29 de mayo de 2008

Augusto Monterroso

Decía Somerset Maugham en el prólogo de Diez novelas y sus autores que «si una novela es un trabajo, lo mejor es no leerla». Desde Cervantes a García Márquez, esa sentencia —si extendemos 'novela' a 'ficción' la ha suscrito y la suscribe casi cualquier escritor con dos dedos de frente y varias obras publicadas. Y es que la ficción es para disfrutar; para estudiar y hacer esquemas ya están los (infumables) libros universitarios.

Es asunto que da para charlar largo y no pretendo agotarlo en dos párrafos. En cualquier caso, sí quiero poner el acento en algo que muchos autores que van de modernetes obvian: el escritor trabaja para el lector, no al revés.

Y hago punto y aparte para que la oración anterior resuene. Y la escribo así, tajante, sin matices, cansado ya de escucharle a los vanguardistas el versito cortazariano del lector activo, los guiños intelectuales y blablablá cuando necesitan justificar que a sus libros, en realidad, lo que les falta es una edición a fondo. Cada vez que leo que alguien apela a este comodín, ya sé que tengo frente a mí a un vago en potencia, a alguien hambriento de que lo consideren 'artista', pero que pide que, por favor, nadie le haga sudar la camiseta.

En mi opinión, un lector sólo puede construir sentidos —ese es el lector activo para mía partir de un texto que está pensado y trabajado para él. Claro, que eso exige concebirlo casi como si fuera un mecanismo matemático, donde el autor mide qué palabras van, cuáles no y dónde y por qué las carga de intención. Como dijo hace poco Martín Kohan en Buenos Aires, coño, hay que ver cuánto autor hay por ahí suelto que acierta siempre a la primera con cada oración que escribe.

Tengo una entrevista con Augusto Monterroso que está en uno de esos libros que el Correo Argentino dice que cualquier día llegarán a mi casa ¿llegarán?, donde hay un fragmento que resume bastante bien mi punto de vista. Cada vez que lo leo me gusta más. De hecho, siempre lo tengo dando vueltas por el disco duro. Dice así (prometo colocar los créditos cuando vuelva a tener el libro):

Tus obras deben de ser producto de un profundo esfuerzo, de una puesta en juego del conocimiento y un trabajo con el lenguaje. Sin embargo, casi mágicamente, el lector puede suponer que todo resultó muy fácil.
Me cuesta mucho escribir, pero qué bueno que se lea fácil. Eso es lo que quiero lograr. Trabajar mucho para que parezca que no me costó nada. El lector no debe percibir el esfuerzo. Si se percibe, ya no vale. Lo que hay que darle es un producto completamente fácil de tragar. Eso en literatura es lo más difícil. Depende de la sencillez, de hacer la frase simple, sin adornos, y que parezca algo natural. Lo paradójico es que muchos por eso dejan de leer. Se acercan a una obra literaria como algo que no van a entender, que les va a costar tanto que no van a tener más remedio que admirar al autor.

Escribir ficción equivale a perpetrar una obra de arte. De ahí que, como explica Monterroso, por un lado sea un proceso lento y trabajoso, y por otro el refinamiento mayor consista en jugar a hacerle creer al lector que no, que todo lo contrario, que resulta facilito. Es más: no hay mejor cebo para pescar a un lector; dale un texto bien escrito, parece sugerir don Augusto, que seguro que se lo traga entero y termina dicéndote
«eso sería capaz de escribirlo yo», sin darse cuenta de que está cayendo en la trampa. Tú sabes que si cede ante esa tentación está perdido: la tarea que le espera es infinita, y tarde o temprano regresará a tu texto, a ver cómo lograste escribirlo tan sencillito.




27 de mayo de 2008

El libro del mal amor, Fernando Iwasaki

Además de divertirme un montón con él, Fernando Iwasaki me parece un escritor técnicamente bueno. Él no es de armar grandes estructuras dramáticas para novelas a la rusa, sino más bien pequeños relatos donde cada párrafo está cincelado con un cuidado extremo. Como él contaba en un ensayo, lo suyo es, sobre todo, el placer del texto por el texto mismo. Y eso es lo que hay buscar cuando se lo lee.

