30 de diciembre de 2008

Michel Carrouges (II)

Sigo aquí, a lo mío: leer en cuanto puedo a Michel Carrouges y el capítulo 4, dedicado a la escritura automática. Mira que no me caen bien los verborrágicos intelectuales franceses, pero este señor me está ayudando a despedir el año por todo lo alto. Qué profundidad en lo que dice, qué manera de correlacionar datos, qué manera entusiasta de escribir (cuando se centra y no sermonea, claro). Avanzo despacio por André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, además de por las fechas en las que estamos, porque saboreo dos y tres veces algunos párrafos que casi no puedo dar crédito a que los haya escrito alguien que nació en 1910: son de una modernidad pasmosa. De hecho, aquí estoy, transcribiendo cuatro de ellos —ver más abajo— mientras pienso, ay, ay, ay, si llega a caer este libro en manos de Mario Levrero.

No es que lo dudara, pero este libro me está dejando clarísimo que el escritor uruguayo era surrealista. No importa si él lo sabía o no, si se reconocía como tal o no: lo era; todo lo que cuenta Carrouges aquí demuestra que Levrero entendió y practicó la esencia de este movimiento hasta el fondo. Y sin vivir en París, como tanto escritor latinoamericano del Boom del 62.

En general, nos ha llegado una imagen distorsionada de los surrealistas; siempre nos los muestran como una banda de artistas gamberros a los que les encantaba delirar y hacer marcianadas. Poco más. Este libro, como uno de Hugo Ball que tengo en alguna caja vaya usted a saber dónde, habla permanente de cualquier cosa menos de practicar la frivolidad. Carrouges pone el acento en el aspecto espiritual, en la escritura como herramienta para explorar el inconsciente y en buscar las fuentes del psiquismo. Eso es Levrero cien por cien. Lo que cuenta este escritor francés sobre la escritura automática es Levrero explicando cómo conectarse con el ser interior y escribir sobre lo que uno ve, no sobre lo que uno piensa.

Para muestra, un botón; he aquí una cita de Carrouges rescatando otra de André Breton haciendo lo propio con el poeta Pierre Reverdy:
La imagen es una creación pura del espíritu.
Más levreriana no puede ser. En fin, no sé qué pasa en este país desde que he vuelto de la Argentina... Pero hay que ver qué librazos están publicando. Si alguien no encuentra textos interesantes, quizá es que lo esté absorbiendo el torbellino mediático de las multinacionales. Alcanza con dar un paso al costado y cualquier lector exigente encuentra material en abundancia con que olvidarse de tanta crisis.

Bueno, paro ya, que me voy por las ramas. A lo que venía; aquí van estos cuatro párrafos que he releído varias veces hoy (entre medias va una cita de Breton).
Las palabras son la arcilla de nuestra vida mental, incluso inconsciente. Antes de ser escritas sobre el papel, antes también de tomar forma en nuestros labios, se agitan ya en las corrientes de las profundidades. Incansablemente las almacena la memoria cada día; y allí permanecerían inertes, como un océano petrificado, si las fuerzas del instinto y la imaginación no las polarizaran, y no las animasen de un incesante movimiento, como un mar cuyo flujo y reflujo se afana en azotar las costas. Por eso los poetas de ayer y de hoy aguardan en su campos vallados que la ola ascendiera hasta ellos, con pulso irregular, desde los deltas y los estuarios de la inspiración; mientras que los surrealistas se acercan a la orilla y se sumergen sin titubear en el océano del automatismo, para escuchar el gran rumor interminable, el oráculo incesante de las olas.

Para ellos, ni siquiera se trata ya de registrar lo que ha dado en llamarse «corriente de la conciencia», es decir: esa confusa verborrea que nace del diálogo espontáneo que en cada hombre mantienen sus más vulgares preocupaciones cotidianas y sus instintos más primarios, un flujo comparable al ruido de los arroyos en los campos o al del rumor del tráfico en la ciudad. Los surrealistas aspiran a ir mucho más allá, hacia los vastos mares interiores.

«Una vez más, todo lo que sabemos es que estamos dotados de palabra, y que a través de ella, algo grande y oscuro tiende imperiosamente a expresarse a través de nosotros; que cada uno de nosotros ha sido elegido y designado en sí mismo entre otros miles para formular lo que, en vida, ha de ser formulado. Es una orden que hemos elegido de una vez y para siempre, y que nunca hemos tenido la frivolidad de discutir, como si estuviéramos destinados a ella desde toda la eternidad». (Point, André Breton, página 56).

Lejos de ser una monólogo, la escritura automática es, muy por el contrario, un diálogo entre el hombre consciente y la parte misteriosamente perdida de sí mismo que, sin embargo, está en secreta comunicación con todo el universo. El poeta es un médium, designado por no se sabe qué oscuro poder para ser el auto revelador del destino del hombre, en lo que tiene de más enigmático.

Y dejo de copiar aquí, antes de que los de Gens me denuncien o me pidan dinero por transcribir pasajes de este libro que, en mi opinión, se convertirá en un título de referencia en su catálogo.

PD: Oh, Carrouges, aquí me tienes, genuflexo ante tus páginas. Lo tuyo y La novela luminosa, de Mario Levrero, lo mejor que he leído este año.

Amén.

*

André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, Michel Carrouges.
Traducción de Ángel Zapata.
Gens ediciones, Madrid 2008.

Más Michel Carrouges desplumado: por aquí.

29 de diciembre de 2008

Michel Carrouges

Hasta hace unos días, debo confesarlo, no tenía ni idea de quién era Michel Carrouges. Hoy, y sin caer en la exageración, estoy empezando a darme cuenta de que su libro André Breton y los datos fundamentales del surrealismo ocupará un lugar importante en mi biblioteca. Quizá sea un entusiasmo pasajero debido a la emoción que me está suscitando el cuarto capítulo, dedicado a la escritura automática. Puede ser. No lo niego. Pero también es justo reconocerle a Carrouges sus méritos. A veces me pesa la manera hiperbólica y evangélica con la que habla del surrealismo (algo muy de la época, por otro lado); con todo, he llegado a la página 145 y le he perdonado todo. Incluso me he visto obligado a hacer un alto en la lectura para poner en limpio algunos de mis subrayados.

Para cualquier persona interesada en la escritura creativa y, en particular en el surrealismo, este libro es imperdible. Cada día que pasa estoy más fascinado con este señor que domina la obra completa de Breton como un niño su colección de cromos, y que salta de Arthur Rimbaud a Max Ernst con la misma naturalidad con que alude al método paranoico-crítico de Dalí o trae a colación a Swift, Lewis Carroll o Picasso. Además, habla con solvencia sobre un tema que me fascina: la generación de imágenes en el interior de uno, es decir, cómo acceder a las fuentes psíquicas de la escritura automática. Me faltan doscientas páginas para terminarlo; pero mucho se tienen que torcer las cosas para que el texto me desmienta y deje en exagerado mi calificativo de «joya». Por cierto, me contó Sergi Bellver que este ensayo estaba inédito en lengua española... Hay que ver lo que nos estábamos perdiendo, che.

I

Todas las palabras y todas las imágenes de las que se sirve nuestra conciencia brotan de un inmenso depósito que Freud ha llamado «lo inconsciente». La conciencia las registra del mismo modo que percibe los sonidos y las visiones del mundo externo. Lejos de crearlas, se limita a tomar conocimiento de su proyección sobre su propia pantalla sensible, pues preexisten a esta percepción. Suele oponerse, es cierto, las imágenes internas a las externas, bajo pretexto de que sólo las segundas se imponen por su arraigo en un sustrato fijo y universal, por la convergencia en ellas de todos los sentidos, por un fondo de claridad casi permanente, por la evidencia del contacto, por el apremio de los instintos, por las coerciones de la vida social, o —en pocas palabras— por el criterio de la eficacia permanente.

En sentido inverso, la imagen brota de un mundo totalmente invisible donde no parece existir más que la pantalla solitaria de la conciencia individual. Sobre ella, la imagen puede aparecer instantáneamente y desaparecer del mismo modo. Eso parecería autorizarnos a relegar este mundo invisible al reino de las quimeras. Nada nos mueve a atribuirle la menor existencia, y sí a suponer —en cambio— que la imagen interna existe únicamente en la pantalla donde se manifiesta. Brevemente: siguiendo una propensión constante del espíritu, se tiene por inexistente lo que no es visible, y se toma por una forma de creación ex nihilo lo que no es sino un modo de aparición... Como si se afirmara que las estrellas sólo existen por la noche y con el cielo despejado.

Sin embargo —y habrá que repetirlo, pues es un hecho capital que se pasa por alto—, no hay «generación espontánea» en el espíritu humano, no existe hecho mental sin causa.

II

Lo inconsciente es el único proveedor de imágenes poéticas y de sus ensamblajes orgánicos.

