrebatador, la economía profundamente artística de sus caracterizaciones, el detalle vívido y el desdibujarse de la vida humana, todos los rasgos chejovianos típicos, ganan con estar saturados y envueltos de una borrosidad verbal levemente iridiscente.
                                                                                         *
Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov.
Traducción de María Luisa Balseiro.
Ediciones BSA, Barcelona 1997 (páginas 447 y 448).

12 de junio de 2008

Isabel Cañelles

I

En definitiva, los personajes son personas cuya vida se convierte en historia objetivada y cuyo mundo se transforma en un microcosmos donde cada suceso tiene su causa y su consecuencia. Esta simplificación de las coordenadas humanas hace de los personajes seres coherentes y completos, a diferencia de las personas. Así pues, tanto los escritores como los lectores, perdidos en un mundo inabarcable lleno de incongruencias, tienen mucho que aprender de los personajes.


II

Esa coherencia de los personajes no es obstáculo para que estos se comporten en todo momento como seres humanos, con sus defectos, sus virtudes y hasta con sus ataques de tos.

Sin embargo, es la de los personajes una humanidad más sencilla que la nuestra, hecha de pequeños gestos muy reconocibles, de palabras familiares y cercanas, de mágica simplicidad...; las cuatro gotas esenciales que rezumarían del ser humano si lo exprimiéramos como un limón, si le quitáramos la piel y escamas y disfraces y dobleces, son la humanidad concentrada del personaje.

No son, pues, las grandes palabras —aunque las profiera— ni los actos heroicos —aunque los ejecute— los que hacen humano al personaje. Nuestro héroe podrá volar sobre las nubes a lomos de un caballo blanco y alado, pero será su manera de mirar los campos, allá abajo, con la cabeza ladeada y ojillos algo miopes, lo que hará de él un congénere del lector. Si los dioses griegos nos parecen personas no es por su magnanimidad o su omnipotencia, sino por las pequeñas rencillas que los mueven, por su comportamiento casi infantil.


III

[ Sobre Ana Karenina ]

Lo que Levin no sabe es que su monólogo sobre Dios y el Alma le llega al lector como una tonadilla, agradable pero lejana; que aquello que realmente lo hace humano es la forma en que aparta la hoja para que el insecto siga su camino; que su cercanía la sentimos en la delicadeza con que ata las briznas de hierba; y que el sentido de su vida no le viene a través de sus complejas reflexiones, sino del mismo hecho de estar tendido de bruces bajo la sombra de un olmo. Así de simple es la humanidad de un personaje.

*

La construcción del personaje literario (un camino de ida y vuelta), Isabel Cañelles.
Prólogo de Eloy Tizón.
Editorial Fuentetaja, Madrid 1999.

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Los fragmentos pertenecen a las páginas 212 y 213.





11 de junio de 2008

Miguel Delibes

Anoche empecé Robinson Crusoe y dejé en stand by, en la página 65, a La hija del caníbal. Mis padres tienen por casa algunos libros de aquella colección que publicó El Mundo hace unos años, Las joyas del milenio (¡!), y de ahí que haya encadenado en estos días Almudena Grandes, Rosa Montero y Daniel Defoe. También andan por ahí Rayuela, El astillero o Madame Bovary, libros que, dicho sea de paso, de otro modo no hubieran llegado a un hogar donde Miguel Delibes Fernando Vizcaíno Casas, Arturo Pérez Reverte, Julia Navarro, Ken Follett o Ildelfonso Falcones pelean por lucir su lomo en las estanterías. Eclecticismo, desde luego, no falta acá.

Como tenía una deuda histórica —terminología tan de moda en España— con Delibes, hace unas semanas leí Cinco horas con Mario. Reconozco que lo mío con el narrador vallisoletano era prejuicio, de ahí que siempre pospusiese su lectura. Su costumbrismo y el de Cela venían a contarme, según opinaba yo en mi adolescencia, algo demasiado parecido a lo veía en mi vida cotidiana. Al fin y al cabo, uno ha nacido en Guadalajara, se ha criado en una familia católica, ha vivido en la Extremadura de la década del 80 y se educó entre los maristas y los salesianos. Digo: bastante radiaciones de realismo ibérico recibía yo; de ahí el nulo interés por ambos.