De ahí que sus libros sean sinónimo de una prosa trabajada con cariño de orfebre. Por eso, al leerla, siento algo cercano a aquello que afirmaba el escritor argentino Juan José Saer de que la prosa debe sostenerse por sí misma, sin importar tanto qué cuenta (aunque sí que importe, y mucho, al menos en mi caso). También me gusta leer a Iwasaki porque incurre en eso que la secta carveriana denomina peyorativamente pirotecnica verbal, lo barroco —a lo Cabrera Infante o Alfredo Bryce Echenique—, y le sale bien, muy bien. Siempre sabe quedarse un paso antes de aburrir al lector, de saturar la página con las florituras, de volverse previsible.

El Libro del mal amor, además de hacerme reír, me ha ayudado con frecuencia en los talleres a explicar el arte de enlazar párrafos. Iwasaki, fiel a la filosofía cervantina de no desperdiciar una sola línea de texto, jamás malgasta ese intersticio que separa dos párrafos contiguos. He aquí un ejemplo estupendo procedente de su relato «Alejandra»:

Sin embargo, en 1980 se estrenó en Lima uno de esos musicales discotequeros que hizo felices a muchas parejas y riquísimos a unos cuantos traumatólogos: Roller Boogie. Travolta y los Bee Gees habían pasado a mejor vida y una legión de salicias chicas y nemorosos muchachos patinaban a toda velocidad al son de las canciones de Supertramp. Como el argumento era el de siempre, las consecuencias fueron las mismas: la fiebre de los patines reemplazó a la fiebre del sábado noche. Y quien no patina no ligaba.

En realidad jamás creí que las cosas me fueran a ir sobre ruedas, pero más tarde o más temprano confiaba llegar a patinar con una mínima soltura, siquiera la necesaria para escribir una página decente de mi ridículum vitae amoroso. Llevaba un par de meses sin enamorarme y tenía que estar vigilante, como los boxeadores que prefieren perder por puntos para evitar el knock out.

¿No resulta elegante e ingenioso ese salto con patines desde la fiebre del sábado noche y el ligoteo a las cosas que van sobre ruedas? El desplazamiento de un concepto al otro es perfecto y establece un puente, un enlazado veloz y dinámico, entre párrafos, algo que hace que el texto gane fluidez en la lectura. Eso sí, los riesgos de la maniobra —por seguir con la analogía de los patines— son evidentes: si no se hace bien, el texto se cae. Esa quizá sea una de las claves —y uno de los encantos— de la prosa de Iwasaki: siempre sale bien parado en estos trances.

                                                                                    *


P.D.: rescato una entrevista y una reseña sobre Inquisiciones peruanas que publicamos en su día en Teína con Fernando Iwasaki. 


P.D.: más adelante, publiqué esta reseña sobre España, aparta de mí esos premios (Páginas de Espuma, 2009).

25 de mayo de 2008

Sigmund Freud

¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética? La ocupación favorita y más intensa del niño es el juego. Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo propio o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. Sería injusto en este caso pensar que no toma en serio ese mundo; por el contrario, tomar muy en serio su juego y le dedica grandes afectos. La antítesis del juego no es la gravedad, sino la realidad. El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar de la carga de afecto que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y circunstancias que imagina en objetos tangibles y visibles del mundo real. Este apoyo es lo que aún diferencia el «jugar» infantil del «fantasear».

(Coda 1: acaso la literatura sea eso: puro juego, un lugar imaginario donde construir con mucho amor y seriedad infantil un orden nuevo, grato para el autor).

(Coda 2: como decía Nietzsche, la madurez del adulto significa reencontrarse con la seriedad que teníamos de niños cuando jugábamos).