III

La escritura automática es una especie de oleaje verbal, impulsado por no se sabe qué potencias interiores o qué fuerzas motrices, y esto sólo ya le confiere un significado. Es una vía de agua que fluye en un sentido, por el hecho mismo de fluir.

IV

En la sombra inmensa de lo inconsciente hay pendientes mentales por las que las palabras discurren como un arroyo, torrentes maravillosos resplandeciendo con todos los fuegos de sus imágenes. Con ello se revela un vasto sistema orográfico e hidrográfico que hunde sus raíces en la vertiente oscura de la conciencia, y que alimenta sin cesar su vertiente de luz.

V

No sólo las fotografías se sirven de cámaras oscuras para lograr que nazcan sus imágenes al contacto de un líquido revelador. Los trabajos del espíritu se llevan a cabo también en una cámara oscura interior, donde las imágenes mentales se revelan proyectándose sobre la pantalla de la conciencia.

*

André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, Michel Carrouges.
Traducción de Ángel Zapata.
Gens ediciones, Madrid 2008.

23 de diciembre de 2008

Ayudar a morir, Iona Heath

Ayudar a morir ejemplifica cómo una editorial, Katz, interviene en la realidad de un país. ¿Cuál es uno de los temas candentes? La eutanasia. Pues aquí va un título ad hoc, listo para inyectar en la plaza pública nuevos argumentos a la discusión y generar pensamiento contra el sector más reaccionario de la sociedad. Terry Schiavo, Ramón Sampedro, la película Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand... En los últimos años abundan los nombres que están poniendo sobre la mesa un asunto que nos acompañará mucho tiempo, el que necesitemos para madurar como sociedad la visión frente a la muerte. De momento, y como se está viendo con la italiana Eulana Englaro, la cuestión avanza despacio.

Este libro no se centra estrictamente en la eutanasia, sino en el derecho a morir con dignidad. Es decir: está un paso antes de la burocracia legal que eso implica, y funciona como una gran reflexión sobre el sinsentido en que la ambición de la industria farmacéutica y la soberbia de la ciencia biomédica han convertido algo tan importante como morir. La autora, Iona Heath, es médico generalista, presidenta del Comité de Ética del British Journal Medice y miembro de varias asociaciones relevantes. También una lectora compulsiva, fan de John Berger y alguien que se apoya en la literatura para acompañar mejor a sus pacientes.

Por su trabajo, la doctora Heath ha comunicado la inminencia de la muerte a muchas personas, algunas de las cuales pasaban por su consulta desde hacía años. Luego —y que no suene sensacionalista, sino a constatación de un ciclo natural, por favor—, los ha visto morir. Leer a Samuel Beckett, Boris Pasternak, Italo Calvino o W.G. Sebald le ha supuesto, además de un edificante diálogo con la realidad a través de los libros, una ayuda para encontrar las palabras con que construir lo que denomina «un lenguaje de la muerte». Es decir: un idioma empático —no frío y distante como el que abunda entre los galenos—, un modo de conectar este mundo con el siguiente y acompañar hasta esa puerta a los pacientes, en definitiva, una manera de mostrar humanidad en esas consultas y hospitales donde tanto escasea.

Así, un poema de Robert Graves le sirve para concienciar al lector de que «necesitamos las palabras para tratar de minimizar la inevitable soledad del que muere». Echa mano de Gadamer o Sebald para subrayar que «Los médicos necesitamos ojos para ver la humanidad y la dignidad de nuestros pacientes y para evitar apartarnos del sufrimiento y de la angustia». Si quiere hablar del contacto físico entre paciente y médico, acude a una frase de James Joyce. O cita a Saul Below cuando quiere reflejar lo impredecible de la muerte. Incluso rescata las palabras de Seamus Heaney y George Steiner en el funeral de Ted Hughes con ánimo de mostrar que «Dios se encuentra en la conquista y en el alcance del lenguaje». En fin, todo un esfuerzo heroico por demostrar que literatura y ciencia son complementarias y que «ambas tienen la capacidad de enriquecer a la otra».

Eso sí, al margen de mostrar sus vastas lecturas citando a Borges, Unamuno o Philip Larkin, la doctora pone el acento en criticar lo suyo, la medicina. De hecho, el libro está centrado en una de las una de las tesis de John Berger sobre la economía de los muertos (son doce y están recogidas al final del libro, a modo de posfacio): el capitalismo deshumanizó la experiencia de la muerte. Según Heath, resulta increíble que cada año mueran 56 millones de personas —el 5 por ciento de la población mundial— y que la sociedad occidental, empachada de materialismo y en quiebra de valores, viva de espaldas al fenómeno que da sentido a la existencia. Sostiene que, del mismo modo que existe un arte de la vida, debería existir un arte de la muerte, materia esta donde los denominados países subdesarrollados están muy por delante del Primer Mundo.

Vamos, que resulta increíble que los informes arrojen resultados como este:

Los pacientes de Kenia manifiestan el deseo de morir para verse libres del dolor, los pacientes escoceses afirman que quieren morir debido a los efectos colaterales del tratamiento médico.
Moraleja: en Europa tenemos mejores medicamentos y hospitales, pero en África cubren mejor las necesidades psicosociales, algo tan importante o más que lo otro, sobre todo cuando ya no hay nada más que hacer. Los occidentales estamos presos de la industria farmacéutica. Vivimos en la cultura donde las pastillas lo curan todo —incluidos nuestros desarreglos emocionales— y hasta soñamos con que alguna nos proporcionará la inmortalidad. Ser longevos a cualquier precio parece ser nuestro norte, y olvidamos la calidad y la intensidad con que deberíamos disfrutar los últimos zarpazos de vida. Como argumenta Heath, ahora morimos en los hospitales, rodeados de tubos y médicos, en vez de hacerlo en casa al calor de nuestros afectos. ¿Dónde está el progreso?

Esta doctora, como hacen los buenos filósofos, recuerda a sus colegas lo obvio:

1. Además de pacientes, somos personas.
2. Morir no es un «simple fracaso de la medicina y de los médicos». Morir forma parte del ciclo natural de la vida y es importante cómo se muere: en ese proceso uno elabora muchos sentimientos y dota de sentido a su existencia. Por tanto, cada cual tiene derecho a elegir cómo, cuándo y dónde hacerlo con dignidad, de manera que pueda tener una experiencia vital completa. En ese sentido, Iona Heath suscribiría de arriba abajo una película como Las invasiones bárbaras y el modo en que elige morir el protagonista, enfermo de cáncer.

El libro da para mucho más; pero no es cuestión de agotar el tema. Por mi parte, me quedo con este fragmento que firma la doctora, tan válido como todas esas citas que entresaca de escritores y pensadores. Tras estas líneas puede leerse su oficio, la experiencia del trato diario con personas que se enferman y se despiden de sus seres queridos.

Una vez que la gente vive una cantidad importante de pérdidas —a veces pérdidas de salud, a veces pérdidas de cosas más nebulosas, como la dignidad o la reputacion, pero con más frecuencia pérdidas amorosas—, morir parece hacerse más fácil. Las personas tienen más o menos capacidad de adaptación y mayores o menores reservas de amor, salud y dignidad. Para quienes empiezan con muy poco, una sola pérdida puede ser suficiente. A medida que se envejece se van sufriendo más pérdidas, sobre todo de seres queridos, y cuando la gente perdió a muchas personas que le resultaban importantes se le hace más fácil morir. La muerte de los otros abrió el camino, y en ese sentido los muertos ayudan a los vivos a morir. Tal vez cuando los muertos superan a los vivos éstos pueden acompañar a aquéllos, y tal vez sea por eso que a los jóvenes les cuesta tanto morir.
Ya lo decía el capitán Ahab desde las páginas de Moby Dick: somos pura pérdida.

Delicioso, rebosante de literatura y repleto de ideas para pensar con calma cómo quiere acceder uno a la eternidad. Ayudar a morir es un libro para quienes, en asuntos trascendentales como estos, opinan que conviene improvisar lo justo.

*

Ayudar a morir, Iona Heath.
Katz Editores, Buenos Aires 2008.

(Nota: las obras de Katz Editores se consiguen en España, México, Argentina, Colombia y Uruguay.)

21 de diciembre de 2008

Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera.

La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento. Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov: "Y súbitamente todo empezó a aclarársele". Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo esquivar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aun a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en la New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas –Barthelme, por ejemplo– no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque, si el escritor se desprende de su sensibilidad, no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: «Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde». Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabras y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó «especificación endeble» a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. «Lo haría mejor si tuviera más tiempo», dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe adónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente adónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la «piadosa gente del pueblo», para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor. Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: «Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono». Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla. Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

*

La vida de mi padre y otros ensayos, Raymond Carver
http://www.librosycine.com

¿Más Raymond Carver? Por aquí.

