22 de mayo de 2008

Soledad Puértolas

Sigo con los regalos: los libros que me autoenvié desde Buenos Aires andan perdidos en ese limbo postal llamado océano Atlántico y quién sabe cuándo llegarán, si es que llegan; así que ando revisando las estanterías familiares. Con mi madre, de Soledad Puértolas, se lo compré también a mi padre después de ver una entrevista de esta narradora zaragozana con Sánchez Dragó (sí, cuando vivía en España veía casi siempre Negro sobre blanco, ¿y?). Me cayó bien, estuvo chula la conversación, me pareció que podía funcionar como regalo. Fue una elección de género y tema: autobiografía y relación con la madre.

Cosa rara, desde 2001 mi padre nunca me ha hecho comentario alguno... Algo que, paradójicamente, es la reseña más significativa que se le puede hacer a una novela (y por extensión, a un regalo). Yo lo he leído en estos días. Me pareció un libro desigual, un texto demasiado dominado por la emocionalidad y cargado de palabras como ‘dolor’ —debe de aparecer más de 40 veces—, con multitud de oportunidades narrativas desaprovechadas. Lejos de enojarme con la autora —pese a mi mala fama—, el libro me ha servido para comprobar lo difícil que resulta tomar distancia respecto de algo tan terrible como es la muerte de la madre e intentar novelar esa clase de material.

Muy difícil, sí. Se nota que sobre quienes toman ese punto de partida se cierne la necesidad de ser explicativo, de volverse discursivo; se olvidan de contar con imágenes. Y es que narrar desde el dolor devora la capacidad de novelar, de dramatizar, como pedía Henry James (Dramatize!, dramatize!, dramatize!), precursor del Show, don't tell. Así, la novela contiene multitud de oraciones que, literariamente, carecen de vigor narrativo:

El dolor se impuso y la sobrepasó. Todo le dolía. El cuerpo, y también el alma. Se sentía triste, terriblemente desanimada.
O:

Escribo febrilmente, escribo lo que me sale del alma. Un alma rota, perdida, desconcertada.

Por suerte, la lectura se sostiene sobre algunos detalles de observación muy finos, como este:

En los veranos, mi madre recupera su vida de soltera, su juventud, su infancia. En los veranos, mi madre es una hija. La abuela, su madre, nos protege a todos. Organiza la casa. Es una mujer fuerte que camina muy derecha. Una mujer que siempre lleva una camiseta gris de algodón sobre el cuerpo. Encima se pone la enagua. Después, el traje. Su pecho es firme. Una mujer de largo pelo gris que ella se cepilla con energía y luego lo levanta y se hace en un segundo un moño que sujeta con un montón de horquillas que momentos antes descansaban en el lavabo. Una mujer a quien le gusta llevarnos de la mano por la calle. Su mano envuelve la mía, su paso es ligero.


Pero, claro, luego Puértolas es capaz de escribirte esto otro, algo que a mí me hace cerrar el libro:

¿No hay remedio para el dolor?, me preguntaba yo al colgar el teléfono. Sentía el dolor de mi madre como una presencia constante. ¿No hay remedio contra el dolor de una persona derrotada, acabada, que tiene algo más de ochenta años y ninguna esperanza de recuperación? A veces me digo que, cuando tenga fuerzas, me dedicaré de lleno a eso: a tratar de que esta sociedad no sea así. Pero nunca fui activista. Escribo, nado, lloro. A veces también río, mucho. Tengo remordimientos y desánimos.


En literatura, prefiero las camisetas grises de algodón sobre el cuerpo o las horquillas sobre el lavabo que esta discursividad sobre el dolor. Lo primero me hace conocer a un personaje entrañable, encariñarme con él. Lo segundo sólo me lleva de excursión por lugares comunes, que no me hacen sentir nada. Y que conste: hablo estrictamente de literatura.

PD: Queda pendiente para otro mensaje anotar un par de cosas más que me gustaron

Con mi madre, Soledad Puértolas

Anagrama, Barcelona, 2001



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