Texto extraído del ensayo El poeta y la fantasía.
Psicoanálisis aplicado y técnica psicoanalítica, Alianza Editorial, Madrid 1984.

24 de mayo de 2008

Juan Carlos Onetti

Ayer, mientras buscaba la portada del libro de Chandler, me encontré con dos cosas. Una, que El simple arte de escribir ya no está descatalogado; Emecé lo ha reeditado. La otra es que Juan Cruz le dedicó en febrero justo a ese libro una entrada de su blog en El País donde, entre otras cosas, dice: «es el libro más subrayado de mi biblioteca». Como dirían Les Luthiers: «Caramba, qué coincidencia».

En su mini reseña, el ex director de Alfaguara habla de cuánto le gustaba Chandler a Juan Carlos Onetti... Como lo uno lleva a lo otro y hoy tengo una contractura tremenda en la espalda, amén de un poco de cervicalgia, me dio por rescatar del disco duro el decálogo más uno del autor de El astillero, que sabía que lo tenía por ahí.

Por cierto, ahora que lo releo: me siguen encantando los tres primeros puntos; sobre todo el tercero, hoy que hay tanto autor vanguardista que apela al lector activo para encubrir sus falencias. Pero esa será harina del costal de algún otro mensaje. De momento, Onetti.

Decálogo más uno, para principiantes

1. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.
2. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Este sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.
3. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.
4. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.
5. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.
6. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.
7. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.
8. No olviden la frase, justamente famosa: 2 más 2 son 4; pero ¿y si fueran 5?
9. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.
10. Mientan siempre.

11. No olviden que Hemingway escribió: “Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer”.

23 de mayo de 2008

Raymond Chandler

¿Qué es un buen escritor? Raymond Chandler en El simple arte de escribir (cartas y ensayos escogidos). Hace más de un año que leí el libro, y todavía hoy cada vez que lo abro, sea por la página que sea, ahí está él con el mazo, listo para pegarme en la cabeza y evitar que me fugue con otro autor. Hueco que le das, bala que te mete entre las cejas.

Tengo tan subrayado el libro que necesitaría 40 mensajes para sentirme más o menos satisfecho. Así que, por ahora, voy sólo con una pizca de Chandler a quemarropa. Abriré el libro un par de veces al azar y teclearé dónde me hirió Raymond la primera vez que nos vimos. Confío plenamente él: ni siquiera improvisando cartas desperdicia una línea, una sola palabra. Como diría una mala traducción de sus libros: es jodidamente bueno.

No hay arte sin gusto público y no hay gusto público sin un sentimiento de estilo y calidad a lo largo de toda la estructura social. Curiosamente, este sentimiento de estilo parece tener muy poco que ver con el refinamiento o inclusive con la humanidad. Puede existir en una era salvaje y sucia, pero no puede existir en una era del Club del Libro del Mes, de la prensa amarilla y la máquina expendedora de Coca-Cola. No se puede producir arte sólo por quererlo, por seguir las normas, por hablar de minucias críticas, por el método Flaubert. Se lo produce con gran facilidad, de un modo casi distraído, y sin autoconciencia. No se puede escribir sólo por haber leído todos los libros.

(Nota: esto lo dice para provocar; ni él, a la vista de estas cartas —tan flaubertianas como las de Gustave con Louise Collete— se termina de creer lo que escribió. Este libro muestra a un Chandler casi tan consciente de su arte como Chéjov o Flaubert del suyo).

Segunda bala:

Mis ideas sobre lo que constituye una buena escritura son cada vez más rebeldes. Puedo inclusive terminar repitiendo el veredicto de Henry Ford sobre la historia, y diciendo a oídos que no escuchan: «La literatura es hojarasca». Mientras tanto, no podría decir que me hayan gustado apasionadamente ni The Last Angry Man por un lado ni la hoja que usted me mandó tan amablemente. Usted es un agente, y tiene que mantenerse al día. Yo puedo darme por satisfecho con Ricardo II o una novela policial y mandar al diablo a todos los chicos elegantes, a todos los supersutiles que nos hicieron un favor al exponer la verdad de que la sutileza es sólo una técnica, y una técnica débil; a todas las damas y caballeros del fluir-de-la-conciencia, sobre todo las damas, que pueden cortar un cabello en catorce, pero que lo que les queda no es ni siquiera un cabello; a todos los novelistas modernos, que deberían volver a la escuela y quedarse allí hasta que puedan darle vida a una historia sin más que diálogos y descripciones concretas: en fin, les permitiremos un capítulo de escritura virtuosa por libro, hasta dos, pero no más; y por último a todos los inteligentísimos queridos con las voces aflautadas les diré que la inteligencia, quizá como las fresas, es un bien perecedero. Las cosas que duran (y admito que a veces faltan) vienen de niveles más profundos.

¿A que engancha? Es un reverendísimo hijo de la gran puta. Lo que me hace reír este mamón. Todavía me pregunto por qué murió solo, sin amigos, sin familia, con un intento de suicidio a cuestas... Che, acá le hubiésemos montado una tertulia y nos hubiésemos muerto de la risa (no del alcohol ni de la tristeza).

(1) Página 146, Carta a Jamie Hamilton, 17 de junio de 1949.
(2) Páginas 290 y 291, Carta a Helga Greene, 20 de septiembre de 1957.

*

El simple arte de escribir (cartas y ensayos escogidos), Raymond Chandler
Traducción de César Aira
Emecé, Buenos Aires 2002.

22 de mayo de 2008

Soledad Puértolas

Sigo con los regalos: los libros que me autoenvié desde Buenos Aires andan perdidos en ese limbo postal llamado océano Atlántico y quién sabe cuándo llegarán, si es que llegan; así que ando revisando las estanterías familiares. Con mi madre, de Soledad Puértolas, se lo compré también a mi padre después de ver una entrevista de esta narradora zaragozana con Sánchez Dragó (sí, cuando vivía en España veía casi siempre Negro sobre blanco, ¿y?). Me cayó bien, estuvo chula la conversación, me pareció que podía funcionar como regalo. Fue una elección de género y tema: autobiografía y relación con la madre.

Cosa rara, desde 2001 mi padre nunca me ha hecho comentario alguno... Algo que, paradójicamente, es la reseña más significativa que se le puede hacer a una novela (y por extensión, a un regalo). Yo lo he leído en estos días. Me pareció un libro desigual, un texto demasiado dominado por la emocionalidad y cargado de palabras como ‘dolor’ —debe de aparecer más de 40 veces—, con multitud de oportunidades narrativas desaprovechadas. Lejos de enojarme con la autora —pese a mi mala fama—, el libro me ha servido para comprobar lo difícil que resulta tomar distancia respecto de algo tan terrible como es la muerte de la madre e intentar novelar esa clase de material.

Muy difícil, sí. Se nota que sobre quienes toman ese punto de partida se cierne la necesidad de ser explicativo, de volverse discursivo; se olvidan de contar con imágenes. Y es que narrar desde el dolor devora la capacidad de novelar, de dramatizar, como pedía Henry James (Dramatize!, dramatize!, dramatize!), precursor del Show, don't tell. Así, la novela contiene multitud de oraciones que, literariamente, carecen de vigor narrativo:

El dolor se impuso y la sobrepasó. Todo le dolía. El cuerpo, y también el alma. Se sentía triste, terriblemente desanimada.
O:

Escribo febrilmente, escribo lo que me sale del alma. Un alma rota, perdida, desconcertada.

Por suerte, la lectura se sostiene sobre algunos detalles de observación muy finos, como este:

En los veranos, mi madre recupera su vida de soltera, su juventud, su infancia. En los veranos, mi madre es una hija. La abuela, su madre, nos protege a todos. Organiza la casa. Es una mujer fuerte que camina muy derecha. Una mujer que siempre lleva una camiseta gris de algodón sobre el cuerpo. Encima se pone la enagua. Después, el traje. Su pecho es firme. Una mujer de largo pelo gris que ella se cepilla con energía y luego lo levanta y se hace en un segundo un moño que sujeta con un montón de horquillas que momentos antes descansaban en el lavabo. Una mujer a quien le gusta llevarnos de la mano por la calle. Su mano envuelve la mía, su paso es ligero.