18 de diciembre de 2008

Sergi Bellver

La blogosféra contiene azares curiosos. Hace unas semanas coincidí en el ciberespacio feisbuquense con Sergi Bellver, escritor y profesor de la Escuela de Escritura de Madrid. Para mi sorpresa descubrí que también trabajaba como editor en Gens, una editorial que está cerquita de mi casa y cuyo catálogo conocía someramente. Leí la bitácora de Sergi y estudié más a fondo la web de la editorial, y me gustó lo que vi. Hoy lo he entrevistado para mi sección Pequeñas independencias en Vulture.

Hemos charlado más de dos horas sobre literatura, edición, escritura, mercado... Pocas aristas nos ha faltado por tocar, vamos. En cualquier caso, y ya antes de que publique la entrevista, quiero llamar la atención sobre algo: Gens es de las pocas editoriales españolas que apuestan por cribar manuscritos para encontrar buenos textos (lo juro: ¡he visto las pilas de originales!) Además de publicar novela y cuento sin reparar en distinciones de género, han sacado ya incluso tres poemarios y un libro de ensayos sobre el surrealismo. Para ver cómo trabajan, recomiendo pasar por la sección Manuscritos, toda una declaración de intenciones que invita a la esperanza a cualquier escritor serio.

Al margen de compartir esto, quería contar un descubrimiento que realicé mientras me documentaba para la entrevista... Y es que Sergi Bellver, además de reseñar libros, hace crítica de ¡cómo están editados!, es decir, sobre el libro como objeto. El detalle me pareció genial, por cuanto al profano en estas lides lo ayuda a formarse un criterio y a manejar el léxico asociado a este mundillo (caja de texto, texto de cuarta, etcétera).

Copio a continuación la crítica que mereció la edición de Sicilia, invierno, de Ignacio Ferrando, publicado por JdeJ editores. Si entráis en su bitácora, podréis leer algunas más. Ya lo veréis: parece que habla de un vino.

Sobre la edición

Se trata del primer título de una nueva colección de narrativa, pero no de la primera iniciativa del editor, Javier de Juan, que ya lleva tiempo en esto, y se nota. Sin embargo, tengo la sensación de que el diseño se ha pensado a fondo para este grueso libro de relatos, y no ha tenido demasiado en cuenta los condicionantes de un proyecto de colección a largo plazo. Con todo, el diseño es esmerado, tal vez algo preciosista, pero el libro tiene una presencia agradable en las manos.

De las tripas, cabe señalar la incorrecta utilización de las comillas ‛inglesas’, en vez de las «españolas», y algún desliz en la foliación, como en la página 252, donde no debiera figurar, o en cada inicio de relato, ya que no es muy ortodoxo colocar el folio (el número de página, para que cualquiera lo entienda) cuando se ha emplazado en la parte superior y comienza un texto en página impar. La caja de texto está bien proporcionada, aunque las líneas por página (35) tal vez parecen demasiadas. También es verdad que el libro tiene unas dimensiones generosas y los márgenes de página están equilibrados, por lo que otro cuerpo de letra hubiera disparado la paginación.

Se puede comulgar o no con ese preciosismo del diseño interior, con esas cenefas que presentan y enmarcan cada relato o la portada interior ―aunque ahí la apariencia es de fotocopia emborronada―, pero al menos se desmarca de lo que ya hemos visto demasiadas veces y consigue una unidad con las cubiertas, donde, por cierto, la combinación de colores en el título y el nombre del autor no es muy afortunada. En definitiva, se nota un trabajo muy profesional, pero un poquito más de sobriedad le hubiera sentado bien al libro-objeto.

16 de diciembre de 2008

La mujer calva, Cristina Cerrada

Qué libro delicioso La mujer calva y qué buena escritora Cristina Cerrada. Ya me he leído las 183 páginas de la novela, y he parado en la 55 de la relectura para poner en limpio algunas notas; pero calculo que aún degustaré varias hojas más. Releo por placer; pero también porque el mecanismo narrativo lo exige: la complejidad estructural que funciona como andamiaje de la narración invita a ello. Como con Raymond Carver, me toca volver sobre mis pasos hasta encontrar aquel dato revelado como al pasar y que no supe captar a tiempo, reordenar con más calma la cronología de los acontecimientos o aprehender mejor desde el tono qué clase de mujer es Lailja, la protagonista. Entre tanto reconstruyo mi lectura.

Lailja ronda los 35 años, trabaja como profesora en una escuela, está divorciada desde hace tiempo y hace veinte años que perdió la pista de su padre. Lejos de haber podido superar los embates de la vida, tiene una vida emocional frágil. Y, por si le faltaba algo, en el lapso de unos pocos años, debe afrontar dos hechos que ponen a prueba su precaria edificación personal: primero la muerte de su padre, y luego la petición-imposición de sus dos hermanas para que aloje a mamá cuando esta se hace mayor y no puede valerse por sí misma. Si Lailja ya era una mujer en crisis, desovillar en este contexto la madeja asuntos de familia y sobrevivir, además, a las urgencias del deseo no mejora la aluminosis que padece su identidad.

En la novela, todo resulta bastante más enredado que como lo explica el párrafo anterior. El texto está narrado en presente y marcado por la distancia que establece la 3ª persona del singular; sin embargo, esa frialdad viene contrarrestada por las constantes analepsis (incluso en mitad de una línea el narrador hace viajar atrás en el tiempo al personaje y varias oraciones más adelante lo devuelve al presente). También por un desarrollo no secuencial del argumento, sino roto en mil y un pedazos para que el lector los recomponga capítulo tras capítulo. Como en la narración oral, como en esas eternas conversaciones sobre la familia, en La mujer calva el patrón estructural descansa sobre todo en el capricho del recuerdo o en la asociación casual. Cada vez la puerta de entrada al meollo de la cuestión es diferente, pero la intención siempre es la misma: comprender mejor quién es uno y por qué.

Uno de los grandes aciertos de la novela es que eso se disfruta desde el cómo está contada la historia. Los párrafos son largos, la capitulación breve o los diálogos están dentro del párrafo del narrador... Los recursos narrativos están orientados a que la atención recaiga sobre Lailja, sobre lo que siente y piensa, sobre lo que ella escucha que dicen los demás y la clase de evocaciones que esas palabras le producen. Con un trabajo minucioso a la par que sutil, Cerrada consigue literatura de alto nivel, logra realmente que la forma sea el texto.

Y es que la historia en sí importa poco; lo vital es el sentimiento de desorientación identitaria que anida en el libro y que acompaña al lector tras cerrarlo. Lailja es una mujer vulnerable y que transmite a cada segundo que es la vida y no ella quien toma las decisiones importantes. De hecho, desea a dos hombres completamente distintos y que le generan sentimientos diametralmente opuestos, pero su proceso de decisión es caótico y termina con ella rapándose el pelo al cero para purgar la culpa. Para Lailja estar a la deriva, zozobrar, es la manera natural de relacionarse con el mundo.

Además del asunto de la identidad, la autora plantea otras preguntas a través de su personaje, todas implícitas o relacionadas con el tema central. Las dos más importantes son cómo prepararse para afrontar la muerte de los padres o qué hacer cuando estos se hacen mayores y deben vivir con los hijos. Lejos de abordar situaciones idílicas, Cerrada reflexiona sobre aspectos espinosos; a saber: ¿están los hijos preparados para aceptar a sus padres en casa y pasar por alto las deudas o reproches pendientes?, ¿en qué lugar coloca uno que mamá invada tu casa y te diga que prefiere a su ex yerno que a tu novio actual?

Por suerte, la hondura en el tema no viene dada por latosas reflexiones discursivas, sino por un refrescante continuo de imágenes de una nitidez infrecuente. Símiles como «Sus hombros son como una cortina que oculta lo que hay detrás» o «Por la ventana del despacho, la cremallera de luces se retuerce como la cola de un alacrán» cautivarían incluso a un duro como Raymond Chandler. Imágenes como «Tras el cristal se han reunido una miríada de gotas que forman un mapa indescifrable» demuestran capacidad de observación y un sentido innato para apreciar la belleza en los pequeños detalles. Y oraciones como «Los músculos se le relajan tan de golpe que se siente hecha sólo de carne» reflejan exactitud al mezclar lo sonoro con lo táctil. Por eso es un placer leer esta novela, releerla y escribir sobre ella.

Un último apunte. Hay un detalle que reconstruye por completo el libro: el primer y el último capítulo tienen el mismo contenido pero dispuesto de diferente forma. En el primero, la información está organizada como un solo párrafo, mientras que en el último lo está en cuatro. Misma información, diferente manera de contarlo. En ese texto, Lailja, la mujer calva, se acaricia el «musgo milimétrico» que recubre su cabeza, se pregunta sobre la inocencia y considera que haberse cortado el pelo así, al cero, le ha hecho ganar «en simetría» y que ahora está más bella que nunca. Entre un capítulo y otro, además de todo un concepto de literatura puesto al servicio y deleite del lector, puede palparse la vulnerabilidad como una manera de estar en el mundo. Al comenzar a releer la novela, al menos este lector lo hace ya pensando en aquello que decía Rilke: «Lo que finalmente nos resguarda, es nuestra desprotección».