Y es que a mí con el costumbrismo español me pasaba —y me pasa— como con las novelas sobre la Guerra Civil: temáticamente no me enganchan. (Y Rosa Montero me ha puesto ahora a Durruti en su novela...). Seré un analfaburribestia, pero en general me cansan, me cuesta interesarme por ellas. (Por cierto, Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, me gustó). Sin embargo, con los años de escritura cada vez me interesa menos el qué y más el cómo se narra. También sucede que después de casi cinco años fuera del país, miro con otros ojos lo que antes no soportaba. Así que hace unos meses decidí levantarles el veto a Cela y a Delibes.

De Cela leí La familia de Pascual Duarte, que devoré en un par de sentadas, y también Mrs Caldwell habla con su hijo, que abandoné por puro aburrimiento tras las cincuenta, sesenta páginas de cortesía (narrando en 2ª persona, Cela dista mucho de ser Cortázar o Rulfo). Con Delibes arranqué por Las guerras de nuestros antepasados —soporífero y que no terminé— y ahora le hinqué al diente a Cinco horas con Mario, una auténtica delicia. Eso sí, le sobran la primera y la tercera parte.

La novela, diga lo que diga Rafael Conte en el prólogo, debería constar sólo de esas doscientas páginas brutales que encierran el monólogo de Carmen Sotillo, y donde esta pone sobre la mesa la ideología de la sociedad española más reaccionaria. La tercera parte afea el libro con su didactismo, y la primera resulta bastante menor en relación a la segunda, con unos detalles experimentales para intentar armar un atmósfera confusa que no funcionan. Toda —pero toda— la brillantez de la novela reside en el monólogo de Menchu.

Y ese texto es brillante porque Delibes con su prosa consigue aquello que pedía Monterroso: hacer que se lea fácil lo difícil. Mira que hay oraciones largas y que los capítulos del monólogo están concebidos como un párrafo único que dura unas cinco o seis hojas; pues, nada, el lector nunca necesita retroceder porque hubo algo que no entendió. Sólo avanza. Sólo se desliza por un tobogán que lo lleva en volandas sobre el imparable discurso interior de Menchu mientras vela a su difunto marido, Marío Díez. Es arte, es gran literatura lo que sucede ahí.

Es más: ese monólogo es materia de estudio. Porque si bien la voz de la protagonista resulta artificial —nadie habla así—; sin embargo, está construida con el lenguaje oral que usa la España a la que ella representa: la que ganó la Guerra Civil. La elección de los giros, el modo en qué hace las inflexiones, la insistencia en determinadas ideas... Hay un trabajo magistral de interiorización del discurso y de puesta en escena de este a través de un personaje que vela cinco horas a un cadáver. También algunos recursos teatrales, como la reiteración, la repetición o el leit motiv que ayudan a coser los capítulos entre sí y a fijar ciertos rasgos o ideas. En definitiva, lo que logra Delibes es que el lector escuche —porque escucha— a Menchu, que la vea delante de sí y que su voz le haga recordar a mucha gente que se le parece. De hecho, cuando el lector cierra el libro, sabe quién es esa voz que le habló durante doscientas páginas, puede verla por la calle, pasa a ser de la familia, como don Quijote, Sherlock Holmes o tantos otros personajes.