Pero, claro, luego Puértolas es capaz de escribirte esto otro, algo que a mí me hace cerrar el libro:

¿No hay remedio para el dolor?, me preguntaba yo al colgar el teléfono. Sentía el dolor de mi madre como una presencia constante. ¿No hay remedio contra el dolor de una persona derrotada, acabada, que tiene algo más de ochenta años y ninguna esperanza de recuperación? A veces me digo que, cuando tenga fuerzas, me dedicaré de lleno a eso: a tratar de que esta sociedad no sea así. Pero nunca fui activista. Escribo, nado, lloro. A veces también río, mucho. Tengo remordimientos y desánimos.


En literatura, prefiero las camisetas grises de algodón sobre el cuerpo o las horquillas sobre el lavabo que esta discursividad sobre el dolor. Lo primero me hace conocer a un personaje entrañable, encariñarme con él. Lo segundo sólo me lleva de excursión por lugares comunes, que no me hacen sentir nada. Y que conste: hablo estrictamente de literatura.

PD: Queda pendiente para otro mensaje anotar un par de cosas más que me gustaron

Con mi madre, Soledad Puértolas

Anagrama, Barcelona, 2001



21 de mayo de 2008

Sándor Márai

Lo reconozco caí preso de la moda y le regalé hace un par de años El último encuentro a mi padre. Hace unos días lo abrí yo... Comienza bien la novela, con un primer capítulo corto, de una escritura sensorial —«Bajo las columnas del porche de piedras húmedas que olían a moho le esperaba el montero»— y con mucha narración por acciones —«Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó en el bolsillo». Intuyo que por eso lo compré: las cinco primeras páginas pintaban bien.

Se ve que no leí más entonces, porque el otro día justo en el capítulo 2 comencé a cabrearme. Y mucho. Hay dos cosas que me joden cuando leo una novela: el lirismo gratuito y la discursividad. No su presencia, ojo, sino el abuso. Y Márai tiene de ambas como para alimentar a un ejército de lectores de Jorge Bucay. Hoy vengo con el mal uso de la poesía.

A ver, página 13:

Era bajita, pero tan fuerte y tranquila como si su cuerpo conociese todos los secretos. Como si escondiese algo en sus huesos, en su sangre, en su carne, los secretos del tiempo o de la vida, algo que no se puede decir a los demás, algo que no se puede traducir a ningún idioma, un secreto que las palabras no pueden expresar. Era la hija del cartero del pueblo...

Mira que son ganas de gastar palabras porque sí; en concreto sobran 55; para contar que la chica en cuestión era bajita, fuerte, tranquila y la hija del cartero del pueblo, desde luego, no hacía falta tanta verborrea. Además, como diría Stephen King, «Tronco: si eres escritor y pones que algo no se puede expresar con palabras, mejor dedícate a ser futbolista o chica playboy; los escritores trabajamos de eso, de poner en palabras eso que otros no pueden». ¿O qué piensa cualquiera del menda que te sopla 60 euritos por decirte que no sabe explicarte qué le pasa a tu tele, pero, coño, que le pagues el desplazamiento y la mano de obra? You’re rigth, Esteban Rey, you’re rigth: que le retiren el carné a Márai.

Además, si es que ahí no acaban las tropelías de este húngaro. El inicio del capítulo 4 tiene delito:

La mansión lo comprendía todo, como una enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las mujeres y de los hombres de antaño. Comprendía también el silencio, como si este fuera un preso fervoroso y creyendo que se va muriendo poco a poco en el fondo del calabozo, dejándose crecer una larga barba sobre sus trapos y harapos, recostado en un montón de paja podrida. Comprendía...