*

La mujer calva, Cristina Cerrada.
Lengua de Trapo, Madrid 2008.

Entrevista en Teína: clic aquí.

14 de diciembre de 2008

Alberto Olmos

Escribo porque la gente no escucha. Me hace gracia, le decía a Nombre1 ayer, y ahora escribo y está pensando hace tiempo, que yo siempre he sido poco hablador, y poco participativo y expositivo y todo eso. Quiero decir que en los grupos de gente en los que me he movido yo nunca daba codazos para colar el cuerpo de mis opiniones entre los cuerpos de las opiniones de los demás. Hay gente que tiene muchas cosas que decir y ningún interés en que tú digas cosas. Y yo les consiento. No me importa estar callado si no hay ocasión de opinar.

Pero, en estos grupos, grupos de toda mi vida, grupos de universitarios, de amigos postuniversitarios, de conocidos, ha sido para mí de lo más frecuente que, cuando me dejaban hablar o yo me veía animado a decir algo, muchas veces alguien del grupo, o mi interlocutor solitario, despachara mis ideas, mis teorías, mi planteamientos con un: Eso es una gilipollez.

Luego he hecho libros con esas mismas ideas, esas mismas teorías, esos mismos planteamientos y esos libros han ganado algunos premios, han sido publicados, han sido leídos por críticos literarios; han promovido mails de admiración; han promovido llamadas para colaboraciones; han promovido reconocimiento. Y todas las personas, sin salvarse una, le contaba ayer a mi amigo, y escribo ahora, y he pensado hace años, que me dijeron alguna vez que lo que yo decía era una gilipollez y que, por tanto, ellos sabían más que yo, eran más listos, tenían las ideas adecuadas y estaban por encima de mí, todas esas personas no han hecho nada en su vida. Nada artístico. Ninguna novela, ninguna película, ninguna canción. Lo único que han hecho y siguen haciendo es ser los más listos en torno a una mesa y considerar gilipolleces las ideas que no son sus ideas. Criticar a los que lo consiguen. Todo esto lo cuento un poco en la segunda parte de El talento de los demás.

*

Alberto Olmos está enfrascado en una nueva novela. En su blog personal, Hikikomori, está llevando una suerte de diario sobre el proceso de escritura. Para cualquiera que esté interesado en cómo es la gestación de una obra literaria, me parece recomendable echarle un vistazo a qué opina el autor de A bordo del naufragio, Trenes hacia Tokio, El talento de los demás o Tatami, uno de los escritores jóvenes más en forma del panorama literario español.
  • Entrevista en Teína a raíz de A bordo del naufragio.
  • Entrevista en Teína a raíz de El talento de los demás.
  • Reseña de Trenes hacia Tokio en Teína.
  • Reseña de Tatami en Aviones desplumados.


12 de diciembre de 2008

Paul Viejo y Chéjov (traductor y traducido)

Lo que desde luego nos falta es tener una visión de Chéjov como “proceso”, de su carrera como escritor. Sus cuentos los conocemos de sobra, bien traducidos y bien editados, pero mezclados siempre unos con otros en mil antologías, en selecciones temáticas, por tamaños… Pero no tenemos, creo, la visión de cómo fue publicando Chéjov esos cuentos. Está claro que relatos como “El gordo y el flaco” y “La dama…” , por citar dos, son obras geniales ambas. Pero es importante saber a qué época creativa pertenecen cada uno, qué otros cuentos (malos, incluso) publicaba Chéjov al mismo tiempo. Frente a una labor ingente como sería intentar un Cuentos completos, a mí me interesa, y creo que urge más, otro proyecto de edición más en esa otra línea. Sería bonito, y en Páginas de Espuma ya han tomado buena nota, ver ordenados, por ejemplo, los relatos que Chéjov reunió en forma de libro. Me encantaría tener en la estantería unos Cuentos abigarrados, o un “Melpómene”, editar esos mismos libros, tempranos y llenos de cuentos imperfectos y chistes sin gracia, igual que se editaron entonces. Nos ayudaría a esa visión general, incluso a apreciar más el resto de los cuentos dispersos, que son la gran mayoría, y son con los que disfrutamos todos.

Entrevista concedida por Paul Viejo, traductor de Correspondencia Antón Chéjov - Olga Knipper (Páginas de Espuma, Madrid 2008), a Miguel Ángel Muñoz, autor del libro y del blog El síndrome de Chéjov.

9 de diciembre de 2008

Devocionario pop, Alejandro González Terriza

Con lo versolibrista que está el mercado literario, la apuesta poética de Alejandro González Terriza puede calificarse de valiente. Y es que este poeta y músico ha puesto a dialogar en Devocionario pop a la poesía de hechura clásica con la música de sus bandas favoritas. Así, canciones que van desde los Carmina Burana (1220) a All this useless beauty (Elvis Costello, 1996) salen al encuentro de romances, rimas consonantes o versos endecasílabos de gaita gallega, y actúan como detonadores líricos. En total 46 poemas donde Garcilaso, Machado, Cernuda o Juan Larrea departen amigablemente con Syd Barrett, John Lennon o David Bowie.

(Al final de estas palabras sobre el libro, ¡entrevista con el poeta!)

Lo genial y ocurrente de este Devocionario pop es que el autor parte de conocidas canciones de grupos como Pink Floyd, Eagles o Beatles para componer sonetos que, conservando la estructura clásica, ofrecen imágenes que abrevan del surrealismo o de la psicodelia. Es decir, que González Terriza mezcla con entera libertad lo de antes con lo de ahora, lo que conocemos como tradición con lo que hoy llamamos cultura popular. Asimismo, en otras canciones, como All along the watchtower, prefiere cultivar la traducción
la paráfrasis más bien y brindarle al lector un Bob Dylan escanciado en versos alejandrinos. Y para otras, como If 6 were 9, le alcanza con emplearlas como semilla inspiradora para un poema narrativo a lo Carver, pero facturado en pentadecasílabos y con homenaje a Hendrix incluido.

El resultado de esta fusión es, como el acertadísimo título indica, un devocionario repleto de plegarias alucinógenas, pero son sabor al pop de Vainica Doble, y donde el azar aparece con frecuencia como tema (o mejor dicho: como compañero de viaje mientras se escribe).
Aunque palabras como iconoclasta y ecléctico están desprestigadas de tanto usarlas mal en el periodismo, créame el lector que ambas son las pertinentes para este autor y esta obra. He aquí un intento serio, contemporáneo y la vez lúdico por hablar de música, es decir, de poesía, con la tradición.

Antes de pasar a la entrevista, 4 apuntes breves:


ALEJANDRO GONZÁLEZ TERRIZA, AUTOR DE DEVOCIONARIO POP

«Hacer un soneto, componer un rock o unas alegrías de Cádiz, ¿qué diferencia hay?»


¿Es un soneto como una canción pop? ¿Sabe Bob Dylan que sus letras son susceptibles de transformarse en endecasílabos de gaita gallega? De eso y mucho más habla el autor de un poemario que abre una nueva senda en el territorio literario.
Rubén A. Arribas

Alejandro González Terriza (Madrid, 1970) es muchas cosas. Entre otras, profesor de Literatura, músico del grupo Ciento volando, seguidor de Agustín García Calvo o uno de los primeros lectores de Mario Levrero en España. Pero decir sólo eso dejaría fuera que es también experto en folclore, adicto al surrealismo, fan de la música psicodélica de los años 60 y 70, laborioso bloguero en Campos de fresa o que
en 1993 ganó el Premio Ramón J. Sender con su libro de cuentos Lo único que importa es no perder el rumbo, publicado por la Universidad Complutense de Madrid.
Después de casi una década regalando versos y más versos en internet, acaba de publicar su primer poemario en hojas de papel, Devocionario pop. Un libro este capaz de compendiar todas esas aristas —más alguna otra— de su rica y heterodoxa personalidad.

¿Por qué tomaste las canciones de músicos conocidos —Bob Dylan, Beatles, Sex Pistols, etcétera— como punto de partida para escribir poemas con formas y metros clásicos? A partir de los árboles (algunos poemas que habían salido así, quién sabe por qué) imaginé el bosque, y decidí perderme en él. Pensé que me gustaría leer un libro así, y, si no lo había, inventarlo.