Aquí un mínimo ejemplo, página 87:

Y Bene dice que la del dinero es ella, que yo no me explico la suerte de Vicente, ¡qué bodaza!, que no es que él esté mal, entiéndeme, pero una chica del atractivo de Valen y encima con dinero, es una lotería. Bene, la directora, dice que su trabajo le costó a Vicente, y no me extraña, que cuando se conocieron en Madrid, Valen salía con un italiano, que también a los italianos hay que echarles de comer aparte, madre qué éxitos, que yo no lo comprendo, la verdad, más o menos como nosotros, latinos al fin y al cabo, y, si me apuras un poco, menos varoniles. ¿Te acuerdas cuando llegaron aquí durante la guerra? ¡Qué emoción, cielo santo, no lo quiero ni pensar! Todas las chicas despepitadas, a ver, la novedad, y te daban el pego, que mira luego en Guadalajara, que Valen dice que Mussolini eligió a los más altos y así, los de mejor facha, para propaganda, no sé. Desde luego, el batallón o lo que fuera, que llegó aquí armó la revolución, qué tipazos, que todo el mundo era a tirarles flores cuando desfilaban, vaya acogida, no se quejarán, que después cuando lo de Guadalajara, cambió la decoración, menudo pitorreo, todo para que ahora salga ese bebé de Aróstegui, que no ha visto la guerra ni en pintura, con todo lo joven rebelde que sea, que eso de Guadalajara demuestra que los italianos son civilizados porque no son guerreros por más que Mussolini les disfrazara de soldados.

Tremenda y avasalladora Carmen Sotillo. Y cuando uno dice esto de un personaje, sólo puede rendirse a los pies del autor: ha logrado el sueño del creador: darle vida al Frankenstein, insuflarle vida al Golem. En buena hora decidí levantarle el veto a don Miguel. Como le cantaban Los Suaves a Lola: «Las vueltas que da la vida, el destino se burla de ti». Pues yo tan contento, oiga, que no es fácil encontrar literatura de este nivel.

*

Cinco horas con Mario, Miguel Delibes.
Editorial Círculo de Lectores, 1983.
(La novela se publicó por primera vez en 1968).


10 de junio de 2008

Raymond Chandler

Anoche comencé La hija del caníbal, de Rosa Montero. Llegué hasta la página 65 casi con la convicción de que abandonaré hoy (ya habrá tiempo para poner en limpio las notas que he tomado). Quizá porque esta novela es una suerte de policial, esta mañana me levanté, abrí El simple arte de escribir, de Raymond Chandler, y releí algunos párrafos mientras tomaba un café. Antes de ponerme a trabajar, quise copiar algunos subrayados. Más que con Montero, me parece, que la selección tiene que ver con que en las dos, tres últimas semanas no he terminado libro alguno...


I
Cielos, a este tipo le vendría bien una buena poda. Escribe de modo soberbio a veces, pero nunca sabe cuándo detenerse. Es igual que la mayoría de esos condenados rusos.

II
De joven yo era muy creyente y muy devoto. Pero tuve la maldición de una mente analítica. Cosa que sigue preocupándome.

III
Nunca le pedí a un escritor un ejemplar autografiado, y en realidad le doy muy poco valor a esas cosas.

IV
Siempre me gustan los libros equivocados. Y las películas equivocadas. Y la gente equivocada. Y tengo la mala costumbre de empezar un libro y leer sólo lo necesario para asegurarme de que quiero leerlo, y ponerlo a un lado mientras rompo el hielo con otros dos.


V
Pienso que lo que atrae a los lectores es cierta tensión emocional que lo saca a uno de sí mismo sin agotarlo demasiado. Esos libros nos permiten vivir peligrosamente sin ningún peligro real.

Las citas, por orden, están sacadas de las páginas 166, 161, 159, 154 y 223 de

El simple arte de escribir (cartas y ensayos escogidos), Raymond Chandler.
Emecé, Buenos Aires 2002.
Traducción de César Aira.

9 de junio de 2008

Almudena Grandes

Donde ayer dije digo ahora digo Diego. Abandoné esta mañana Atlas de geografía humana en la página 156, al poco de echarse a andar el tranvía que une El Campello con Alicante. Anoche, mientras disputaba el tercer round con el libro, entreví que eso de que iba a llevármelo a la cama el resto de las noches fue una concesión algo precipitada. En fin, ahí está otro de mis rasgos como lector: me entusiasmo con los libros cuando los empiezo.