No haré comentarios. Mejor no. El efectista símil de que la mansión era como una cárcel para el silencio, pase; ahora bien, el despliegue de pirotecnia verbal para ponerle hasta barba, trapos y harapos —por cierto, dos palabras redundantes—, tiene delito. Y un delito sancionable por ley: cerrar el libro. No más Sándor Márai, no (salvo para algún otro mensaje en este blog).

¡Carné por puntos en la escritura ya!

*

El último encuentro, Sándor Márai
Ediciones Salamandra, Barcelona, 1999

19 de mayo de 2008

Alianzas duraderas, Cristina Cerrada

Hace poco leí Alianzas duraderas (Lengua de Trapo, 2007), de Cristina Cerrada. Había editado una entrevista de Alberto Olmos con ella para Teína y tenía ganas de sentarme frente algún libro suyo. Y empecé por este.

Leí las 309 páginas en tres, cuatro días, lo cual es decir bastante: poco después abandoné El último encuentro, de Sándor Márai, en la página 33, y en la 135 Con mi madre, de Soledad Puértolas (ya les dedicaré alguna entrada del blog). Por momentos andaba algo perdido con tanto personaje en la novela de Cerrada —es que se trata de una familia a lo Bill Cosby que comparte una misma casa—, pero a la vez eso me pareció interesante: observar lo difícil que resulta mantener 6 ó 7 personajes funcionando en un mismo espacio físico, todos pidiendo sus 15 minutos de gloria a cada rato y tratando de contar entre todos una historia.

Entre los subrayados que hice, por ahora quiero rescatar esta pincelada de la página 43:
En el fondo, a Bernabé le divertía el espectáculo de ver a Estela fuera de sí. Su elocuencia era digna de un buhonero. Se cambió de mano la taza de café y sonrió.
—Tu padre tiene su propio cuarto de baño, Estela.
—Y a mí qué.
—Y la tal Marlene iba vestida.
—Muy gracioso —sus ojos eran dos rayitas de fuego—. ¿Tú de qué lado estás? A lo mejor te pone cachondo el espectáculo.

Me encanta cómo está construido el diálogo, cómo hablan los personajes; pero sobre todo me gusta cómo el narrador interviene sólo para decir lo que hay decir: «sus ojos eran dos rayitas de fuego». El resto del tiempo permanece en silencio, cede el protagonismo a las estrellas de la escena: los personajes. Además, cuando toma la palabra, lo hace con una metáfora precisa que ilumina con nitidez el cabreo de Estela con su marido. Mola el minimalismo a lo Carver.

18 de mayo de 2008

El que espera, Andrés Neuman

Un par de fragmentos extraídos del epílogo de El que espera, un libro de cuentos de Andrés Neuman, quien tenía unos 23 años cuando los escribió, allá por el año 2000. Ya de chavalín, este narrador hispanoargentino tenía claro por dónde irían los tiros de la narrativa del futuro.

Este no es el libro que más me gusta de Neuman, pero reconozco que verlo imberbe en la foto, saber que todavía debía de estar en la universidad y leer en el epílogo cómo razona sobre el material que le había entregado al lector, la verdad, me admira. Desde luego hay gente que, además de encontrar rápido su vocación, mantiene una relación privilegiada con el lenguaje.

Bueno, a lo que venía, el primer subrayado está en la página 140:
El microcuento entra en mestizaje con el poema en prosa, con la reflexión breve, con el diario íntimo o el apunte, sin dejar de arrojar un nuevo subgénero, sin bien híbrido, identificable. Sin ánimo de ponerme a profetizar, se me ocurre que la micronarrativa será un género altamente valorado en un futuro próximo, pues contiene los ingredientes de nuestro tiempo: velocidad, condensación y fragmentariedad.

Y el segundo, una antes, en la 139:

La escritura comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, que son las verdaderas decisiones que debe tomar el hacedor de cuentos. El cuento, en este sentido, aspira a una sencillez hermética: es el género que mejor sabe guardar un secreto.