En Devocionario pop abundan los sonetos. Pink Floyd tiene uno para The dark side of the moon, The Incredible String Band para No sleep blues o The Beatles para That means a lot. Y no son los únicos. ¿Qué te hace ver que tras una canción hay un soneto en potencia?
El soneto es una forma muy musical, una especie de universo en miniatura. Algo muy próximo, desde ese punto de vista, a una canción pop, que tiene mucho de ajuste de cuentas con el mundo en su conjunto. Quizá la prueba del nueve de lo que preguntas (el soneto tras la canción, y viceversa) sea una de las dos canciones de Dylan incluidas en el libro, All along the watchtower, que al traducirla se vierte casi sola en un soneto, aunque en inglés esté muy lejos de esa forma.

Para otras canciones eliges formas clásicas como la décima o el romance. A lo largo del poemario también usas un variado repertorio de metros (desde versos pentasílabos a pentadecasílabos). ¿Hay alguna relación entre la música del grupo y la música que buscas conseguir a través de la elección de la forma poética y del metro?
Seguro que la hay, pero no es resultado de ninguna elección consciente. La verdad es que no prescribo unas formas u otras; simplemente, en la medida en que estén a mi alcance, no me las prohíbo, acepto el reto. Los primeros versos que acuden a la mente (ese regalo envenenado de las Musas) suelen dictar la estructura, tanto por la métrica en sí como por el tono. Por ejemplo, los primeros versos de (It's alright ma) I'm only bleeding

La oscuridad al romper la mañana
ensombreció la cuchara de plata

son endecasílabos poco comunes, de acento en séptima en vez de en sexta. Ellos decidieron que el poema fuera por ahí: Dylan predicando en español en endecasílabos de gaita gallega. Para libres (y chulos), ellos.

Para componer estos poemas, ¿escuchaste una y otra vez la canción mientras los escribías? ¿Cómo interactuaba la música de los grupos con el texto a la hora de componer los poemas?
En general, son canciones que he escuchado tanto que viven adentro: suenan solas en mi cabeza, a la mínima provocación. El camino ha sido de dos direcciones: a veces del eco de la canción, de las muchas vueltas que uno le ha ido dando, ha salido el poema, y otras, iniciado el poema, me he dado cuenta de que caminaba hacia terreno familiar, al encuentro de alguna canción.

«Ampararme en tu lecho de hojaldre», «Los labios de una niña / en torno al dedo untado en sombras», «Un ángel va pelándonos las venas / y los gusanos besan la comida». En muchos de tus poemas aparecen imágenes potentes, oníricas y que casi sostienen por sí solas el poema. ¿Cómo surgen? ¿Quién sigue a quién: la música a las imágenes o al revés?
Forma y fondo sólo se pueden separar a efectos didácticos, y aun así a malas penas. En realidad, no puedes pensar nada que no constituya, al mismo tiempo que una reflexión o una imagen, un enunciado rítmico. Cuando uno se deja llevar por el ritmo y la rima, se produce una relajación muy interesante en el mecanismo de asociación de ideas, parecida a la que tiene lugar cuando te vas quedando dormido. No hay mejor ejemplo del azar objetivo, del que hablaban los surrealistas, que la rima: dos realidades que se encuentran asociadas por la fonología, en un nivel puramente formal y, en un momento determinado, desprenden un chispazo imprevisto que vuelve providencial su encuentro. La poesía popular e infantil está llena de hallazgos de este tipo: frío frío, como el agua del río. Caliente caliente, como el agua de la fuente.

¿Es casualidad o existe una explicación para que la gran mayoría de las canciones pertenezcan a bandas que cantan en inglés?
También son bandas, sobre todo, de los 60/70, y casi todas se pueden englobar en el camino que va del beat al rock progresivo, pasando por la psicodelia. Cuestión de gusto personal, claro: esa es mi peculiar edad dorada del género, aunque después haya canciones de los Sex Pistols o The Clash que repasan el mundo pop con otra mirada más adulta, con retranca, y también se me hacen imprescindibles. Por otra parte, que las canciones estén en inglés crea una distancia provechosa con el castellano, que permite todos los acercamientos: de la versión propiamente dicha a la paráfrasis, la alusión, el guiño o la voltereta. Pop inglés (muy inglés) y poesía, espero, muy española (española en el sentido en que una pieza para piano es muy pianística: nacida por y para ese instrumento).

En tiempos donde el verso libre es el rey, ¿cómo te gustaría que se leyese este poemario repleto de formas y metros clásicos que se fusionan con la psicodelia de los 60 y 70, el surrealismo francés y hasta con toques pop con sabor a Vainica Doble?
Vaya por delante que, leyendo a los poetas que me parecen más representativos del momento no estoy nada seguro de que el verso que dices sea el más cultivado. Como mucho, es un registro más. Me gustaría que quien se asomara al libro tuviera una impresión parecida a la que tuve yo al concebirlo: un viaje prometedor, que merece la pena emprender. Como la psicodelia o el surrealismo, dos aventuras que me apasionan, lo que el libro ofrece es un paseo, por momentos lúdico o trágico, por ciertos recovecos del alma. A la hora de arriesgarme a publicarlo, pensé, con cierto orgullo luciferino, que al menos no es un libro que esté repetido, que uno tenga la sensación de haber leído antes.

Es conocido aquello de que la poesía clásica encorseta... En prosa, sin embargo, los escritores del movimiento Oulipo veían este asunto al revés; las restricciones, decían ellos, obligan a ser más creativos, y de hecho Raymond Queneau y compañía se divirtieron de lo lindo escribiendo a partir de ellas. ¿Por qué resulta tan difícil que la gente asocie la escritura de un soneto o de echarse unos pentadecasílabos antes de la cena con un acto lúdico?
Bueno, a mí me pasa al revés, claro. Me resulta difícil visitar esa mentalidad encorsertada por prejuicios, como quien piensa que el latín sólo vale para las misas, y se pierde por eso a Catulo y la poesía de los goliardos. Hacer un soneto, componer un rock o unas alegrías de Cádiz, ¿qué diferencia hay? En todos los casos se trata de un juego con la memoria, con la tradición: ajustar lo de ahora a lo de siempre, y al revés. Contaminar lo uno con lo otro. Todo eso está ahí, por si te apetece jugar con ello (y estás dispuesto, como en todos los juegos, a aprender a mover las fichas y apostarte la camisa).

*

Devocionario pop, Alejandro González Terriza.
Ediciones Trea, Gijón 2008.

8 de diciembre de 2008

Constantino Bértolo

Ya no se trata de que alguien quiera seducir, sino de que todos quieren ser seducidos, sin que la base falsa o tramposa sobre la que pueda estar construida la seducción origine reparo alguno. Diríase incluso que los medios con que se lleve a acabo han perdido relevancia; como si la importancia residiese más en la intención que en la estrategia, y su valor para los seducidos se midiese en función del prestigio de quien seduce, mientras que para el seductor lo que básicamente cuenta es la cantidad de seducidos que logra alcanzar.

Con esta situación comunicacional, los autores descubren que la clave de su capacidad para ser escuchados reside de manera primordial en el prestigio de su marca como autor, lo que les obliga a someter su entidad pública a las reglas de lo mediático: aparición frecuente en medios de comunicación, autopublicidad, creación de una imagen como escritor, etcétera, y a incorporar a su obra, como elemento relevante de su poética, las lecciones del marketing comercial: facilidad sintáctica, tratamiento de conflictos con contrastado nivel de audiencia, acentuación del suspense y el misterio, utilización de una ironía gratificadora... La asunción de este hecho por parte de los autores podría explicar en parte la tendencia narrativa que juega a mantener porosas fronteras entre la ficción y la realidad, o a difuminar los límites entre el autor, el narrador y el personaje. Que la publicidad bien entendida empieza por uno mismo. En aras de la engañosa soberanía del consumidor la soberbia de escribir se ve obligada, sin renunciar a la soberbia necesaria para mantenerse como producto que incorpora el aura de lo artístico, a aceptar al lector como cliente, es decir, a predicar una narrativa al servicio del mercado, de la estadística. Y si aquella antigua soberbia que suponía el hecho de atreverse a hablar en público, tenía como reverso la humildad de quien osa someter a juicio público sus obras, en la actualidad la soberbia sólo se ve amenazada por la humillación de una cifra de ventas mediocre, o ridícula siempre en relación con las metas cuantitativas que la competencia pregone.

Vivimos en una civilización que tiene su espejo en el mall o centro comercial, dominada por la idea de que existir es ser encontrado. Y los escritores narran con ese «inconsciente colectivo» sobre sus conciencias. Bajo este orden cultural, la responsabilidad literaria tal y como la hemos presentado muy difícilmente deja sentir su presencia. Nos movemos en una situación que encuentra sus premisas en un terror de baja intensidad pero de larga onda expansiva, que condena al ostracismo y amenaza con un constante estado de desaparición a quien no participe, legislando que quien no participa no difiere, simplemente no existe.

*

La cena de los notables, Constantino Bértolo.
Editorial Periférica, Cáceres 2008.