Pero también me desentusiasmo cuando pasan las páginas y veo que mis expectativas se quedan en eso: en expectativas. Hasta la página 87 venía bastante bien con Grandes. Por un lado, el tema —relaciones personales con trasfondo de mundillo editorial y muchas voces femeninas— me encantaba, y por el otro disfrutaba de una lectura fluida gracias a esa prosa coloquial y con toques de humor que tiene ella. Sin embargo, allá por la 117, el séptimo capítulo me pareció tan flojo que comencé a saltarme páginas. Y esa es mala señal, muy mala, al menos en mi hábito como lector.

De repente me encontré con que Grandes alterna secciones donde predomina ese estilo llano, directo y visual, que tanto me había gustado en el arranque del libro, con secciones donde se deja llevar por una verborragia descomunal. Y cuando digo verborragia, me refiero a que cuando se pone a subordinar no hay quien la pare; te descuidas y te chuta un párrafo donde la oración más corta tiene 50 palabras. Oraciones del tenor de esta de la página 145:

El eco atropellado, pero vivísimo, de las palabras que escapaban con urgencia de los labios de mi madre para perseguirse en el aire a toda prisa, penetró en mis oídos como el tibio recuerdo de una canción de cuna, un santo y seña torpemente imprevisto, la clave más transparente de mi memoria, y mientras me dejaba mecer en el ritmo torrencial de aquella voz, llegué a alegrarme de corazón por tenerle a mi lado, en la cocina.

O estas dos de la página 151:

Ahora creo que no era exactamente amor, supongo que no era amor, aunque bordeara sus límites con tanto arrojo, pero yo no conocía otra palabra para nombrarlo, para designar esa sed perpetua, las vueltas del veleidoso nudo que cerraba de golpe mis pulmones al aire, la inexplicable percepción de mi propia piel como una funda ajena o al contrario, una hipersensibilidad repentina que se activaba sin previo aviso para que el roce más leve me fulminara de dolor, signos de los días más intensos y más estériles al mismo tiempo, noches habitadas por fantasmas esquivos, insolentes, horas angustiosas de insomnio y de vigilia... Quizá no era exactamente amor, pero fue mucho más que un capricho, más que una novedad cegadora, aunque nunca una novedad ha llegado después a cegarme tanto, e infinitamente más que un ataque de ansiedad.

Y, claro, no se trata de ejemplos aislados; sino que el libro hilvana sin parar este tipo de oraciones abstractas, innecesariamente largas, entre efectistas y ampulosas, y de contenido más terapéutico que narrativo. Y entonces, como lector, naufrago porque lo que a mí realmente me enganchaba empezó a quedar muy disperso.

A saber, comparemos las oraciones anteriores con estas:

El aeróbic no pudo hacer nada por ella, aunque sí equilibró ligeramente los volúmenes de mi cuerpo, que ya en la adolescencia me demostró que prefería crecer de cintura para abajo y desentenderse para siempre de un torso perpetuamente infantil. Sin embargo, cuando comprendí que ni monitores ni aparatos lograrían jamás que la mitad de la masa de mi culo brotara sobre mi pecho bajo la forma de dos tetas indudables —ni siquiera grandes, simplemente tetas—, sucumbí a una rendición sin condiciones.

La noche y el día, vamos. Esta segunda es una prosa concreta, visual, con sustantivos comunes bien elegidos... Da gusto deslizarse por ella.

Sin embargo, las que predominan son estas otras, las epatantes, como esta de la página 146:

Los jueves, Félix no tenía clase hasta las cuatro de la tarde, y mi hermana pequeña, Paula, la única que venía conmigo al instituto, entraba una hora antes que yo, así que nadie me echó de menos aquella tramposa mañana de primavera, el sol desnudo y alto, pero incapaz de desbaratar los cuchillos de hielo que el viento lanzaba a traición desde las espaldas de todas las esquinas, como un anticipo de la paradoja inmediata, definitiva, la sorpresa que me paralizó un instante al borde del destino que yo misma me había asignado, el asombro congeló mis ojos ante el escenario de los verdaderos resultados.