El que espera, Andrés Neuman,
Editorial Anagrama, Barcelona, 2000

17 de mayo de 2008

José Alberto García Avilés



Estoy leyendo Dos minutos: microrrelatos, de José Alberto García Avilés, que consta de 73 textos de ficción tamaño bonsái. Tengo marcada, por ejemplo, este pasaje (página 37, Ultimátum):

Lo de Lúa fue diferente. Venía de lejos. Nada de amor a primera vista, sino más bien una relación inestable, llena de altibajos. A ella le encantan las tardes de otoño, la música clásica y las croquetas de pollo. Sabe cómo ganarme el corazón.

Me gusta cómo esas croquetas de pollo, puestas en último lugar, reconstruyen y le dan vuelo a los dos primeros términos de la enumeración, que son más o menos previsibles, conocidos. Y, claro, también cómo la siguiente oración, la cardíaca, tiene el pulso necesario para funcionar como un aldabonazo. En apenas 44 palabras, el autor logra una pincelada precisa y logra perfilar un personaje sugerente para el lector.

Nota: el libro lo ha publicado Ediciones Internacionales Universitarias este año.

16 de mayo de 2008

Una gimnasia como otra cualquiera

Antes tenía prisa por perpetrar una novela y comerme el mundo. Ahora, después de haberme atragantado intentando lo primero —de lo segundo mejor ni hablar—, me tomo el asunto con mucha más calma. Digamos que yo era un poco Karate Kid: joven, apresurado y con ganas de pelear, pero sin tener mucha idea de esa rara avis conocida como «técnica». Me faltaban —y faltan— horas y horas de gimnasia con que tonificar el músculo de la escritura, esa mezcla de intuición y oficio que hace enhebrar las palabras como toca. En fin, que estoy en el «Lavar, encerar, lavar..., Daniel-san» que decía el entrañable señor Miyagi.

Llevo unos cuantos años así, sacándole brillo al coche mientras me llega la hora del tatami —¿llegará?—, dale que te escribo, pero sin alumbrar otra cosa que artículos, reseñas, entrevistas, relatos de viajes, libros para otros... Vamos, que con el periodismo y aledaños me va bien; pero la literatura se me resiste, incluso por momentos me hace pensar lo mismo que cuando estudiaba las demostraciones de Álgebra: esto no es para mí, esto es demasiado complicado, en esta habitación: ¿dónde mierda están los hiperplanos? Eso sí, como entonces con los teoremas yo lo intento; sin embargo, mis pruebas no me conducen más que a callejones sin salida, pernoctan día sí y día también en una carpeta del disco duro que se llama como este blog: Aviones desplumados, que a su vez es el nombre de un artefacto que alguna vez pretendió ser un poemario, que a su vez ni siquiera sé por qué se llama así. ¿No? No. Simplemente se me ocurrió, como a veces pasa, como una vez le sucedió a un paraguas con una máquina de coser sobre una mesa de operaciones. Vaya usted a saber.

No sé a cuento de qué venía todo esto, la verdad; pero se ve que me apetecía escribirlo como preludio al prólogo del preámbulo de la explicación inicial relativa a que este blog, señoras y señores, está dedicado a la escritura. También que es un capricho que me concedo para pasar a limpio apuntes, subrayados, reflexiones de otros, divagaciones propias, exorcizar demonios, invocar a las musas... No tengo idea de qué contendrá esta bitácora, pero sí sé que me apetecía contar con un cuaderno de notas que ocupase poco espacio, que tuviese siempre a la vista y donde encontrase aquello que anoté (es que soy un desastre yo para esto de la Moleskine y demás). Y ese será mi punto de partida. Como nadie, salvo yo que lo pergeño, está obligado a leerlo, paro aquí de dar explicaciones, que si no en vez de un blog terminaré escribiendo una novela. Y eso no, yo por ahora, como decía Miyagi, «Lavar, encerar, lavar». Digo: aún me falta para la patada de la grulla.