6 de diciembre de 2008

Ignacio Echevarría

La poca y siempre muy precaria autoridad que un crítico pueda alcanzar no es un capital del que disponga al comienzo de su tarea, sino algo que va labrándose con el tiempo, resultado de su buen hacer y de su puntería. Por lo demás, fui yo mismo quien, al poco de asomarme al oficio del reseñismo, opté por dedicar una atención preferente a la narrativa en lengua española. La crítica que me interesa, que me importa, al menos dentro de los diarios, es la que manifiesta cierta voluntad de intervención, de enjuiciamiento. Y es hablando de los libros que se hacen en la propia lengua, en el propio país, como más directamente cabe intervenir e influir, por poco que sea, en el desarrollo de las tendencias existentes.

(Leído en una entrevista de El gusanillo, el blog de Blanca Vázquez.)

5 de diciembre de 2008

Pote Huerta

En el n.º de diciembre de Vulture he publicado una entrevista con Pote Huerta, editor de Lengua de Trapo. El texto es corto —tiranías del papel 17 x 17—, pero la charla fue larga y sustanciosa. Discurrió en el despacho de Pote, que está situado en una casa antigua del barrio de Chueca. Lejos del corporativismo que transmiten los edificios de los grandes grupos editoriales, la entrada a LdT es cálida: libros al frente —no sé si todo su catalágo, pero casi—, sofás para esperar leyendo, gente que te da a elegir entre cocacola o cerveza... Quiero decir: todavía no disponen de personal de seguridad que verifique si es cierto que tienes cita con el editor. Mola. Uno entra en la editorial como entra en una librería, sin que nadie sospeche de ti.

Sólo un detalle más antes de ir al texto de marras: no la vi, pero Alberto Olmos —que andaba por allí retirando ejemplares de El talento de los demás en formato bolsillo— me contó que en la casa hay una sala de lectura —¿era al lado de la cocina?—, donde imagino que Pote y su banda pasarán parte del día cribando manuscritos. Como diría Levrero, quizá más adelante retome el asunto y complete —quizá no, quién sabe— la descripción de lo que vi; por ahora, el texto de la entrevista.

. Clic aquí para ver la entrevista en pdf.
. Clic aquí para acceder a Vulture en html.


POTE HUERTA, EDITOR DE LENGUA DE TRAPO

«Tenemos vocación por descubrir talentos, pero no es lo único que hacemos»

Desde 1995, LdT ha desempeñado un papel clave en el panorama literario español como descubridora de talentos. Hoy se plantea retenerlos y crecer a la par de ellos.

Rubén A. Arribas


Un cazador de talentos. Así podría definirse a Pote Huerta. Y es que su editorial, Lengua de Trapo (LdT), quedará asociada para siempre al descubrimiento de Antonio Orejudo, Rafael Reig o Antonio Álamo, autores que hoy integran la cotidianidad del panorama literario español. Es más: este ex pintor reconvertido a editor incluso puede presumir de haber sido el primero en publicar aquí a Ricardo Piglia, un referente ineludible en el ámbito hispanoamericano actual. Lástima que el tamaño de LdT lo obligue a ver cómo otras editoriales más grandes le roban, a golpe de talonario, las perlas de su cantera.

En cualquier caso, él no desfallece. Tras casi quince años de andadura, además de seguir publicando primeras y segundas novelas, ahora aspira también a retener a sus autores. De ahí que apueste porque Manuel García Rubio o Carlos Eugenio López, que han publicado toda su obra con él, continúen haciéndolo. Y que desee que los talentos más jóvenes, como Juan Aparicio-Belmonte o Alberto Olmos, sigan la estela de los anteriores.

Su editorial tiene fama de fresca, joven, algo gamberra y especializada en publicar a noveles. Huerta admite que algo de eso hay: su título más vendido es Lo mejor que le puede pasar a un cruasán —500 mil ejemplares—, de Pablo Tusset; ha ganado tres veces el premio Tigre Juan, que se otorga a la mejor primera novela publicada, y LdT está vinculada a premios que se otorgan a jóvenes. Sin embargo matiza:

—Tenemos vocación por descubrir talentos, y esa es una tarea que hacemos muy bien y que podemos hacer mejor que los grandes grupos porque estamos más pegados a tierra. Desde fuera se ha visto mucho nuestro trabajo con los jóvenes, pero no es lo único que hacemos: Askildsen tiene 78 años, Paco Nieva más o menos y Carlo Frabetti está en los sesenta...

Tampoco se fija sólo en la literatura española. Entre los casi trescientos títulos de su catálogo, hay autores checos, holandeses o italianos. De hecho, en la colección Otras lenguas destaca la presencia de reputados escritores noruegos, como Flogstad, Soldstad o Askildsen. Y en cuanto a América Latina, baste decir que dos de las últimas novedades de 2008 son el mexicano Joaquín Guerrero Casasola y el uruguayo Rafael Courtoisie. En definitiva, la estrategia de Pote Huerta se resume en una frase:

—Contratar buenos libros por los que partirse la cara vendiendo.

3 de diciembre de 2008

Santo Remedio, Rafael Courtoisie

Santo remedio engaña. En las 90 primeras páginas parece una novela que sólo apela a la superficialidad del mero entretenimiento, y que para ello echa mano de lugares comunes de la posmodernidad literaria —abuso de las oraciones cortas, guiños anglosajones, referencias a la cultura de masas, zapping literario, etcétera—, aunque abordados esos convencionalismos, eso sí, en clave montevideana. Además de una extremada fragmentación estructural —252 secciones en 190 páginas—, el texto ofrece una prosa muy entrecortada, a veces más digna de una presentación en Power Point que de una novela. De hecho, la narración transmite una suerte de odio visceral no sólo ya por las oraciones subordinadas —que apenas hay—, sino por el párrafo como unidad estructural, puesto que lo que predomina es el fogonazo de menos de 10 palabras. Con ese material construye Courtoisie. Y, por paradójico que parezca, en esa irreverencia descansa la gran aportación de la novela.

Si bien en menos de 20 páginas cualquier lector de Thomas Bernhard o de Juan Carlos Onetti sentirá ganas de cerrar el libro, resulta justo señalar que a partir de la página 90 la novela transparenta un juego de fondo y forma que dota de sentido a tanto despelote sintáctico y estructural. Hasta mitad de viaje, el libro parece una frenética road movie —por emplear la terminología posmo— donde el narrador y protagonista, Pablo Green, acumula a partes iguales crímenes —empezando por el de su madre, a quien liquida en la primera oración del texto— y escenarios por los que transitar. Sin embargo, a esa altura de la narración el autor demuestra tener conciencia del reloj narrativo —o de la limitada paciencia del lector— y revela al fin con claridad meridiana lo sospechado: en el texto no hay régimen de verosimilitud que valga, y tampoco lo buscaba... Salvo que alguien juzgue creíble que en un hipotético estado de sitio los travestis y los chorros campan a sus anchas por la calle o que uno puede caminar 40 cuadras sin que un militar lo detenga. Hasta ahí podíamos llegar con la credulidad, vamos.

Pero es que este es un libro con claves de lectura. La primera la proporciona un personaje secundario —da igual quién—, que en vez de pasar tangencialmente por la vida de Pablo Green —como todos los personajes anteriores— la detiene y lo acusa de haber matado a su madre. Ese incidente sosiega la acumulación de peripecias y permite que el argumento, por alocado que se haya vuelto, emerja y que el texto quiebre su programa inicial de no querer bañarse dos veces en el mismo río. De repente, los personajes coinciden los unos con los otros, dialogan, se amenazan de muerte, se envenenan, conspiran... En fin, esas cosas que suelen suceder en las novelas.

La segunda clave está en inglés —ah, el esnobismo anglófilo; otro guiño posmo, cómo no— y la da el narrador, quien dice:


I wanna get entertainment. I’m disappointed. I’m bored. Life has no sense. Life is story told by an idiot.

Puede que aparezca antes, pero yo no caí en ello hasta la página 128. Ahí até cabos: el protagonista es un pibe descerebrado de 23 años cuyas habilidades se reducen a saber algo de informática y de inglés. El punto de vista desde donde se narra es ese.

Por tanto.

La novela, lejos de ser un despelotado policial anclado en el realismo sucio y con algún truculento lío familiar, funciona como una narración en tono paródico donde lo que menos importa son los fiambres que cosecha Pablo Green. Es más: el protagonista se ha convertido en asesino en serie después de practicarle la eutanasia a su madre como podría haber sido albañil, vendedor de helados ambulante o criador de vaquillonas Hereford. Pablo Green es sólo un idiota que está aburrido y decepcionado, que considera que la vida no tiene sentido y que sólo quiere divertirse un rato. La suya no es una voz narrativa adolescente —parece difícil que un tarado como este diga tubérculo en vez de papa para evitar la sinonimia, por ejemplo—, pero sí un punto de vista desde donde narrar.