Demasiado caramelo desde el 'así que'. Mucha pirotecnia. Exceso de palabras. Con razón, las cuatro voces femeninas --Marisa, Rosa, Ana y Fran-- que narran la historia resultan monocordes e intercambiables entre sí, y hacia la página 156 uno no tiene claro de qué va el libro... El argumento resulta confuso, hacia dónde quiere ir la autora también. Pero es lógico: hay demasiado ruido acumulado en los párrafos, demasiado arabesco que resta más que sumar. Y por si fuera poco se casca unas analepsis de aquí te espero. En fin, hasta aquí llegué yo. Hoy, libro nuevo.

PD: Ahora me da miedo encontrarme a tomar unas cañas con Almudena Grandes; diría que no me dejaría meter baza. Eso sí, sigo opinando que debe de ser una tía divertida: la elección y cómo narra algunas escenas del libro así lo demuestran (la de la adolescente que se escribe chuletas en las piernas y termina calentándose con profesor, está muy bien, por ejemplo).



7 de junio de 2008

Almudena Grandes

Vengo de la playa. 7 de junio. El primer día que me he bañado en el Mediterráneo en cinco años... Ah, qué fresquita estaba el agua. Siempre que venía de visita desde Buenos Aires caía en Alicante en diciembre, enero; y yo no tengo alma de ruso borracho de vodka capaz de meterse incluso en un mar helado. Así que, ahora que regresé a vivir al país de las cañas y de las tapas, veo que por fin acerté en algo: volví con la primavera haciéndose verano. Por si alguien no lo sabía, un momento ideal para bajar con una silla a la playa; no hay mejor silencio para leer —y leerse— que la orilla del mar. A falta de mejor compañía, yo bajé con Almudena Grandes, chica refrescante donde las haya.

Anoche empecé Atlas de geografía humana, que andaba por ahí. Las primeras cuarenta páginas las acompañé de vino —vamos a ser posmo, como Houellebecq: un Parés Baltà, Penedès de 1998, que mezcla las variedades cabernet sauvignon, merlot y cabernet franc—, y las otras 47 de esta mañana las aliñé con sol y con un chapuzón a la altura de la 69. Por cierto, si tuviera que charlar con mi psiconalista —algo que hace una de las protagonistas de la novela— debería contarle que últimamente me ha dado por hablar de los libros cuando voy alrededor de la página 90.

¿Por qué? No lo sé. Supongo que porque a esa altura ya sabes si te has enamorado del libro y estás dispuesto a llevártelo a la cama el resto de las noches. Has visto virtudes, has visto defectos, has hecho una cuenta mental, sumas, restas, y en la aritmética del balance global tienes claro si lo que te hace disfrutar compensa con creces lo que te incomoda. Dos sesiones de lectura de un par de horas cada una dejan visto para sentencia casi cualquier libro.

Lo que es la vida. Plataforma, de Houellebecq, no superó mi tercera acometida: leí diez páginas más y me siguió pareciendo igual de aburrida que en las 87 ó 90 anteriores; así que fui al final y engullí el último capítulo: sosote también. Pispeé escenas entre las 200 páginas que no pensaba leer: más de lo mismo... Quizá sea cosa de la traducción, no sé; pero es que yo tiendo a tomar por inverosímil y retórica cualquier escena calentona que diga: «Sacó mi sexo...», y lindezas por el estilo. También me cansan los chicos malos malísimos que me quieren hablar de la «cruda realidad» y blablablá. Así que cambié de libro. Orvuá, Michel; ya lo intentaré con alguna otra novela tuya: mis amigos te adoran, las tienen todas.

Regreso a Grandes, Almudena. Y vuelvo a ella porque, como lector, me doy cuenta de lo jodido que resulta escribir una novela y lograr que alguien te lea. Un lector es, como demuestra este blog, un señor que compra trufas, que viaja a Madrid, que busca piso y trabajo, que viaja en tren, que va a la playa, que ahora bebe vino, que luego toma café, que ayer durmió bien, hoy más o menos..., y que vaya usted a saber qué gazpacho mental tiene hoy respecto de las cosas de la vida. En fin, que ese es el cliente del escritor: un tirano como yo, que llega a la página 90 y dice me aburre Plataforma, me mola Atlas de geografía humana. Y abandona una para seguir con la otra.