Entendido. Mensaje en clave desencriptado.

Leída desde ahí, la narración cobra sentido: la novela cuenta la historia de un pibe asimilable a un adolescente promedio, uno de los tantos que egresan del sistema educativo sin grandes objetivos en la vida y que han crecido rodeados de ese entorno que llamamos «sociedad contemporánea», o que muchos otros prefieren denominar como «mundo globalizado» o «mundo de mierda». Courtoisie emplea la sátira y la exageración para, sobre una matriz de realismo sucio yanqui, mostrar los efectos secundarios de un fenómeno sospechosamente actual: nadie tiene escrúpulos, lo único que prima es el beneficio propio, vivimos en la anarquía del todo vale.

En Santo remedio, el paradigma de ese comportamiento lo ofrece un oncólogo. Este suministra medicamentos y terapias innecesariamente caras a sus pacientes a cambio de que ellos, si carecen del dinero necesario, le donen sus casas. Resulta interesante cómo está dibujado ese personaje: ni siquiera ante una muerte dolorosa y degenerativa como la del cáncer obtenemos la piedad de nuestros semejantes o la solidaridad del Estado, y quedamos en manos de la empresa privada, del mercado. Courtoisie aborda el asunto con una ironía hiperbólica; sin embargo, ya se sabe: tras la risa cómplice viene la nerviosa por el reconocimiento de la verdad implícita. Esta lectura política de la realidad no debe perderse de vista en una obra en apariencia banal.

Es más: ahí reside la clave para entender la aportación formal del autor: este pone en circulación su prosa como si fuera un remedio (medicamento) más, como si fuera un psicofármaco que alguien tomará vaya usted a saber por qué, para qué y con qué efectos. De hecho, por construcción, Santo remedio se ofrece a sí misma como un producto de consumo rápido, de efectos inmediatos, como mero entretenimiento, como una obra para dejar de pensar en los mambos personales. Su parelismo con el mundo de los Valium, Verixal o Rivotril es inmediato, y alcanza con fijarse en la excelente portada del libro.

A ojos de un lector español —vaya usted a saber qué dirán sus coterráneos—, Courtoisie intenta salirse por todos los medios de los cauces narrativos con que se lo podría prejuzgar por ser uruguayo. Ni Felisberto Hernández ni Juan Carlos Onetti ni Mario Levrero ni Oliverio Girondo... Parece no haber deuda con la tradición. (Y si la deuda es con el melifluo Mario Benedetti, autor de una de las frases de contratapa, apaga y vámonos). Como pasaba con el grupo MacOndo que lideraban los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, este autor uruguayo transmite una búsqueda por querer salirse como sea del perfil izquierdista, indigenista y folclórico con que muchos lectores, críticos y editores asocian literatura y América del Sur. Este Montevideo de Santo remedio adscribe la tesis de los antirrealistas mágicos: hay contaminación, violencia a lo Funny Games, cadenas de hamburguesas Mac Meet y el colapso social siempre parece inmediato.

Asimismo, y como hicieran ya Fogwill con Borges, Bolaño con Octavio Paz o Antonio Orejudo con Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez, Courtoisie se suma a la nómina de autores que desacralizan a escritores supuestamente intocables. Como los anteriores, usa el recurso para dotar de espesor intelectual a lo que podría ser tomado sólo como una diablura y como un intento de matar, en términos psicológicos, a sus padres narrativos; en su caso, Rulfo y Onetti.

Los dos grandes juanes de la literatura hispanoamericana aparecen acá en forma de fantasmas que lo mismo atienden un teléfono que acuden a la invocación de un médium judío, y los dos se encargan de prestarse a la chanza y de justificar ante el lector el porqué del tono «irrespetuoso», «estúpido» y «guarango» que predomina en la narración. A la vez, con la presencia de sus nombres sagrados contribuyen a validar la irreverente propuesta estética. (Sublectura: si alguien cita a Onetti y a Rulfo con solvencia en una obra que parece cagarse en todo, gana en autoridad y respetabilidad frente al lector, el crítico y el editor. Esa es la maniobra). A lo que iba: de hecho, es el propio Onetti quien le pide al narrador varias veces que reflexione sobre el despropósito de novela, a la par que le suministra al lector algunas claves para entenderla.

Aquí va un ejemplo:

—¿Pibe?
—Sí.
—Habla Onetti.
—¿Cómo anda?
—No te metas con cosas serias.
—Yo no me meto con nadie.
—Sí, te metés. Parodiás. Satirizás. Te reís de un mártir. Te reís de la desgracia ajena. Nombras a Pinochet con una ligereza que da pena. Te reís de Allende.
—No me río de nadie.
—¿Por qué no seguís la trama de Pablito, de su desesperación, de su inmadurez, de su madre muerta? ¿Por qué no desarrollás mejor el tema de la eutanasia, de la vida, de la muerte?
—¿Y usted, Onetti, por qué se mete donde no lo llaman? Acá las cosas son como son.
—Haceme caso, pibe.
—¿Allende está con usted?
—Sí. Está.
—Mándele saludos.
Más que irreverencia, hay metaliteratura, una charla con el superyó literario. (Ya se ve que , como comentaba antes, no hay una voz narrativa de un pibe de 23 años, sino un punto de vista desde donde contar algunas ideas). En este pasaje se ve claramente la búsqueda por validar el proceso de construcción de la novela a través de la cita de autoridad y de la exposición del programa que sigue el autor. En fin, una manera como otra cualquiera de insertarse en la tradición literaria.

Otro punto interesante es la territorialidad. Como hicieran Fuguet y compañía con MacOndo, Courtoisie deslinda su literatura de terrenos míticos como la Santa María de Onetti y la Comala de Rulfo, y los parodia. También huye
de las interminables subordinadas y del tono grandilocuente del primero, a la vez que del acerado lirismo rural del segundo. Y para no ser menos que ellos dos inventa —esto es de mi cosecha, no aparece así en el texto— un nuevo territorio: Santo remedio, que parece ser este Montevideo —ciudad a la que sólo se cita por el nombre de algunas calles— donde no hay ni murgas ni chivitos ni rambla, sino neuróticos, psicofármacos o veinteañeros desorientados. El cántico a la mediocridad que se palpa es el mismo que se escucha en Nueva York, Madrid o Berlín.

Junto a esta lectura, pero en un segundo plano, aparece la dicotomía entre los Escritores y los escritores. O dicho de otro modo: la imposibilidad de que, en un entorno que actúa sobre las personas como una apisonadora informativa y publicitaria, germinen escrituras orgánicas y lentas, como las de Onetti o Rulfo, y que sin embargo constituyen parte del canon literario. Y ahí queda sugerida una tensión por explorar: cómo digiere y asimila cada escritor modelos legitimados por la tradición, pero prácticamente irrepetibles dado el estado caótico, sobreinformado y neurótico de la humanidad. La respuesta de Courtoisie está en su propio texto.

La camioneta tiene suficiente combustible. No es nada difícil robar un auto. En otra novela voy a dedicarme a esto: me convertiré en un honesto ladrón de autos que mantienen a su mujer y a sus seis hijos pequeños. Chau asesino postadolescente. Chau traumas y conflictos interiores, maternales, lacanianos. Chau cuerpos que comienzan a descomponerse. Adiós vacíos y náuseas existenciales. Sólo aventura. Pura aventura. Seré como Indiana Jones.
Él opta por la deconstrucción, la sátira, el entretenimiento y el guiño a la cultura popular; la actual sobreinformación y sobrestimulación informativa y publicitaria saturan. Y saturan de manera tan extrema que, al final, el placer y la necesidad de cuestionarse cómo sobrevivir mejor en este mundo se transforman en una simple y pasiva necesidad de evasión. Se trata de una evasión adolescente de gente decepcionada, sin objetivos, aburrida y que siente que su vida la está contando un idiota. Gente que, como muestra la portada del libro, toma psicofármacos para soportar la realidad sin saber que están alimentando con misiles al idiota responsable de narrarlos. Se creen Indiana Jones, pero son unos mediocres que van a peor. Visto así, el libro no podía ser escrito de otro modo.

Buena novela Santo remedio. No resulta inmediato entrar en su propuesta de ofrecerse como producto de consumo rápido —se lee en un par de sentadas—; pero, bajo su apariencia de inofensivo divertimento literario, oculta un potente arsenal crítico. Vamos a ver qué me pasa cuando ingiera Goma de mascar...

*

Santo remedio, Rafael Courtoisie.
Lengua de Trapo, Madrid 2006.

1 de diciembre de 2008

Thomas Bernhard

Lo que nosotros mismos jamás nos atrevemos a afirmar, porque nosotros mismos somos incompetentes, se atreven otros a reprochárnoslo, y no ven, con intención o sin intención, todo lo que, interior y exteriormente, hay en nosotros. Somos continuamente seres arrojados por los otros, que a cada nuevo día tienen que volver a encontrarse, recomponerse, reconstituirse. Nos juzgamos a nosotros mismos, con el paso de los años, de forma cada vez más severa, y tenemos que dejarnos juzgar de forma doblemente severa en dirección opuesta. La incompetencia impera en todas las relaciones y, con el tiempo, produce de forma totalmente natural la indiferencia. Después de una susceptibilidad y vulnerabilidad de tantos años nos hemos vuelto ya casi no susceptibles ni vulnerables, nos damos cuenta de las heridas, pero hoy no somos ya tan hipersensibles como antes. Damos golpes más fuertes y encajamos golpes más fuertes. La vida habla un lenguaje más lacónico, más aniquilador, que nosotros mismos hablamos hoy, no somos ya tan sentimentales que todavía tengamos esperanzas. La falta de esperanzas nos ha dado una visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente. Hemos llegado a la edad en que nosotros mismos somos la prueba de todo lo que nos ha golpeado durante épocas de nuestra vida. En lo que a mí se refiere, he tenido tres experiencias, la experiencia de mi abuelo y la experiencia de todos mis demás semejantes, para mí menos importantes, y la mía propia. Cada una de ellas con las otras me ha ahorrado muchas tendencias hacia lo accesorio.

[...]

Si no hubiera pasado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo hubiera inventado probablemente para mí, llegando al mismo resultado. La necesidad me ha hecho avanzar a cada nuevo día y a cada nuevo instante, las enfermedades y, finalmente, mucho más tarde, las enfermedades mortales me han hecho bajar de las nubes al suelo de la seguridad y de la indiferencia. Hoy estoy bastante seguro de mí, aunque sepa que todo es de lo más inseguro, que no tengo nada entre las manos, que todo es sólo una fascinación, como existencia remanente aunque siempre renovada y, en cualquier caso, ininterrumpida, y hoy me resulta todo bastante indiferente, en esa medida, en un juego siempre perdido, he ganado realmente, en cualquier caso, mi última partida. No he tenido las mismas ilusiones de mi abuelo, pero no he evitado los mismos errores que él.

*

Thomas Bernhard, El sótano.
Traducción de Miguel Sáenz.
Editorial Anagrama, 4ª edición, 1996.

27 de noviembre de 2008

Plop, Rafael Pinedo

El martes pasado entrevisté a Daniel Martínez, editor de Salto de Página, para la revista Vulture y me llevó tres libros como muestra del trabajo editorial que hacen él y sus compañeros (Gonzalo Cabrera, Pablo Mazo y José Esteban): Como una novela de terror, de Jon Bilbao, Matar y guardar la ropa, de Carlos Salem, y Plop, de Rafael Pinedo. Si bien yo había leído ya a Pinedo hacía algunos años —en Teína publicamos en su día una reseña que escribió María Taltavull—, fue el primer libro que abrí cuando llegué a casa.

Esta mañana, mientras desayunaba con él abierto, ya iba por la página 81, de las 151 que tiene. Es la segunda vez que lo leo, pero el texto me sigue absorbiendo como si no conociera de antemano la historia. Es más: aquí estoy escribiendo sobre él, sin importar si estaba leyendo otros libros o si tengo tareas pendientes. Y es que Plop está escrito desde ese lugar inefable
—llámese el inconsciente o como se llame— con el que los buenos autores saben conectarse para comunicarle al lector una experiencia que modifique su percepción del mundo. Gran parte de la culpa la tiene esa atmósfera sombría y despiadada que construye Pinedo, y que te acompaña de regreso al mundo real cuando cierras el libro. Es un tópico, lo sé, pero viene al caso: no se es el mismo antes y después de la lectura (o de la relectura) de Plop.

La novela está ambientada en una suerte de era posnuclear donde el texto sagrado es la Teoría del Big Bang y donde la raza humana vuelve a ser nómada y cazadora (ahora de gatos, en vez de mamuts). No se habla de países, sino de asentamientos. Siempre llueve. Todo es barro, alambre, maderas rotas, huesos y óxido. Está prohibido enseñar la lengua o que los demás te vean cómo masticas la comida. Los retrasados mentales, los inválidos, los viejos o los niños albinos son comida para los cerdos. El incesto es legal. Follar con los demás —sean varones o mujeres, indistintamente— es una simple función a la que se denomina «usarse», y conceptos como pareja o familia se consideran muy raros, absurdos, inexplicables, cuando se observan en otros. La endogamia grupal es la única manera de ponerse a salvo de las enfermedades venéreas; así que, si usas o te dejas usar por alguien de otro grupo, tus propios compañeros te matarán. Y si infringes alguna norma o te rebelas contra la autoridad de cualquier imbécil que ocupe un escalafón superior al tuyo, tien
es dos posibles finales: que te despellejen para que alguien haga trueque con tus huesos o ser comida para los cerdos. En esencia, ese es el mundo en el que Plop —así se llama el protagonista— debe sobrevivir: un sitio donde «el horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombro y basura».

Y es que ya lo dice justo antes de morir la vieja Goro —quien cuidó de Plop cuando a su madre la carnearon para que así el grupo se desplazase más rápido en una de las migraciones—:

—Hijo de puta —le dijo con una sonrisa parecida a una mueca.
—¿Te morís? —preguntó [Plop].
—Sí.
—No jodas.
—No jodo, el que se jode sos vos, que te quedás en este lugar de mierda.
Y por si alguien duda de que sea una exageración lo de «lugar de mierda», ahí va otra muestra más:
Llegó un herido, caminando, arrastrándose.

Lo trajeron dos vigilantes. Lo tiraron en la Plaza. Plop pasaba por ahí y le dijeron:

—Ocúpate.

Un Secretario de Brigada que también cruzaba la Plaza repitió:

—Ocúpate.

Plop se alegró. Si se moría, tenía derecho a quedarse con alguna de sus cosas. Si se salvaba y quedaba bien, iba a contraer una deuda con él.

En el Grupo no siempre mataban a los de afuera.

Cuando llegaba un herido que podía salvarse y aportar lo curaban. Lo mantenían atado un tiempo hasta garantizar que no fuera agresivo. Y luego seguía vigilando otro período más. El único tabú era el sexo durante dos solsticios, hasta que se comprobaba que no tenía venéreas.

El Comisario General siempre decía:

—No somos salvajes. Si alguien sirve se lo acepta.
Ese es el concepto de normalidad que debe aprender Plop si quiere sobrevivir: un utilitarismo a ultranza. El clásico sobrevive o muere. En ese sentido, la novela permite establecer una analogía con el eslogan favorito de muchos altos directivos: nadie es imprescindible, todos —menos ellos, claro— somos intercambiables. En vez de una era posnuclear, tenemos una situación de crisis económica de dimensiones históricas; sin embargo, los efectos secundarios se parecen: le interesamos al Sistema mientras generamos utilidad económica a bajo precio; una vez exprimidos-ordeñados-vampirizados, nos dan una patada en el culo y solo servimos de comida para los cerdos. Es más: como Plop con el Comisario General en la novela, sobrevivimos como podemos a las decisiones arbitrarias y absurdas que toman instancias supranacionales como el FMI, la UE o el Banco Central Europeo sobre nuestro destino (so pena de mandarnos al infierno si no seguimos sus recomendaciones). Entre tanto, vemos cómo se diluye nuestra identidad social y hasta nuestro sentido de pertenencia a la única especie capaz de usar la lectura y la escritura para cuestionar ese poder, ese estado de las cosas.

Ahí reside la potencia de Plop, en que es —fue publicado en 2004— y seguirá siendo un texto que invitará a sus lectores a cuestionarse en qué clase de mierda están convirtiendo o dejando que otros conviertan el lugar donde viven. Más que nada porque, de no arreglarlo ya, terminaremos considerando normal estas palabras de la vieja Goro a Plop justo antes de morirse:

Si bien la vieja Goro era formalmente su propietaria, nunca había ejercido mucho sus derechos sobre él. A veces lo ignoraba, de pronto lo buscaba y le daba una orden absurda, raramente le contestaba el saludo apoyándole la palma en la nuca.

Nunca lo usó.

Esa vez lo miró un instante, le apoyó las dos manos sobre la cabeza y empujó violentamente hacia abajo, haciéndolo caer de cara al suelo.

—Salvaje, salvaje —repetía mientras lo levantaba, le quitaba el barro de la nariz y le hacía apoyar la cabeza en su hombro.

Plop estaba desconcertado por este último gesto. Se dio cuenta de que estaba muy borracha.

—Chiquitito, chiquitito, pendejo de mierda —musitaba en letanía—. No, no es así. La vida no es así. No es. No era. Yo sé. Yo sé.
*

Plop, Rafael Pinedo.
Salto de Página, Madrid 2007.

P. D.: en el Cono Sur, la novela puede conseguirse en Interzona.