Contaba Nabokov en su Curso de literatura rusa, creo —así que la cita es aproximada y ajustada a mis obsesiones—, que parte de la magia de la literatura residía en ese momento en que el lector admira la cabeza que logró engendrar una historia capaz de absorberlo. Es decir: cuando uno queda prendado de la inteligencia (no como cociente intelectual o medida de la perversa hijoputez, sino como ese parámetro integral que sirve para distinguir a los ceporros y amargos de nuestros mejores especímenes humanos). Y algo así me pasa con la novela de Grandes, me da por pensar que tiene que ser divertido tomarse unas cañas con Almudena. Se nota que es una tía inteligente.

Algún erudito o soplapollas de conventillo literario debe de estar echándose las manos a la cabeza... Pero ya lo decían Bioy Casares o Borges, entre otros, la lectura debe ser un placer. Lo que me lleva a qué importante y a la vez difícil es generar el mecanismo de identificación con el lector. En mi caso, por ejemplo, me gusta encontrar un tono natural y cierta cotidianidad respecto de lo que te están contando (aunque el autor juegue con lo inverosímil, como Antonio Orejudo en Fabulosas narraciones por historias o Eduardo Mendoza en El último trayecto de Horacio Dos, por ejemplo). Para mi gusto, a Grandes le sobra lirismo en algunos momentos y se enrolla demasiado con ciertas descripciones; sin embargo, me encanta el gracejo y la naturalidad con que sus personajes cuentan lo que les pasa. Por ejemplo, en esta presentación de un personaje:

Forito era el fotógrafo taurino más prestigioso de Madrid, el ganador de todos los trofeos a la mejor foto de la Feria, el retratista favorito de los veinte primeros nombres en el escalafón, pero cuando yo le conocí desayunaba ya coñac a palo seco, y le temblaba el pulso de tal manera que era incapaz de remover dos cucharadas de azúcar en una taza de café sin derramar mucho más que una gota.

Y si no en este pasaje chejoviano a más no poder, que pinta de cuerpo entero una familia:

(...) en mi familia siempre se ha ahorrado todo lo que se ha podido, ese era el único punto en el que estaban de acuerdo las tres amas de la casa. Cuando mi abuela Pilar decidía preparar la carne que había sobrado del cocido con una salsa de tomates y pimientos verdes fritos, la tía Piluca no dudaba de que era mejor aprovecharla para hacer un revuelto con media docena de huevos, y entonces mi madre opinaba que resultaría mucho más sabrosa si se rehogaba con aceite y un poco de cebolla picada.

Sé de lectores y escritores a quienes esto les parece insulso; quieren sexo, acrobacias, frases cínicas, etcétera. A mí, esta sencillez me parece una delicia. Porque, además, con esa misma soltura los personajes de Grandes dicen cosas como

Se levantó para ir al baño, y comprobé que tenía un culo estupendo, redondo, y carnoso, y duro, un culo para morder, para amasar, me encantan los culos de los hombres y se lo dije, le escuché reír al otro lado de la puerta. Luego, apagó la luz antes de meterse en la cama, y me abrazó, recorriendo mi espalda con las dos manos mientras me besaba suavemente en la cara, arrullándome como se suele hacer con los niños pequeños.

Lo dicho: tomar unas cañas con Almudena Grandes debe de ser divertido. Más adelante, intuyo, me dará por teclear sobre la estructura de la novela: cuatro voces de mujeres que van contando cada una lo suyo. De momento, sigo leyendo.

*

Atlas de geografía humana, Almudena Grandes.
Tusquets Editores, Barcelona 1998.

6 de junio de 2008

Ray Bradbury

Sé poco de Madrid, así que en estos días que estuve me dediqué a vagar sin rumbo por allí, que es mi manera de conocer los lugares. Yo el mapa sólo lo uso cuando me pierdo o cuando he quedado con alguien y llego tarde. Bueno, el caso es que el miércoles por la mañana andaba por el centro porque mis padres me habían encargado unas trufas de La mallorquina, una pastelería que está en la Puerta del Sol desde que ellos tenían mi edad (o antes, creo). Como mi tren para Alicante salía cinco horas más tarde, aproveché para callejear un rato.

Tiré por Preciados para delante y después, la verdad, ni idea. Subí, bajé, izquierda, derecha, qué sé yo... Me dejé ir en función de si había sombra en vez de sol, de si veía gente mirando un escaparate, de si una lucecita interior titilaba y me anunciaba Che, te estás alejando demasiado: regresa por acá. En fin, criterios sesudos y científicos todos. A lo que iba: en una de estas alcé la vista y vi árboles, una calle empinada hacia abajo y una puerta diminuta por la que se accedía a un sitio algo retro y con libros de segunda mano.

Juraría que se llama Petra's International Bookshop y que está en la calle Campomanes. (De acuerdo, lo sé: las dos oraciones anteriores son pura retórica: Google, que lo sabe todo, conoce el lugar y me ha dicho que sí, que se llama así y que está aquí). Decía: más que una librería, la de Petra es una casa convertida en biblioteca, donde cada habitación almacena páginas y páginas desde el suelo hasta el techo y donde uno pasa incluso por la cocina hacia el salón... ¿Que te gusta algún libro? Ahí tienes unos pufs rollo oriental para sentarte y leer. Nadie te molesta, nadie te pregunta ¿Buscaba algo en especial, señor? Diría que no debe de haber muchos sitios en Madrid ni más tranquilos ni más baratos para comprarse novelas en inglés, francés o alemán... Eso sí, te tiene que molar comprarlas usadas.

Lo sé, lo sé: me estoy yendo del tema, desde el principio del mensaje me estoy yendo, perdón, lo sé: según el título, esto iba de Bradbury, y de momento sólo va de trufas, Puerta del Sol y vagabundeo rubeniano. En fin, que me centro... Aunque, como cuenta Ray, es a partir del quinto o sexto minuto de conversación, a partir de la primera o segunda página de escritura automática, cuando quizá aparezcan la cadencia, las palabras justas o el personaje con que se quiere contar una historia. Quién sabe.

Bueno, que entre tanta estantería petroide encontré una multilingüe dedicada a la crítica literaria. Y ahí estaba el Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury, en tapas duras por 7 euros. Lo compré. No es que sea un fan de este cronista marciano, pero me interesa casi cualquier libro que hable sobre los procesos creativos en la escritura. También sucedía que en el viaje de ida había venido leyendo La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, y en la página 90 estaba ya más que aburrido. Según mis cuentas, con el libro de Houellebecq que me había prestado Cris y este de Bradbury podía enfrentar con garantías las casi 4 horas de tren hasta Alicante. Con mi alimento espiritual en la mochila, fui a comprar medio kilo del que me habían pedido mis padres.

Las trufas no las probé hasta llegar a destino (ricas, pero demasiado chocolate para mí). El libro sí. Habré leído unas cincuenta páginas de Zen..., y aunque el didactismo yanqui Do it yourself suele molestarme, debo reconocerle a Bradbury que conoce bien el oficio de inventar historias y que su tono resulta bastante ameno. Por ahora, cinco subrayados que no quiero perder de vista:


I

Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya.

II

Escribir es una forma de supervivencia. Cualquier arte, cualquier trabajo bien hecho lo es.

III

Si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es un escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia, que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber del escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más sano.

IV

Hay ideas en cualquier lugar, como manzanas caídas deshaciéndose en la hierba por falta de caminantes con ojo y lengua para la belleza, sea esta absurda, horrorosa o refinada.

V

Digamos que todos nos hemos alimentado de la vida, primero, y más tarde de libros y revistas. La diferencia es que una de esas series de acontecimientos nos sucedió, y la otra fue alimentación deliberada.

*

Zen en el arte de escribir, Ray Bradbury.
Editorial Minotauro, Barcelona 1995.
Traducción de Marcelo Cohen.


5 de junio de 2008

Michel Houellebecq

Qué aburrida que es Plataforma, de Michel Houellebecq. Ayer en el tren Madrid – Alicante me zampé 87 páginas de esta novela (también más de cincuenta de Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury, pero eso será asunto de otro mensaje) y me aburrí soberanamente. No he leído otras novelas de él; pero desde luego esta me está decepcionando sin parar, al punto de que estoy al borde del abandono.

La mayor parte del tiempo la prosa de Houellebecq me resulta previsible: lo qué va a decir y cómo lo va a contar se ve venir constantemente. Y no es porque yo sea un tío listo, sino porque salvo por algún destello de mala leche y algunas escenas aisladas, gran parte del libro es opinología sobre un asunto periodísticamente trillado, contado desde un punto de vista más cercano al periodismo o al ensayo que a la literatura. Las cartas con que juega este francés son turismo sexual en Tailandia y un tono cínico-discursivo-yoíco-políticamente incorrecto sobre la sociedad de consumo. ¿Resultado? Un pastiche perpetrado con el mismo pulso narrativo que cuando uno orina su nombre en la pared.

Y si llegué hasta la 87 es porque el autor escribe con un estilo llano y pone un narrador en primera persona algo cabrón con el que resulta fácil identificarse. Con todo, ese truco es de efecto limitado: puede servirte para que el lector te dé cincuenta, sesenta páginas de confianza; pero a partir de ahí la novela debe sostenerse también con otros recursos, digo yo, la atmósfera, el ritmo, el lenguaje, el tono, las peripecias, la irrupción de lo inesperado... ¡Algo! Algo, en fin, que justifique seguir leyendo.

Nada de eso, me temo, sucede con Plataforma, un libro que mejor hubiera estado como ensayo o crónica en plan Nuevo Periodismo que como novela. No sé en el resto de su obra, pero aquí Houellebecq se muestra más como un opinólogo que como un contador de historias, y como tal prefiere la incansable discursividad de su narrador a dejar hablar y seguir, por ejemplo, a Robert, un personaje de lo más interesante.

Desde que aparece en escena, Robert desprende un genuino aire entre pederasta y putero. Es más: incluso cobra espesor como un pervertido confeso cuando, en mitad de una reunión de turistas, sostiene sin inmutarse que Pattaya es la Sodoma y Gomorra bíblica, es decir, una suerte de paraíso prohibido. A diferencia del narrador, se nota que Robert sí que tiene una historia que contar. Sin embargo, Houellebecq lo deja en un plano secundario y prefiere poner a su narrador en primera para ofrecer datos estadísticos sobre el turismo sexual, hablar sobre el consumismo, burlarse de las azafatas o hacerse el listo con los talibanes. Y así una y otra vez.

Una no pasa nada. Dos tampoco. A la quinta, aburre. Aburre porque desaprovecha oportunidades narrativas a trochemoche, como diría Sancho Panza, y apenas existe tensión narrativa en plano alguno (estructural, lingüístico, argumental o atmosférico). Eso sí, para compensar la debilidad del hilo narrativo cada tanto hay sexo. Como en las pelis mediocres que quieren asegurar taquilla, Houellebecq escancia un poco de folla-folla y punto, parece que con eso se reconcilia con el lector. Efectismo barato y conocido ese.

Y sí, claro, mola que haya sexo en los libros; a todos nos gusta retozar desnudos con nuestras fantasías hechas carne y habitando entre las piernas. Ahora bien: si en pleno siglo XXI la vanguardia literaria consiste en «mira qué transgresor que soy porque cada tanto pongo a dos personajes a follar», pues entonces apaga y vámonos. Entonces que el editor marque con un punto rojo las zonas erógenas del libro, y así los lectores ya sabemos que lo demás es relleno. Y así todos terminamos antes: unos de masturbarse y otros de leer, ¿no?

*

Plataforma, Michel Houellebecq
Traducción de Encarna Castejón
Anagrama, Barcelona 2002